Frank salió por la entrada principal de la Sûreté Publique del principado de Mónaco y se encontró con el sol. Entrecerró los ojos para protegerse del súbito fulgor después de la escasa luz de los pasillos de la central. El Frank Ottobre de poco tiempo atrás habría sentido fastidio por esa luminosidad plena, por esa demostración inconfundible de vida.
Ya no.
Ahora bastaba un simple par de gafas oscuras. Extrajo las Ray-Ban del bolsillo de la chaqueta y se las puso. Habían sucedido muchas cosas, casi todas feas, algunas horribles. Habían muerto tantas personas… Ahora y en el pasado. Una de ellas era su amigo Nicolas Hulot, uno de los pocos hombres, entre los muchos a los que había conocido, a los que esa definición no quedaba grande.
De pie en medio de la calle Notari se hallaba el inspector Morelli, que lo esperaba, con las manos en los bolsillos. Frank bajó la corta escalera y lo alcanzó con calma. Mientras se acercaba, se sacó las gafas que acababa de ponerse; Claude se merecía que lo mirara a los ojos, sin pantallas ni barreras. Le sonrió y consiguió hablar con tono ligero, quizá un poco cansado, pero verdadero.
—Hola, Claude, ¿qué haces aquí? ¿Esperas a alguien que no llega?
—No, mí estimado colega. Yo solo espero a personas que sé que van a llegar. En este caso específico, te esperaba a ti. Supongo que no pensabas irte sin más, ¿verdad? Me debes algo. Te considero responsable de un regreso de Niza en un coche conducido por un loco de atar.
—Xavier, ¿eh?
—El exagente Xavier, querrás decir, que ahora está consultando desesperadamente las páginas de ofertas de trabajo, poniendo particular atención a las empresas de jardinería. Ésas que piden personal para conducir tractores desmalezadores…
Justo en aquel momento el agente Xavier Lacroix llegó por la calle Suffren Raymond al volante de un coche patrulla. Mientras pasaba ante ellos, sonrió y saludó con la mano por la ventanilla. Se detuvo un poco más adelante, apenas el tiempo necesario para que subiera otro agente que lo esperaba en la calle y volvió a partir enseguida.
En el rostro de Morelli apareció de golpe la expresión de quien ha sido sorprendido en falta. Frank rió. Le alegraba que entre ellos hubiera un trato natural, un clima tan distinto del que acababa de dejar arriba, en el despacho de Roncaille.
—Si no lo has hecho antes, ésta me parece una buena razón para cazar al agente Lacroix. Tengo la sospecha de que, por su culpa, acabas de hacer el ridículo.
—¿Quién, yo? ¿Y qué? No era más que un poco de sano humor… Y bien, ¿qué piensas hacer en el futuro inmediato?
Frank hizo un gesto vago.
—Quizá me dedique a andar un poco sin rumbo…
—¿Solo?
—¡Pues claro! ¿Quién querría estar con un exagente del FBI agujereado como un colador?
Morelli tuvo su revancha. Justo en ese momento, una camioneta Laguna metalizada apareció del mismo lugar de donde había llegado el coche de Xavier y se detuvo junto a ellos. Al volante iba Helena Parker, el rostro sonriente y una mirada que parecía no pertenecerle. Si alguien, apenas una semana atrás, hubiera fotografiado sus ojos y los hubiera comparado con los ojos que mostraba ahora, le habría costado creer que se trataba de la misma mujer. Stuart, sentado en el asiento de atrás, observaba con curiosidad la entrada de la central de la Sûreté Publique.
Morelli miró a Frank con ironía.
—Conque solo, ¿eh? Pues parece que algo de justicia existe en este mundo… Ahora tú subirás a este coche, y Lacroix mantendrá su puesto…
Le tendió la mano, que Frank estrechó con placer. Ahora el tono era distinto. Era el tono del que ha visto muchas cosas y habla con un amigo que también las ha visto.
—Anda, antes de que esta mujer se dé cuenta de que eres un hombre más agujereado que un colador y decida marcharse sola. Aquí, la historia ya ha terminado.
—Ya. Ésta ha terminado, sí. Pero mañana, en alguna parte, comenzará otra.
—Así son las cosas, Frank, en Montecarlo o en cualquier otro lugar… Aquí solo es un poco más brillante.
Morelli dudó si preguntarle algo más. No por inseguridad, sino por un sentido de la discreción que Frank le agradecía.
—¿Ya has decidido qué harás después?
—¿Te refieres al trabajo?
—Sí.
Frank se encogió de hombros, indiferente. Morelli sabía muy bien que no era así, pero por el momento no se podía pretender mucho más.
—En estos momentos el FBI es como el paraíso: puede esperar. Ahora lo único que necesito son unas buenas vacaciones, unas vacaciones de verdad, ésas en las que uno ríe y se divierte con personas queridas.
Hizo un gesto significativo en dirección al coche.
De pronto Morelli agrandó los ojos y se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta.
—¡Caramba! Casi me olvidaba. Menos mal que me he acordado, pues de lo contrario tendría que haberte hecho perseguir por la policía de media Francia para dártela.
Le tendió un sobre liviano de papel celeste.
—Sin contar que la persona que me ha dado esta carta para ti no me habría perdonado.
Frank lo observó un instante, sin abrirlo. Vio el nombre escrito con letra femenina, delicada pero no afectada. Imaginaba de quién podía ser. Por el momento se la guardó en el bolsillo. Hizo ademán de abrir la puerta del coche.
—Adiós, Claude. En Estados Unidos decimos take it easy, tómatelo con calma.
—Tú te lo tomarás con calma, paseando por el mundo, de vacaciones.
Como si quisiera confirmar aquel augurio, del interior del coche llegó la voz aguda de Stuart.
—Vamos a Eurodisney —dijo en inglés.
Morelli dio un paso atrás y alzó los ojos al cielo. Fingió una expresión desolada, para divertir al niño, que se asomaba por el espacio entre los dos asientos delanteros. Respondió en buen inglés, apenas matizado por su erre francesa.
—Mira qué bonito. Vosotros en Eurodisney y yo aquí, tirando del carro.
Hizo una leve concesión al mundo y a los presentes.
—En Montecarlo, de acuerdo, pero siempre trabajando sin cesar y solo como un perro.
Frank subió al coche, cerró la puerta y abrió la ventanilla. Se dirigió a Helena, pero de modo que el inspector le oyera.
—Vayámonos, antes de que este pordiosero nos arruine el día. Desde luego, no sé de dónde sacan a los policías aquí. ¡Y después dicen que la policía de Montecarlo es una de las mejores del mundo…!
Con un último saludo, el coche se puso en movimiento. Llegaron al final de la calle Notari y doblaron a la derecha. Al final de la calle Princesse Antoinette se detuvieron para ceder el paso. Frank vio a Barbara en la esquina, que subía por la calle a paso apresurado, haciendo ondear su cabellera roja al ritmo de su ondulante andar. Mientras el coche continuaba su camino, Frank se volvió para seguirla con la mirada, pensando que la presencia de la muchacha en esa calle no era una casualidad. Morelli acababa de comentarle que solo esperaba a personas de cuya llegada estaba seguro…
Helena le dio un golpecito en el brazo. Cuando se volvió hacia ella, vio que sonreía.
—Eh, ¿todavía no nos hemos ido y ya te vuelves a mirar a otras mujeres?
Frank se apoyó en el respaldo y se puso las gafas oscuras con gesto brusco.
—Por si te interesa, esa mujer es la razón de la presencia de Morelli en la calle. Así que quería despedirse del amigo que se iba, ¿eh? ¿Le has oído cuando dijo que se quedaba en Montecarlo solo como un perro?
—Esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de hombres viles y mentirosos.
Frank la miró. En pocos días, Helena se había transformado. Pensar que en parte era mérito suyo comenzaba a transformarlo también a él. Sonrió y meneó enérgicamente la cabeza, en abierta negación a lo que ella acababa de afirmar.
—No, esto confirma la teoría de que el mundo está lleno de viles mentirosos. Solo por un inevitable hecho estadístico algunos de ellos son hombres.
Frank fingió que quería eludir la reacción de Helena y le dio instrucciones sobre el recorrido: señaló con la mano la calle.
—Coge por aquí, a la derecha. Bordearemos el puerto y después seguiremos las indicaciones para Niza.
—Es inútil que cambies de tema. Me propongo reanudar esta conversación —replicó Helena.
Su expresión, sin embargo, desmentía el tono belicoso de sus palabras. El coche cogió la breve bajada hacia el puerto y el muelle lleno de gente. Stuart iba colgado de la ventanilla, fascinado por todo aquel colorido caos estival de personas y embarcaciones. Señaló un enorme yate privado, anclado en el muelle de la derecha, en el que se veía un pequeño helicóptero en el puente superior.
—Mamá, ¡mira qué barco más grande! ¡Hasta tiene un helicóptero!
Helena respondió sin volverse.
—Ya te lo he explicado, Stuart. El principado de Mónaco es un poco extraño. Es un estado muy pequeño, pero viene un montón de gente importante.
—Ah, yo sé por qué. ¡Aquí no se pagan los impuestos!
Frank no creyó oportuno explicarle que tarde o temprano los impuestos se pagan, en cualquier parte de mundo donde uno se encuentre. No era una conversación que Stuart pudiera entender, y él no tenía ganas de explicárselo. Ni siquiera tenía ganas de pensar, en aquel momento. Dejaron atrás el lugar donde se había encontrado el cadáver de Arijane. Helena no dijo nada, y tampoco Frank. Le alegró llevar puestas las Ray-Ban, para que ella no pudiera verle los ojos. Luego llegaron a la curva de Rascasse y pasaron por el edificio de Radio Montecarlo. Frank volvió a ver por un instante la cabina de control y la luz roja con el letrero «ON AIR» que se encendía, e imaginó al locutor en el aire y…
«Basta. Ya ha terminado. Y si mañana empieza otra historia como ésta, ya no será algo que te ataña».
La camioneta prosiguió su camino hacia las afueras de la ciudad; en cuanto superó la bifurcación hacia Fontvieille y cogió la calle que llevaba a Niza, la pequeña tensión que se había creado a bordo se desvaneció. Al moverse en el asiento en busca de una posición más cómoda, sintió un crujido de papel en el bolsillo de la chaqueta. Metió la mano y sacó el sobre que le había entregado Morelli.
«El mensajero no tiene penas. Pero quien ha escrito esta carta seguramente sí».
El sobre no estaba cerrado. Frank sacó una hoja azul celeste doblada en dos. Cuando la abrió vio un breve mensaje escrito con la misma letra delicada del sobre.
Hola, guapo:
Me uno a las felicitaciones generales al héroe del día y añado el agradecimiento más sincero por todo lo que has hecho por mí. Acabo de recibir una comunicación de las autoridades del principado de Mónaco. Se hará una ceremonia oficial en memoria del comisario Nicolas Hulot en reconocimiento de sus méritos, y he sabido de buena fuente que tú has sido su principal artífice. Bien sabes lo que esto significa para mí, y no me refiero solo al aspecto económico, que me garantizará una vejez apacible, hasta donde pueda serlo la mía.
Frente a ciertos hechos, lo único que el mundo desea es olvidar deprisa. Pero en alguien debe recaer el deber de recordar, para que no sucedan de nuevo.
Estoy muy orgullosa de ti. Tú y mi marido sois los mejores hombres que he conocido en mi vida. A Nicolas lo he amado y lo amo todavía. Y a ti te querré siempre.
Te deseo toda la suerte que mereces y que seguramente encontrarás.
Un beso,
CÉLINE
Frank releyó dos o tres veces la breve carta de Céline Hulot antes de doblarla y volver a guardarla en el bolsillo. Mientras cogía la calle que subía a la autovía, Helena volvió un instante la mirada hacia él.
—¿Malas noticias?
—Todo lo contrario. Saludos y buenos deseos de una querida amiga.
Stuart se asomó por el espacio entre los asientos. Su cabeza quedó entre la de Frank y la de Helena.
—¿Es alguien que vive en Montecarlo?
—Sí, Stuart, vive aquí.
—¿Es una mujer importante?
Frank miró a Helena. La respuesta que dio valía sobre todo para ella.
—Claro que es una mujer importante. Es la mujer de un policía.
Helena sonrió. Stuart se retiró, perplejo. Volvió a sentarse en el asiento posterior y miró el mar que desaparecía por la ventanilla a medida que avanzaban hacia el interior. Frank alargó la mano para coger el cinturón de seguridad. Mientras se lo abrochaba, Frank se dirigió a Stuart:
—Jovencito, a partir de este momento y hasta nueva orden vamos con los cinturones abrochados. ¿Roger?
Frank decidió que, después de todo lo sucedido, se había ganado el derecho a ser un poco estúpido. Tendió los brazos al frente, como un jefe de caravana que indica a un convoy de pioneros el camino al Oeste.
—¡Francia, allá vamos!
Él y Helena recibieron con una sonrisa la entusiasta reacción del niño. Mientras controlaba que Stuart se abrochara el cinturón correctamente, Frank volvió a contemplar el perfil de la mujer que iba al volante, concentrada en conducir en medio del congestionado tráfico estival de la Costa Azul. Recorrió con los ojos su perfil; su mirada era un lápiz que dibujaba de modo indeleble aquel momento en su memoria.
Pensó que no sería fácil, para ninguno de los dos. Deberían dividir igualmente sus esfuerzos entre vivir y tratar de olvidar. Pero estaban juntos, y esto era ya de por sí el mejor comienzo. Se acomodó mejor en el asiento y apoyó la nuca en el reposa cabezas. Cerró los ojos, detrás de las gafas oscuras. Se dijo que todo lo que le interesaba en el mundo estaba en ese coche con él, y decidió que era imposible desear más.