Frank llegó al final del pasillo y se encontró delante de la puerta del despacho de Roncaille. Esperó un instante antes de llamar. Pensó en todas las veces en que se había encontrado ante una puerta cerrada antes de aquel momento. Verdadera o figurada. Ésta era solo una de tantas, pero ahora todo era distinto. Ahora el hombre llamado Ninguno se hallaba tras las rejas de una celda y el caso podía pasar a engrosar los datos estadísticos de las investigaciones cerradas.
Cuatro días habían transcurrido desde el arresto de Jean-Loup y el encuentro con Parker en el aeropuerto de Niza. Días que Frank había pasado en compañía de Helena y su hijo, sin leer periódicos, sin mirar la televisión, tratando solo de dejar atrás por un tiempo toda aquella historia.
Olvidarla para siempre era impensable.
Había dejado el piso del Parc Saint-Roman y se había refugiado, con Helena y Stuart, en un pequeño y discreto hotel del interior, un lugar donde era posible huir de la obsesiva persecución de los periodistas, que literalmente estaban tras sus huellas. Él y Helena, a pesar de desearlo, no habían considerado conveniente dormir en la misma alcoba, al menos de momento. Ya habría tiempo también para eso. Antes debía descansar y familiarizarse con Stuart, tratar de construir una relación con él. La confirmación oficial de que la promesa de Eurodisney se cumpliría había creado un buen punto de partida, y el anuncio de que se sumarían a las vacaciones unos días en el canal del Midi, a bordo de una casa flotante, había comenzado a afianzarla… Stuart había quedado fascinado con la promesa de que dormirían en el barco y que hasta podría pilotarlo. Ahora no quedaba más que esperar que las cosas se asentaran.
Frank se decidió y llamó.
La voz de Roncaille le invitó a entrar. Al abrir la puerta, Frank no se asombró de encontrar a Durand. Le sorprendió, en cambio, la presencia del doctor Cluny.
Roncaille lo recibió con su habitual sonrisa de relaciones públicas, que ahora parecía mucho más espontánea y natural. El jefe de policía, en esa hora de gloria, sabía comportarse como un perfecto anfitrión. Durand, por su parte, se atuvo a su expresión habitual y se limitó a saludarle con un gesto de la mano.
—Solo faltaba usted, Frank. Tome asiento. El doctor Durand acaba de llegar.
El tono era tan mundano que a Frank no le habría sorprendido encontrar en el escritorio una botella de champán y unas copas. Quizá llegaran después, en otro momento y otro lugar.
Roncaille volvió a sentarse al escritorio. Frank se sentó en el sillón que el director le había indicado y esperó en silencio. No había nada más que él pudiera decir, pero sí unas cuantas cosas que quería saber.
—Puesto que ya estamos todos, creo que será mejor ir directo al grano. En estos últimos días han surgido aspectos de la investigación sobre los cuales no se le han informado, cosas relativas a la historia de Daniel Legrand, alias Jean-Loup Verdier. Lo siguiente es, a grandes rasgos, lo que hemos logrado averiguar.
Roncaille se apoyó contra el respaldo y cruzó las piernas. A Frank le resultó extraño que Durand le permitiera dirigir la reunión, aunque el motivo le era totalmente indiferente. El director se dispuso a compartir con él lo que sabía, con la naturalidad y la benevolencia con las que un santo había compartido hacía mucho tiempo su capa con un pobre.
—El padre, Marcel Legrand, era un pez gordo de los servicios secretos franceses. Era el encargado de dirigir el entrenamiento de los cuerpos de élite, un experto en todo lo que respecta a la formación física y táctica de un agente de los cuerpos especiales o del servicio de inteligencia. En un determinado momento, parece que comenzó a dar señales de desequilibrio. Ignoramos los detalles precisos de este aspecto del asunto. Nos hemos remontado hasta donde hemos podido, pues el gobierno francés no se ha mostrado muy abierto en tal sentido. Por lo que parece, fue un asunto bastante embarazoso. De cualquier modo, la información que hemos conseguido basta para entender lo que sucedió. Después de algunos episodios lamentables, Legrand fue invitado, por así decir, a abandonar por propia voluntad el servicio activo y aceptar una jubilación anticipada. Es posible que ese hecho le afectara hasta el extremo de dar el golpe de gracia a su mente ya un poco inestable. Se trasladó entonces a Cassis, con su esposa embarazada y el ama de llaves, una mujer que trabajaba para él desde la infancia. Compró esa finca, La Patience, donde se encerró a vivir como un ermitaño, sin mantener relaciones con el resto del mundo. E impuso esa condición también al resto de la familia. Ningún contacto, por ningún motivo.
Roncaille se volvió hacia el doctor Cluny y le cedió la palabra, atribuyéndole de forma tácita el papel del mejor calificado para exponer el resto de los hechos, que incluían un retrato psicológico.
El psicopatólogo se quitó las gafas y se apretó con el índice y el pulgar el puente de la nariz, como de costumbre. Frank todavía no había logrado averiguar hasta qué punto ese gesto era un simple tic y hasta qué punto una manera estudiada de llamar la atención. De todos modos, no importaba. Cluny volvió a ponerse las gafas. Ya había captado la atención general. Muchas de las cosas que iba a decir eran nuevas también para Durand y Roncaille.
—He mantenido varias entrevistas con Jean-Loup, o, mejor dicho, con Daniel Legrand, que es su verdadero nombre. Con cierta dificultad he llegado a esbozar un cuadro general, porque solo de vez en cuando el sujeto muestra la voluntad de abrirse y de salir de las crisis de total alienación en que se precipita a veces. Pues bien, como decía el director, la familia Legrand llega a ese pequeño pueblo de la Provenza. La señora Legrand era italiana, dicho sea de paso, lo que explica por qué Daniel… o Jean-Loup, como prefieran…, quiso aprender ese idioma y llegó a hablarlo perfectamente. Yo propondría seguir llamándole Jean-Loup, para mayor claridad.
Miró alrededor, buscando la aprobación de los demás. El silencio general le indicó que no había objeciones. Cluny prosiguió con su exposición de los hechos. O al menos de cómo creía él que se habían desarrollado.
—Poco después la señora da a luz. Según la lógica del marido, que entretanto se ha convertido en un misántropo obsesivo, no se llama a ningún médico para que la asista en el parto. La señora trae al mundo, escuchen ustedes bien, no un solo niño, sino dos, Lucien y Daniel. Pero surge una gran complicación. El pequeño Lucien nace deforme. Tiene la cara completamente desfigurada, con unas excrecencias carnosas que hacen de él un ser monstruoso. Desde un punto de vista clínico, no puedo decirles con exactitud de qué se trata, porque solo puedo basarme en el testimonio de Jean-Loup, y sobre este tema no se abre con facilidad. En todo caso, los exámenes de ADN del cadáver descubierto en el refugio han revelado sin sombra de duda que los dos son hermanos. Pues bien, el padre queda trastornado por este drama y, si ello es posible, su estado mental empeora todavía más. Rechaza el nacimiento del hijo deforme como si no existiera, hasta el extremo de declarar el nacimiento de un solo niño, Daniel. Al otro lo mantiene escondido en la casa, como un secreto que debe custodiarse celosamente, como una vergüenza. La madre muere unos meses después del parto. El informe del médico que redactó el certificado de defunción la atribuye a causas naturales, y no tenemos motivo para pensar lo contrario.
Durand interrumpió con un gesto la exposición de Cluny:
—Hemos propuesto al gobierno francés la exhumación del cadáver de la señora Legrand, pero, después de tantos años y de la muerte de todas las personas involucradas, no creo que este detalle pueda revestir para ellos demasiado interés.
Durand se apoyó en el respaldo del sillón con la expresión del que encuentra deplorable tal despreocupación por los detalles. Con otro gesto cedió otra vez la palabra a Cluny.
Cluny continuó como un deber, no como un placer.
—Los dos niños crecen bajo el control rígido y obsesivo del padre, que se ocupa de su educación en todos los aspectos, sin interferencias externas. Ni jardín de infancia ni colegio de primera enseñanza, y mucho menos frecuentar a niños de la misma edad. Mientras tanto se vuelve un auténtico maníaco. Quizá padezca una manía persecutoria, pues es una persona obsesionada con la figura del «enemigo», que ve por todas partes y en cualquier persona ajena a la casa donde viven encerrados como en una fortaleza. También en este caso, solo son suposiciones mías, no están avaladas por hechos concretos. El único a quien se conceden esporádicos contactos con el mundo, siempre bajo el riguroso control del padre, es a Jean-Loup. El gemelo, Lucien, permanece prisionero en la casa, un ser cuyo rostro no puede mostrarse al mundo; una especie de Máscara de Hierro, para citar un ejemplo literario. A los dos se les impone un rígido entrenamiento militar, el mismo que Legrand impartía a los agentes de los servicios secretos de los que formaba parte. De ahí la preparación de Jean-Loup en campos muy diversos, incluida su habilidad para el combate. No quiero extenderme, pero él mismo me ha revelado algunos detalles aterradores, que concuerdan a la perfección con la personalidad que Jean-Loup desarrolló a continuación…
Cluny hizo una pausa para dar a entender que era mejor dejar esos detalles, por el bien de todos, a su exclusiva competencia.
Por su parte, Frank comenzaba a comprender. O por lo menos a imaginar, qué era lo que había hecho Cluny. Iba deduciendo una historia que flotaba como un iceberg en el mar, y de la misma manera dejaba emerger solo la parte menos voluminosa. Una parte cubierta de sangre. Una parte que el mundo había bautizado Ninguno.
—Puedo decir que Jean-Loup y su pobre hermano prácticamente nunca fueron niños. Legrand logró transformar uno de los juegos infantiles más antiguos del mundo, el juego de la guerra, en una auténtica pesadilla. Esa experiencia ligó a los dos hermanos de un modo indisoluble. Ya la normal relación entre gemelos es mucho más sólida y particular que la que se da entre dos hermanos «comunes»; el mundo está lleno de ejemplos que así lo demuestran. Imaginemos entonces cuánto lo habrá sido en este caso, en el que, por añadidura, uno de los dos estaba en condiciones de evidente minusvalía. Jean-Loup se atribuyó el papel de defensor y protector del hermano menos afortunado, al que el padre trataba como a un ser inferior. El propio Jean-Loup me ha confiado que el mejor epíteto con que el padre le definía era «monstruo asqueroso»…
Hubo un instante de silencio. Cluny les dio tiempo para asimilar lo que acababa de decir. Lo que estaban escuchando era de algún modo la confirmación de lo que todos habían sospechado: que detrás de la persona de Jean-Loup había un trauma aterrador. Ahora que lo comprobaban, se daban cuenta de que superaba de lejos las conjeturas más fantasiosas. Y no había terminado.
—Lo que los une es un afecto patológico. Jean-Loup vive el drama del hermano como si fuera suyo, quizá en medida aún mayor, más visceral, porque lo ve indefenso frente a la furia y la persecución del padre.
Cluny hizo una nueva pausa y repitió el ritual de las gafas. Frank, Roncaille y Durand se lo concedieron, con paciencia. Se lo había ganado en el curso de sus conversaciones con Jean-Loup, en contacto con la oscuridad de su mente, sondeando en el pasado para reconstruir los motivos de un presente sin futuro.
—No sé decir con exactitud cuál pudo haber sido la causa que desencadenó lo que sucedió una noche en la casa de Cassis, muchos años atrás. Quizá no haya una en particular, sino una serie de causas que con el correr del tiempo crearon las condiciones que provocaron la tragedia. Ya saben ustedes que en esa casa pasto de las llamas se encontró un cuerpo con el rostro desfigurado…
Otra pausa. Los ojos del psicopatólogo vagaron por la habitación, no buscando los ojos de los demás, sino rehuyéndolos, como si fuera en parte responsable de lo que iba a decir.
—Fue el propio Jean-Loup quien mató a su hermano. Su afecto había llegado a un punto tal que su mente enferma pensó que ése era el único modo de curarlo de «su mal», como lo ha definido él. Como si esa deformidad física fuera una verdadera enfermedad. Luego viene el gesto simbólico de la liberación, el ritual de descarnar el rostro para liberar al gemelo de su deformidad. A continuación mató al padre y al ama de llaves, a quien evidentemente consideraba una cómplice; de ese modo era más plausible la hipótesis del doble homicidio seguido de suicidio. Después incendió la casa. Podría introducir en todo esto el significado simbólico de la catarsis, pero me parece completamente inútil y retórico, más que científico. Por último, huyó. Ignoro los detalles de los años siguientes…
Roncaille intervino, para volver por unos instantes a la vida real y dejar esa historia en un limbo de hechiceros.
—Por los documentos que hemos encontrado en la casa de Jean-Loup nos hemos remontado a una cuenta numerada de un banco de Zurich. Probablemente se trate de dinero depositado por Marcel Legrand, una suma considerable, además. A Jean-Loup le bastó conocer el código para disponer de ese dinero. No sabemos dónde vivió hasta que apareció en Montecarlo, tras tomar prestado el nombre de un muchacho muerto en un accidente en Cassis, pero no tenemos dudas en cuanto a cómo lo hizo. Con ese dinero a su disposición podía vivir toda la vida sin trabajar.
Intervino entonces Durand, el procurador general.
—Tengamos presente una cosa: que, para todo el mundo, en esa casa vivía un solo muchacho. Por lo tanto, la presencia del cadáver de un muchacho de su edad contribuyó a que nadie sospechara que podía no tratarse de él. De todos modos, el incendio que destruyó casi toda la casa borró todo rastro de ese segundo hijo. De allí que el caso se archivara tan pronto. Eso fue lo que permitió que este loco fuera a robar el cuerpo de su hermano del cementerio de Cassis, cuando se enteró de que no lo habían devorado las llamas.
Durand calló. Tras una ligera vacilación, Frank aprovechó el silencio.
—¿Y la música? —preguntó a Cluny.
El psicopatólogo se tomó un instante antes de responder.
—La relación de este hombre con la música es una cuestión que todavía estoy tratando de profundizar. Al parecer, el padre era un gran apasionado y un gran coleccionista de grabaciones raras. Tal vez fuera lo único superfluo que concedió a los hijos a cambio de todo lo que les hizo soportar. También sobre este aspecto la comunicación es difícil. Cuando le hablo de música, el sujeto cierra los ojos y se aísla por completo.
Ahora todos pendían de los labios de Cluny. Si él se dio cuenta, no lo dio a entender. Acaso lo que había llegado a descubrir aún le conmocionaba, incluso durante su simple exposición.
—Lo que querría subrayar es un aspecto sutil de la evolución de Jean-Loup. El hecho de haber matado a su hermano le generó un sentimiento de culpa inconsciente del que no se librará nunca. Él creía, y cree todavía, que el mundo es responsable de la muerte de su hermano y de todo lo que padeció por culpa de su aspecto monstruoso. Ésta es la génesis de la tipología de Jean-Loup como asesino en serie, a caballo entre la del misionero y la del control del poder. Un complejo inducido por una psicosis familiar que se venga en la conquista de una normalidad efímera para el hermano muerto. El verdadero motivo por el que ha matado a todas esas personas y ha utilizado la piel de sus rostros como máscara para el cadáver es ése: el cumplimiento de un deber, un modo de pagar a ese pobre desdichado por todo lo que tuvo que padecer…
El psicopatólogo estaba sentado con las piernas ligeramente abiertas. Bajó la mirada hacia el suelo. Cuando la levantó, había piedad en sus ojos.
—Nos guste o no, ese hombre ha hecho todo lo que ha hecho por amor, un amor anormal y enfermizo, pero incondicional, por su hermano. Ésta es la conclusión.
Cluny se levantó casi enseguida, como si haber terminado su exposición le hubiera aliviado de un peso que no deseaba cargar solo. Ahora que había logrado compartirlo con otras personas, creía que su presencia en esa habitación se había vuelto superflua.
—Por el momento es todo lo que puedo decirles, señores. Denme un par de días y les haré llegar un informe escrito. Mientras tanto, continuaré mis entrevistas con ese hombre, aunque ya se ha aclarado casi todo lo que necesitábamos saber.
Roncaille se levantó y rodeó el escritorio para darle las gracias. Le estrechó la mano y lo acompañó a la puerta. Al pasar junto a Frank, Cluny le apoyó una mano en el hombro.
—Felicitaciones —le dijo simplemente.
—Felicitaciones a usted, y gracias por todo.
Cluny respondió con una especie de mueca que quizá era una sonrisa o quizá una prueba de modestia. Hizo un gesto con la mano a Durand, que continuaba inmóvil, pensativo, y le respondió con un movimiento contenido de la cabeza.
Cluny salió y Roncaille cerró la puerta. Los tres quedaron solos en el despacho. El jefe de policía volvió a ocupar su lugar tras el escritorio. Frank volvió a sentarse en el sillón y Durand permaneció inmerso en sus pensamientos.
Al fin el procurador general se levantó y fue a mirar por la ventana. Desde ese lugar de observación se decidió a romper el silencio. Habló de espaldas, como si le avergonzara mostrar la cara.
—Y bien, por lo que parece, esta historia ha terminado, y parece que ha terminado gracias a usted, Frank. El director Roncaille le confirmará que el propio príncipe nos ha pedido que le hagamos llegar su satisfacción y sus felicitaciones por el resultado alcanzado.
Hizo una pausa, que estaba muy lejos de surtir el efecto magnético de las de Cluny. Decidió volverse.
—Seré sincero con usted, como usted lo ha sido conmigo. Sé que no le soy simpático, pues me lo dijo con toda claridad en su momento. Tampoco usted me resulta simpático. Nunca me ha caído bien, y no creo que llegue a agradarme nunca. Hay entre nosotros un abismo, y ni yo ni usted haremos nunca el menor esfuerzo por tender un puente. Sin embargo, por amor a la justicia, hay algo que debo decirle…
Dio dos pasos para acercarse a Frank. Le tendió la mano.
—Querría tener muchos policías como usted.
Frank se levantó y estrechó la mano que Durand le ofrecía. De momento, y quizá por siempre, era lo máximo que los dos podían hacer.
Después Durand volvió a ser lo que era, un procurador general frío, elegante y con una ligera pretensión de eficiencia.
—Ahora, si me permiten, los dejo. Ya nos veremos, director. Felicitaciones también a usted.
Roncaille esperó oír el ruido de la puerta que se cerraba. Su expresión se alivió notablemente. Más que nada, se volvió menos formal.
—¿Qué hará ahora, Frank? ¿Volverá a Estados Unidos?
Frank hizo un gesto indefinido, que podía indicar tanto la nada absoluta como cualquier lugar del mundo.
—No lo sé. Por el momento echaré un vistazo por allí. Ya veremos. Tengo tiempo para decidir…
Se saludaron y al fin Frank consideró que ya podía marcharse. Cuando ya tenía la mano en el picaporte, la voz de Roncaille lo detuvo.
—Una última cosa, Frank…
Frank se quedó inmóvil.
—¿Sí?
—Quería confirmarle que ya he dispuesto lo que me pidió, a propósito de Nicolas Hulot.
Frank se giró e inclinó apenas la cabeza, como corresponde ante el comportamiento de un adversario caballeresco que ha demostrado ser un hombre de honor.
—No lo he dudado ni siquiera por un instante.
Salió del despacho y cerró la puerta detrás de sí. Mientras avanzaba por el pasillo se preguntó si Roncaille sospecharía alguna vez que sus últimas palabras habían sido una gran mentira.