El cadáver supe encajarlo. Fue el contexto lo que me descolocó.
Los que nos ganamos la vida con las fragilidades del cuerpo humano aceptamos, casi como parte de nuestros términos y condiciones, una familiaridad cada vez mayor con la muerte. Para la mayoría de la gente, un halo de misterio envuelve la partida del alma de su morada terrenal de huesos, músculos, grasa y tendones. Para nosotros, la cuestión de la muerte y la putrefacción queda gradual pero implacablemente al desnudo en la lección introductoria de anatomía y la primera visión fugaz de formas humanas bajo sábanas blancas en una rutilante habitación de acero aséptico.
Con los años había visto la muerte, diseccionado la muerte, olido la muerte, había palpado, medido y pesado la muerte, a veces hasta la había oído (los sonidos susurrantes que hace un cadáver cuando los fluidos se asientan), más veces de las que podía recordar. Estaba totalmente acostumbrada a la muerte. Pero no esperaba que se levantara y gritara «¡Bu!».
Alguien me preguntó una vez, hablando durante una comida en un pub sobre los méritos de ciertas novelas policíacas, cómo reaccionaría si me encontrara con un cadáver vivo. Supe exactamente a qué se refería, y él sonrió mientras esas palabras bobas salían de su boca. Le contesté que no lo sabía. Pero era algo en lo que pensaba de vez en cuando. ¿Qué haría si un cadáver me pillara por sorpresa? ¿Se activaría el resorte del distanciamiento profesional, impulsándome a comprobar las constantes vitales y a tomar nota mentalmente de su estado y del entorno, o gritaría y echaría a correr?
Y entonces llegó el día en que lo supe.
Empezaba a llover cuando subí a la miniexcavadora que había alquilado aquella mañana. Solo eran unas pocas gotas, casi agradables, pero el nubarrón que vi por encima de mi cabeza me dijo que no esperase una llovizna de primavera. Por mucho que estuviéramos a principios de mayo, tan al norte las lluvias torrenciales seguían siendo algo cotidiano. Se me ocurrió que excavar bajo la lluvia podía ser peligroso, pero aun así puse el motor en marcha.
Jamie estaba tumbado de lado a unos veinte metros colina arriba. En el suelo descansaban dos patas, la delantera y la trasera derechas. Las del lado izquierdo se alzaban lejos del cuerpo, los dos cascos un palmo por encima de la hierba. De haber estado dormido, su postura habría resultado cómica; muerto era grotesco. Enjambres de moscas zumbaban alrededor de la cabeza y del ano. La descomposición empieza en el mismo instante de la muerte, y yo sabía que estaba cobrando velocidad en las entrañas de Jamie. Bacterias invisibles le devoraban los órganos internos. Las moscas habían puesto sus huevos y en unas horas los gusanos saldrían de ellos y empezarían a abrirse paso a través de la carne. Para colmo de males, una urraca posada en una valla cercana desplazaba su mirada de Jamie a mí.
«Ese maldito pajarraco quiere sus ojos —pensé—, sus bonitos y tiernos ojos castaños». No estaba segura de si podría enterrar yo sola a Jamie, pero no iba a quedarme de brazos cruzados mientras las urracas y los gusanos convertían a mi mejor amigo en un sírvase usted mismo.
Puse la mano derecha en el acelerador y tiré de él para aumentar las revoluciones del motor. Noté cómo se activaba el sistema hidráulico y empujé las dos palancas de mando. La excavadora dio un tumbo y empezó a subir.
Al llegar a la parte más empinada de la colina, hice rápidamente cálculos mentales. Iba a tener que excavar un hoyo de unos dos metros y medio de profundidad. Jamie era un caballo de tamaño considerable, de quince palmos de altura y largo de lomo. Tendría que cavar un espacio cúbico de dos metros y medio en el suelo en pendiente. Eso significaba remover muchísima tierra, las condiciones distaban de ser idóneas y yo no tenía experiencia en el manejo de una excavadora; solo había recibido una clase de veinte minutos en el patio del almacén de maquinaria de alquiler. Duncan llegaría a casa en menos de veinticuatro horas, y me pregunté, después de todo, si no sería mejor esperarlo. Posada en la valla, la urraca sonrió con satisfacción y dio un engreído paso a un lado. Apreté los dientes y volví a empujar las palancas.
En el prado que tenía a mi derecha, Charles y Henry me observaban; sus bonitas y tristes caras asomaban por encima de la valla. Habrá quien os dirá que los caballos son criaturas estúpidas. ¡No le creáis! Esos nobles animales tienen alma, y aquellos dos compartían mi dolor mientras la excavadora y yo subíamos hacia Jamie.
Cuando estaba a dos metros, frené y bajé de un salto.
Algunas de las moscas tuvieron la decencia de retirarse a una distancia respetuosa mientras me arrodillaba al lado de Jamie y le acariciaba sus negras crines. Diez años atrás, cuando él era un caballo joven y yo trabajaba de interna en el Saint Mary, el amor de mi vida (o eso creía yo entonces) me dejó plantada. Con el corazón destrozado, fui a la granja que mis padres tienen en Wiltshire; Jamie estaba en la cuadra. Al oír el motor de mi coche, asomó la cabeza. Me acerqué, le acaricié con delicadeza y luego apoyé la cabeza en la suya. Media hora después, él tenía el morro mojado por mis lágrimas y no se había movido ni un ápice. De haber sido físicamente capaz de abrazarme entre sus patas, lo habría hecho.
Jamie, mi hermoso Jamie, raudo como el viento y fuerte como un tigre. Su corazón, grande y bondadoso, al final se había rendido, y lo último que yo podía hacer por él era cavar un maldito hoyo gigantesco.
Volví a subir a la excavadora, alcé el brazo hidráulico y bajé la pala. Se levantó del suelo medio llena de tierra. No estaba mal. Hice girar la excavadora, tire la tierra lejos, volví a girar, y repetí la operación. Esta vez la pala se lleno de tierra marrón oscura y compacta. Cuando llegamos a este lugar, Duncan dijo bromeando que, si su nuevo negocio fracasaba, montaría una explotación de turba. En nuestras tierras la turba llega a entre uno y tres metros de profundidad, y aun con la ayuda de la excavadora me estaba haciendo el trabajo muy difícil.
Seguí cavando.
Una hora después, los nubarrones habían cumplido su promesa, la urraca se había cansado, y mi hoyo tenía alrededor de dos metros de profundidad. Había hundido la pala y estaba moviéndola hacia delante cuando noté que chocaba con algo. Miré hacia abajo, intenté ver más allá del brazo hidráulico. Era complicado, había mucho barro. Levanté un poco el brazo y volví a mirar. Ahí abajo había algo que estorbaba. Vacié la pala y levanté bien alto el brazo. Luego bajé de la cabina y me acerqué al borde del hoyo. Un objeto grande, envuelto en una tela manchada de marrón por la turba, había quedado medio desenterrado. Pensé en bajar, pero entonces me di cuenta de lo cerca del borde que había frenado. La turba, ya muy mojada, empezaba a desprenderse por los lados del hoyo.
No era buena idea. No quería verme atrapada en un agujero bajo la lluvia y con una miniexcavadora de tonelada y media encima de mí. Volví a subir a la cabina, retrocedí cinco metros, bajé y me acerqué de nuevo al hoyo para echar otro vistazo.
Salté dentro.
De pronto el día se volvió más silencioso y oscuro. Ya no notaba el viento, y hasta la lluvia parecía haber aflojado; supuse que gran parte de ella debía de haber sido empujada por el viento. Ya casi no oía el estrépito de las olas en la bahía cercana, ni el ocasional zumbido de un motor de coche. Estaba dentro de un hoyo, aislada del mundo, y la sensación no me gustó demasiado.
La tela era de lino. Esa textura al tiempo áspera y suave es inconfundible. Estaba manchada por la tierra marrón de alrededor, pero en ella se distinguía una trama. Por los bordes deshilachados que asomaban a intervalos vi que eran tiras de treinta centímetros de ancho enrolladas alrededor del objeto como un vendaje desmesurado. Un extremo del bulto era relativamente ancho, pero se estrechaba enseguida y volvía a ensancharse. Había sacado al descubierto casi un metro, pero quedaba más por desenterrar.
«Lugar del crimen —dijo una voz en mi cabeza; una voz que no reconocía, que nunca había oído antes—. No toques nada, llama a las autoridades».
«Baja de las nubes —respondí—. No vas a llamar a la policía para que investigue un fardo de ropa usada o el cadáver de un perro».
Estaba en cuclillas, hundida en siete centímetros de barro que pronto se convirtieron en diez. Del pelo me caían gotas de agua y se me metían en los ojos. Levanté la vista y vi que el nubarrón se había vuelto más denso. En esa época del año el sol no se ponía antes de las diez de la noche, pero pensé que ese día ya no volveríamos a verlo. Miré de nuevo el suelo. Si era un perro, era muy grande.
Traté de no pensar en momias egipcias, pero lo que había desenterrado hasta entonces tenía una forma claramente humana; lo habían envuelto con sumo cuidado. ¿Se tomaría alguien tantas molestias por un fardo de ropa usada? Por un perro muy querido tal vez sí… Pero no parecía tener forma de perro. Traté de meter el dedo entre las vendas. No cedieron, y supe que no podría aflojarlas sin un cuchillo. Eso significaba que debía volver a casa.
Salir del hoyo resultó mucho más difícil que meterme en él; cuando al tercer intento volví a caer rodando, sentí una punzada de pánico. La idea de que me había cavado mi propia tumba y de que la había encontrado ocupada acudió a mi cabeza como un mal chiste que recuerdas de pronto. A la cuarta intentona logré alcanzar el borde y volví corriendo a casa. En la puerta de atrás caí en la cuenta de que tenía las botas cubiertas de turba negra y húmeda, y que luego no estaría de humor para fregar el suelo. En la parle trasera tenemos un pequeño cobertizo. Me dirigí allí, me quité las botas y me puse unas zapatillas de deporte viejas, luego busqué una pala pequeña y entré en la casa.
El teléfono de la cocina me miraba, Le di la espalda y cogí del cajón de los cubiertos un cuchillo con sierra. Luego volví a… la palabra «tumba» seguía resonando en mi mente.
«Hoyo —me dije con firmeza—. Solo es un hoyo».
De nuevo en él, me acuclillé y contemplé mi insólito hallazgo durante lo que me pareció largo rato. Tenía el extraño presentimiento de estar a punto de adentrarme en un terreno hasta entonces inexplorado, y de que, una vez que diera el primer paso, mi vida cambiaría por completo y no necesariamente para mejor. Incluso consideré la posibilidad de salir del hoyo y llenarlo de nuevo, cavar otra tumba para Jamie y no contar a nadie lo que había visto. Me quedé allí acuclillada pensando, hasta que me sentí tan agarrotada y helada que tuve que moverme. Saqué la pala.
La tierra era blanda, no hizo falta cavar mucho para desenterrar otro palmo del bulto. Lo agarré por la parte más ancha y tiré con delicadeza. Con un suave ruido como de succión quedó al descubierto lo que faltaba.
Busqué el extremo que había desenterrado primero y tiré del lino para aflojarlo. Luego introduje la punta del cuchillo y, sujetándolo con fuerza con la mano izquierda, lo deslicé hacia arriba.
Vi un pie humano.
No grité. De hecho, sonreí. Porque lo primero que sentí cuando cayó el lino fue un alivio enorme; debía de haber desenterrado un maniquí, ya que la piel humana nunca es del color del pie que estaba mirando. Exhalé una gran bocanada de aire y me eché a reír.
Entonces paré de reír.
La piel era exactamente del color del lino que la había envuelto y de la turba de alrededor. La toqué. Indescriptiblemente fría; indudablemente orgánica. Moví los dedos con delicadeza y pude sentir la estructura ósea que había debajo de la piel, un callo en el dedo meñique y una zona áspera en el talón. Era de carne y hueso, pero estaba manchado del intenso marrón oscuro de la tierra.
El pie era un poco más pequeño que el mío y tenía las uñas pintadas. El tobillo era esbelto. Había encontrado a una mujer. Supuse que era joven, de veinticinco o treinta y pocos años.
Miré el resto del cuerpo envuelto en lino. Donde calculé que estaba el pecho había un gran círculo, de unos treinta y cinco centímetros de diámetro, donde el lino cambiaba de color, era más oscuro, casi negro. O en la tierra había algo extraño que había afectado a ese trozo de lino, o ya estaba manchado cuando la enterraron.
No quería ver más, la verdad; sabía que tenía que llamar a las autoridades y dejar que se ocuparan de aquello. Pero no pude contenerme: agarré el lino más oscuro e hice otro corte. Ocho, diez, quince centímetros. Arranqué la tela para ver qué había debajo.
Ni siquiera entonces grité. Sobre unas piernas que no sentía como propias, me levanté y retrocedí hasta chocar con la pared del hoyo. Luego di media vuelta y trepé como si mi vida dependiera de ello. Una vez fuera, me sorprendió ver al caballo muerto a escasos metros. Me había olvidado de Jamie. Pero la urraca no. Estaba posada en su cabeza y daba furiosos picotazos. Levantó la vista con aire de culpabilidad; luego, lo juro, me sonrió con suficiencia. Un pedazo de carne brillante, chorreando sangre, asomaba de su pico: el ojo de Jamie.
Fue entonces cuando grité.
Me quedé sentada al lado de Jamie, esperando. Seguía lloviendo y estaba calada hasta los huesos, pero ya nada importaba. En uno de nuestros cobertizos había encontrado una vieja tienda de lona verde y la había extendido sobre el cuerpo de Jamie, solo le dejé la cabeza al descubierto. No enterraría a mi pobre y viejo caballo aquel día. Acaricié su bonito pelo castaño y le trencé las crines mientras velaba en silencio a mis dos amigos fallecidos.
Cuando ya no pude soportar mirar a Jamie, levanté la cabeza y miré hacia la ensenada conocida como Tresta Voe. Los voes, o valles inundados, son un accidente geográfico común en esta parte del mundo; hay montones de ellos deshilachándose como delicada seda a lo largo de la costa. Es imposible describir con exactitud las formas retorcidas y fracturadas que crean, pero desde la colina que hay junto a nuestra casa veía tierra, luego el agua del voe que formaba una estrecha bahía bordeada de arena, luego una estrecha franja de colina, y luego de nuevo agua. Si estuviera a suficiente altura y tuviera buena visibilidad, podría ver cómo se prolongaba en franjas alternas de tierra y mar, tierra y mar, hasta que mis ojos alcanzaran el Atlántico y la roca abandonara por fin la lucha.
Estaba en las islas Shetland, probablemente la región más remota y menos conocida de las Islas Británicas. A unos ciento sesenta kilómetros del extremo nordeste de Escocia se halla el archipiélago de las Shetland, formado por un centenar de islas. Quince de ellas están habitadas por gente; todas lo están por frailecillos, gaviotas, págalos grandes y otra fauna.
Si desde el punto de vista social, económico e histórico las islas son poco comunes, geográficamente rayan lo peculiar. La primera vez que estuvimos juntos en este lugar, Duncan me abrazó y me susurró al oído que, mucho tiempo atrás, los enormes icebergs y las antiguas rocas de granito libraron una terrible batalla. Las Shetland, tierra de cuevas marinas, voes y acantilados azotados por las tormentas, fueron el resultado. En aquel momento la historia me gustó, pero ahora creo que Duncan estaba equivocado; creo que la batalla sigue. De hecho, a veces creo que las islas Shetland y su gente llevan siglos luchando contra el viento y el mar. Y están perdiendo.
Tardaron veinte minutos en llegar. El coche blanco con la raya azul distintiva y el símbolo celta en el guardabarros delantero fue el primero en detenerse en nuestro terreno. «Dion is Cuidich, Proteger y servir», rezaba el eslogan. Lo seguían un gran todoterreno negro y un flamante Mercedes deportivo de color plateado. Del coche patrulla bajaron dos agentes uniformados, pero fue a los ocupantes de los otros vehículos a los que observé mientras el grupo avanzaba hacia mí.
La conductora del Mercedes parecía demasiado menuda para ser policía. Tenía el pelo muy oscuro y lo llevaba escalado a la altura de los hombros. Al acercarse a mí, vi que tenía las facciones pequeñas y regulares, los ojos verde castaño y la piel perfecta, un poco pecosa alrededor de la nariz y de color café con leche. Llevaba unas botas Hunter verdes nuevas, una chaqueta Barbour impecable y unos pantalones de lana rojos. En las orejas, dos bolitas de oro, y en la mano derecha, varios anillos.
A su lado el hombre del todoterreno parecía enorme; debía de medir casi dos metros y era muy ancho de espalda. También llevaba una chaqueta Barbour y unas botas verdes, pero las suyas estaban llenas de rozaduras y parecían tener un montón de años. Tenía el pelo abundante y rubio rojizo, y la tez colorada, cubierta de capilares rotos, propia de una persona de piel clara que pasa mucho tiempo al aire libre. Las manos eran enormes y callosas. Parecía un granjero. Cuando estuvieron lo bastante cerca, me levanté y tapé la cabeza de Jamie con la lona. Podéis decir lo que queráis, pero en mi libro hasta los caballos tienen derecho a la intimidad.
—¿Tora Guthrie? —preguntó el hombre; se detuvo a dos pasos de mí y miró el enorme bulto cubierto por una lona a mis pies.
—Sí —respondí cuando volvió a levantar la vista hacia mí—. Aunque creo que ella les interesará más —señalé el hoyo. La mujer ya estaba en el borde, examinando el fondo. Detrás de ella vi aparcar otros dos coches patrulla en mi terreno.
El policía con aire de granjero dio dos pasos hasta el borde del hoyo. Miró dentro y se volvió hacia mí.
—Soy el inspector jefe Andy Dunn, del Departamento de la Policía del Norte —dijo—. Unidad de Crímenes Especiales. Esta es la oficial Dana Tulloch. Le acompañará a casa.
—Unos seis meses —dije, al tiempo que me preguntaba cuándo iba a dejar de temblar.
La oficial Tulloch y yo estábamos sentadas a la mesa de pino de la cocina; una agente permanecía apostada en la esquina. Normalmente, nuestra cocina es la habitación más caliente de la casa, pero aquel día no lo parecía. La oficial se había desabrochado el cuello del abrigo pero no se lo había quitado. No me extrañaba, pero verla tan abrigada no me hacía sentir más calor. La agente también se había dejado el abrigo puesto, pero al menos había preparado café, y el tazón caliente entre mis manos me reconfortó un poco.
Sin pedir permiso, la oficial Tulloch había enchufado un pequeño ordenador portátil en la pared, y mientras disparaba preguntas tecleaba a una velocidad que habría impresionado a un servicio de mecanografía de los años cincuenta.
Llevábamos unos treinta minutos dentro de casa. Me permitieron que me cambiara de ropa. En realidad, insistieron en ello. Todo lo que llevaba puesto lo metieron en bolsas y lo dejaron en uno de los coches. Sin embargo, no me dieron la oportunidad de ducharme, y era muy consciente de que tenía las manos manchadas de turba y tierra incrustada debajo de las uñas. Desde donde estaba no veía el jardín, pero había oído llegar varios vehículos más.
Tres veces, con una minuciosidad cada vez más agotadora, había explicado lo ocurrido en la última hora. Al parecer era el momento de probar otra clase de interrogatorio.
—Cinco o seis meses —repetí—. Nos mudamos a principios de diciembre del año pasado.
—¿Por qué? —me preguntó la oficial.
Yo ya había reparado en el suave y dulce acento de la costa este. No era de las islas.
—Por el paisaje y la calidad de vida —respondí mientras me preguntaba qué habría en ella que me resultaba tan irritante.
No podía quejarme de nada en concreto: se había mostrado educada, si bien algo indiferente; profesional, aunque un poco fría. Era lacónica, de sus labios no se escapaba ninguna palabra que no fuera estrictamente necesaria. Yo, en cambio, hablaba demasiado y estaba poniéndome nerviosa por momentos. Esa mujer menuda y atractiva conseguía que me sintiera grandullona, mal vestida, sucia y poco menos que culpable.
—Y porque es uno de los lugares más seguros donde vivir en el Reino Unido —añadí con una sonrisa triste—. Al menos eso es lo que ponía en el anuncio —me incliné hacia ella, sentada frente a mí al otro lado de la mesa. Se limitó a mirarme—. Recuerdo que me pareció extraño —continué atropelladamente—. Me refiero a que cuando te interesa un empleo nuevo, preguntas si está bien pagado, cuántos días de vacaciones tienes, cuál es el horario, si son caras las casas y si hay buenos colegios por la zona. Pero ¿si es seguro? ¿Cuántas personas preguntan eso? Casi hace pensar que tienes algo que demostrar.
La oficial Tulloch poseía un autocontrol que yo no podía menos que envidiar. Rompió el contacto visual para mirar su tazón, que todavía no había tocado. Luego se lo llevó a los labios y bebió con cuidado antes de volver a ponerlo en la mesa. Dejó una ligera marca de pintalabios en el borde. Yo nunca me maquillo y no soporto las manchas de pintalabios. Me parecen demasiado personales para dejarlas atrás como desechos; un poco como tirar el envoltorio de un tampón en la alfombra del salón de alguien.
La oficial Tulloch me observaba. En sus ojos había un destello que no supe identificar. Estaba disgustada o divertida.
—Mi marido es agente marítimo —expliqué—. Trabajaba en el Baltic Exchange de Londres. Hacia mediados del año pasado le propusieron hacerse socio mayoritario de un negocio de aquí. Era una oferta demasiado buena para rechazarla.
—Debió de ser difícil para usted. Queda muy lejos del sur de Inglaterra.
Asentí con la cabeza, reconociendo la verdad que encerraban sus palabras. Estaba muy lejos de las suaves y fértiles lomas del condado inglés que me había visto crecer; muy lejos de las polvorientas y ruidosas calles de Londres donde Duncan y yo habíamos vivido y trabajado los cinco años anteriores; muy lejos de nuestros padres, hermanos, amigos…, sin contar los equinos. Sí, estaba muy lejos de casa.
—Para mí tal vez —dije por fin—. Duncan es isleño. Creció en Unst.
—Una isla preciosa. ¿Son propietarios de esta casa?
Asentí de nuevo. Duncan había encontrado la casa y había ofrecido un precio por ella en una de las visitas que había hecho el año anterior para ultimar los detalles de su nuevo negocio. Gracias a un fondo fiduciario, al que había tenido acceso en su treinta cumpleaños, no habíamos tenido que solicitar una hipoteca. Cuando yo vi por primera vez nuestro nuevo hogar, después de seguir a los camiones de la mudanza por la A971, ya era nuestro. Me encontré ante un caserón de piedra de unos cien años de antigüedad, con grandes ventanas de guillotina que miraban al Tresta Voe por la parte delantera, y a las colinas de Weisdale por la trasera. Cuando brillaba el sol (os aseguro que ocurre de vez en cuando), las vistas eran asombrosas. Fuera había mucho terreno para los caballos; dentro, espacio de sobra para los dos y quienquiera que viniera de visita.
—¿A quién se la compraron?
Comprendí la importancia de la pregunta y salí de mi pequeña ensoñación.
—No estoy muy segura —admití.
Ella no dijo nada, se limitó a arquear las cejas. No era la primera vez que lo hacia. Me pregunté si era una técnica de interrogación: decir lo mínimo y dejar que el sospechoso hablara atropelladamente. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que era sospechosa en una investigación de asesinato; y también que es posible estar asustada, furiosa y divertida, todo al mismo tiempo.
—Mi marido se ocupó de ello —dije.
Siguió arqueando las cejas.
—Yo estaba trabajando en Londres, eran los últimos días tras el anuncio de que lo dejaba —añadí para que no me tomara por una de esas mujeres que dejan todos los asuntos financieros a los hombres, aunque lo soy—. Pero sé que hacía mucho que no vivía nadie en la casa. Estaba en bastante mal estado cuando nos mudamos.
Recorrió con la mirada la desordenada cocina y se volvió de nuevo hacia mí.
—Y el propietario anterior había sido una especie de fondo fiduciario. Algo relacionado con la Iglesia, creo —no me interesé mucho por la cuestión. Estaba ocupada trabajando, muy poco entusiasmada con el traslado y absorta en… cosas. Me limité a asentir a lo que Duncan me dijo y a firmar lo que me pidió—. Sí, era algo relacionado con la Iglesia, porque tuvimos que firmar una garantía de buena conducta.
Su mirada pareció ensombrecerse.
—¿Y eso qué significa?
—En realidad, tonterías. Tuvimos que prometer que no utilizaríamos la casa como lugar de culto de ninguna clase; que no la convertiríamos en local de juego ni de venta de bebidas alcohólicas, y que no practicaríamos en ella la brujería.
Estaba acostumbrada a que la gente se riera cuando les contaba eso. La oficial Tulloch parecía aburrida.
—¿Es legal un contrato así? —preguntó.
—Probablemente no. Pero, como no practicamos la brujería, no nos supuso ningún problema.
—Me alegra oírlo —repuso ella, sin una sonrisa.
Me pregunté si la había ofendido y decidí que no me importaba. Si era tan susceptible, se había equivocado de profesión. La habitación parecía cada vez más fría y me estaba quedando tiesa. Me estiré, me levanté de la silla y me acerqué a la ventana.
Ahí estaba el lugar del crimen: habían llegado más policías, incluidos varios agentes con monos blancos que parecían hechos con bolsas de basura. Habían levantado una carpa sobre mi excavación. Una cinta con rayas rojas y blancas a lo largo de la valla de alambre de espino delimitaba un estrecho camino desde el jardín. Un policía uniformado hacía guardia demasiado cerca de Jamie. Mientras lo observaba, tiró la ceniza del cigarrillo sobre la lona que lo cubría. Me volví.
—Aunque, a juzgar por el estado del cadáver de ahí fuera, alguien podría estar jugando con magia negra.
Ella se irguió, su expresión aburrida se desvaneció.
—¿Qué quiere decir?
—Habrá que esperar la autopsia. Podría estar equivocada. Mi especialidad es la región pélvica, no el pecho. Oiga, ¿puede decirles a sus colegas que tengan cuidado? Le tenía cariño a ese caballo.
—Creo que en este momento tienen más cosas en la cabeza que su caballo, doctora Guthrie.
—Señorita Hamilton. Y podrían demostrar un poco de respeto.
—¿Qué quiere decir?
—Respeto hacia mi casa, mi terreno y mis animales. Incluidos los muertos.
—No, qué quiere decir con lo de «señorita Hamilton».
Suspiré.
—Soy cirujana. Recibimos el tratamiento de señor o señorita, no de doctor o doctora. Y Guthrie es el apellido de mi marido. Estoy registrada con el mío.
—Trataré de recordarlo. Mientras, tendremos que ocuparnos de ese caballo.
Se levantó. Se me aceleró el pulso.
—Hemos de deshacernos de la carcasa —continuó—. Lo antes posible.
La miré fijamente.
—Hoy —subrayó al ver que yo no respondía.
—Lo enterraré yo misma cuando hayan terminado —repliqué con toda la firmeza de la que fui capaz.
Ella sacudió la cabeza.
—Me temo que no será posible. La Unidad de Apoyo Científico procedente de la Escocia continental está a punto de llegar. Tendrán que rastrear toda la zona. Podríamos estar aquí semanas. No podemos trabajar al lado de un caballo en descomposición.
Creo que fueron las palabras que utilizó, precisas pero insensibles, lo que hizo que sintiera ese nudo tirante en el pecho, el que me indica que estoy furiosa y debo tener mucho, mucho cuidado con lo que digo en los siguientes minutos.
—Y, como estoy segura de que sabe, enterrar caballos por cuenta propia hace ya varios años que es ilegal —continuó.
La miré con furia. Por supuesto que lo sabía: hacía treinta años que mi madre tenía una escuela de equitación. Pero no pensaba discutir con la oficial Tulloch sobre el precio prohibitivo que hay que pagar para que te retiren un caballo de las Shetland. Ni iba a hablarle de mi necesidad (muy sentimental, lo reconozco) de tener a Jamie cerca.
Tulloch se levantó y miró alrededor. Vio un teléfono de pared encima de la nevera y se acercó a él.
—¿Quiere ocuparse de ello usted misma o lo hago yo?
Creo sinceramente que en ese momento podría haberle pegado, incluso empecé a andar a grandes zancadas hacia ella mientras con el rabillo del ojo veía que la agente se acercaba a mí. Por fortuna para ambas, antes de que Tulloch descolgara el auricular sonó el teléfono. Para mi creciente indignación, contestó ella, luego me tendió el auricular.
—Es para usted —dijo.
—¡No me diga!
No di un paso para cogerlo. Ella retiró la mano.
—¿Va a atender la llamada o no? Parece importante.
Lanzándole mi mejor mirada de odio, agarré el teléfono y le di la espalda. Una voz que nunca había oído empezó a hablar.
—Señorita Hamilton, soy Kenn Gifford. Tenemos a una paciente de veintiocho años. Está embarazada de treinta semanas. Ha llegado hace quince minutos con una hemorragia seria. El feto presenta signos de angustia leve.
Me obligué a concentrarme. ¿Quién demonios era Kenn Gifford? No lograba ubicarlo; ¿uno de nuestros internos, quizá, o un interino?
—¿Quién es? —pregunté. Gifford hizo una pausa. Oí pasar hojas.
—Janet Kennedy.
Maldije entre dientes. Había vigilado de cerca a Janet. Pesaba unos veinte kilos de más, tenía la placenta previa y, para colmo, era RH negativo. Se le había programado una cesárea para seis días después, pero se había puesto de parto antes de tiempo. Miré el reloj. Eran las cinco cincuenta. Reflexioné un segundo.
«Placenta previa» significa que la placenta se implanta en la parte inferior del útero en lugar de en la superior. Bloquea la salida del niño, lo que significa que o el diablillo se queda atascado, lo que no es bueno, o se ve obligado a desplazar la placenta y a interrumpir su propio suministro de sangre, lo que es aún peor. La placenta previa es una causa importante de pérdida de sangre en el segundo y el tercer trimestre, y de hemorragia en los dos últimos meses.
Respiré hondo.
—Llevadla al quirófano. Hay que prever una hemorragia intraoperativa, así que avisad al banco de sangre. Estaré allí en veinte minutos.
La comunicación se interrumpió en cuanto recordé que Kenn Gifford era cirujano jefe y director médico del Franklin Stone Hospital de Lerwick. En otras palabras, mi jefe. Se había tomado seis meses sabáticos y su partida había coincidido prácticamente con mi llegada a las islas Shetland. Aunque había aprobado mi nombramiento, no nos conocíamos. Ahora estaba a punto de verme realizar una intervención difícil, con serias posibilidades de que mi paciente muriera.
Y yo que había creído que el día no podía empeorar…