59

Frank y Morelli vieron salir la camilla por la puerta del garaje y siguieron con la mirada a los hombres que la introducían en la ambulancia. Sobre ella, cubierto por un paño oscuro, iba el cuerpo que habían encontrado en el refugio, el cadáver apergaminado de un hombre sin rostro que llevaba como una máscara el rostro de otro hombre, asesinado para darle un semblante.

Después de que Frank hubo salido, mudo y trastornado, todos los hombres, uno a uno, habían entrado en el bunker y habían regresado con la misma expresión de horror estampada en la cara. El cuerpo momificado, tendido en su ataúd de cristal, con la máscara encogida de la última víctima de Ninguno, era una visión capaz de desestabilizar incluso a la mente más firme. Una imagen que todos llevarían impresa en los ojos, de día y de noche, durante quién sabía cuánto tiempo.

A Frank todavía le costaba creer lo que había visto. No lograba quitarse de encima una sensación malsana, la necesidad de lavarse, de desinfectarse el cuerpo y la mente del mal en estado puro que flotaba en aquel lugar. Experimentaba una especie de malestar interior por el solo hecho de haber respirado aquel aire, como si estuviera impregnado de una locura virulenta y contagiosa, que tuviera el poder de infectar a cualquiera y volverle capaz de cometer las mismas atrocidades, con la misma morbosidad.

Había algo que no dejaba de preguntarse.

«¿Por qué?».

Esas palabras continuaban rebotando en su cabeza como si contuvieran el secreto del movimiento perpetuo, aunque se daba cuenta de que la respuesta no tenía importancia. Al menos todavía.

Cuando entró en el refugio, lo revisó de arriba abajo, avanzó en medio del humo, empuñando la pistola y con el corazón tan acelerado que casi le impedía oír la música fortísima. La apagó y quedó solo el soplo jadeante de su respiración que retumbaba dentro de la máscara antigás. Salvo la presencia inmóvil de aquel cuerpo dispuesto, en su monstruosa vanidad, en un ataúd transparente, solo encontró estancias vacías.

Se quedó contemplando el cadáver, hipnotizado, durante un largo minuto, recorriendo su penosa desnudez con la mirada, sin lograr apartar los ojos de semejante espectáculo de muerte sublimada por una horrible, genial y enferma fantasía. Miró largamente el rostro cubierto por esa especie de máscara mortuoria, que el tiempo y la naturaleza ya iban asemejando al resto del cuerpo. En el cuello del cadáver unas gotas de sangre coagulada sobresalían de los bordes irregulares, testimonio de la precariedad del antinatural intento de trasplante.

¿De modo que era ése el motivo de aquellos asesinatos? ¿Tanta gente asesinada, solo para dar a otro muerto una ilusión de vida? ¿Qué idolatría pagana y sanguinaria podía haber inspirado tamaña monstruosidad? ¿Cuál podía ser la explicación, suponiendo que existiera alguna, de ese rito fúnebre que había exigido el sacrificio de tantas personas inocentes?

Aquello era la verdadera locura —había pensado Frank—: La capacidad de nutrirse de sí misma para generar solo y siempre más locura.

Cuando al fin logró recobrarse y apartar los ojos de aquella visión de pesadilla, salió del refugio para permitir que los hombres que aguardaban fuera entraran a su vez.

El ruido de las puertas de la ambulancia al cerrarse devolvió a Frank al presente. De la parte posterior del vehículo apareció la figura de Roberts, que se le acercó. A su espalda había un coche patrulla que le esperaba con el motor en marcha y la puerta del acompañante abierta. Tenía la expresión de quien ha estado en un lugar que no habría querido conocer jamás. Como todo el resto.

—Bien, nosotros nos vamos —dijo con voz apenas audible.

Frank y Morelli le estrecharon la mano y, al saludarlo, no advirtieron que le hablaban con la misma voz. Al comisario le costaba mirarlos a los ojos. Aunque había vivido esa historia de manera mucho más superficial, aunque no había participado en ella desde el principio, como ellos, tenía en los ojos la misma desilusión cansada que los demás. Se alejó con su andar desmadejado, al que ahora se añadía la sensación de agotamiento que produce una caída súbita de la tensión nerviosa. Quizá tampoco él veía la hora de volver a la vida que conocía, a sus historias de miseria cotidiana o de cotidiana avidez, de hombres y mujeres que mataban por celos, por codicia, por azar. Locuras que duraban un instante, locuras que no estaba obligado a llevar pegadas a los recuerdos, como macabros trofeos, durante el resto de su vida. Quizá también él, como todos, alimentaba un solo deseo: alejarse de aquella casa lo más deprisa posible y tratar de olvidarla.

Se oyó el ruido sordo al cerrar la puerta, el ruido del motor y, enseguida, la parte de atrás del coche que desaparecía por la subida que llevaba del patio a la calle.

Gavin y sus hombres ya se habían ido hacía un rato. Lo mismo había hecho Gachot con su grupo. Habían bajado hacia la ciudad en sus furgones azules, cargados de hombres, armas, avanzados equipos y esa banal y corriente sensación de fracaso que une desde siempre a los ejércitos, grandes y pequeños, después de una derrota.

El propio Morelli había dado orden de volver a la central a la mayor parte de sus hombres. Algunos aún daban vueltas por allí controlando las últimas operaciones; luego, escoltarían la ambulancia hasta el depósito de cadáveres.

Ya se habían retirado las vallas de la calle, y la larga fila de coches que esperaba en ambos lados iba disolviéndose poco a poco, con la ayuda de algunos agentes que dirigían la circulación e impedían que los curiosos metieran la nariz. El embotellamiento que se había formado había impedido el paso a los fisgones profesionales, los periodistas; cuando llegaron al lugar ya todo había terminado y no había nada nuevo que contar; esta vez, los representantes de los medios únicamente pudieron compartir con la policía la decepción. Frank encargó a Morelli la tarea de hablar con ellos, misión de la que se libró deprisa y del mejor modo. Sin demasiado esfuerzo, por otra parte.

—Yo también regreso, Frank. ¿Tú qué harás?

Frank miró la hora. Pensó en Nathan Parker, que debía de estar furioso, esperando en el aeropuerto de Niza. Se había hecho la ilusión de llegar luciendo como un traje nuevo el alivio de haber archivado definitivamente aquella horrible historia. Deseaba que todo hubiera terminado, pero no había terminado nada.

—Ve tranquilo, Claude. Yo ya voy.

Se miraron y el inspector hizo una simple seña con la mano. Empleaban el menor número de palabras posible, porque a los dos parecían habérseles terminado. Morelli se alejó a pie por la rampa de salida, para alcanzar el coche que le esperaba en la calle. Frank le vio desaparecer más allá de la curva, oculto por un matorral de lentiscos.

La ambulancia dio marcha atrás y comenzó la maniobra para salir del patio. El hombre sentado en el asiento del acompañante le dirigió una mirada sin expresión a través del cristal de la ventanilla. No parecía en absoluto impresionado por lo que llevaban detrás. Ya fuera gente que había muerto hacía una hora, un año o un siglo, siempre transportaban cadáveres. Aquél era solo un viaje como tantos otros. En el salpicadero de la ambulancia se veía un periódico deportivo doblado. Mientras el furgón blanco se ponía en marcha, Frank vio fugazmente una mano que se alargaba para cogerlo.

Se quedó solo en el centro del patio, bajo el sol de aquella tarde de verano, sin llegar a sentir el calor. Flotaba en el aire la languidez melancólica de un circo desmontado, cuando la oscuridad y las luces en los ojos ya no impiden ver la realidad, cuando no queda en la pista más que el serrín salpicado de lentejuelas y excrementos de animales. Ni acróbatas ni mujeres ni trajes de colores. Ni música ni aplausos del público. Solo un payaso de pie bajo el sol.

Y no hay nada más triste que un payaso que no hace reír.

Aunque seguía pensando en Helena, no se decidía a marcharse de la casa. Presentía que había algo que habían pasado por alto. Un pequeño detalle, sin duda. Desde el principio de la investigación, todo había dependido de detalles. De pequeños detalles. El de la cubierta del disco en la cinta de vídeo, el reflejo del mensaje dejado por Stricker, una inscripción al revés que cobraba un significado enteramente distinto…

Frank se obligó a razonar fríamente.

Durante todo el tiempo en que le habían protegido, la mansión de Jean-Loup había estado vigilada día y noche por agentes de la policía. ¿Cómo había conseguido salir y burlar su vigilancia? Los asesinatos habían ocurrido siempre de noche, por lo que resultaba evidente que ningún policía, a menos que tuviera una razón de peso, iba a entrar en la propiedad mientras el locutor estuviera durmiendo. Y menos aún después del nerviosismo tras una llamada del asesino.

Por ese lado, Jean-Loup estaba seguro. Pero la garantía terminaba allí.

A la izquierda de la vivienda, del lado de la verja, había una especie de terraplén que descendía abruptamente, una bajada tan pronunciada que la hacía intransitable. Una vía demasiado peligrosa, considerando que el recorrido debía hacerse de noche y sin linterna.

Quizá salía por el jardín. En tal caso, para llegar a la calle debía bordear la piscina, bajar, superar el muro de separación y atravesar el jardín de la casa gemela, donde se alojaba Parker.

De ser así, tarde o temprano alguien le habría visto. Por una parte, los policías que vigilaban la propiedad, muy bien entrenados y en absoluto incompetentes, por mucho que los aburriera su monótona misión; por otra, Ryan Mosse y Nathan Parker, dos personas que sin duda dormían con un ojo abierto. Una vez habría podido salirle bien, pero a la larga tantos vaivenes nocturnos se habrían descubierto.

También esta teoría hacía agua, si no en todas partes, al menos en varias.

Todos habían dado por descontada la existencia de una segunda salida. Y la lógica indicaba que así debía ser. En caso de explosión, la casa podía derrumbarse y los escombros obstruirían todas las vías de salida a los ocupantes del refugio subterráneo, cuya existencia ignoraban casi todos. Sin embargo, tras el registro meticuloso del bunker, no habían encontrado el menor rastro de una segunda salida.

No obstante…

Frank consultó la hora una vez más. De pronto se le ocurrió, sin la menor sombra de buen humor, que si seguía así acabaría por gastar el cristal del reloj. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. En un lado notó las llaves del coche; en el otro, la consistencia dura del móvil. Pensó en Helena, sentada en un sillón del aeropuerto, con las piernas cruzadas, buscándolo con la mirada y esperando verlo entre la gente.

Tuvo ganas de olvidarse de Nathan Parker y llamarla al móvil, suponiendo que no estuviera apagado. Por un instante la tentación fue muy fuerte; después decidió que era mejor no hacerlo. No quería traicionar a Helena y alertar al general. Quería que siguiera allí, enfadado con el mundo entero pero sin sospechar, esperando, esperando hasta que él pudiera plantársele enfrente y, por fin, decirle…

Sacó las manos de los bolsillos, las cerró y volvió a abrirlas hasta sentir que la tensión cedía. Después, Frank Ottobre atravesó el patio y volvió al refugio.

Se detuvo en el umbral del bunker para observar aquel pequeño lugar escondido bajo tierra, el reino de Ninguno. En la penumbra resaltaban los puntos luminosos de los LED rojos y verdes y las pantallas de los aparatos electrónicos que habían quedado encendidos. De pronto recordó las historias que le contaba su padre en su infancia. Cuentos de hadas y gnomos en los que a veces había ogros que vivían en aterradores mundos subterráneos y raptaban a los niños de sus cunas para mantenerlos prisioneros para siempre en sus guaridas.

Solo que él ya no era un niño y aquello no era un cuento. Y si lo era, todavía no había llegado el final feliz.

Avanzó unos pasos y encendió la luz. Pese al limitado espacio, el bunker era bastante grande. La paranoia de aquella mujer, sus miedos en cuanto al futuro del mundo, debían de haberle costado al marido una considerable cifra, treinta años atrás. La estructura, de forma cuadrada, estaba subdividida en tres espacios.

A la derecha estaba la pequeña habitación que servía a un tiempo de baño y de despensa. Habían encontrado todo tipo de comida enlatada colocada en orden en los estantes de madera frente a los sanitarios, junto a reservas de agua suficientes para resistir durante mucho tiempo.

Al lado se hallaba la habitación en la que descansaba el cuerpo en su ataúd de cristal, junto a una cama muy espartana. Solo imaginar a Jean-Loup durmiendo al lado de ese cadáver, Frank experimentó una sensación de frío, como si un hálito maligno soplara de pronto en su espalda. Reprimió a duras penas el deseo de darse la vuelta y mirar hacia atrás.

Recorrió con la mirada, de izquierda a derecha, la habitación rectangular en que se encontraba, a la cual se abrían las puertas de la alcoba y la despensa-baño. Cerró y abrió varias veces los ojos a intervalos regulares, proyectando en su mente las imágenes de lo que veía, como si fueran diapositivas.

Clic.

Un detalle.

Clic.

Busca un detalle.

Clic.

¿Qué es lo que no funciona? En esta habitación hay algo extraño.

Clic.

Algo pequeño, una ligera incongruencia…

Clic.

Ya sabes lo que hay. Lo has visto todo, lo has registrado todo…

Clic, clic, clic…

La habitación aparecía y desaparecía como bajo el efecto de una luz estroboscopia. Continuó cerrando y abriendo los ojos, esperando, cada vez, que lo que buscaba se revelara casi por arte de magia. Se obligó a pensar de ese modo que tantas veces le había dado excelentes resultados.

La pared de la izquierda.

Los anaqueles llenos de aparatos electrónicos, que Jean-Loup había utilizado para filtrar su voz y transformarla en la de Ninguno.

Los dos altavoces Tannoy, colocados para producir un óptimo efecto estéreo.

Un moderno lector de CD y minidisc.

Un grabador de CD.

Un lector de cintas de audio y un lector DAT.

El plato para los viejos discos de 33 revoluciones.

Los discos, ordenados en la parte inferior del mueble que servía también de superficie de apoyo.

A la izquierda los elepés de vinilo, a la derecha los CD.

En el centro, el hueco que servía de escritorio.

En la superficie, un pequeño mezclador, un ordenador Macintosh G4 que controlaba los demás aparatos.

En el fondo, contra la pared, un artefacto negro que parecía otro pequeño lector de CD.

La pared de enfrente.

Un anaquel de metal, encastrado en la pared, vacío.

La pared de la derecha.

Las puertas de las otras habitaciones y en medio una mesa de madera y una pequeña lámpara halógena.

Frank se detuvo de golpe.

Otro pequeño lector de CD…

Fue hasta el fondo de la estancia y examinó con atención el aparato apoyado en la superficie de madera. No era un entendido en equipos de alta fidelidad, pero según sus conocimientos le pareció un modelo bastante común, de metal oscuro, con una pequeña pantalla en la parte de adelante; ni siquiera parecía demasiado reciente. Frank vio que de atrás salían unos cables que terminaban en un agujero en la base del anaquel.

En la superficie del aparato, apuntada en el metal con un rotulador blanco, había una serie de cifras. Alguien había intentado, con cierta torpeza, borrarlas, pero todavía eran legibles.

1-10

2-7

3-4

4-8

Se quedó perplejo. Parecía un sitio bastante insólito donde apuntar cifras…

Pulsó la tecla EJECT y el plato salió sin ruido, a la izquierda del display. En la superficie había un CD. No era un disco compacto original, sino una copia grabada con ordenador. En la superficie dorada había algo escrito en letras de imprenta con rotulador, rojo esta vez.

Robert Fulton - Stolen Music.

Otra vez ese maldito disco. Frank pensó que esa música le perseguía como un anatema. Reflexionó. Era natural que Jean-Loup hubiera hecho una copia digital del disco, para escucharlo sin correr el riesgo de estropear el original. Entonces, ¿por qué, el día que había asesinado a Alien Yoshida, había llevado consigo el elepé de vinilo? Quizá tenía un significado simbólico, desde luego, pero también podría haberlo hecho por otro motivo, cualquiera que fuera…

Frank volvió a mirar el modernísimo lector de CD instalado entre los demás aparatos y luego posó otra vez los ojos en ese otro, mucho más modesto, que tenía delante.

Y se hizo una pregunta.

¿Por qué razón alguien que posee un equipo de última generación y un lector de CD ultramoderno escucharía música en un aparatejo de cuatro duros?

Había mil respuestas para esa pregunta, todas razonables. Sin embargo, Frank sabía que ninguna era la correcta. Apoyó la mano en el metal negro del aparato y pasó los dedos sobre las cifras trazadas en blanco, como si esperara que adquirieran relieve.

Una hipótesis es un viaje que puede durar meses, años, a veces una vida entera. La intuición que la confirma recorre el cerebro a la velocidad del rayo, y el efecto es inmediato.

Antes, oscuridad. Un instante después, la luz.

De golpe Frank comprendió para qué servía ese segundo lector de CD y qué eran esos números que el ocupante del refugio había tratado de borrar a toda prisa.

Aquellos signos blancos eran las cifras de una combinación.

Pulsó un botón, y el plato y el disco entraron en el reproductor de CD. Luego pulsó el botón de START, marcado con una flecha. En la pantalla apareció una serie de números que indicaban qué pista se estaba reproduciendo y cuánto tiempo había transcurrido desde el inicio.

Miró cómo corrían lentamente los segundos en ese pequeño rectángulo luminoso. Cuando marcó 10, pulsó el botón que hacía pasar el disco a la pista siguiente. Esperó hasta que apareció el número 7 y pasó a la tercera pista. Cuando el cuadro luminoso marcó 4, pasó a la cuarta. Cuando leyó el número 8 en la pantalla, pulsó el botón de STOP.

Clic.

El chasquido fue tan leve que si Frank no hubiera contenido el aliento no lo habría oído. Giró hacia su derecha, de donde había provenido el ruido, y vio que el anaquel de metal había avanzado unos centímetros; encajaba con tanta perfección que cuando estaba cerrado parecía formar una sola unidad con la pared.

Introdujo los dedos en la grieta que corría a lo largo del fondo y tiró hacia sí. El anaquel se deslizó cerca de un metro sobre unos goznes ubicados a los lados y permitió ver una puerta metálica de forma circular. Tenía un mecanismo de abertura de rueda muy semejante al de la puerta de plomo que daba acceso al refugio.

Durante el registro del bunker, en ningún momento se habían preguntado por qué los anaqueles de la estantería estaban vacíos. Ahora que había una explicación, Frank pudo resolver un problema que nadie había tenido la perspicacia de plantear.

En realidad el mueble ocultaba la segunda salida.

Frank manipuló la cerradura de rueda en el sentido contrario a las agujas del reloj, hasta que oyó que la cerradura se desbloqueaba. Empujó y la puerta se abrió sin dificultad, girando silenciosamente sobre los goznes. Pensó que Jean-Loup Verdier debía de haber dedicado mucho tiempo y muchos conocimientos técnicos al mantenimiento de ese lugar.

Detrás encontró la boca de una suerte de camino subterráneo, de alrededor de un metro y medio de diámetro, un agujero negro que partía del refugio para terminar quién sabía dónde.

Frank guardó el móvil en el bolsillo de la camisa, se quitó la chaqueta y extrajo la Glock de la funda sujeta a la cintura del pantalón. Se echó al suelo y se vio obligado a hacer unos movimientos de contorsionista para pasar entre los soportes del anaquel. Franqueó la puerta de cierre hermético. Permaneció un instante mirando el acceso al túnel y la oscuridad que reinaba en él. La ligera claridad que llegaba del refugio, obstruida en parte por el anaquel y su propio cuerpo, no permitía ver más allá de un metro. Podía ser peligroso, muy peligroso, adentrarse a ciegas en aquel camino subterráneo.

Sin embargo, cuando pensó quién había huido por allí y todos los crímenes que había cometido, penetró con decisión en el túnel. A esas alturas, no habría renunciado a hacerlo ni aunque corriera el riesgo de encontrarse, del otro lado, frente a un pelotón de ejecución.