—¡Listo!
Gachot, el artificiero, un sujeto alto y macizo con el bigote y el pelo tan oscuros que parecían teñidos, se levantó del suelo con una agilidad sorprendente para un hombre de su complexión. Frank decidió que lo que tensaba su uniforme era una sólida masa de músculos, no el fruto de una propensión a meter las piernas bajo una mesa y dar trabajo a las mandíbulas a guisa de único ejercicio físico.
Se alejó de la puerta metálica. Había aplicado a la cerradura, con cinta adhesiva plateada, una cajita del tamaño de un inalámbrico, con una pequeña antena y dos cables, uno amarillo y uno blanco, que salían del aparato y terminaban en un agujero practicado en la puerta, por debajo de la rueda de apertura.
Frank miró el detonador, asombroso en su simplicidad. Le hizo pensar en las estupideces que se veían en las películas, donde el aparato destinado a hacer estallar la bomba atómica que habría destruido la ciudad y matado a millones de habitantes tenía siempre una pantalla roja en la que corrían, implacables, los segundos, marcando hacia atrás el tiempo que faltaba para el golpe final. Por supuesto, el protagonista siempre conseguía desactivar el mecanismo cuando en la pantalla faltaba un solo y fatal segundo, tras largos instantes en los cuales, junto con los espectadores, se debatía entre cortar el cable rojo o el cable verde. Esas escenas siempre le habían hecho gracia. El cable rojo o el cable verde. La vida de millones de personas dependía de que el héroe de la historia fuera daltónico o no…
En la realidad todo era distinto. No había ninguna necesidad de observar la cuenta atrás de un detonador conectado a un temporizador, por el simple hecho de que en general nadie se dedicaba a mirarlo cuando había una bomba a punto de explotar. Y si alguien se veía obligado a hacerlo, no le importaba un bledo que el temporizador fuera preciso o no.
Gachot se acercó a Gavin.
—Yo estoy listo. Será mejor evacuar a los hombres.
—¿Distancia de seguridad?
—No debería haber problemas. He usado solo un poco de C4, que es un explosivo muy manejable. Si no he calculado mal, para el resultado que debemos obtener alcanza y sobra. La explosión será moderada. El único riesgo es la puerta, que está revestida con plomo. Tal vez salten algunas esquirlas, si por casualidad he errado en los cálculos y he usado demasiado. Aconsejo que vayan todos al garaje.
Frank admiró el exceso de prudencia del artificiero —entrenado tanto para desactivar bombas como para construirlas—, así como su modestia natural, propia del que sabe hacer bien su trabajo, teniendo en cuenta además que Gavin había dicho que no sabía gran cosa.
—¿Y la habitación de la planta superior?
Gachot meneó la cabeza.
—Nada que temer, si los hombres están lejos de la escalera del lavadero. El desplazamiento de aire, repito, será muy contenido, pero se encaminará por allí y a través de los tragaluces.
Gavin se volvió hacia sus hombres.
—Muchachos, ya habéis oído. Están a punto de empezar los fuegos artificiales. Esperaremos fuera, pero inmediatamente después de la explosión entraremos corriendo por el pasillo y la planta baja para tener bajo control la puerta del refugio. No sabemos qué sucederá. Seguramente nuestro hombre estará un poco aturdido por la explosión, pero podrá elegir entre dos opciones.
El inspector expuso todas las posibilidades a las que podían enfrentarse, contándolas con los dedos de una mano:
—Una: va armado y con intención de vender caro su pellejo. No quiero víctimas ni heridos entre nosotros. Por lo tanto, en cuanto le veamos con un arma en la mano, aunque sea un cortaplumas, le disparamos sin piedad…
Miró a los hombres uno por uno, para asegurarse de que habían asimilado sus órdenes.
—Dos: no sale. Entonces le obligamos a hacerlo con gases lacrimógenos. En caso de que decida salir con intenciones belicosas, actuamos como en el primer caso. ¿Está claro?
Los hombres hicieron un gesto afirmativo con la cabeza.
—Bien, entonces nos dividimos en dos grupos. La mitad de vosotros vais con Toureu a la planta de arriba. Los otros venís conmigo al garaje.
Se alejaron con el paso silencioso que ya formaba parte de su modo de vivir. Frank estaba admirado por el grado de eficiencia demostrado por Gavin y sus hombres. Y en particular por el teniente, que, ahora que se hallaba en su elemento, se movía con desenvoltura y decisión. Frank se los imaginó sentados en los bancos del furgón, transportados de un lado para otro, con la culata del M-16 apoyada en el suelo, hablando de esto y aquello, a la espera.
Ahora la espera había terminado, y al entrar en acción cada uno de ellos podría dar sentido a sus largas horas de entrenamiento.
Cuando todos los hombres hubieron salido, Gavin se dirigió al inspector Morelli y al comisario Roberts.
—Es mejor que coloquéis a vuestros hombres fuera, donde no hay peligro. En caso de movimiento, no querría que aquí abajo hubiera mucha gente y termináramos entorpeciéndonos los unos a los otros. Lo único que faltaría es que uno de los vuestros terminara con una bala en la frente disparada por uno de los míos, o viceversa. ¡Después quién los aguanta, a los escritoristas!…
—De acuerdo.
Los dos policías fueron a poner a sus agentes al tanto de la situación y darles instrucciones. Frank sonrió para sí. Dedujo que «escritoristas», un neologismo de su propia cosecha, sería el modo en que Gavin definía a los que trabajaban siempre sentados detrás de un escritorio, sin jamás correr un riesgo.
En el lavadero quedaron solo el teniente Gavin, Gachot y Frank.
El artificiero sostenía un mando a distancia, un aparato un poco más grande que una caja de cerillas, provisto de una antena igual que la del detonador que estaba colgado en la puerta.
—Solo estamos esperándole a usted. Cuando quiera —dijo Gavin.
Frank tardó unos instantes, reflexionando. Miró el pequeño mecanismo en la mano de Gachot, que parecía todavía más minúsculo en su manaza. Frank se preguntó cómo hacía, con esos dedos grandes, para manipular conexiones compuestas por partes minúsculas.
Recordó la llegada del brigadier Gachot, al límite del tiempo establecido por Gavin. Había llegado en un furgón azul del mismo modelo que el otro, con dos hombres además del conductor. En cuanto lo pusieron al corriente de los hechos y oyó las palabras «refugio antiatómico», su mirada se oscureció aún más. Los hombres descargaron el material y bajaron al lavadero. Frank sabía muy bien que en una de las maletas rígidas, negra con bordes de aluminio, llevaba el plástico explosivo. Aunque sabía que sin un fulminante apropiado era un explosivo inocuo, no lograba sentirse del todo tranquilo. Probablemente en esa maleta había cantidad suficiente para reducir la casa y a todos ellos a pedazos no más grandes que un sello de correos.
Cuando llegó al lavadero, el artificiero estudió en silencio el lugar. Pasó las manos por la superficie de la puerta, como si el contacto pudiera comunicarle algo que el metal no quería decirle.
Después sacó de la otra maleta algo que a Frank le resultó más bien ridículo, al tiempo que anacrónico: una especie de estetoscopio, con el que auscultó los engranajes del mecanismo, girando la manija de un lado al otro, para controlar el sentido de rotación.
Frank estaba de pie en medio de los demás, ansioso. Le daba la impresión de que parecían los parientes de un enfermo, a la espera de que el médico les comunicara la gravedad de la dolencia del paciente.
Luego Gachot se volvió y dio una nueva dimensión a las previsiones pesimistas del inspector Gavin:
—Quizá se pueda hacer.
Frank pensó que el suspiro de alivio general levantaría al menos cinco centímetros el suelo de la habitación de arriba.
—La puerta está blindada en función de las radiaciones y la seguridad estructural, pero no es una caja fuerte. No se ha construido para custodiar objetos de valor, sino solo para salvaguardar la integridad física de los ocupantes. Por eso el mecanismo de cierre es bastante simple, además de ser un modelo viejo. El único riesgo que corremos es que la cerradura, en vez de abrirse, se bloquee del todo.
—¿En ese caso? —preguntó Gavin.
—En ese caso estamos jodidos. Habría que abrirla con una bomba atómica, y en este momento no llevo ninguna encima.
Con esa salida, pronunciada como una sentencia, Gachot enfrió el entusiasmo general. Se apartó para controlar las maletas con el equipo que sus hombres habían arrastrado hasta cerca de la puerta. Sacó un taladro que parecía salido de la bolsa de los instrumentos del Enterprise, la astronave de Star Trek. Uno de sus hombres le atornilló una mecha de un metal de nombre impronunciable pero que, según Gachot, podía perforar el blindaje de Fort Knox.
Y, en efecto, la mecha penetró en la puerta con relativa facilidad, al menos hasta cierta profundidad; saltaron virutas de metal que cayeron al suelo delante del hombre que manejaba la herramienta, que por fin se había levantado la máscara de protección para dejar el lugar a Gachot. El brigadier introdujo en el agujero un cable de fibra óptica, conectado en un extremo a una microcámara y en el otro a un visor semejante a una máscara submarina, que se había puesto para controlar desde dentro el mecanismo de la cerradura.
Al fin abrió el maletín.
Aparecieron ante sus ojos unos panes de plástico envueltos en papel de plata. Gachot abrió uno y cortó con un cutter un pedazo de explosivo, que tenía la apariencia de una plastilina grisácea. El artificiero lo manipulaba con extrema desenvoltura, pero, a juzgar por las caras de todos los presentes, Frank sospechó que el pensamiento general no era muy distinto de sus reflexiones de unos momentos atrás, durante el transporte de las maletas.
Ayudándose con una baqueta de madera, Gachot introdujo una pequeña cantidad de C4 en el agujero perforado en la puerta, y a continuación conectó los cables del detonador colgado al lado de la manija de rueda.
Ahora estaban listos. Pero todavía Frank no lograba decidirse a dar la orden.
Temía que algo saliera mal y que del otro lado, por algún motivo que no sabía explicarse, encontraran solo el cadáver del asesino. También sería una solución, pero Frank deseaba atrapar vivo a Ninguno, aunque solo fuera para guardar en la retina, para el resto de su vida, la imagen de ese loco psicópata esposado y arrastrado tras las rejas. No era eso lo que habría deseado hacer, sino lo que debía hacerse.
—Un instante —dijo.
Se acercó a la puerta, casi hasta apoyar una mejilla en la superficie de plomo. Se proponía volver a hablar con el hombre que estaba dentro —si podía oírle— y renovar la invitación a salir desarmado y con las manos en alto, para no obligarlos a usar el explosivo. Ya lo había hecho antes de la llegada del equipo del artificiero, sin obtener resultado alguno.
Golpeó con fuerza sobre el metal, esperando que el oscuro retumbo que había provocado se oyera también en el interior.
—Jean-Loup, ¿me oyes? Haremos saltar la puerta. No nos obligues a hacerlo. Podría ser peligroso para ti. Te conviene salir. Te prometo que no se te hará ningún daño. Tienes un minuto para decidir; después volaremos la puerta con el explosivo.
Frank se alejó, flexionó el brazo derecho y puso el cronómetro de su reloj a cero.
La aguja comenzó a girar, señalando los segundos uno después del otro, como amargos recuerdos.
… 8, 9, 10
Arijane Parker y Jochen Welder, sus cuerpos desfigurados en la embarcación encajada entre las otras, en el puerto…
20 Alien Yoshida, su rostro sangrante con su sonrisa de calavera, los ojos desmesuradamente abiertos contra la ventanilla del Bentley, en su último viaje…
… 30
Gregor Yatzimin, su donaire recompuesto en el lecho, la flor roja en su camisa blanca, en contraste con la horrorosa mutilación del rostro…
… 40
Roby Stricker, tendido en el suelo, el dedo contraído en el desesperado intento de dejar un mensaje antes de morir, con la angustia del que lo sabe todo y comprende que nunca más podrá decir nada…
… 50
Nicolas Hulot, boca arriba en su coche, con el rostro ensangrentado y aplastado contra el volante, muerto por haber sido el primero en conocer un nombre…
… 60
Los cuerpos de los tres agentes asesinados en la casa…
—¡Basta!
Frank detuvo las manecillas. Esos sesenta segundos bloqueados en su reloj, la última oportunidad que había dado a un asesino, le parecieron el minuto de silencio que la misericordia debía a sus víctimas. Su voz fue tan cortante como la mecha del taladro con que habían agujereado el metal.
—Abramos esta maldita puerta.
Los tres hombres atravesaron el lavadero, llegaron al pasillo y enseguida doblaron a la izquierda para reunirse con los demás, que esperaban en el garaje. Los hombres estaban arrodillados en el suelo, pegados a la pared de la derecha, la más alejada del punto en que tendría lugar la explosión. Morelli y Roberts aguardaban en el patio. Frank les hizo un gesto y los dos se apartaron de la puerta del garaje para ir a ponerse a cubierto.
Gavin se colocó delante de la boca el brazo del micrófono con auricular que lo conectaba por radio con sus hombres.
—Muchachos, preparaos.
Llegaron junto a los otros contra la pared, que se apretaron para hacerles lugar. Luego Gavin hizo un gesto con la cabeza a Gachot, que, sin demostrar emoción alguna, levantó un poco la mano en que sostenía el mando a distancia y pulsó el botón.
La explosión, perfectamente calculada, fue muy contenida. En realidad, fue más una vibración que un estallido. El desplazamiento de aire quedó circunscrito al lavadero. Cuando aún no se había apagado el eco, los soldados ya habían saltado hacia la puerta, seguidos por Frank y Gavin.
Cuando llegaron al lavadero encontraron a los hombres, los que estaban en el garaje y los que habían bajado a la carrera desde la planta superior, en formación delante de la pared de metal, con los fusiles apuntando hacia ella.
En el lugar no había daños evidentes. Solo el mueble de madera que disimulaba el acceso al refugio se había salido de uno de los quicios superiores y ahora colgaba de lado. El poco humo producido por la explosión salía por los tragaluces abiertos de par en par debido a la onda expansiva.
La puerta del bunker estaba entornada. La explosión había abierto la hoja apenas unos centímetros, como si alguien, al salir, no la hubiera cerrado por completo. Por la abertura llegaba una música furiosa a un volumen infernal.
Esperaron unos segundos, pero no ocurrió nada. En el aire pendía el olor acre del explosivo. Gavin dio una orden a sus hombres:
—¡Lacrimógenos!
Casi al mismo tiempo, de las pequeñas mochilas que cargaban a los hombros extrajeron unas máscaras antigás. Se quitaron los cascos de Kevlar, se las pusieron y volvieron a colocarse los cascos sobre las máscaras. Frank notó que le tocaban un hombro y vio a su lado a Gavin, que le ofrecía una.
—Es mejor que se la ponga, si quiere permanecer aquí. ¿Sabe cómo se usa? —le preguntó con una pizca de ironía.
Por toda respuesta Frank, en un instante, se puso la máscara correctamente.
—Muy bien —dijo, complacido, Gavin—. Veo que en el FBI al menos les enseñan algo…
Después de haberse colocado la suya, hizo un gesto a uno de los hombres. El soldado apoyó el fusil contra la pared y se arrastró contra la puerta hasta encontrarse al lado de la rueda, que todavía estaba adherida a la hoja a pesar del impacto de la explosión.
Cuando agarró la manija y tiró, la puerta se abrió con suavidad, sin el menor chirrido, como habían esperado instintivamente. Por la facilidad con que lo hizo, resultaba evidente que el mecanismo era fácil de accionar y se movía sobre quicios que estaban en perfectas condiciones. Abrieron la puerta solo lo necesario para permitir que otro soldado arrojara por la rendija una granada de gas lacrimógeno.
Al cabo de unos segundos salió una espiral de humo amarillento. Frank conocía ese gas. Afectaba los ojos y la garganta de manera insoportable. Si había alguien dentro del refugio, le sería imposible resistir.
Transcurrieron unos instantes eternos, pero de la puerta no salió nadie. Solo aquella música obsesiva a un volumen altísimo, y esas espirales de humo que ya adquirían un significado sarcástico.
A Frank aquello no le gustaba nada. No, pensó, no le gustaba en absoluto. Se volvió hacia Gavin y sus miradas se cruzaron a través de las gafas de la máscara. Por la expresión de sus ojos supo que pensaba igual que él. Los dos se daban cuenta de qué significaba.
Primero: en el refugio no había nadie.
Segundo: el asesino, al verse perdido, antes que caer vivo en sus manos se había quitado la vida.
Tercero: ese hijoputa también tenía una máscara antigás. La última hipótesis no era tan descabellada como parecía; aquel hombre los había acostumbrado a esperar cualquier cosa. Pero si en efecto contaba con esa protección y ellos intentaban entrar —teniendo en cuenta que por la puerta no podía pasar más de un hombre a la vez—, le bastaría esconderse para hacer nuevas víctimas antes de que ellos consiguieran abatirlo. Estaba armado y todos sabían de qué era capaz.
Gavin tomó una decisión.
—Arrojad una granada ofensiva. Después tendremos que correr el riesgo de entrar.
Frank entendía muy bien el punto de vista del teniente. Por una parte se sentía casi ridículo en una situación semejante, al mando de un grupo de hombres vestidos con equipo de asalto frente a una puerta que podía llevar a una habitación vacía. Por otro lado, no quería en absoluto que, en caso de que hubiera alguien, alguno de los suyos corriera un riesgo que podía provocar una situación peligrosa. Eran hombres a los que conocía, y no quería poner en peligro sus vidas.
Frank decidió resolverle cualquier duda. Apoyó su máscara en la del teniente para que pudiera oír mejor su voz.
—Después de la granada entraré yo.
—Negativo —respondió secamente Gavin.
—No hay motivo para hacer correr riesgos inútiles a sus hombres.
El silencio y la mirada de Gavin reflejaban a las claras lo que pensaba al respecto.
—Es una propuesta que no puedo aceptar.
El tono de Frank no admitía réplica.
—No pretendo hacerme el héroe, teniente. Pero esta historia se ha convertido en una cuestión personal entre ese hombre y yo. Le recuerdo que soy yo quien dirige las operaciones, y que usted está aquí solo como apoyo. No es una propuesta; es una orden precisa.
Después cambió el tono de voz, esperando que el otro entendiera su intención a pesar del precario modo en que podían comunicarse.
—Si este hombre hubiera matado, además de a todos los demás, también a uno de sus mejores amigos, se comportaría usted exactamente como yo.
Gavin inclinó la cabeza en señal de aceptación. Frank se acercó a la pared y sacó la Glock. Se detuvo al lado de la puerta. Hizo una señal con la mano para indicar que estaba listo.
—¡Granada! —ordenó el teniente.
El mismo hombre que había arrojado el gas lacrimógeno arrancó la lengüeta de una bomba de mano y la lanzó por la puerta entornada. La granada ofensiva era un arma ideal para ese tipo de intervención, ya que carecía de efecto destructivo pero aturdía por un momento a los ocupantes de una habitación, sin resultar letal.
Hubo un relámpago de luz fulgurante y una explosión, mucho más fuerte que la que había producido el plástico. La música ensordecedora que salía del refugio pareció encontrarse de golpe en su ambiente natural, al fragor de un concierto, entre humos de colores y resplandores deslumbrantes. Unos segundos después, el hombre situado a la derecha de Frank avanzó y empujó la puerta lo suficiente para permitirle entrar, aunque no tanto como para ver qué ocurría en el interior. Salió una nube de gas lacrimógeno mezclado con el humo de la segunda granada. Frank, pistola en mano, se precipitó al interior a la velocidad del rayo.
Los otros permanecieron fuera, a la espera.
Pasaron un par de minutos, que parecieron una eternidad. Después la música cesó de golpe y el silencio que le siguió fue aún más ensordecedor. Al fin vieron que la puerta se abría por completo y aparecía la figura de Frank en el umbral, envuelta en una última espiral de humo que aleteó alrededor de sus hombros, inquietante como un fantasma que le hubiera acompañado desde las profundidades de la ultratumba. Llevaba todavía la máscara antigás, por lo que no se le veía la cara. Los brazos le colgaban a los costados del cuerpo, sin energía. Aún empuñaba la pistola. Sin hablar, atravesó el lavadero con el paso de quien ha librado y perdido todas las batallas del mundo. Los hombres se hicieron a un lado para dejarlo pasar.
Frank se dirigió a la puerta y avanzó por el pasillo. Gavin le siguió y juntos alcanzaron el garaje, donde habían esperado la detonación del plástico. Allí estaban Morelli y Roberts; sus rostros estaban coloreados con el mismo tono de adrenalina que mostraban todos bajo las máscaras antigás.
Se encontraron a la luz del sol que entraba por la persiana metálica levantada y dibujaba un cuadrado luminoso en el suelo.
Gavin fue el primero en quitarse el casco y la máscara. Tenía el pelo empapado y la cara cubierta de sudor. Se limpió la frente con la manga del uniforme azul.
Frank permaneció de pie todavía un instante en el centro de la estancia, inmóvil entre la luz y la sombra, y luego también él se quitó la máscara; su semblante parecía mortalmente cansado.
Morelli se le acercó.
—Frank, ¿qué te ha sucedido allí dentro? Parece que hayas visto a todos los demonios del infierno.
Frank se volvió para mirarlo y le respondió con voz de viejo y ojos de quien no quiere ver nada más en la vida.
—Algo mucho peor, Claude, mucho peor. Todos los demonios del infierno, antes de entrar en ese lugar, se harían la señal de la cruz.