61

Frank avanzaba con lentitud en la oscuridad más absoluta.

Tras un atento examen del túnel, había visto que tenía altura suficiente para permitirle avanzar agachado sin demasiado esfuerzo. No era la posición más cómoda, pero sí la menos peligrosa, dada la situación. Con una sonrisa amarga pensó que ninguna situación podía definirse mejor que esa como «un salto en la oscuridad».

Al cabo de unos pasos, con la impresión de caminar como un perro amaestrado, ya no contó con la ayuda de la leve claridad que provenía del refugio y penetró en la negrura absoluta. Aunque sus ojos habían tenido tiempo de adaptarse a la oscuridad, no veía absolutamente nada.

Con la pistola en la mano derecha, iba con el cuerpo apoyado en la pared de la izquierda, algo inclinado hacia atrás, para poder ir tanteando con la mano libre y controlar que no hubiera obstáculos o, peor aún, agujeros en los que pudiera caer. Si le sucediera algo allí abajo, en ese tubo cuya existencia ignoraban todos, no saldría hasta el día de la resurrección.

Se desplazaba con cautela, metro a metro. Las piernas comenzaban a dolerle, sobre todo la rodilla derecha, la que se había lesionado en un partido de fútbol americano y había necesitado una operación de menisco y ligamentos cruzados; la misma que le había impedido seguir jugando en el equipo del college y en competiciones profesionales, de haber aspirado a ello. Para no sobrecargar la articulación se empeñaba en ejercitar con regularidad los músculos de las piernas, pero de un tiempo a esta parte, desgraciadamente su entrenamiento dejaba bastante que desear. Por otra parte, la posición a la que se veía obligado a mantener para avanzar por el túnel habría puesto a prueba hasta las rodillas de un levantador de pesas.

Se estremeció. En aquel agujero hacía frío. Sin embargo, debido a la tensión nerviosa, notaba el sudor en las axilas y en la tela liviana de la camisa. En el aire escaso flotaba un olor a hojas podridas y humedad, sumado al del cemento que revestía el camino subterráneo. De vez en cuando tocaba con las manos alguna raíz que había logrado introducirse en una fisura. La primera vez se había sobresaltado y había retirado la mano como si se hubiera quemado. Enseguida pensó que, dado que el conducto llevaba al exterior, no era improbable que algún animal pudiera entrar en él y elegirlo para hacer una cómoda madriguera. Frank no era un hombre impresionable, pero la idea de tener un contacto físico con una culebra o una rata no le tentaba en absoluto, ni en ese momento ni nunca.

Pensó que esa larga cacería del asesino contribuía a dar cuerpo a todas sus fantasías. La situación en que se hallaba ahora era la misma que había imaginado cada vez que pensaba en Ninguno. Avanzar a paso lento, rastrero, furtivo, en medio del frío y la humedad que son desde siempre el reino de las ratas. Y también, al mismo tiempo, el cuadro exacto de lo sufrido durante la investigación: una marcha lenta, a pequeños pasos, fatigosa, en la oscuridad total, esperando un delgado rayo de sol que los sacara de las tinieblas.

«Destrúyenos, pero en la luz…».

En aquella ceguera total, acudió a su mente un famoso pasaje de la Ilíada, la oración de Ayax. La había estudiado en el colegio, hacía un millón de años. Los troyanos y los aqueos combatían cerca de las naves y Zeus envió niebla para ofuscar la vista de los griegos, que estaban sucumbiendo. Entonces Ayax elevó una oración al padre de todos los dioses, una oración afligida, no para conseguir la salvación sino para poder ir hacia la oscuridad de la muerte en la luz del sol. Frank recordaba aún las palabras con que su héroe preferido concluía su plegaria.

Una brusca inclinación del túnel lo ayudó a volver a concentrarse. Notó que ahora el suelo, o la parte que tenía bajo los pies, se inclinaban sensiblemente hacia delante. No había muchas probabilidades de que el conducto se volviera intransitable. A fin de cuentas, se había construido para que lo recorrieran seres humanos, y la pendiente debía de ser un accidente. Tal vez durante la construcción habían encontrado una veta de roca y se habían visto obligados a desviarse un poco hacia abajo para poder proseguir.

Decidió sentarse en el suelo y a partir de aquel punto avanzar de ese modo. Redobló su cautela. No le inquietaba que el túnel bajara en una pendiente cada vez más pronunciada. Seguía siendo válido todo el razonamiento que había hecho poco antes; además, estaba seguro de que Ninguno lo había recorrido más de una vez, de ida y de vuelta, si bien en condiciones mucho más fáciles, pues el asesino lo conocía al dedillo y contaría con la ayuda de una linterna.

Él, en cambio, estaba rodeado por una completa y absoluta oscuridad e ignoraba qué podía encontrarse a cada paso. O alrededor, para definirlo con más exactitud. Pero era justamente la naturaleza de Jean-Loup lo que le llevaba a poner la máxima atención. Conociendo la pérfida astucia de ese hombre, era de esperar que hubiera puesto alguna trampa para un posible intruso.

Una vez más se preguntó quién era Jean-Loup y, sobre todo, quién lo había creado. A esas alturas ya estaba demostrado que no era solo un psicópata, sino un demente frustrado que cometía sus crímenes para atraer la atención de la prensa y de la televisión. Este rápido análisis resumía la mayoría de los casos de asesinos en serie que Frank conocía, pero estaba tan alejado de la tipología de Ninguno como lo está la Tierra del Sol.

Los otros eran criminales comunes, de una inteligencia inferior a la normal, que mataban impulsados por una fuerza más poderosa que ellos, y que al final aceptaban las esposas en las muñecas casi con alivio.

Jean-Loup era muy distinto. El cadáver en el ataúd transparente demostraba su locura, desde luego. Y en su mente debían de agitarse pensamientos que estremecerían al más experto de los terapeutas.

Pero había mucho más.

Jean-Loup era fuerte, astuto, preparado, un hombre adiestrado para la lucha. Un verdadero combatiente. Había matado con una facilidad pasmosa a Jochen Welder y a Roby Stricker, dos personas de físico atlético y muy entrenados. La manera expeditiva con que se había desembarazado de los tres agentes en su casa había despejado definitivamente cualquier duda en ese sentido, en el caso de que todavía fuera necesario. Daba la impresión de que en Jean-Loup estuviera compartiendo en el mismo cuerpo dos personas distintas, dos naturalezas opuestas que se perseguían buscando alcanzarse y anularse. Quizá la definición más justa la había dado él mismo, cuando hablaba con la voz artificial: «Yo soy uno y ninguno…».

Era un hombre, muy, muy, muy peligroso, y como tal se le trataba.

Frank no consideraba paranoico su exceso de prudencia. A veces ciertos excesos hacen la diferencia entre un hombre vivo y un hombre muerto.

Él lo sabía bien, porque la única vez que había sido impulsivo y había entrado en un lugar por instinto, casi sin reflexionar, se había despertado en un hospital tras una explosión y quince días en coma. Y si lo olvidaba, tenía las suficientes cicatrices en todo su cuerpo para recordárselo.

No quería correr más riesgos inútiles. Se lo debía a sí mismo, porque había decidido seguir siendo policía a pesar de todo. Se lo debía a una mujer que en aquel momento le aguardaba sentada en una sala de espera en el aeropuerto de Niza. Se lo debía a Harriet, junto con la promesa de que no la olvidaría nunca.

Siguió avanzando, tratando de hacer el menor ruido posible. Probablemente Jean-Loup ya se hallaba a saber dónde, aunque tampoco se podía excluir la posibilidad de que se encontrara a la salida del túnel, agazapado a la espera de tener vía libre. A fin de cuentas, ese agujero bajo tierra no podía extenderse hasta las afueras de Menton; debía de terminar en algún punto al este de la casa, sobre la ladera de la montaña.

En la calle se había producido una considerable confusión, por las barreras y los puestos de control: filas de coches detenidos, personas que bajaban y se ponían de puntillas para curiosear mientras se preguntaban unas a otras qué era lo que ocurría. A Jean-Loup no le habría costado mezclarse entre ellos. Sí, su foto se había publicado en todos los periódicos y había aparecido en todos los informativos de Europa, pero hacía tiempo que Frank había perdido la fe en la eficacia de tales medidas; en general, la gente miraba las caras ajenas con extrema superficialidad. Cada uno veía solo lo que quería ver. Con solo un corte de pelo y un par de gafas oscuras, Jean-Loup habría tenido muchas probabilidades de pasar inadvertido sin correr riesgos.

Aun así, la calle estaba llena de policías alertas, con los ojos bien abiertos, cualquiera de los cuales habría sospechado de un hombre que saliera de pronto de unos matorrales pocos metros más abajo para llegar a la calle trepando la pendiente. Era algo que alertaría hasta a un ciego, y después de todo lo que había sucedido los policías se hallaban sometidos a una tensión que podía impulsarlos a disparar antes de preguntar. No se podía excluir la posibilidad de que el asesino hubiera decidido esperar un momento más propicio para salir de su escondite.

Continuó avanzando. El roce de su pantalón contra el cemento le parecía el ruido de las cataratas del Niágara. Además, comenzaba a causarle escozor. Se detuvo un instante para buscar una posición más cómoda. Decidió volver a ponerse en cuclillas.

Mientras se levantaba oyó el bip del móvil; sonó una campana en el silencio nocturno del campo. Esa señal podía revelar su presencia, pero también le dio la certeza de que la salida debía de estar cerca.

Entornó los ojos en la oscuridad y le pareció distinguir unos puntos luminosos más adelante, como unos signos trazados con yeso blanco en una pizarra negra. Aceleró un poco la marcha, sin abandonar la cautela. En especial ahora, que su corazón latía aceleradamente.

Seguía tanteando con la mano izquierda a lo largo de la pared de cemento, mientras con la derecha sostenía la pistola, el dedo de la mano derecha tenso contra el gatillo. La rodilla le dolía mucho, pero más adelante le esperaba la luz y quizá una presencia al acecho que por ninguna razón se podía subestimar.

A medida que se acercaba, los signos blancos parecía que bailaban, suspendidos en el aire. Poco a poco se hicieron más grandes. Frank pensó que el conducto terminaba en la proximidad de unos matorrales y que lo que veía era la luz del día que se filtraba a través del follaje. Probablemente se había levantado una ráfaga de viento que había agitado las ramas. Por eso, para sus ojos engañados por la oscuridad, los puntos luminosos habían parecido luciérnagas en la negrura de la noche.

De golpe le llegó desde fuera el eco de un grito desesperado.

Frank olvidó sus propósitos de prudencia, que se derrumbaron como un castillo de naipes ante un ventilador encendido. A pasos veloces, tanto como se lo permitía su posición agachada, alcanzó la mata que ocultaba la entrada del conducto.

Apartó las ramas con las manos y asomó con cautela la cabeza. El agujero de entrada del túnel daba a un matorral bastante alto y tupido que cubría totalmente la circunferencia del tubo de cemento.

El grito se repitió.

Frank salió y se puso lentamente de pie. Su rodilla dijo algunas palabras en un idioma que hubiera preferido no conocer. Miró a su alrededor. La mata se alzaba en una zona bastante plana, una especie de terraza natural del lado de la montaña, salpicada de árboles de tronco delgado cubiertos de plantas trepadoras y matorrales de especies mediterráneas, alternados con superficies rocosas. A su espalda, las dos casas gemelas y sus jardines bien cuidados. Unos cincuenta metros por encima de su cabeza, a la izquierda, la calle. Cerca de la mitad del tramo escarpado que le separaba del asfalto, sobre una especie de cornisa a un lado de los matorrales, Frank vio un movimiento. Una figura vestida con camisa verde y pantalón de color caqui, que cargaba una bolsa de tela oscura en bandolera, trepaba con prudencia por los arbustos, hacia la valla protectora.

Frank habría reconocido a ese hombre entre un millón.

Alzó la pistola a la altura de los ojos, empuñándola con las dos manos. Encuadró la figura en la mira y gritó por fin las palabras que tanto había soñado decir, desde hacía tiempo:

—¡Quieto, Jean-Loup! ¡Detente o disparo! Levanta las manos, arrodíllate en el suelo y no te muevas. ¡Ya!

Jean-Loup volvió la cabeza hacia su lado. No dio señal de haberle reconocido ni de haber entendido lo que le había dicho y mucho menos de querer obedecer sus órdenes. Aunque se hallaba bastante cerca para ver la pistola en las manos de Frank, continuó subiendo, desplazándose hacia la izquierda.

Frank sintió que su dedo se contraía en el gatillo de la Glock.

El grito se elevó otra vez, fuerte y agudo.

Jean-Loup respondió, inclinando la cabeza hacia abajo:

—Agárrate fuerte, Pierrot. Ya estoy llegando. No tengas miedo. Ya bajo y te saco de allí.

Frank desvió la mirada hacia la misma dirección en que había hablado Jean-Loup. Asido con las manos al pequeño tronco de una acacia que crecía al borde de la pendiente colgaba Pierrot.

Sus pies se agitaban frenéticamente tratando de encontrar apoyo en el declive rocoso, pero, cada vez que intentaba apuntalarse el terreno cedía y el muchacho se encontraba otra vez suspendido en el vacío.

Debajo de él, la pendiente descendía hacia el mar, abrupta y pedregosa. No era un verdadero precipicio, pero si Pierrot se soltaba caería y rebotaría como un muñeco de trapo a lo largo de doscientos metros, hasta el fondo de la hondonada. Si se soltaba no tendría salvación.

—¡Apresúrate, Jean-Loup! No resisto más, me duelen las manos.

Frank vio el agotamiento en el rostro del muchacho y oyó vibrar una nota de miedo en su voz. Pero supo también otra cosa: la inquebrantable confianza de que Jean-Loup, el locutor, el asesino, la voz de los diablos, su mejor amigo, iría a salvarlo.

Frank aflojó la presión sobre el gatillo y bajó un poco la pistola al tiempo que comprendía qué estaba haciendo Jean-Loup.

No estaba escapando; iba a socorrer a Pierrot.

Quizá la fuga había sido su primera intención, y sin duda, tal como Frank había pensado, había esperado en el túnel a que pasara todo el alboroto y tuviera vía libre para salir y escapar una vez más de la policía. Después había visto que Pierrot se hallaba en peligro. Quizá se había preguntado por qué el muchacho estaba allí, colgado de una planta, pidiendo ayuda con su voz de niño aterrorizado, o quizá no. Pero en un instante se había hecho cargo de la situación, había hecho una elección, y ahora actuaba en consecuencia.

Frank sintió que una furia sorda crecía en su interior, hija de la frustración. Durante mucho tiempo había esperado ese momento y ahora que tenía en la mira al hombre al que buscaba desesperadamente, no podía dispararle. Volvió a alzar la pistola, sujetándola con firmeza, como nunca en su vida había sujetado un arma. En la mira estaba el cuerpo de Jean-Loup, que se desplazaba para llegar al punto donde su amigo resistía aún, aferrado al árbol.

Ahora Jean-Loup había llegado cerca de Pierrot, apenas un poco más arriba. Entre ellos, el vacío que la caída del muchacho había excavado en el terraplén hacía imposible alcanzarlo simplemente tendiendo una mano para ayudarlo a subir y ponerlo a salvo.

Jean-Loup le habló con su voz cálida y profunda.

—Estoy aquí, Pierrot. Estoy llegando. Tranquilízate, todo va bien. Solo debes agarrarte con fuerza y mantener la calma. ¿Me has entendido?

Pese a la precariedad de su situación, Pierrot respondió con uno de sus habituales movimientos de cabeza. Tenía los ojos muy abiertos por el miedo, pero estaba seguro de que su amigo lo resolvería todo.

Frank vio que Jean-Loup había dejado en el suelo la bolsa que llevaba en bandolera y se quitaba el cinturón. No tenía la menor idea de lo que intentaba hacer para sacar a Pierrot del lío en que se había metido. Solo podía mirarlo, sin dejar de apuntarle con la pistola.

Apenas Jean-Loup había terminado de pasar la correa de piel por la última presilla, se oyó un ruido semejante a un fuerte soplido de cerbatana, y a su lado se levantó una pequeña polvareda. Jean-Loup se acurrucó sobre sí mismo, en un movimiento instintivo que le salvó la vida.

De nuevo el mismo ruido, y una nueva polvareda, exactamente donde estaba su cabeza una fracción de segundo antes. Frank se volvió para mirar hacia arriba. En el borde de la pendiente, de pie un poco más abajo de la valla protectora, oculto entre los arbustos hasta la mitad del cuerpo, se hallaba el capitán Ryan Mosse. Sostenía en la mano una gran pistola automática con silenciador.

En ese momento Jean-Loup se volvió e hizo algo increíble: se echó entre los matorrales y desapareció.

Así, sencillamente. Un instante antes estaba, un instante después no estaba. Frank se quedó con la boca abierta. Con toda probabilidad Ryan Mosse también se había quedado estupefacto, pero ello no le impidió disparar contra las matas, alrededor del lugar donde se había esfumado Jean-Loup, hasta agotar el cargador. Lo tiró y puso enseguida otro lleno, que extrajo del bolsillo de la chaqueta. Un momento después la pistola estaba de nuevo lista para disparar. Comenzó a bajar con cautela, vigilando por si detectaba algún movimiento en los matorrales que lo rodeaban.

Frank desplazó la Glock en dirección a él.

—¡Vete, Mosse! Esto no es asunto tuyo. Deja la pistola y vete. O échanos una mano. Antes que nada debemos ayudar al muchacho que está colgado allá abajo. El resto viene después.

El capitán siguió bajando, pistola en mano. Le respondió sin dejar de escrutar en todas direcciones los matorrales entre los cuales avanzaba.

—¿Dices que esto no es asunto mío? Pues yo te digo que sí lo es, señor Ottobre. Y las prioridades las decido yo. Primero mataré a este loco, y después, si quieres, te ayudaré a subir a ese chaval tonto…

Frank tenía en la mira la figura maciza de Ryan Mosse. El deseo de dispararle era muy fuerte, casi tanto como el de dispararle a Jean-Loup, sin concederle la circunstancia atenuante de haber arriesgado la vida para salvar a un perro o a un chaval tonto, como le había llamado el capitán.

—Te lo repito: ¡baja la pistola, Ryan!

El capitán soltó una breve risotada, seca y rencorosa.

—Y si no, ¿qué? ¿Me dispararás? ¿Y después qué dirás? ¿Que has matado a un capitán de tu país para salvarle el pellejo a un asesino? Anda, déjate de idioteces y aprende a hacer las cosas…

Sin dejar de apuntarle, Frank comenzó a desplazarse lo más deprisa posible hacia Pierrot. Jamás se había encontrado en una situación similar, en la que debía tomar una decisión vital entre un cúmulo de variantes.

—¡Socorro! ¡No aguanto más!

La voz desesperada de Pierrot llegaba desde atrás. Frank bajó la pistola e intentó, en la medida en que le era posible, alcanzar a la carrera el lugar donde antes se había colocado Jean-Loup. Notaba que las zarzas y las ramas le impedían el paso aferrándole el pantalón, como manos malignas emergidas de la tierra por arte de magia. De vez en cuando volvía la cabeza para vigilar los movimientos de Ryan Mosse, que continuaba su cauteloso descenso por la pendiente, empuñando el arma, escrutando con ojos desconfiados entre los arbustos, en busca de Jean-Loup.

De golpe, cerca de Mosse las matas se animaron. No había habido ningún movimiento entre las ramas, ni el menor aviso. Lo que emergió del matorral ya no era el mismo hombre que antes se había escondido para salvar el pellejo; no era Jean-Loup, sino un demonio expulsado del infierno porque hasta los otros demonios le temían. Vibraba en él una tensión sobrehumana, como si de repente se hubiera apoderado de su cuerpo un animal feroz que le hubiera regalado la fuerza de sus músculos y la agudeza de sus sentidos.

Con una perfecta concentración de agilidad, vigor y gracia, Jean-Loup actuó.

De una patada arrancó la pistola de las manos de su adversario. El arma voló muy lejos y se perdió entre las matas. Mosse era un soldado, sin duda un buen soldado, con un entrenamiento adecuado a la triste fama que arrastraba, preparado para cualquier clase de combate.

Excepto, quizá, para un combate con fantasmas.

Flexionó las piernas y adoptó una posición de defensa. El capitán era más alto y robusto que Jean-Loup, pero la sensación de amenaza que emanaba de la actitud de ese hombre los colocaba de algún modo en pie de igualdad. No obstante, Mosse contaba con una ventaja: disponía de todo el tiempo que quisiera. A él no le importaba nada aquel muchacho colgado de un árbol sobre el precipicio, y sabía que el otro sí tenía prisa por correr a ayudarlo. Esa prisa era el elemento con que intentaba jugar para inducir a su adversario a cometer un error.

En lugar de contraatacar, esperó, alejándose paso a paso a medida que Jean-Loup se acercaba. Entretanto, Jean-Loup continuaba hablando con Pierrot.

—Pierrot, ¿me oyes? Todavía estoy aquí, no tengas miedo. Un instante y ya llego.

Mientras tranquilizaba al muchacho, pareció desconcentrarse un segundo y bajó la guardia. En ese preciso momento Mosse lo atacó.

Por lo que sucedió a continuación, Frank supo que había sido una táctica de Jean-Loup para que Mosse pasara a la acción. Todo sucedió en pocos segundos. Mosse hizo una finta a la izquierda y enseguida intentó una serie de atemi que Jean-Loup detuvo con una facilidad humillante. Mosse retrocedió un paso. Frank estaba demasiado lejos para distinguir con claridad los detalles, pero tuvo la impresión de que en el rostro del capitán aparecía de pronto una expresión de gran sorpresa. Hizo un nuevo intento, con un par de golpes con las manos, y después, veloz como un rayo, tiró una patada. Frank pensó que era el mismo golpe que había usado con él, el día que habían peleado en el camino de la casa de Parker. Solo que Jean-Loup no cayó en la trampa como había caído él. En vez de detener el golpe y desviarlo, exponiéndose a la reacción del adversario, apenas vio venir la patada se hizo a un lado y dejó que el pie de Mosse golpeara el aire. Después apoyó la rodilla derecha en el suelo, se deslizó bajo la pierna levantada de Mosse y la bloqueó en esa posición con la mano izquierda, desequilibró el cuerpo del capitán hacia atrás, le asestó un terrible puñetazo en los testículos y lo derribó de costado.

Frank oyó con claridad el sordo gemido de dolor de Mosse al caer. Su cuerpo no había aún terminado de desplomarse entre las matas y Jean-Loup ya se había puesto de pie. En la mano derecha llevaba un cuchillo. Lo había extraído con un movimiento tan rápido que Frank no alcanzó a verlo; tuvo la sensación de que lo tenía en la mano desde el inicio del combate y que ahora simplemente se había vuelto visible.

Jean-Loup se agachó y desapareció en el matorral donde había caído el cuerpo de Mosse.

Cuando se incorporó, el animal feroz que llevaba dentro había desaparecido, y la hoja del cuchillo estaba cubierta de sangre.

Frank no pudo ver el resultado final de la lucha, porque mientras tanto, había llegado cerca del lugar donde se hallaba Pierrot colgado del árbol. Vio en el rostro del muchacho los signos del miedo, pero sobre todo la marca inquietante del agotamiento. Las manos que se aferraban a su providencial soporte estaban congestionadas por el esfuerzo. Se dio cuenta de que no lograría resistir mucho más. Frank le avisó de su presencia e intentó tranquilizarle hablándole con calma para infundirle una seguridad que él mismo no tenía.

—Estoy aquí, Pierrot. Ahora bajo a cogerte.

El muchacho estaba tan extenuado que no encontró fuerzas para responder. Frank miró alrededor. Se hallaba en el punto exacto donde se encontraba Jean-Loup cuando Mosse le había disparado la primera vez, después de quitarse el cinturón.

¿Por qué?

Por segunda vez se preguntó cuál sería la razón de aquel gesto, de qué manera se proponía usar el cinturón para socorrer a Pierrot. Levantó la cabeza y vio que a un par de metros por encima de la acacia a la que se aferraba Pierrot, había un tronco reseco, más o menos de las mismas dimensiones. Las hojas habían caído hacía tiempo y las ramas se tendían hacia el cielo como si por un capricho de la naturaleza las raíces hubieran crecido al revés. De pronto comprendió cuál era la intención de Jean-Loup. Actuó deprisa. Se quitó el móvil del bolsillo de la camisa y desenganchó del cinturón el sujetador de la funda de cuero. Los apoyó sobre la cornisa, cerca de la bolsa de tela abandonada por Jean-Loup.

Puso la pistola en la cintura del pantalón y se estremeció ligeramente al contacto del metal frío del arma contra la piel. Cogió el cinturón y probó el grosor de la correa y la robustez de la hebilla. Ambas parecían bastante resistentes para lo que se proponía hacer. Introdujo de nuevo el cinturón en la hebilla y lo ajustó en el último agujero, de modo que formara una especie de lazo flexible de piel, lo más largo posible.

Miró la pendiente, por debajo de él. Alcanzar el árbol muerto no resultaría fácil, pero sí posible. Se movió con cautela. Con los pies firmemente apoyados en el suelo y agarrándose de las matas —que rogó tuvieran raíces profundas en la tierra— llegó al tronco reseco. El contacto con la corteza rugosa de algún modo le recordó la imagen del cadáver que habían encontrado en el refugio. Un crujido amenazador proveniente del árbol sustituyó de golpe esa imagen por la visión de su cuerpo que caía rodando por el declive. Lo que valía para Pierrot se aplicaba también a él: si el tronco cedía o él perdía pie, no sobreviviría a la caída. Procuró no pensar en nada; solo esperaba que el árbol fuera lo bastante robusto para soportar el peso de los dos. Se estiró sobre el tronco y tendió un brazo hacia abajo, cogiendo el cinturón con la mano derecha y tratando de bajarlo lo más posible hacia el muchacho.

—¡Agárralo, Pierrot!

Vacilante, el muchacho alargó una mano hacia lo alto, pero volvió a bajarla precipitadamente para volver a crisparla alrededor del tronco de la acacia.

—No llego…

Frank se había dado cuenta de ello aun antes de que Pierrot se lo dijera; el largo de sus brazos sumado al del lazo de piel no bastaba para alcanzarlo. Había una sola cosa que podía hacer. Se sujetó al tronco con las piernas y quedó colgando en el vacío, como un trapecista; se dobló para poder apoyar los hombros contra la tierra y tener una mejor vista para dirigir desde lo alto los movimientos de Pierrot. Sosteniendo con las dos manos el lazo formado por el cinturón, esta vez logró hacerlo descender lo suficiente para que llegara a la altura del muchacho.

—A ver, inténtalo ahora. Suelta el árbol y agárrate al cinturón, primero una mano y después la otra.

Siguió con la mirada la maniobra titubeante, casi en cámara lenta, con que Pierrot llevó a cabo la operación. A pesar de la distancia oía el ruido de su respiración, llena de angustia y fatiga. El tronco del que colgaba Frank, sobrecargado con el nuevo peso, lanzó un crujido siniestro, mucho más inquietante que el primero. Frank sabía que Pierrot se sostenía solo gracias a sus brazos y sus piernas sujetas al tronco. Estaba seguro de que, en su lugar, Jean-Loup le habría subido sin gran esfuerzo, al menos hasta que hiciera pie o encontrara un asidero menos precario, como el árbol del que él pendía como un murciélago. Frank rogó con todas sus fuerzas poder hacer lo mismo.

Comenzó a tirar hacia arriba, mientras sentía que la violencia del esfuerzo se sumaba a la sensación casi dolorosa de la afluencia de sangre a la cabeza, provocada por su posición.

Vio que Pierrot subía centímetro a centímetro, tratando de ayudarse con la punta de los pies. Debido al cansancio, Frank notaba un terrible escozor en los músculos de los brazos, como si en el ligero tejido de la camisa se hubiera prendido fuego.

La pistola que llevaba en la cintura, atraída por la fuerza de gravedad, se salió y cayó. Rozó la cabeza de Pierrot y se perdió rebotando en la hondonada.

En ese momento partió del tronco un ruido que resonó como un disparo, semejante al crepitar de un leño en una chimenea.

Frank continuó tirando con todas sus fuerzas. A cada segundo el dolor en los brazos se hacía más insoportable, como si en sus venas la sangre se hubiera transformado en ácido sulfúrico puro. Tuvo la impresión de que su carne se deshacía y dejaba a la vista su esqueleto, y que luego sus huesos, ya sin la protección de los músculos, se despegaban de los hombros y se precipitaban hacia abajo, junto con el cuerpo de Pierrot.

A pesar de todo, Pierrot continuaba subiendo poco a poco. Frank seguía tirando desesperadamente hacia arriba, haciendo fuerza con las piernas, apretando los dientes, sorprendido por su resistencia. De pronto sentía el deseo de soltar, de abrir las manos para hacer cesar ese suplicio, ese fuego. Y al instante siguiente sentía que de algún lugar de su interior llegaba una fuerza renovada, como si hubiera una reserva de energía almacenada en alguna zona oscura de su cerebro, en un desván secreto que solo la rabia y la obstinación podían abrir.

Ahora Pierrot había llegado lo bastante alto para permitirle ayudarse con el cuerpo. Frank arqueó la parte superior del pecho, que estaba en contacto con la tierra, y logró engancharse el cinturón al cuello, con lo que parte del peso pasaba a los músculos de los hombros y la espalda. El alivio de los brazos fue inmediato. Después, aferrando el cinturón con una mano, tendió la otra hacia Pierrot. Con el poco aliento que todavía le quedaba, le indicó cómo se proponía proceder.

—Ahora haz lo mismo que has hecho antes. Suelta el cinturón, con calma, primero una mano y luego la otra. Agárrate a mis brazos y trepa. Yo te sostengo.

Frank no estaba seguro de que pudiera cumplir aquella promesa. Sin embargo, cuando Pierrot soltó su asidero y le liberó el cuello, experimentó una intensa sensación de alivio, como si alguien le hubiera echado agua fresca en la piel cubierta de sudor.

Notó el apretón frenético de las manos de Pierrot en los brazos. Poco a poco, centímetro a centímetro, aferrándose como podía a su cuerpo y a su ropa, el muchacho continuó su lento ascenso. A Frank le sorprendió que tuviera tanta fuerza. El instinto de conservación era un aliado extraordinario, una especie de doping natural. Rogó que esa fuerza no le fallara cuando se hallaba tan cerca de la salvación.

Apenas lo tuvo al alcance de la mano, Frank agarró a Pierrot por la cintura del pantalón y tiró hacia arriba, para ayudarle a alcanzar el tronco. Los ojos le ardían por el sudor. Los cerró y volvió a abrirlos, mientras notaba cómo se deslizaban lágrimas de esfuerzo en las cejas y en la frente. Ya no podía ver nada. Solamente sentía los frenéticos movimientos del cuerpo de Pierrot deslizándose contra el suyo, que ya era un solo, único, desesperado lamento de dolor.

—¿Estás bien?

Pierrot no respondió, pero de pronto Frank se sintió liberado del peso del muchacho. Agachó la cabeza casi hasta tocar la tierra húmeda y tibia. Sintió, más que vio, que el cinturón se deslizaba de su cuello y caía rodando a reunirse con la pistola. Después volvió la cabeza, para no aspirar tierra junto con el aire que sus pulmones reclamaban con desesperada urgencia. La presión de la sangre en las sienes se había vuelto insoportable. Entonces oyó una voz que llegaba de lo alto, a sus espaldas, una voz que parecía venir de una distancia inconmensurable, como una llamada lejana en las montañas.

En esa suerte de estupor en que el cansancio había envuelto su cuerpo y su mente, a Frank le pareció reconocer aquella voz.

—Bravo, Pierrot. Ahora ayúdate agarrándote de las matas y ven aquí, donde estoy yo. Con calma. Ya estás a salvo.

Frank sintió una ligera sacudida que se transmitía a todo su cuerpo suspendido, y un nuevo crepitar de la madera cuando el cuerpo de Pierrot abandonó el tronco. Pensó que quizá el árbol reseco sentía el mismo alivio que él un momento antes, como si no fuera materia inerte sino algo vivo.

Se dijo que aquello todavía no había terminado. Debía vencer esa especie de letargo mental y físico que se había apoderado de él ahora que había aflojado la tensión al saber que Pierrot se hallaba finalmente a salvo. Aunque no lograba encontrar dentro de sí el menor rastro de fuerza o voluntad, sabía que no era el momento de aflojar. Si tardaba en reaccionar, aquella ilusoria sensación de reposo lo entumecería por completo y ya no conseguiría enderezarse y volver a coger el tronco con las manos.

Pensó en Helena y en su muda espera en el aeropuerto. Volvió a ver la tristeza de sus ojos grises, esa tristeza que quería y quizá se proponía borrar. Vio la mano de su padre, Nathan Parker, suspendida encima de ella como una garra.

La furia y el odio acudieron en su ayuda. Apretó los dientes y reunió toda la energía que le quedaba, antes de que se dispersara en el aire como el humo blanco de una chimenea. Dándose impulso y ayudándose todo lo que pudo con los brazos se esforzó por subir. Los abdominales —la única parte del cuerpo a la que no le había exigido demasiado—, le recordaron al instante el malestar que pueden causar los músculos sometidos a un gran esfuerzo.

Veía que la madera seca del tronco se acercaba despacio, como un espejismo. Un enésimo crujido le recordó que, como todo espejismo, podía desaparecer de un momento a otro. Se obligó a seguir subiendo poco a poco, sin movimientos bruscos, para no abusar de la precariedad de su asidero.

Al fin su mano izquierda se agarró al tronco, seguida de inmediato por la derecha. De algún modo consiguió volver a sentarse.

El flujo violento de sangre, al recuperar su curso normal, le nubló la vista. Cerró los ojos mientras esperaba que pasara ese violento vértigo y que esas esponjas resecas en que se habían convertido sus pulmones fueran capaces de absorber todo el aire que aspiraba.

Se quedó así, en la oscuridad confortable de sus párpados cerrados, con los brazos aferrados al tronco, la mejilla en contacto con la áspera corteza, hasta que sintió que recuperaba al menos parte de sus fuerzas.

Cuando al fin abrió los ojos, a algunos metros por encima de él, allí donde la cornisa era más plana y ancha, estaba Pierrot. De pie, al lado de Jean-Loup, se abrazaba a su cintura, como si la sensación de su cuerpo bamboleándose en el vacío le hubiera provocado la necesidad de seguir aferrándose a algo o alguien para convencerse de que se encontraba en verdad a salvo.

Jean-Loup apoyaba la mano izquierda en su hombro. En la derecha empuñaba un cuchillo ensangrentado. Por un instante Frank temió que usara el cuerpo del muchacho como escudo, que lo amenazara con el cuchillo apuntado a la garganta y que lo utilizara de rehén. Pero enseguida descartó ese pensamiento. No; imposible, después de lo que había visto. Imposible, después de que Jean-Loup abandonara toda posibilidad de fuga justamente para correr a salvar a Pierrot. Se preguntó qué habría sido de Ryan Mosse. Y en el mismo instante en que se lo preguntó se dio cuenta de que en el fondo su suerte no le importaba en absoluto.

Captó un movimiento en lo alto y levantó instintivamente la cabeza. En el borde de la calle, apoyadas en la valla protectora, vio a unas cuantas personas de pie delante de unos coches detenidos. Quizá les habían llamado la atención los gritos o, simplemente, tal vez un grupo de turistas se había detenido por casualidad en aquel lugar para admirar el panorama y desde allí habían seguido la evolución del rescate. Jean-Loup volvió la cabeza y siguió su mirada. También él vio a la gente y los coches cuarenta metros más arriba. Sus hombros se encorvaron un poco, como si un peso invisible los hubiera cargado de pronto.

Frank se incorporó, apoyando las manos en el tronco, e hizo en sentido inverso el recorrido que le había llevado de la cornisa al tronco. Saludó a la madera sin vida con la gratitud debida a un amigo fiel que te ha ayudado a salir de un apuro en un momento difícil. Sintió bajo los dedos el contacto vivo de las ramas de las matas que utilizaba como asidero y apoyó al fin los pies en el suelo, en la salvación, en el mundo horizontal.

Inmóviles, Jean-Loup y Pierrot lo miraban avanzar. Cuando llegó, Frank vio fijamente clavado en los suyos el relámpago verde de los ojos de Jean-Loup. Estaba extenuado. Pensó que su debilidad le impediría sostener una lucha con aquel hombre, y menos aún después de lo que le había visto hacer poco antes, durante el combate con Mosse.

Quizá Jean-Loup adivinó sus pensamientos. Sonrió, y su sonrisa iluminó por un momento un rostro de repente muy cansado. Detrás de ese simple movimiento de los labios había cosas que Frank solo conseguía conjeturar: una vida escindida en un continuo paso de la luz a la oscuridad, del calor al frío, de la lucidez al delirio, en el perenne dilema de ser uno o ninguno.

La sonrisa de Jean-Loup se apagó. Su voz era la misma que hechizaba a sus oyentes por la radio. Irradiaba tranquilidad y bienestar.

—Tranquilo, agente Ottobre. No tengas miedo. Sé leer la palabra «fin» cuando la veo escrita.

Frank se agachó a recoger el móvil que aún estaba en el suelo. Mientras marcaba el número de Morelli pensó en lo absurdo de la situación. Estaba allí, desarmado, en poder de un hombre que habría podido desintegrarle aun combatiendo con una mano atada a la espalda, y sin embargo se le permitía seguir viviendo solo porque ese mismo hombre había decidido no matarlo.

La voz de Morelli salió bruscamente del aparato.

—Diga.

Frank le ofreció a cambio su voz exhausta y una buena noticia.

—Claude, soy Frank.

—¿Qué hay? ¿Qué te sucede?

Las pocas palabras que dijo le costaron un enorme esfuerzo.

—Ven enseguida con un coche a casa de Jean-Loup. Lo he atrapado.

No oyó la respuesta admirada del inspector. No vio que Pierrot inclinaba la cabeza y se apretaba todavía contra el cuerpo de su amigo, como reacción al significado de aquellas tres últimas palabras. Mientras bajaba el móvil, Frank solo miraba la mano de Jean-Loup, que se abría lentamente y dejaba caer en la tierra el cuchillo ensangrentado.