El hombre está seguro en su lugar secreto, en esa caja de metal y cemento que alguien, mucho tiempo atrás, ha excavado bajo tierra por temor a una posibilidad que nunca ha llegado a ocurrir.
Desde que descubrió su existencia, casi por casualidad, cuando entró por primera vez y vio qué era y para qué servía, ha mantenido su refugio en perfectas condiciones de funcionamiento. La despensa está llena de alimentos enlatados y cartones de agua mineral. Hay un sistema simple y eficaz de reciclaje de fluidos que le permite, en caso de necesidad, filtrar y beber su propia orina. Lo mismo en cuanto al aire, que se depura mediante un circuito cerrado de filtros y reactivos químicos que no necesitan una salida al exterior. Sus reservas de alimentos y agua le alcanzan para resistir y esperar durante más de un año.
Sale solo de vez en cuando, cuando ya ha oscurecido, con el único fin de respirar aire puro y sentir el perfume del verano, apenas contaminado por el olor de la noche, que desde siempre es su hábitat natural. En el jardín hay una gran mata de romero, cuyo penetrante aroma le recuerda, sin razón, el perfume de la lavanda. Son muy distintos el uno del otro; sin embargo, basta ese detalle para evocar sus recuerdos, como en una gramola en la que el disco se desliza silenciosamente en el plato, extraído entre todos los demás por el brazo mecánico del selector. Es el maridaje de la noche y el aroma; una imagen compuesta, más que de sonidos y colores, de una sensación olfativa. Se mueve en completa oscuridad por esta casa que conoce al dedillo, silencioso como solo él sabe serlo.
A veces sale al balcón y, apoyado en la pared, escondido en la sombra de la casa, levanta la cabeza para contemplar las estrellas. No busca leer el futuro; se contenta con admirar sus guiños luminosos en ese fragmento de presente. No se pregunta qué será de él, de ellos. No es inconsciencia ni indiferencia, solo lucidez.
No se condena por haber cometido un error. Desde el principio estaba seguro de que tarde o temprano cometería alguno. Es la ley del azar aplicada a la vida efímera de los seres humanos, y alguien, mucho tiempo atrás, le enseñó que los errores se pagan. No, no exactamente. Le obligó a aprender en su propia piel que los errores se pagan.
Y él… no, ellos pagaron sus equivocaciones. Cada vez de forma más cruel, el castigo se endurecía a medida que crecían y su margen de error se reducía, hasta alcanzar la absoluta intolerancia. Aquel hombre era inflexible, pero su vanidad le había llevado a olvidar que también él seguía siendo un hombre, no era más que un hombre. Y ese error le costó la vida.
Él ha sobrevivido, y aquel hombre no.
Después de sus breves salidas vuelve a su refugio bajo tierra y espera. El metal oscuro que reviste su guarida contribuye también a convertirlo en un ambiente nocturno, como si la oscuridad se filtrara a través de la puerta cada vez que la abre y se extendiera como pintura por las paredes. Es solo uno de los tantos escondites de que dispone la noche para sobrevivir a la llegada de la luz, pero él le atribuye un significado distinto, lo interpreta como una natural complicidad entre fugitivos.
En este aislamiento no siente el peso de la espera ni el de la soledad.
Tiene la música y la compañía de Paso. Con eso le basta.
«Sí, Vibo y Paso».
Ya ni recuerda el momento en que perdieron sus verdaderos nombres y extrajeron de su fantasía esos dos apodos carentes de significado. Quizá hubo una referencia precisa, quizá la única referencia precisa fue la pura casualidad. Un simple destello de fantasía infantil, que como tal no necesita motivos lógicos o razonables. Como la fe, se tiene o no se tiene, sencillamente.
Ahora, con los ojos cerrados, escucha por millonésima vez «Stairway to Heaven», de Led Zeppelin, en una rara versión en directo. Está sentado en el sillón con ruedas y se mece lentamente, siguiendo esa melodía que evoca de algún modo, escalón a escalón un lento y fatigoso ascenso hacia el cielo.
La escalera existe; el paraíso, tal vez no.
En la otra habitación, el cuerpo continúa, como siempre, tendido en su ataúd de cristal, como en animación suspendida, a la espera de un despertar al término de un viaje, que, jamás tendrá fin. Quizá escucha la música junto a él, quizá se le escapan algunas notas, arrobado de admiración por el nuevo rostro que lleva, el último que él le ha procurado para satisfacer su comprensible vanidad. Pronto esta imagen postiza se deteriorará, como todas las demás. Entonces habrá que volver a actuar, pero de momento hay tiempo, y la voz de Robert Plant sale de los altavoces con soñolienta prioridad.
La canción termina.
Se apoya en la superficie de madera y se estira para pulsar el botón de STOP. No desea seguir escuchando el disco. Por ahora esa única canción le basta. Quiere encender la radio, sintonizar durante un rato las voces provenientes del mundo exterior.
En el silencio un poco atónito que sigue siempre a la música, le parece oír una serie rítmica de golpes, como si alguien golpeara la superficie de la puerta provocando unos lejanos retumbos.
Se levanta del sillón y se acerca a la puerta. Apoya la oreja, y el frío del metal se transmite a la piel. La serie de golpes se repite. Poco después, a través del espesor de la hoja, una voz grita algo. Son palabras confusas que le llegan desde muy lejos, pero él sabe que van dirigidas a él. No las entiende, pero adivina el sentido. Seguro que la voz le invita a abrir la puerta de su refugio, salir y rendirse antes de que…
Aparta la oreja del metal con una sonrisa. Es demasiado listo para no darse cuenta de que las amenazas no son vanas. Sabe que no pueden hacer mucho para desalojarle, pero sabe igualmente que con toda seguridad lo harán, por poco que sea. Lo que ignoran es que jamás conseguirán capturarlo. Vivo, al menos.
Ninguna razón en el mundo podrá convencerle de darles esa satisfacción.
Se aleja de la puerta y entra en la habitación donde el cuerpo en el ataúd transparente parece haber añadido a su habitual inmovilidad una tensión vital. Hay un atisbo de ansiedad pintado en la piel sin expresión de la máscara que le cubre el rostro. El hombre piensa que, antes, esa emoción se leía en el rostro del dueño de esta piel. Ahora no es más que una ilusión. Toda emoción se ha desvanecido para siempre en el aire, junto con el último aliento.
Un largo silencio, pensativo. El hombre, a su vez, guarda silencio, esperando. Pasan algunos minutos. Los muertos tienen a su disposición la eternidad, y para ellos este lapso dura menos que nada. Para los vivos puede parecer tan largo como toda una vida.
La voz vuelve a elevarse en su cabeza, y plantea la pregunta que él temía oír.
«¿Qué será de mí, Vibo?».
El hombre ve nuevamente el cementerio de Cassis, el gran ciprés central, la hilera de tumbas de aquellas personas que nunca consiguieron ser su familia, sino solo su pesadilla. No hay fotos en esas tumbas, pero los rostros de las personas que yacen dentro son como cuadros apenas pintados en los muros de su memoria.
—Creo que volverás a casa. Y también yo…
«Ah…».
Una exclamación sofocada, un simple monosílabo que abarca todas las expectativas del mundo. Una llamada a la libertad, a la luz del sol, al movimiento de las olas del mar donde zambullirse como adultos y emerger como niños. Resbalan lágrimas de los ojos del hombre, y bajan por su cara hasta caer en la superficie de cristal en la que ahora se apoya. Pobres y brillantes lágrimas sin nobleza, del mismo color de esas olas.
El afecto que resplandece en sus ojos es total, ilimitado. Contempla por última vez el cuerpo de su hermano, que lleva el rostro de otro hombre, y lo ve como era, como habría debido ser: idéntico a él, un espejo donde ver reflejado su propio rostro.
Se aleja unos pasos del ataúd antes de encontrar fuerzas para darle la espalda. Vuelve a la otra habitación y permanece un instante de pie ante la larga hilera de aparatos de los que nace la música.
Hay una sola cosa que puede hacer a estas alturas. Es su única escapatoria y el único modo que le queda para asestar un nuevo fracaso a los perros que lo persiguen. Aguza el oído y le parece oír cómo sus patas arañan frenéticamente el otro lado de la puerta de metal.
Sí, hay una única cosa que hacer, y debe hacerla deprisa.
Extrae del lector de CD el disco de Zeppelin y lo sustituye por uno de rock heavy.
Lo elige al azar, sin siquiera mirar de qué grupo se trata. Lo pone en la bandeja y pulsa el botón de START. El plato vuelve silenciosamente a su lugar. Luego, con un gesto casi violento, sube el volumen al máximo.
Le parece ver con claridad, como en una película animada, cómo el impulso musical se genera en el lector láser, atraviesa el enchufe, recorre los cables de conexión, alcanza los altavoces Tannoy, de una potencia antinatural con respecto al pequeño espacio en que están ubicados, se remontan a los tweeters y los woofers y…
De golpe la pequeña habitación explota, como si a través de los altavoces el furor del ritmo y el metal de las guitarras trataran de contagiarse al metal de las paredes, para sacudirlas y hacerlas vibrar con un perverso efecto de resonancia.
En el estrépito de trueno que la música imita, el hombre ya no puede oír ninguna voz. Apoya las manos en la superficie de madera y escucha por un instante el latido de su corazón. Golpea con tanta fuerza que da la impresión de que va a estallar también, bajo la presión de todos los vatios de potencia de los Tannoy.
Hay una única cosa que hacer. Ahora.
El hombre abre un cajón que hay bajo la superficie de su derecha y sin mirar mete una mano. Cuando la saca, sus dedos sostienen una pistola.