El coche con las insignias de la Sûreté Publique de Montecarlo se desplazó a la derecha y cogió a una velocidad desenfrenada la carretera que bajaba hacia el aeropuerto de Niza. Frank le había dicho a Xavier que era cuestión de vida o muerte, y el agente había tomado sus palabras al pie de la letra. A pesar de la sirena encendida, oyó con toda claridad el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto mientras la fuerza centrífuga los empujaba hacia la parte exterior de la curva. Llegaron a una rotonda en la que había evidentes signos de que estaban haciendo obras. Frank pensó que ir en un coche patrulla no los libraba de las leyes de la física, una de las cuales habla del principio de la impenetrabilidad de los cuerpos. Temió que esta vez Xavier, pese a su talento al volante, no lograra mantener el coche en el carril, chocara contra las balizas blancas y rojas y se precipitara rodando pendiente abajo hasta caer en medio de la vegetación de la llanura del Var. Una vez más, su piloto favorito le sorprendió. Con un movimiento decidido ejecutó una perfecta maniobra con la que eludió el obstáculo, tras la cual continuó su camino con una segunda maniobra digna de un manual.
Frank notó que el cuerpo de Morelli se relajaba cuando vio que sobrevivirían. Recorrieron un breve trecho en línea recta y Xavier comenzó a desacelerar. Apagó la sirena al entrar en el carril de acceso a la Terminal 2, donde un cartel indicaba la zona de descarga de equipaje y desembarque de pasajeros, llamada «Kiss and Fly», donde solo se permitía un breve alto.
Frank sonrió para sí.
«Kiss and Fly»: un beso, y a volar.
No creía que Parker lo besara antes de partir.
En lugar de seguir el recorrido normal, se detuvieron ante un acceso reservado, protegido por una barrera y por dos vigilantes del aeropuerto de la Costa Azul. Al ver las insignias de la policía, los agentes levantaron la barrera y les permitieron pasar. Poco después el coche se detuvo con suavidad en la terminal de salidas internacionales.
Morelli se volvió de repente hacia el conductor.
—Si a la vuelta conduces así, te garantizo que el próximo volante que tendrás en las manos será el de un tractor para cortar hierba. Las empresas de jardinería contratan de buena gana a los expolicías…
Frank sonrió; se asomó desde el asiento posterior y, solidariamente, apoyó una mano en el hombro del agente.
—No te preocupes, campeón. Morelli ladra pero no muerde.
Su móvil comenzó a sonar. Imaginaba quién podía ser. Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el aparato. El sonido era tan imperioso que le sorprendió que el aparato no estuviera caliente, como si la campanilla tuviera un efecto térmico más que sonoro.
—¿Diga?
—Hola, Frank. Soy Froben. ¿Dónde estás?
—Acabo de llegar al aeropuerto. Estoy bajando del coche.
La voz del comisario no reflejaba solo simple alivio, sino auténtico consuelo.
—¡Menos mal! Nuestro amigo está que arde. Dentro de poco declarará él solo la guerra a Francia. Ni te cuento lo que he tenido que inventar para mantenerle aquí…
—Te creo. Pero te aseguro que no era un capricho. Me has hecho uno de los mayores favores de toda mi vida.
—Vale, vale. Basta ya, o me echaré a llorar y se me estropeará el móvil. Acaba con los agradecimientos y corre a quitarme de las manos esta patata caliente. Voy a tu encuentro.
Frank abrió la puerta del coche. La voz de Morelli lo detuvo un instante cuando ya tenía un pie en el asfalto.
—¿Te esperamos?
—No. Ve. Para volver ya me las apañaré solo.
Iba ya a marcharse, pero se detuvo un momento. La prisa no quita la gratitud.
—Ah, Claude…
—¿Sí?
—Mil gracias. A los dos.
Morelli lo miró por encima del asiento delantero.
—¿Gracias por qué?… Ve, ve, que te esperan…
Antes de bajar, Frank dirigió una mirada cómplice a Xavier.
—Apuesto mil euros contra una tarjeta de visita de Roncaille a que no consigues regresar a Montecarlo tan deprisa como hemos llegado hasta aquí…
Cerró la puerta sonriendo por las protestas de Morelli. Pero cuando oyó a su espalda el motor del coche que arrancaba, su sonrisa ya había desaparecido.
La captura de Jean-Loup y el fin de la pesadilla habían sumido a los hombres de la Sûreté Publique de Montecarlo en una especie de anticipada celebración navideña. Aunque no había guirnaldas ni adornos ni brindis, porque todos los muertos que ese hombre había dejado en el camino prohibían todo tipo de festejo. Aun así, verlo llegar esposado a la central había sido para todos, en pleno verano, como un hermoso regalo encontrado bajo el árbol. Si alguien pensó que Nicolas Hulot no se encontraba allí para compartir aquel momento, se lo guardó para sí. El hecho de haberlo detenido gracias a una genial intuición de Frank, sumado a que lo hubiera capturado él solo, sin ayuda de nadie, había aumentado en grado sumo la estima general en que le tenía la policía monegasca, o bien la había despertado entre aquéllos que hasta entonces no habían creído en él. Frank sonrió cuando había que sonreír, estrechó las manos que le tendían, recibió las felicitaciones y formó parte de una alegría que solo compartía en parte. Se sumó a la atmósfera general de triunfo, ya que no deseaba ser un aguafiestas, el único hombre que no sonríe en la foto.
No obstante, no tardó en hacer algo que durante aquel día se había convertido en un ritual. Miró su reloj. Y pidió un coche para llegar lo más deprisa posible al aeropuerto de Niza.
Atravesó la acera en dos zancadas. La puerta de cristal de la terminal reconoció su prisa y se abrió dócilmente a su paso. Apenas la cruzó se encontró ante la figura familiar del comisario Froben, que al verlo soltó un fuerte resoplido e hizo como que se enjugaba el sudor de la frente.
—Jamás sabrás cuánto placer me causa verte.
—Jamás sabrás cuánto me lo imagino.
Frank respondió con el mismo tono jovial, pero ambos habían dicho la verdad.
—No sabes las cosas que he tenido que hacer para convencer a nuestro hombre de que no hacía falta ninguna intervención oficial. Casi he tenido que ponerle las manos encima, ¡porque ya tenía un dedo en el teléfono para llamar al presidente de Estados Unidos! Bien, ya sabes… Se ha resignado a perder un avión, pero el próximo vuelo a su país sale dentro de poco más de una hora. Si pretendes seguir reteniéndole, te aviso que el general Parker es sumamente difícil de manejar.
—Nada que puedas decirme de Parker me asombrará. Podría contarte algunas cosas que te dejarían con la boca abierta.
Mientras hablaban, iban andando a toda prisa hacia el sector del aeropuerto donde Froben había confinado a la familia Parker. Cuando llegaron a las barreras de control, el comisario mostró su placa a los agentes del detector de metales. Un policía de uniforme les indicó un paso lateral, con lo que pudieron evitar la cola de pasajeros que esperaban a que les revisaran el equipaje de mano. Doblaron a la izquierda, en dirección a las puertas de embarque.
—Hablando de cosas asombrosas, ¿cómo marcha el otro asunto? ¿Me equivoco, o hay novedades?
—¿Te refieres a Ninguno?
—Exacto.
—Lo hemos atrapado —dijo Frank con voz neutra.
El comisario lo miró estupefacto.
—¿Cuándo?
—Hace más o menos una hora. En estos momentos ya está en prisión.
—¿Y me lo dices así?
Frank lo miró e hizo un gesto vago con la mano.
—Eso ya terminó, Claude. Capítulo cerrado.
No tuvo tiempo de añadir más, porque habían llegado a la puerta de una salita reservada, vigilada por un agente.
Frank se detuvo delante de la puerta, detrás de la cual se hallaban Nathan Parker, Helena y Stuart. Uno de ellos obstaculizaba el presente; los otros dos formaban parte de su futuro. Se quedó mirando la hoja de madera como si fuera transparente y pudiera ver a través de ella lo que estaban haciendo las personas que esperaban dentro.
Froben se le acercó y le puso una mano en el hombro.
—¿Necesitas ayuda, Frank?
En su voz se percibía un sutil tono protector. Ese hombre poseía una sensibilidad que contrastaba con su apariencia de leñador.
—No, gracias. Ya me has dado toda la ayuda que necesitaba. Ahora debo arreglármelas solo.
Frank lanzó un profundo suspiro y abrió la puerta.
Entró en una de las tantas anónimas y confortables salas VIP que se encuentran en los aeropuertos a disposición de los pasajeros que vuelan en un billete de primera clase. Butacas y sofás de piel, pintura color pastel en las paredes, tapetes en el suelo, un espartano self service a un lado, reproducciones de Van Gogh y de Matisse junto a algunos carteles de compañías aéreas en marcos de acero satinado. Reinaba la habitual sensación de precariedad que suele percibirse en esa clase de lugares, como si tantas llegadas y salidas dejaran en el aire, a pesar del confort, una sensación de desolación.
Helena estaba sentada en un sofá, hojeando una revista. Stuart, a su lado, se entretenía con un videojuego portátil. Frente a ellos, sobre una mesita baja de madera con superficie de cristal, dos vasos de plástico y una lata de Fanta.
El general Parker estaba de pie, de espaldas, al otro lado de la habitación. Miraba fijamente la copia de una crucifixión de Dalí colgada en la pared, las manos cruzadas detrás de la espalda.
Al oír la puerta que se abría giró la cabeza. Miró a Frank como si no lo hubiera visto en mucho tiempo y se esforzara por conectar su rostro con un nombre y un lugar.
Helena alzó los ojos de la página que leía; cuando lo vio se le iluminó la cara. Frank agradeció al destino que la luz de esa mirada estuviera reservada a él. Pero no tuvo tiempo de disfrutar de esa sonrisa. La furia de Parker estalló y descendió sobre él como una nube negra que cubre el sol. En dos pasos ya se había puesto entre ellos. En su semblante el odio ardía con más fuerza que las llamas de un incendio.
—Debí imaginar que detrás de todo esto estaba usted. Pero creo que ha cometido su último y definitivo error. Ya se lo dije una vez, y ahora se lo confirmo: es usted un hombre acabado. Quizá en su estupidez piense que mis palabras se las llevará el viento, pero en cuanto vuelva a Estados Unidos encontraré la manera de lograr que de usted no queden ni siquiera las migas, encontraré el modo de…
Frank fijó una mirada indiferente en la cara congestionada del militar. En su interior se agitaban grandes olas de borrasca, que rompían haciendo crujir el delgado entarimado de madera del muelle. Sin embargo, la voz con la que interrumpió al general sonó tan calmada que irritó aún más a su adversario.
—Si yo fuera usted, general, me calmaría. A su edad, aun en sus excelentes condiciones de salud, el corazón es un órgano que debe tratarse con cierta prudencia. No creo que quiera correr el riesgo de sufrir un infarto y librarme de su presencia de un modo tan gratificante.
Lo que cruzó en un instante el rostro del viejo soldado fue como el ondear repentino de mil banderas, cada una agitada por un viento de guerra. Frank vio con placer que más allá del odio, la ira y la incredulidad, durante un segundo se reflejó en el fondo de aquellos implacables ojos azules una sombra de sospecha. Quizá Parker comenzaba a preguntarse de dónde sacaba Frank la fuerza para hablarle de ese modo. Fue solo un relámpago; después, la mirada del militar volvió a cubrirse con su habitual omnipotencia despectiva. Decidió replicar con el mismo tono. Su voz se calmó, su boca se compuso en una sonrisa condescendiente.
—Lamento desilusionarlo, joven. Para su desgracia, mi corazón es fuerte como una roca. Es el suyo, en cambio, el que parece entregado a palpitaciones indebidas. Y ése es otro de sus errores. Mi hija…
Frank le interrumpió de nuevo. No era algo a lo que el general Nathan Parker estuviera muy acostumbrado.
—En lo que atañe a su hija y a su nieto…
Frank hizo una pequeña pausa después de la palabra «nieto» y bajó el tono de modo que el niño no lo oyera. Stuart, atónito, seguía el altercado sentado en el sofá con las manos en el regazo. El juego electrónico, al que no hacía ni caso, continuaba emitiendo un desolado bip, bip, bip…
—En lo que atañe a su hija y a su nieto, decía, les aconsejaría que fueran a dar una vuelta por el duty-free. Quizá sea lo mejor que lo que debemos decirnos quede entre nosotros dos.
—Nosotros no debemos decirnos nada, agente Ottobre. Y mi hija y mi nieto no deben ir a ningún condenado duty-free. Es usted quien debe salir por esa puerta y desaparecer para siempre de nuestra vida, mientras nosotros subimos a un avión directo a Estados Unidos. Le repito que…
—General, creo que todavía no ha comprendido usted que los faroles, a la larga, dejan de dar resultado. Tarde o temprano uno se encuentra frente a alguien que tiene mejores cartas en la mano. Y que las juega para ganar. Usted no me importa nada de nada. Si lo viera quemarse vivo, ni siquiera le daría el gusto de mearle encima. Si prefiere usted que le diga lo que debo decirle en presencia de ellos, lo haré. Pero sepa que son cosas de las que no hay vuelta atrás. Si quiere correr ese riesgo…
La voz de Frank era tan baja que a Helena le costó ver que todavía estaba hablando. Se preguntó qué le habría dicho Frank a su padre para hacerlo enmudecer de aquel modo. Frank la miró e hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza. Helena se levantó del sofá y cogió a su hijo de la mano.
—Ven, Stuart, vamos a dar una vuelta. He visto unas cosas muy interesantes allí fuera.
El niño la siguió sin protestar. Como su madre, vivía en la casa del general Parker y no estaba acostumbrado a recibir consejos, sino solo órdenes. Y las órdenes no se discuten.
Los dos se dirigieron hacia la puerta. La moqueta absorbió el sonido de sus pasos. El único ruido que dejaron tras ellos fue el de la puerta que se cerraba.
Frank se sentó en el sofá, en el mismo lugar que Helena había ocupado hasta hacía poco, y encontró casi intacto el calor de su cuerpo sobre la piel. Un calor que hizo suyo.
Indicó el sillón que había frente a él.
—Siéntese, general.
—¡No me diga lo que debo hacer!
Frank notó una leve nota de histeria en la voz de Parker.
—Termine de una buena vez con sus desvaríos. Tenemos un avión que…
El general miró el reloj. Frank sonrió por dentro. También él debía de haber hecho ese gesto decenas de veces aquel día. Observó que el militar tenía que alejar el cuadrante de los ojos para poder enfocar la hora.
Parker apartó la mirada del reloj.
—Nuestro avión despega en poco menos de una hora.
Frank meneó la cabeza.
«Negativo, señor».
—Lamento contradecirle, general. No debió decir «nuestro» avión, sino «mi» avión.
Parker lo miró como si le costara creer lo que acababa de oír. En su semblante se dibujó lentamente esa expresión de sorpresa de los que tardan en comprender el verdadero sentido de una respuesta. Luego estalló en una carcajada. Frank vio con satisfacción que era una risotada sincera y pensó con cuánto placer se la habría borrado de la boca.
—Ríase todo lo que quiera. Eso no impedirá que se vaya usted solo y que su hija y su nieto se queden aquí, en Francia, conmigo.
Parker sacudió la cabeza, con la conmiseración que inspiran las divagaciones de un idiota.
—Está usted completamente loco.
Frank sonrió y se relajó en el sofá. Cruzó las piernas y apoyó un brazo en el respaldo.
—Lamento contradecirlo otra vez. Quizá en otra época lo estuve. Pero ya me he curado. Por desgracia para usted, nunca he estado más cuerdo que en este momento. Verá, general, se ha esmerado usted tanto en fijarse en los errores que yo cometía, que no se ha preocupado por los suyos, que han sido mucho más graves.
El general miró hacia la puerta y dio dos pasos en esa dirección. Pero Frank le cortó de raíz la iniciativa.
—No espere ninguna ayuda por ese lado. No le aconsejo que involucre a la policía de aquí, si es eso lo que estaba pensando. Y si espera la llegada del capitán Mosse, sepa que en estos momentos está acostado en la mesa de un depósito de cadáveres, con la garganta cortada.
El general giró la cabeza de repente.
—Pero ¡¿qué está diciendo?!
—Lo mismo que ya le he dicho antes. Por muy hábil que uno sea, siempre encuentra a uno mejor. Su esbirro era un buen soldado, pero lamento informarle que Ninguno, el hombre al que le había encomendado matar, era de lejos mucho mejor combatiente. Lo ha despachado con la misma facilidad con que Mosse planeaba matarlo a él.
Tras oír esta noticia, Parker se sentó. En su rostro bronceado había aparecido de pronto una tonalidad gris.
—De todos modos, en cuanto al asesino de su hija, sepa que lo hemos atrapado y que no hay riesgo de que suceda lo que usted temía. Lo encerraremos en un manicomio para criminales y no volverá a salir.
Frank se concedió una pequeña pausa. Se acomodó en el borde del sofá y estudió al hombre que estaba sentado en silencio frente a él. No conseguía imaginar qué pensamientos atravesaban su mente en aquel momento. Por otra parte, le importaba un rábano. Lo único que deseaba era cerrar deprisa todo aquel asunto y verlo alejarse para siempre hacia la pasarela de su avión.
Solo.
—Creo que lo más simple será comenzar por el principio, general. Y el principio tiene que ver conmigo, no con usted. No hace falta que me extienda mucho en mi historia personal, puesto que usted ya la conoce bastante bien, ¿verdad? Lo sabe todo sobre mí, sobre mi mujer y su suicidio, después de que me salvara de milagro de una explosión mientras investigaba a Jeff y Osmond Larkin, dos traficantes de drogas que controlaban un mercado de doscientos o trescientos millones de dólares al año. Aquella experiencia me destrozó. Mientras trataba de emerger del fondo del pozo en el que me había hundido, llegué aquí y, a mi pesar, me encontré involucrado en esta investigación sobre un asesino en serie. Un asesino que lamentablemente escogió como primera víctima a su hija Arijane. Ahí es donde entra usted en escena, general. Llega a Montecarlo trastornado por la pena y el deseo de venganza…
Parker interpretó esas palabras como un cuestionamiento de su dolor de padre.
—¿Y qué habría hecho usted si alguien hubiera matado a su mujer de ese modo?
—Probablemente lo mismo que usted. No habría tenido paz hasta haber matado al asesino con mis propias manos. Pero su caso es distinto…
—¿Qué quiere usted decir, payaso? ¿Qué puede usted saber de los sentimientos de un padre por su hija?
Parker había hablado por impulso, sin reflexionar. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Frank sintió ganas de coger la Glock que llevaba a la cintura y dispararle a la cabeza en ese mismo momento, para que los pedazos de seso de aquella escoria adornaran con un toque naif los carteles de las paredes de aquella sala anónima. Pensó que el esfuerzo de dominarse quizá le quitaría diez años de vida.
Respondió. Pronunció aquellas palabras en tono gélido.
—En efecto, general, ignoro cuáles son los sentimientos de un padre por una hija. Pero sé perfectamente cuáles pueden ser sus sentimientos por una de sus hijas. Usted me da asco, Parker, literalmente asco. Ya le he dicho que es un ser despreciable y que lo aplastaría como a una cucaracha. En su jactancia, en su delirio de omnipotencia, es usted el que no ha querido creer…
La sombra de una sonrisa pasó por el rostro de Parker. Quizá consideraba una pequeña victoria personal la reacción que había provocado en Frank.
—Si disculpa mi curiosidad, ¿quiere explicarme cómo se propone conseguirlo?
Frank extrajo un gran sobre amarillo del bolsillo interior de la chaqueta y lo arrojó sobre la superficie de cristal de la mesita que había entre ambos.
—Aquí tiene. Este sobre contiene la confirmación de todo lo que voy a decirle. Ahora, si me permite, quisiera continuar…
Parker hizo un gesto con las manos, invitándole a proseguir.
Todavía rojo de ira, Frank tuvo que hacer un gran esfuerzo para calmarse y continuar exponiendo en orden los hechos.
—Como le decía, usted llegó a Montecarlo, destrozado por la muerte de su hija y por la forma bárbara en que la habían matado, y manifestó en términos muy poco discretos, debo decir, el deseo de poner personalmente las manos sobre el asesino. Tan poco discreto que hasta despertó algunas sospechas.
Hizo una pausa, y luego destacó casi sílaba por sílaba las palabras siguiente:
—Pero estaba usted muy lejos de querer detener a Ninguno. Lo que usted quería era exactamente lo contrario: que el asesino siguiera matando.
Parker se puso de pie de un salto, como si de pronto hubiera descubierto una serpiente en el sillón.
—Ahora sí que estoy seguro. Usted está loco de atar y habría que encerrarle en la misma celda que al otro.
Frank le hizo una seña para que volviera a sentarse.
—Sus acrobacias dialécticas parecen los esfuerzos de un ratón en una trampa. Totalmente inútiles. ¿Todavía no lo ha entendido, Parker? ¿Todavía no ha entendido que lo sé todo sobre usted y el difunto, pero no llorado, capitán Mosse?
—¿Que lo sabe usted todo? ¿Todo sobre qué?
—Si tiene la amabilidad de no interrumpirme más, podrá saberlo antes de embarcar en su avión. Para que lo comprenda bien, debemos dar un paso atrás y volver a mi historia. De los dos traficantes de que le hablé, uno de ellos, Jeff Larkin, murió durante una emboscada planeada para capturarlos. Que en paz descanse. El otro, Osmond, terminó en la cárcel. Las investigaciones sobre esos dos señores llevó a mis colegas del FBI a sospechar que, para poder realizar sus negocios, contaban con la colaboración de alguien muy influyente, alguien a quien, a pesar de todos los esfuerzos de los investigadores, no se ha conseguido identificar todavía.
Ahora el rostro de Nathan Parker era una máscara de piedra. Se sentó en la butaca de piel y cruzó las piernas, los ojos entornados, esperando. Aquello ya no era un enfrentamiento entre dos gallos en un gallinero. Era el momento en que Frank iba mostrando una a una sus cartas, y de momento el general parecía solo curioso de saber cuáles serían sus triunfos.
Frank no veía la hora de cambiar esa curiosidad por la incredulidad ante la derrota.
—Encerrado en prisión, el único contacto de Osmond con el resto del mundo era su abogado, un letrado apenas conocido en los tribunales de Nueva York, surgido de la nada para agitar las aguas. Hubo quien sospechó que ese abogado, un tal Hudson McCormack, era mucho más que un simple defensor. Se formuló la hipótesis de que quizá él fuera ese contacto con el exterior que la cárcel impedía a su cliente. Mi compañero del FBI, con quien llevé a cabo la investigación de los Larkin, me envió por correo electrónico una foto de McCormack porque, figúrese usted, el personaje en cuestión venía precisamente hacia aquí, a Montecarlo. Qué coincidencias tiene la vida, ¿verdad? Según la versión oficial, venía a participar en una regata, pero usted sabe tan bien como yo que las cosas oficiales a veces pueden esconder algunas cosas extraoficiales mucho más significativas…
El general arqueó las cejas.
—¿Quiere ser tan amable de explicarme qué tengo que ver yo con toda esta historia de policías y ladrones?
Frank se inclinó y extrajo del sobre amarillo la foto que le había enviado Cooper, en la que aparecía McCormack en el bar. La empujó con los dedos sobre la mesa hasta dejarla frente a Parker. Aquel gesto le recordó la noche del arresto de Mosse, cuando le había mostrado la foto del cadáver de Roby Stricker.
—Le presento al llorado abogado Hudson McCormack, defensor de Osmond Larkin y última víctima de Jean-Loup Verdier, el asesino en serie, más conocido como Ninguno.
El viejo echó un vistazo distraídamente a la foto y enseguida alzó la mirada.
—Lo conozco solo porque he visto sus fotos en los periódicos. Antes no sabía siquiera que existiera.
—¿En serio? Qué raro, general. ¿Ve a esta persona de espaldas sentada a la mesa con Hudson McCormack? No se le ve la cara, claro. Pero el local está lleno de espejos…
El tono de voz de Frank cambió, como si su mente divagara en una reflexión personal.
—No tiene usted idea de la importancia que han tenido los espejos en toda esta historia… Pues tienen la molesta costumbre de reflejar lo que tienen delante.
—Ya sé cómo funciona un espejo. Cada vez que tengo uno enfrente veo al hombre que le reducirá a cenizas, Ottobre.
Frank sonrió, conciliador.
—Le felicito por su buen humor, general. Pero un poco menos por su supuesta habilidad estratégica y la elección de sus hombres. Como le decía, el local donde se hizo esta foto está lleno de espejos. Gracias a la ayuda de un muchacho inteligente, muy inteligente, he logrado descubrir, mediante una ampliación de los reflejos, la identidad de la persona sentada con Hudson McCormack. Y vea usted de quién se trata…
Frank extrajo otra foto del sobre y la arrojó sobre la mesita sin siquiera mirarla. Esta vez Parker la cogió y la estudió largamente.
—No se puede decir que el capitán fuera un tío muy fotogénico. Pero usted no necesitaba a un modelo, ¿verdad, Parker? Lo que usted necesitaba era a un hombre exactamente como el capitán: un psicópata fiel hasta el fanatismo, dispuesto a matar a cualquiera que usted quisiera eliminar, con una simple orden suya.
Se inclinó un poco hacia Nathan Parker. Había un tono irónico en su voz, en absoluto casual.
—General, ¿su expresión incrédula indica que está a punto de negar que el hombre que se ve en la foto con Hudson McCormack es Ryan Mosse?
—No, no lo niego en absoluto. Se trata, en efecto, del capitán Mosse. Pero esta foto prueba solamente que él conocía a ese abogado del que usted me habla. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Ya llegamos, general, ya llegamos…
Esta vez fue Frank quien miró el reloj. Y sin necesidad de alejar el cuadrante.
—Creo que tendremos que darnos prisa. Por una cuestión de horarios de aviones, intentaré ser lo más sintético posible. Así es como han sucedido las cosas: usted y Mosse hicieron un pacto con Laurent Bedon, el director de Radio Montecarlo. Ese desdichado estaba muy necesitado de dinero, por lo que no debió de costarle mucho convencerlo. Un pacto simple: dinero, que usted posee en abundancia, a cambio de toda la información que Bedon pudiera conseguir sobre el asesino y la investigación. Un espía, como en toda guerra que se precie. Por eso, cuando después de una llamada del asesino concluimos que Roby Stricker era una víctima probable, sorprendimos a Mosse hablando con él. Después, cuando Stricker fue asesinado, mi deseo de que Ryan Mosse fuera el culpable era tan fuerte que me llevó a cometer un error. Me hizo olvidar la primera regla de un policía: examinar todos los elementos disponibles desde todos los ángulos. Y mire usted qué ironía del destino: un reflejo en un espejo llevó a Nicolas Hulot a descubrir quién era el verdadero asesino, y luego otro reflejo en otro espejo me lo ha hecho entender a mí. Qué simples parecen las cosas después, ¿verdad?
Frank se pasó la mano por el pelo. El cansancio comenzaba a hacerse sentir, pero aún no había llegado el momento de relajarse. Después tendría todo el tiempo que quisiera para descansar, y también la compañía adecuada para hacerlo.
—Supongo que usted se sintió bastante perdido mientras su esbirro estaba en prisión, ¿no es así? Un obstáculo impensado. Cuando al fin se identificó a Ninguno, se probó la inocencia de Mosse y salió de la cárcel, debió de sentir cierto alivio, creo yo. No se había perdido nada. Todavía había tiempo para resolver sus problemas personales, y además se había beneficiado usted de un auténtico golpe de suerte…
Frank tuvo que admirar, a su pesar, el dominio del general Nathan Parker. Seguía sentado frente a él, impasible, sin pestañear. Sin duda muchos hombres, en el pasado, debieron de pensar que era mejor no tenerlo como enemigo. El propio Frank lo había pensado. Pero ahora no veía el momento de librarse de él.
No sentía exultación; solo una profunda sensación de vacío. Con estupor se dio cuenta de que ya no sentía el intenso deseo —muy humano— de pegarle. Sería un placer aún mayor no tenerlo nunca más frente a él.
Continuó su exposición de los hechos.
—Y le explico en qué consistió el golpe de suerte al que me refiero. Ninguno fue identificado pero consiguió huir. A usted sin duda debió de costarle creer la fortuna de todos esos acontecimientos. El capitán Mosse estaba de nuevo a disposición, ¡y ese asesino, escondido en alguna parte, ante las narices de la policía, todavía seguía libre para seguir matando!
Se miró el dorso de una mano. Recordó que tender las manos ponía en evidencia el temblor que las agitaba, pero la suya estaba firme. Podía apretar el puño con la certeza de tener dentro al general Parker.
—En efecto, poco después Ninguno hizo una nueva llamada al agente Frank Ottobre. No de la manera habitual, sin embargo. Esta vez llamaba de un móvil, ya sin necesidad de disfrazar la voz. ¿Para qué hacerlo, a fin de cuentas? Ya todos sabían muy bien quién era: Jean-Loup Verdier, el locutor de Radio Montecarlo. El móvil con que hizo la llamada, un anónimo teléfono con tarjeta, quedó luego abandonado en un banco de Niza, de donde se había realizado la llamada. Lo encontramos con un sistema de localización por satélite y lo recuperamos. En el aparato no había ninguna huella, salvo las del muchacho que lo había encontrado. Y eso me pareció muy extraño…
Miró a Parker como si todavía no hubiera encontrado respuesta a ese misterio.
—¿Por qué Ninguno se había molestado en borrar sus huellas, si sabía que conocíamos su verdadera identidad? En aquel momento no le presté mucha atención, porque, al igual que a los demás, lo que más me preocupaba era el significado de la llamada. El asesino confirmaba su intención de seguir matando, a pesar de la persecución de la policía. Y así fue. Encontramos el cadáver de Hudson McCormack, con la cabeza desollada, en el coche de Jean-Loup Verdier, abandonado frente al cuartel de la Süreté. Todo el mundo se horrorizó ante el nuevo golpe. Todos se preguntaron lo mismo: ¿Cómo es posible que no consigan capturar a ese ser diabólico que sigue matando, imperturbable, y luego se esfuma en la nada como un fantasma?
Frank se levantó del sofá. Se sentía tan cansado que casi le sorprendió no oír el chirrido de sus articulaciones. Al parecer, su rodilla, extrañamente, había aceptado una tregua. Dio unos pasos por la habitación y de espaldas al general, que continuaba inmóvil en su sillón y no se dignó seguirle con la mirada.
—Creo que fue la muerte de Laurent Bedon lo que me puso la mosca detrás de la oreja. Una muerte fortuita, durante un banal y torpe intento de atraco. Aun así, no sé por qué, me resultó sospechosa. Y las sospechas son como las migas en la cama, general: hasta que uno no se libra de ellas no consigue dormir. Todo partió de allí. La muerte de ese desdichado de Bedon fue el elemento desencadenante, el motivo por el que pedí a mi amigo que examinara la foto y que me llevó a descubrir que era Ryan Mosse el hombre sentado en un bar de Nueva York junto a Hudson McCormack. Por eso acudí a la misma persona y le pedí que analizara también la cinta de la llamada que había recibido personalmente de Ninguno. ¿Y sabe usted qué descubrimos? Se lo diré, aunque ya lo sabe. Averiguamos que se trataba de un montaje. Hoy se puede hacer cualquier cosa con la tecnología, ¿no cree usted? Puede resultar de una ayuda increíble; sin embargo, se la usa cum grano salis, si me permite la expresión. El mensaje se examinó palabra por palabra, y así se comprobó que contenía expresiones repetidas: «luna», «perros», «necesito», «nada». El análisis de la entonación demostró que cada palabra se había pronunciado siempre de la misma e idéntica manera. El gráfico vocal de cada una, superpuesto al de la otra, se correspondía a la perfección. Me dijeron que, en una conversación real eso es imposible, de la misma forma que no existen dos copos de nieve o dos huellas digitales idénticos. Por lo tanto, las palabras se habían extraído de una grabación y ensamblado en una cinta nueva, una después de la otra, hasta componer el mensaje deseado. Y esa cinta se había usado para hacer la llamada que yo recibí. Gracias a Laurent, ¿verdad? Fue él quien les dio las cintas de las transmisiones de Jean-Loup, para que ustedes dispusieran de material suficiente para lo que necesitaban hacer. Después de esto, ¿qué más puedo añadir?
Siguió como si lo que se disponía a decir fuera totalmente inútil, como quien explica algo obvio a alguien que se obstina en no querer entender.
—Después de la llamada, Mosse subió a casa de Jean-Loup Verdier, sacó su coche, mató a Hudson McCormack, le aplicó el mismo tratamiento que Ninguno reservaba a sus víctimas y dejó el coche y el cadáver frente a la central de policía.
Frank se plantó delante de Parker. Lo hizo adrede, para obligar al viejo a levantar la cabeza y mirarle mientras llegaba a las conclusiones. En ese momento, en aquella sala anónima de un aeropuerto, él era el jurado, y su veredicto era inapelable.
—Ése era su verdadero objetivo, Parker. Eliminar cualquier conexión entre el heroico y poderoso general Nathan Parker y Jeff y Osmond Larkin, a quienes proporcionaba cobertura y protección a cambio de un considerable porcentaje de las ganancias. Apuesto a que cada vez que el valiente general Parker participaba en una guerra en algún lugar del mundo, no protegía solo los intereses de su país, sino que aprovechaba para cuidar también de los propios… No sé por qué ha hecho usted lo que ha hecho, y no me importa un ardite. Eso es un problema suyo y de su conciencia, suponiendo que la tenga, cosa que dudo mucho. El desdichado Hudson McCormack, el contacto con Osmond Larkin, había entrado en un juego de poder que le quedaba demasiado grande, pero sabía lo bastante para meterlos en problemas si hablaba. Y seguro que lo habría hecho, para cubrirse la espalda si las cosas se ponían feas. Así que usted decidió matarlo, pero de modo que la culpa recayera en un asesino en serie que ya había matado a diversas personas del mismo modo. Aunque, tras su captura, Ninguno hubiera declarado su inocencia en cuanto al homicidio del abogado, ¿quién le habría creído? Quizá Hudson McCormack venía a entregarle a usted un mensaje de su cliente. Ésta es una duda que ahora usted podrá aclararme. Pienso, y es una simple suposición, que Osmond Larkin lo amenazaba con hacer ciertas revelaciones si no lo sacaba usted de la cárcel inmediatamente. El hecho de que lo mataran en prisión durante una pelea puede haber sido una coincidencia, pero me parece que en esta historia ya hay demasiadas coincidencias…
Frank se sentó de nuevo en el sofá y obsequió a su adversario con una expresión de sorpresa, como si él mismo se asombrara de lo que estaba diciendo.
—Cuántas coincidencias, ¿verdad? Como la de Tavernier, el propietario de la casa que usted había alquilado. Cuando se iban, ese charlatán debió de revelarles también a ustedes la existencia del refugio antiatómico que su hermano había hecho construir para la mujer. Usted supo entonces dónde se escondía Jean-Loup y ordenó a Mosse que se encargara de él. Una vez eliminado el último testigo, el círculo quedaba cerrado. Y quedaban cerradas también todas las bocas que pudieran cantar, una por una. ¿Y quiere usted saber algo cómico?
—No, pero supongo que igualmente me lo dirá.
—En efecto. Poco antes de venir aquí me enteré de que han arrestado al delincuente que provocó la muerte de Laurent Bedon. Se trata de un vulgar tironero que despluma a personas que salen del casino con un poco de dinero en el bolsillo.
—¿Y cuál sería el aspecto cómico?
—Que empecé a sospechar a partir de la única muerte que se puede calificar de accidente, que no fue un verdadero homicidio en todo el sentido de la palabra. Un crimen que en un primer momento yo les había atribuido a ustedes, y del que eran completamente inocentes.
Parker se distrajo un instante, como si reflexionara en todo lo que acababa de oír. Frank no se hizo ilusiones. Era solo una pausa, no una rendición. La del jugador de ajedrez que madura su contraataque después de oír de su adversario la palabra «jaque».
Parker hizo un gesto vago con una mano.
—No son más que suposiciones. No tiene usted modo alguno de probar con seguridad nada de lo que ha dicho.
Ahí estaba: el contraataque que Frank esperaba. Y sabía bien que el general no se equivocaba. Lo que él tenía en la mano era una serie de indicios significativos, pero ninguna prueba material que sirviera para sostener una acusación. Todos los testigos estaban muertos, y el único que seguía vivo, Jean-Loup Verdier, no era exactamente lo que se llama un testigo digno de credibilidad. Sin embargo, él podía seguir todavía con su farol, y correspondía al general descubrirle el juego. Abrió los brazos en un gesto que significaba «todo puede ser».
—Quizá tenga usted razón. O quizá no. Dispone usted de los medios para pagar a los mejores abogados para que lo saquen del aprieto y le eviten acabar en prisión. En cuanto al escándalo, ya es otra historia. Una absolución por falta de pruebas sirve para eludir la cárcel, no las dudas sobre la culpabilidad. Trate de reflexionar… ¿De veras cree que el presidente de Estados Unidos escucharía los consejos de un asesor militar sospechoso de haber asesorado también a traficantes de drogas?
El general Parker le miró sin hablar. Se pasó una mano por el pelo blanco y corto. Sus ojos azules habían perdido el centelleo guerrero; se habían convertido al fin en los ojos de un viejo. No obstante, su voz conservaba su áspera energía.
—Creo comprender adonde quiere llegar…
—¿De veras?
—Si no quisiera algo de mí, a estas horas ya me habría denunciado al FBI. No habría venido solo, sino con un ejército de policías. Así que tenga el valor de ser explícito.
Frank pensó que la reputación de Parker no era gratuita. Sabía muy bien que había sido derrotado, pero, como todos los soldados dignos de este nombre, había encontrado una posibilidad de salvación y se proponía aprovecharla.
—Seré mucho más que explícito, general. Incluso lapidario. Si de mí dependiera, no tendría ninguna piedad de usted. Le considero un gusano; lo colgaría de buena gana de un gran anzuelo y lo arrojaría a un mar infestado de tiburones. Eso es exactamente lo que haría yo. Hace un tiempo le dije que todos los hombres tienen un precio pero que usted no había logrado entender el mío. Y ahora voy a decírselo: Helena y Stuart a cambio de mi silencio.
Frank hizo una breve pausa.
—Como ve, general, en algo tenía usted razón. De algún modo, los dos estamos hechos de la misma pasta.
El viejo inclinó la cabeza un instante.
—Y si yo…
—No. La propuesta no es negociable. La acepta o la deja. Y eso no es todo…
—¿Qué más pretende?
—Pretendo que, cuando regrese usted a Estados Unidos, se dé cuenta de que está demasiado viejo y cansado para la vida militar y pida el retiro. Alguien intentará disuadirlo, pero usted se mostrará firme. Me parece justo que un hombre como usted, un soldado que tanto ha dado a su país, un padre duramente castigado por el destino, disfrute de sus últimos años de vida en santa paz.
Parker lo miró fijamente. Frank habría esperado ver cualquier cosa en su semblante, menos esa curiosidad que había surgido de repente.
—¿Y me dejará libre, así, sin hacer nada? ¿Dónde ha quedado su conciencia, agente especial Frank Ottobre?
—En el mismo lugar donde ha quedado la suya. Pero el peso que debe soportar mi conciencia es infinitamente menos pesado que el suyo.
El silencio que cayó entre ellos era bastante elocuente. No había nada más que decir. En aquel momento, con ese perfecto sentido de la oportunidad que solo posee la casualidad, la puerta se abrió y asomó la cabeza de Stuart.
—Ah, Stuart, ven, ya puedes entrar. Hemos terminado nuestra charla entre hombres…
Stuart entró corriendo, seguido por la figura delgada de Helena. Stuart no podía entender; ella no lograba entender. Fue Nathan Parker quien dio la noticia, indirectamente, dirigiéndose a un niño que creía ser su nieto y que era también su hijo. El viejo se arrodilló sin esfuerzo aparente ante él y apoyó las manos en sus brazos.
—Hay un cambio de planes, Stuart. ¿Recuerdas que te había dicho que debíamos volver enseguida a Estados Unidos?
El niño hizo un gesto afirmativo con la cabeza que a Frank le recordó el ingenuo modo de comunicarse de Pierrot. El general señaló a Frank con la mano.
—Bien, después de haber hablado un poco con este amigo mío, me parece que no es necesario que tú y mamá me acompañéis. Yo tendré mucho que hacer en casa y no podremos vernos mucho, durante un buen tiempo. ¿Te gustaría quedarte aquí y prolongar las vacaciones?
El niño abrió mucho los ojos, incrédulo.
—¿En serio, abuelo? Quizá también podamos ir a Eurodisney, en París.
Parker miró a Frank, que hizo un gesto afirmativo entrecerrando los ojos de modo casi imperceptible.
—Claro, Eurodisney y un montón de otros lugares…
Stuart levantó los brazos y dio un salto.
—¡Hurra!
Corrió a abrazar a su madre, que lo acogió con una expresión que parecía esculpida en la piedra de la incredulidad. Su mirada atónita pasaba de Frank a su padre, como quien ha recibido una buena noticia y necesita tiempo para asimilarla.
Stuart gritó toda su alegría con voz aguda.
—¡Mamá, nos quedamos aquí! Lo ha dicho el abuelo. Vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney…
Helena intentó calmarlo apoyándole una mano en la cabeza, pero Stuart parecía incontenible. Comenzó a bailar por la habitación repitiendo esas palabras como una cantinela sin fin.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Parker mientras se levantaba. Hasta ese momento había asistido así, doblado en el suelo, al júbilo de Stuart. Frank pensó que era exactamente ésa su condición en aquel momento: un hombre de rodillas.
Por la puerta asomó la cara de Froben.
—Disculpen…
—Ven, Froben. Entra.
El rostro de Froben reflejaba cierta —y comprensible— incomodidad. Vio con alivio que, aunque la atmósfera estaba tensa, no había guerra. O que ya había pasado, al menos. Se dirigió a Parker.
—General, me disculpo por los inconvenientes y la lamentable espera. Quería decirle que acaban de anunciar su vuelo. Ya hemos dispuesto el embarque del féretro, y las maletas…
—Gracias, comisario. Ha habido un cambio de programa en estos últimos instantes. Mi hija y mi nieto se quedan aquí. Si tiene la amabilidad de hacer embarcar solo las mías se lo agradeceré. Las reconocerá enseguida. Son dos maletas rígidas Samsonite, azules.
Froben asintió con un movimiento de cabeza. A Frank le pareció el gesto de un mayordomo en una comedia inglesa.
—Es lo menos que puedo hacer por usted, general.
—Se lo agradezco. Enseguida voy.
—Muy bien. Le recuerdo la puerta de embarque. Es la diecinueve.
Froben salió de la estancia con el alivio de quien ha salido de un accidente de tráfico sin sufrir siquiera un rasguño.
Parker se volvió otra vez hacia Stuart.
—Bien, debo irme ya. Pórtate bien. ¿Roger?
El niño se puso firme e hizo un saludo militar, como si fuera un viejo juego entre ellos. Parker abrió la puerta y salió sin dirigir una palabra o una mirada a su hija.
Frank se acercó a Helena y le acarició una mejilla. Por lo que vio en sus ojos se habría enfrentado a todo un ejército de generales Parker.
—¿Cómo lo has hecho?
Frank le sonrió.
—Todo a su tiempo. Todavía me queda algo que hacer. Un par de minutos y vuelvo. Solo quiero estar seguro de una última cosa…
Salió y buscó con la mirada la figura de Nathan Parker. Vio que se alejaba por el pasillo, al lado de Froben, que lo acompañaba a embarcar. Lo alcanzó unos segundos antes de que el general cruzara la puerta de embarque. Era el último pasajero, pero su condición de privilegio le había permitido el beneficio de una espera suplementaria.
Cuando lo vio, Froben se hizo a un lado, con discreción.
Parker le habló casi sin volverse.
—No me diga que ha sentido el deseo irrefrenable de venir a saludarme.
—No, general. Simplemente quería asegurarme de que se fuera y hacerle un último comentario.
—¿Qué comentario?
—Me dijo usted muchas veces que yo era un hombre acabado. Ahora quisiera subrayar que el hombre acabado es usted. Y no me importa que se entere o no todo el mundo…
Los dos se miraron. Ojos negros contra ojos azules. Ojos de dos hombres que nunca dejarían de odiarse.
—Lo sabemos usted y yo, y con eso me basta —dijo Frank.
Sin una palabra, Nathan Parker dio media vuelta, pasó por la puerta y caminó por el pasillo. Ya no era un soldado, ya no era un hombre, sino solo un viejo. Todo lo que dejaba atrás ya no sería problema suyo. El verdadero problema sería lo que tenía delante. Mientras avanzaba hacia la pasarela, su figura se reflejó en un espejo de la pared.
Una coincidencia, quizá, una de tantas.
«Otra vez un espejo…».
Con este pensamiento, Frank permaneció de pie siguiendo a Parker con la mirada hasta que dobló por el pasillo y el espejo se volvió una pantalla vacía.