57

Frank, sentado en el Mégane, en la explanada frente a la casa de Jean-Loup Verdier, esperaba. Como hacía bastante calor, había dejado el motor encendido para mantener en funcionamiento el aire acondicionado del coche. Mientras aguardaba a que llegaran Morelli y los hombres enviados por Roncaille, no podía dejar de mirar continuamente el reloj.

La imagen de Nathan Parker y su grupo disponiéndose a partir en el aeropuerto de Niza no abandonaba su cabeza, veía al general, impaciente, sentado en un sillón con Helena y Stuart, y a Ryan Mosse encargándose de los trámites del embarque. Luego, la figura maciza de Froben, o alguien en su nombre, que se acercaba a anunciar al viejo militar que había algunos obstáculos y que de momento debía postergar su viaje. No conseguía imaginar qué excusa habría inventado Froben para obtener ese resultado, pero sí imaginaba, y muy bien, la reacción del viejo. No habría querido encontrarse en el pellejo de su amigo comisario.

El absurdo de aquel pensamiento totalmente involuntario, fruto de una frase corriente, le hizo sonreír.

En realidad eso era exactamente lo que habría querido.

Le habría gustado estar en el aeropuerto de Niza en aquel momento, y hacer en persona lo que había pedido como favor a Froben. Habría deseado llevar aparte al general Nathan Parker y decirle al fin lo que quería decirle. Mejor dicho: lo que deseaba ardientemente decirle. Y sin necesidad de inventar nada; se limitaría solo a aclarar algunas cosas…

En cambio, se encontraba allí, viendo pasar el tiempo, mirando el reloj cada treinta segundos con la impresión de que hubieran transcurrido treinta minutos.

Se esforzó por apartar aquellos pensamientos de la cabeza. Acudió a su mente Roncaille. Ése era otro asunto. Era otro obstáculo. Con comprensibles dudas, el valiente director debía de haber movilizado a sus hombres. Frank le había hablado con tono categórico durante la llamada, pero había expresado una certeza que estaba muy lejos de poseer. No tenía el coraje de confesarse, ni siquiera a sí mismo, que, más que una especie de farol, la suya había sido una apuesta, y muy arriesgada, además. Cualquier apostador le habría dado treinta a uno sin pensarlo demasiado. En realidad, no tenía la absoluta seguridad de conocer el escondite de Ninguno; no era más que una razonable suposición. El porcentaje del noventa y nueve por ciento que había declarado al jefe de la policía era una considerable sobrevaloración. Si su hipótesis no era acertada, las consecuencias no serían demasiado terribles, aparte del enésimo fracaso. Nada cambiaría respecto de la posición en que se encontraban ahora. Ninguno seguiría oculto, nada más. Ocurriría, simplemente, que el poco prestigio de que aún gozaba Frank Ottobre se reduciría de forma considerable, y las consecuencias podían ser deplorables. Roncaille y Durand tendrían entonces en la mano un arma cargada por él mismo, para hacer ver al representante del gobierno estadounidense que el hombre del FBI no era digno de confianza ni de continuar al frente de la investigación, a pesar del indudable mérito de haber descubierto la identidad del asesino. Además, su declaración pública acerca de los méritos del comisario Nicolas Hulot podía tener un efecto bumerán. Le parecía oír la voz y el tono indiferente de Durand mientras le decía a Dwight Stone que, en el fondo, si Frank Ottobre había llegado a aquel resultado, no era del todo mérito suyo…

Por otro lado, si su suposición resultaba exacta, todo terminaría de forma gloriosa. Él correría al aeropuerto de Niza a poner en orden sus asuntos personales, rodeado de un halo de leyenda. No era que la gloria le interesara demasiado, pero todo lo que pudiera ayudarle a ajustar las cuentas con Nathan Parker era más que bienvenido.

Al fin vio surgir por la curva de más abajo el primer coche patrulla. Esta vez llegaron sin hacerse preceder por el sonido de las sirenas, como Frank había recomendado a Morelli en su conversación por el móvil. Observó que habían reforzado considerablemente la unidad de intervención especial; era mucho más numerosa que la primera vez que habían subido hasta allí a intentar capturar a Jean-Loup. Veía seis coches llenos de agentes, además del habitual furgón azul de cristales oscuros. Cuando se abrieron las puertas posteriores del furgón, bajaron dieciséis hombres, en vez de doce. Con seguridad otros agentes ya se habían colocado más abajo, a fin de impedir cualquier posible intento de fuga a través del jardín delantero de la casa.

Un coche se detuvo, bajaron dos policías y partió, para ir a establecer un puesto de control más arriba, en el tramo de calle que subía hacia la autopista. Ya habían realizado el mismo procedimiento más abajo.

Frank sonrió a pesar suyo. Roncaille no quería correr riesgos. La facilidad con que Jean-Loup se había desembarazado de aquellos tres policías le había abierto definitivamente los ojos, si aún había necesidad de ello, en cuanto a su peligrosidad.

Casi al mismo tiempo llegaron también un par de coches de la comisaría de Menton, con siete agentes armados hasta los dientes, a las órdenes del comisario Roberts. El motivo de su presencia era obvio: la omnipresente colaboración de la Sûreté Publique de Montecarlo con la policía francesa.

Frank bajó del coche. Mientras los hombres aguardaban órdenes, Roberts y Morelli se dirigieron a él.

—¿Qué sucede, Frank? Espero que me lo digas tarde o temprano. Roncaille nos ha ordenado que viniéramos al galope con el equipo de combate, pero no ha querido explicarnos nada. Parecía muy nervioso y…

Frank lo interrumpió con un gesto de la mano e indicó la verja y el techo de la casa, semiescondido entre la vegetación y los cipreses que despuntaban como dedos de la masa de matas. Evitó todo preámbulo.

—Está aquí, Claude. Si no me he equivocado, hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que Jean-Loup Verdier haya estado escondido en su casa desde el comienzo.

Frank se aseguró de dar al inspector y a los demás el mismo porcentaje de probabilidad del que había alardeado ante Roncaille. No creyó oportuno rectificar ahora.

Morelli se rascó el mentón con el índice de la mano izquierda, como hacía a menudo cuando estaba perplejo. Y en este caso lo estaba bastante.

—¿Y dónde, por Dios santo? ¡Hemos registrado de arriba abajo toda esta maldita casa! No hemos dejado ni un agujero sin mirar.

—Llama a los hombres y diles que se acerquen.

Si Morelli estaba desconcertado, nada dijo. Roberts, con su flema habitual, observaba la evolución de los hechos. Cuando todos los hombres se hubieron colocado en semicírculo frente a él, Frank habló destacando las palabras como si, a pesar de hablar un francés casi perfecto, sin acento, no se fiara del todo al exponer los hechos en un idioma que no era el suyo. Parecía el entrenador de un equipo de baloncesto dando instrucciones tácticas a sus jugadores durante el tiempo muerto.

—Escuchadme bien, muchachos. He hablado con el propietario de la casa de aquí abajo, la casa gemela de ésta. Las dos viviendas fueron construidas al mismo tiempo, a pocos metros la una de la otra, por dos hermanos, hacia mediados de los años sesenta. El que vivía aquí…

Indicó con un gesto el techo que se elevaba a su espalda.

—El que vivía aquí, en la casa que después pasó a ser de Jean-Loup Verdier, tenía una mujer un poco… digamos… impresionable. Una rompe pelotas, para ser explícito. Cuando ocurrió la crisis de Cuba, en 1963, muchos creyeron que existía un serio peligro de que estallara una guerra nuclear. Y la mujer se cagó de miedo. Por eso obligó al marido a construir debajo de la casa un refugio antiatómico. Justo aquí, debajo de nosotros, tal vez.

Frank indicó con un dedo el asfalto en el que apoyaban los pies. Morelli bajó instintivamente la cabeza para mirar el suelo. De repente alzó la mirada.

—¡Pero hasta hemos examinado los planos de las dos casas! Y no figura ningún refugio antiatómico.

—No sé qué decirte. Es muy probable que se construyera sin permiso municipal, y por eso no aparece en los planos catastrales. Recuerda que se estaban construyendo de forma simultánea no una sino dos casas. Con las excavadoras, los camiones y todo lo demás, es muy posible que nadie reparara en que se estaba montando un bunker bajo tierra.

Para confirmar las palabras de Frank, intervino Roberts:

—Si este refugio se ha construido y existe, sin duda habrá sido como dice Frank. En aquellos años se vivía un boom de la construcción en esta región, y los controles no se detenían en pequeñeces.

Frank continuó contando lo que sabía.

—Tavernier, el de la casa de abajo, me ha dicho que la entrada del bunker se encontraba en el subsuelo, detrás de una pared cubierta por una estantería.

Uno de los hombres de la unidad especial levantó una mano. Era uno de los que habían irrumpido en la casa tras el hallazgo de los cadáveres de los tres agentes y la habían registrado de arriba abajo.

—En el subsuelo hay una especie de lavadero, a la derecha del garaje. Una habitación iluminada por tragaluces dispuestos a la altura del patio. Me parece recordar que una pared estaba ocupada por una estantería.

—Muy bien —respondió Frank—. Ahora, el problema ya no reside tanto en encontrar el refugio, sino en abrirlo y obligar a salir al que está dentro. Ahora haré una pregunta ociosa: ¿hay entre nosotros alguien que sepa cómo funciona un refugio antiatómico? Es decir, ¿hay alguien que sepa algo más que lo que se ve en las películas?

Tras un instante de silencio general, el teniente Gavin, el comandante de la unidad especial, levantó una mano.

—Yo algo sé. Unas simples nociones…

—Ya es algo. En todo caso, mucho más de lo que sé yo. ¿Qué se puede hacer para sacar a ese hombre de allí, suponiendo que esté?

Mientras decía estas palabras, Frank vio con claridad en su mente dos dedos de una mano que se cruzaban en un gesto de conjuro.

Roberts encendió un cigarrillo. Quizá inspirado por el humo que exhaló, propuso una solución.

—Si está allá abajo, tendrá que respirar, ¿no? Por lo tanto, si encontramos el sistema de aireación podemos intentar sacarlo con gases lacrimógenos.

Gavin meneó la cabeza.

—No creo que sea viable. Podemos probar, pero si las cosas son como ha dicho Frank y nuestro hombre ha mantenido en buen funcionamiento las estructuras, será imposible. Y ni hablar si por casualidad las ha actualizado con los avances tecnológicos. Los refugios antiatómicos modernos están dotados de un sistema de depuración del aire mediante filtros sobre la base de carbonos activos, normales o impregnados, que funcionan como absorbentes. Los carbonos activos se usan como agentes filtrantes, no solo en las máscaras antigás sino también en los sistemas de ventilación de los lugares de alto riesgo, como las centrales nucleares. Hay filtros parecidos también en los tanques y en los aviones militares. Pueden contener ácido cianhídrico, cloropicrina, arsina y fosfina. Así que un simple gas lacrimógeno…

Frank miró con cierta consideración al teniente Gavin. Si aquello eran simples nociones, resultaba imposible imaginar cuánto sabría sobre los temas que realmente dominaba.

Abrió los brazos en gesto conciliador.

—Pues bien. Estamos aquí para resolver un problema. A veces las soluciones se encuentran a fuerza de decir tonterías. Ahora diré la mía. Teniente, ¿qué probabilidades tenemos de abrirlo con explosivos?

Gavin se encogió de hombros, con la expresión desolada del que solo puede dar malas noticias.

—Mmmm… podría ser. No soy experto en explosivos, pero, siguiendo la lógica, un refugio así se construye para poder resistir las consecuencias de una explosión atómica. Creo que haría falta una buena carga para abrirlo. Sin embargo, tengamos presente, y esto nos beneficia, que se trata de una construcción hecha hace más de treinta años, por lo que no tendrá el alto grado de eficacia de instalaciones mucho más recientes. Yo diría que, a falta de una alternativa mejor, éste me parece el camino más aceptable.

—Si optamos por los explosivos, ¿cuánto tiempo necesitaremos para poder hacerlo?

Esta vez la mueca del teniente fue positiva.

—No mucho. En el cuartel tenemos un artificiero, el brigadier Gachot. Si le pido que venga enseguida con su equipo, solo tardará el tiempo necesario para llegar hasta aquí con el C4 o algo semejante.

—Bien. Entonces procedamos —confirmó Frank.

Gavin se dirigió a uno de sus hombres:

—Llama al cuartel y comunícate con Gachot. Explícale la situación y dale las coordenadas del lugar. Lo quiero aquí dentro de quince minutos como máximo.

El policía se alejó a la carrera sin responder con el seco «sí, señor» que esperaba Frank después de haberle oído hablar en tan perfecto tono marcial.

Frank miró uno a uno a los hombres que se hallaban ante él.

—¿Otras ideas?

Esperó una seña que no llegó. Decidió resolver las dudas que quedaran.

—Pues bien, las cosas están de este modo: nuestro hombre, si se encuentra allí, no puede escapar. Hipótesis tenemos a montones. Antes que nada, hallemos ese maldito refugio, y después decidiremos qué camino seguir. Andando.

El paso de las conjeturas a la acción transportó a los hombres de la unidad de intervención a un terreno mucho más familiar. Quitaron los sellos a la verja y, en cuanto la abrieron, bajaron a la carrera por la rampa que conducía al patio y el garaje. En pocos instantes ocuparon la casa según un esquema que formaba parte de su entrenamiento.

Eran silenciosos, rápidos, peligrosos.

Apenas una semana atrás, Frank habría desdeñado la presencia de todos aquellos hombres; lo hubiera considerado un ridículo exceso de prudencia. Después de diez muertes, no tenía más remedio que pensar que tales precauciones no eran en absoluto exageradas en vista de la trascendencia de su tarea.

El policía que había mencionado el lavadero donde tal vez se hallara el acceso al bunker los precedió a través del patio. Levantó la persiana metálica y entraron en el garaje vacío. La luz invadió la habitación, de paredes blancas. A la derecha, colgada en un soporte fijado al muro, había una bicicleta de montaña, y en un rincón, un porta esquís hecho adrede para el modelo de coche de Jean-Loup. Al lado, un par de esquís y sus bastones, sujetos con una goma elástica. Nadie hizo comentarios sobre la inclinación al deporte del dueño de la casa. Sabían que en la planta de arriba había también una habitación equipada como un pequeño gimnasio. A la luz de los hechos, el hombre había demostrado ampliamente que todo el tiempo empleado en la práctica del ejercicio físico no había sido en vano.

Por la puerta del fondo del garaje accedieron a un pasillo que doblaba en ángulo recto hacia la derecha. Frente a ellos, la puerta abierta de un pequeño cuarto de baño. Se dispusieron en fila india. El agente de la fuerza especial iba delante con el M-16 apuntado al frente.

Frank, Gavin y el inspector Morelli empuñaban sus pistolas, apuntadas hacia arriba. Cerraba la fila Roberts, con ese andar suyo, como el de un gato que no quiere ensuciarse las patas; de momento no había sacado su arma, pero se había desabrochado la chaqueta para poder cogerla en caso de necesidad.

Llegaron a una habitación destinada a diversas funciones. Parecía el reino de la mujer de la limpieza: había una lavadora y una secadora y todo lo necesario para planchar. A la izquierda, del lado opuesto, un gran armario lacado de blanco ocupaba toda la pared. En el rincón junto a la puerta de entrada, una escalera llevaba a la planta superior. Otro de los hombres, que venía del piso superior, la estaba bajando justo en ese momento.

Junto a la pared opuesta a la puerta de acceso había un mueble de madera con anaqueles.

—Debe de ser ése —observó el agente en voz baja, señalándolo con el cañón del fusil.

Frank asintió en silencio y apartó la pistola. Se acercó al mueble. Comenzó a examinar con atención la parte derecha, mientras Morelli hacía lo mismo del otro lado.

Gavin y sus dos hombres permanecieron delante de ellos, armas en mano, como si de detrás de aquel mueble pudiera surgir un peligro de un momento a otro. Ahora también Roberts empuñó una gran Beretta, que en sus manos flacas parecía todavía más grande y amenazadora.

Frank asió un estante e intentó desplazar la estantería hacia él; luego probó a empujarlo a un lado. No sucedió nada. Deslizó las manos por la madera de la pared lateral y no encontró nada. Levantó la cabeza para mirar hacia lo alto de la estantería, que era unos treinta centímetros más alta que él. Miró alrededor, cogió una silla de metal con asiento de formica que estaba colgada en la pared de al lado y la arrastró cerca del mueble. Subió y pudo atisbar el estante superior. Enseguida observó que en la madera, de su lado, no había ni una pizca de polvo. A continuación vio, cerca del ángulo, en una ranura en la madera, una pequeña palanca metálica que parecía pasar por una bisagra. El mecanismo de deslizamiento estaba bien engrasado, sin huellas de óxido. Daba la impresión de hallarse en perfecto estado.

—¡Lo encontramos! —exclamó Frank.

Morelli se giró para mirarlo. Vio que durante unos instantes estudiaba con atención algo que él no veía sobre la superficie del mueble.

—Claude, ¿ves alguna bisagra de tu lado?

—No. Si las hay, las disimula el mueble.

Frank miró el suelo. En las baldosas del suelo no había señales de deslizamiento. Debía de abrirse de atrás hacia delante. Si el mueble se deslizaba en forma lateral, le haría caer de la silla. Pensó en Nicolas Hulot y en las otras víctimas de Ninguno, y decidió que era un riesgo insignificante en comparación con lo que les había sucedido a ellos. Se dirigió a los hombres que permanecían de pie delante del mueble con las pistolas apuntadas.

—Manténganse alerta. Voy a abrir.

Los hombres tomaron posición, las piernas abiertas y un poco flexionadas, la pistola empuñada a dos manos, apuntada hacia la estantería. Frank empujó la palanca hasta el fondo. Se oyó un chasquido seco y el mueble se abrió como una puerta hacia el exterior; se deslizó silenciosamente sobre los quicios bien engrasados.

Ante los ojos de todos apareció una pesada puerta enteramente de metal, encastrada en un muro de cemento que quedaba a la vista. Tampoco allí se veían bisagras. El cierre era tan perfecto que casi no se distinguía la separación entre la hoja y las jambas. A la derecha, había un mecanismo de abertura de rueda semejante al de las puertas de los submarinos.

Permanecieron todos en silencio, fascinados, contemplando aquella pared de metal oscuro. Cada uno, a su modo, parecía pensar quién, o qué, había del otro lado.

Frank bajó de la silla y se acercó a la puerta. Asió la rueda que servía de manija y empujó. Tal como esperaba, la puerta opuso resistencia. Probó a moverla en un sentido y en el otro, y por la facilidad con que se movía comprendió que estaba girando en falso.

—No funciona. Debe de estar bloqueada por dentro.

Mientras los otros bajaban las armas y se acercaban también a la puerta, Frank reflexionó sobre lo absurdo de la situación, mientras en su mente veía ahora no una sino dos manos con los dedos cruzados. Fijó los ojos en el metal, como si pudiera fundirlo con la mirada.

«Estás allí atrás, ¿verdad? Sé que estás ahí. Estás con la oreja pegada a esta puerta blindada, escuchando nuestras voces y los ruidos que hacemos. Quizá también te estés preguntando qué haremos para que salgas. Lo absurdo es que nosotros nos preguntamos exactamente lo mismo. Lo grotesco, en cambio, es que deberemos arriesgar el pellejo, y quizá alguien pierda incluso la vida, para conseguir sacarte de esta prisión y meterte en otra parecida, hasta que la muerte nos separe…».

De pronto Frank volvió a ver en su mente el semblante de Jean-Loup y la buena impresión que el joven le había causado desde el primer momento. Volvió a ver su expresión angustiada en la radio, le vio abatido sobre la mesa, cuando su cabeza se sacudía por los sollozos después de una de las llamadas. Volvió a oír el eco de su llanto y en su memoria le pareció la risa burlona de un espíritu malvado. Recordó el tono fraternal con que él le había hablado para convencerle de no interrumpir la emisión, sin saber que al mismo tiempo estaba incitándole a continuar su maldita cadena de asesinatos.

Le pareció sentir en la nariz, a través de la gruesa puerta cerrada, el perfume de su agua de colonia, que tanta veces había olido cuando se hallaba cerca de él, un perfume fresco, ligero, que sabía a limón y bergamota. Pensó que quizá, si también él apoyaba la oreja en el metal frío, la voz natural de Jean-Loup, cálida y profunda, atravesaría el espesor de la puerta para susurrar con otra voz esas palabras que hasta aquel momento habían sido para todos como una marca de fuego:

«Yo mato…».

Sintió que crecía en su interior una furia gigantesca, alimentada por una sensación de profunda frustración por todas las víctimas de aquel hombre, Jean-Loup, Ninguno o quien fuera. Una furia que le permitiría coger ese batiente de metal con las manos desnudas y abrirlo como si fuera de papel, para agarrar luego por el cuello al hombre que se ocultaba detrás y…

Unos ligeros ruidos lo devolvieron a la realidad de la que su odio lo había alejado. El teniente Gavin golpeaba con el puño la puerta en diversos puntos, escuchando la resonancia que su mano producía. Después se volvió hacia ellos, otra vez con cara de circunstancias.

—Señores, espero que, cuando llegue mi artificiero, pueda contradecirme. No quisiera ser pájaro de mal agüero, pero creo que lo mejor será procurarnos un medio de comunicarnos con el hombre que está dentro, si está ahí, y convencerlo de que ya lo hemos descubierto y no tiene escapatoria. Si no sale por su propia voluntad, lamento comunicarles que desalojarlo con explosivos será un asunto bastante complicado. Para abrir esta puerta se necesitaría una cantidad suficiente para hacer volar media montaña.