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Pierrot cogió el vaso de plástico lleno de Coca-Cola que le tendía Barbara y bebió como si le avergonzara que ella lo viera.

—¿Quieres más?

Pierrot sacudió la cabeza. Le entregó el vaso vacío y se volvió con la cara roja hacia la mesa donde se encontraba ordenando una pila de CD.

Barbara le agradaba y le intimidaba al mismo tiempo. Estaba un poco enamorado de ella, y lo manifestaba con miradas furtivas, bruscos silencios y fugas precipitadas cuando ella aparecía. Bastaba que la muchacha le dirigiera la palabra para que se ruborizara. Barbara lo había notado hacía tiempo. Era un amor —si así se lo podía definir— típicamente infantil, lo mismo que Pierrot; pero, como todos los sentimientos, debía ser respetado. Sabía cuánta capacidad de afecto había en aquel muchacho extraño que parecía siempre asustado del mundo: la clase de candor y sinceridad que solo se encuentra en el cariño de los niños y los perros. Quizá la comparación resultara un poco restrictiva, pero era la expresión de un afecto completo y sincero, un afecto que existe en tanto tal, sin esperar nada a cambio.

Una vez ella había encontrado una margarita en el mezclador. Cuando se dio cuenta de que era Pierrot el individuo misterioso que le había regalado aquella simple flor de campo, se sintió morir de ternura.

—¿Quieres otro bocadillo? —le preguntó, a espaldas de Pierrot.

De nuevo el muchacho sacudió la cabeza sin darse la vuelta. Era la hora del almuerzo y habían encargado al Stars’n Bars una bandeja de panecillos y bocadillos. Después de la historia de Jean-Loup, salvo las voces y la música que salían por los micrófonos, las oficinas de Radio Montecarlo parecían haberse vuelto el reino del silencio. Todos merodeaban como si fueran sombras. La sede de la emisora se hallaba bajo el constante asedio de los periodistas, como el fuerte Álamo del ejército mexicano. A todos los integrantes del equipo los habían seguido, perseguido, acosado. Todos se habían encontrado un micrófono bajo la nariz, una cámara apuntada a la cara, un cronista ante la puerta de su casa. Al fin y al cabo, lo sucedido justificaba ampliamente la tenacidad de los medios en lo que a ellos concernía.

Jean-Loup Verdier, la estrella de Radio Montecarlo, había resultado ser un psicópata asesino y todavía se hallaba en libertad. Su presencia flotaba como un espectro por el principado de Mónaco. Un día después del descubrimiento de la identidad del culpable de los homicidios en serie, gracias a la curiosidad morbosa de la gente y a la publicidad de los medios, la audiencia había aumentado casi al doble.

Robert Bikjalo, el Robert Bikjalo de otros tiempos, habría dado cualquier cosa por obtener esa cifra. Ahora hacía su trabajo como un autómata, fumaba a más no poder y se expresaba con monosílabos… al igual que los demás, por otra parte. Raquel atendía las llamadas con la voz mecánica de un contestador telefónico. Barbara no lograba contener el impulso irrefrenable de echarse a llorar.

Hasta el propio presidente llamaba solo en caso de extrema necesidad.

Al estado de ánimo general se añadió la noticia de la trágica muerte de Laurent, ocurrida hacía dos días, durante un intento de atraco. Aquello había dado el golpe de gracia definitivo y había ensombrecido aún más la atmósfera lúgubre; las presencias eran más espectrales que nunca.

Aun así, el más afectado en toda aquella historia era Pierrot.

Se había refugiado en un mutismo inquietante y respondía a las preguntas que le dirigían solo con movimientos afirmativos o negativos de la cabeza. Cuando estaba en la radio, era una presencia silenciosa que desarrollaba sus tareas como si no existiera. Permanecía durante horas encerrado en el archivo; más de una vez Barbara había bajado a ver si se encontraba bien. También la madre estaba desesperada. En casa, el muchacho pasaba todo el tiempo escuchando música en el equipo estéreo con los auriculares puestos, como si quisiera aislarse por completo del resto del mundo.

Ya no sonreía. Y no había vuelto a encender la radio.

La madre estaba desesperada por aquella involución del comportamiento de Pierrot. Acudir a Radio Montecarlo, sentirse parte de algo, ganar algún dinero (para enorgullecerle, la madre no cesaba de repetir cuan importante era su aportación a la economía doméstica), le había entreabierto una puerta al mundo.

Una puerta que había abierto por completo su amistad y su admiración por Jean-Loup. Ahora, poco a poco, volvía a cerrarla, y la madre temía que, una vez cerrada del todo, no permitiera entrar a nadie. Nunca más.

Era imposible saber qué le pasaba por la cabeza.

Sin embargo todos, del primero al último, se habrían quedado boquiabiertos de haber podido leer sus pensamientos. Todos creían que su tristeza y su mutismo se debían a haber descubierto que su amigo era en realidad un hombre malvado, como lo definía Pierrot, el asesino que llamaba a la radio y hablaba con la voz del diablo. Quizá el cándido muchachito reaccionaba así al darse cuenta de que había depositado su confianza en alguien que no la merecía.

En cambio, los últimos acontecimientos y las revelaciones de toda aquella gente acerca de Jean-Loup no habían menoscabado en absoluto la confianza y el afecto que sentía Pierrot por su ídolo.

Él le conocía bien, había estado en su casa, juntos habían comido crepés de Nutella, y Jean-Loup le había dado a probar una copa de vino italiano muy rico que se llamaba «il Moscato». Un vino dulce y fresco, que le había hecho girar un poco la cabeza. Habían escuchado música, y Jean-Loup le había prestado unos discos, de esos negros de plástico, tan preciosos, para que él pudiera escucharlos en su casa. Le había hecho copias de los CD que prefería, como el de Jefferson Airplane y el de Jeff Beck con la portada de la guitarra en el maletero del coche y los dos últimos de Nirvana.

Cuando habían estado juntos, él nunca había oído a Jean-Loup hablar con la voz de los diablos; al contrario… Con su hermosa voz, igual a la de la radio, le decía cosas para hacerlo reír, y a veces lo llevaba a Niza a comer helados grandes como montañas, o a ver tiendas de animales y mirar los cachorros a través de los escaparates.

Jean-Loup le había dicho que eran amigos del alma, y siempre le había demostrado que era cierto. Entonces, si Jean-Loup siempre le había dicho la verdad, significaba algo muy simple: los que mentían eran los demás. Todos le preguntaban qué le ocurría y trataban de hacerlo hablar. Él no quería decirle a nadie, ni siquiera a su madre, que la causa principal de su tristeza era que, desde que había pasado todo aquello, no había vuelto a verlo. Y que no sabía qué hacer para ayudarlo. Quizá en aquel momento estaba escondido en alguna parte y tenía hambre y no había nadie que le llevara algo de comer, ni siquiera un poco de pan con Nutella.

Sabía que los policías lo buscaban y que si lo cogían lo meterían en prisión. Pierrot no tenía una idea muy precisa de lo que era una prisión; solo sabía que allí ponían a la gente que había hecho cosas malas, y que no la dejaban salir. Y si no dejaban salir a la gente que estaba dentro, quería decir que tampoco dejaban entrar a los que estaban fuera y que él no vería nunca más a Jean-Loup.

Quizá la policía podía entrar a ver a los que estaban presos. Una vez también él había sido policía, un policía «en horario». Se lo había dicho el comisario, ése de cara simpática al que no había visto más y que alguien había dicho que estaba muerto. Pero, después de los líos que había provocado, quizá él ya no era más un policía «en horario», y quizá debía quedarse fuera de la prisión, como todos los demás, sin poder ir a ver a Jean-Loup.

Pierrot volvió la cabeza y vio que Barbara se alejaba rumbo a la sala de control. Miró su pelo rojo oscuro, que bailaba sobre el vestido negro al caminar. Él quería a Barbara. No como a Jean-Loup, sino de una manera distinta: cuando su amigo le hablaba o le ponía una mano en el hombro, él no sentía ese calor que le subía del estómago, como si hubiera bebido de un solo trago una taza de té caliente.

Con Barbara era otra cosa; no sabía qué, pero sabía que la quería. Un día le había dejado una flor en el mezclador para decírselo una margarita recogida de un tiesto de la calle; la había apoyado en la superficie del aparato cuando nadie lo veía. Durante un tiempo había esperado que Jean-Loup y ella se casaran, así, cuando él fuera a visitarle, podría ver a los dos.

Pierrot recogió la pila de CD y fue hasta la puerta. Raquel le abrió, como solía hacer cuando le veía con las manos ocupadas. Pierrot salió al rellano y llamó el ascensor pulsando el botón con la nariz. Nunca había permitido que nadie se enterara de cómo llamaba el ascensor; seguro que se reirían si le veían. Pero, ya que la nariz estaba allí, en medio de la cara, bien podía usarla cuando tenía ambas manos ocupadas.

Empujó la puerta corredera con el codo y del mismo modo volvió a cerrarla. Dentro no se podía usar la nariz, porque los botones eran distintos. Se vio obligado a realizar una auténtica acrobacia; sujetó los CD con el mentón para poder pulsar el botón de la planta baja con un dedo.

El ascensor se había puesto en movimiento de arriba hacia abajo. La mente de Pierrot ya lo había hecho hacía tiempo, a su manera un poco casual, con una lógica que de algún modo, a su modo, seguía un recorrido enteramente lineal.

Había tomado una decisión, según un razonamiento irrebatible.

¿Jean-Loup no podía ir a él? Entonces él iría a Jean-Loup.

Había estado muchas veces en su casa, y su amigo le había dicho que, en un lugar secreto que solo conocían ellos dos, tenía una llave de repuesto para entrar. Estaba pegada con silicona bajo el buzón, del lado interior de la verja. Pierrot no sabía qué era la silicona, pero sabía muy bien qué era un buzón. También él y su madre tenían uno, en la casa de Menton, y no era una casa bonita como la de Jean-Loup.

Cuando llegó al archivo, dejó la pila de discos sobre una mesa. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no los guardó de inmediato en su lugar.

Allí, en el salón, tenía su mochila Invicta, que le había regalado precisamente Jean-Loup. Dentro había puesto un poco de pan y un tarro de Nutella que aquella mañana había cogido de la cocina de su casa. No tenía vino «il Moscato», pero había cogido en cambio una lata de Coca-Cola y una de Schweppes; pensaba que quizá servirían igual. Si su amigo estaba escondido en alguna parte de la casa, cuando oyera que era él quien le llamaba sin duda saldría. Por otra parte, ¿quién más podía ser? Solo ellos dos sabían dónde estaba la llave secreta. Pasarían un rato juntos, comerían el chocolate, beberían la Coca-Cola y, si podía, esta vez él le diría a Jean-Loup cosas para hacerle reír, aunque no pudiera llevarle a Niza a ver los cachorros que jugaban tras los escaparates.

Si Jean-Loup no se hallaba allí, en su casa, tendría que cuidar sus discos, esos negros, de vinilo. Debía limpiarlos, impedir que las cubiertas cogieran humedad, ponerlos en fila de la manera correcta para evitar que se doblaran; de lo contrario, cuando él volviera, estarían todos estropeados. Debía ser él quien se ocupara de las cosas de su amigo; de lo contrario, ¿qué clase de amigo era?

Cuando el ascensor volvió a la planta baja, Pierrot sonreía.

Besson —un mecánico del representante de motores de barco que ocupaba la planta de abajo del edificio de la radio—, que estaba esperando, abrió la puerta. Se lo encontró de golpe ante él, de pie en el ascensor, con el pelo despeinado que sobresalía por encima de la pila de CD que llevaba en los brazos.

Al ver su sonrisa, sonrió también él.

—Hola, Pierrot, pareces la persona más atareada de todo Montecarlo. Si fuera tú, pediría un aumento de sueldo.

El muchacho no tenía la menor idea de cómo se hacía para pedir un aumento de sueldo. En todo caso, en aquel momento eso se encontraba a miles de kilómetros de sus intereses.

—Sí, mañana lo hago… —respondió, evasivo.

Besson, antes de subir al ascensor, le abrió la puerta de la izquierda, que llevaba al archivo.

—Cuidado con la escalera —dijo mientras le encendía la luz.

Pierrot hizo una de sus habituales señas con la cabeza y comenzó a bajar los escalones. Cuando llegó delante de la puerta del archivo, empujó con el pie la hoja que había dejado abierta. Dejó su carga sobre la mesa apoyada en la pared, frente a la fila de estantes llenos de discos y CD. Por primera vez desde que trabajaba en Radio Montecarlo, no puso inmediatamente en su lugar los CD que había traído.

Cogió su mochila y se la puso en los hombros, con el movimiento fácil que le había enseñado su amigo Jean-Loup. Apagó la luz y cerró la puerta con llave, como hacía todas las tardes antes de volver a su casa.

Solo que ahora no iba a su casa. Subió la escalera y se encontró en la entrada del edificio, el largo pasillo que terminaba en una puerta de cristal. Allí, del otro lado de la puerta, estaba el puerto, la ciudad, el mundo. Y, escondido en alguna parte, estaba su amigo, que lo necesitaba.

Por primera vez en su vida, Pierrot hizo algo que nunca había hecho.

Empujó las hojas de la puerta de cristal, dio un paso y salió a enfrentarse al mundo él solo.