Frank detuvo el Mégane delante de la verja pintada de verde, al fondo de la calle que llevaba a la casa de Helena. Bajó del coche y se sorprendió al encontrarla abierta. Solo pensar que en pocos segundos vería el rostro de la mujer amada hizo que le latiera más deprisa el corazón. Pero vería también al general Nathan Parker, y eso le hizo apretar los puños de rabia. Antes de entrar se impuso calma; la cólera era una pésima consejera, y en aquel momento lo último que necesitaba eran malos consejos.
Por su parte, se sentía en condiciones de darlos buenos. El encuentro de la mañana con Guillaume había sido extremadamente clarificador. Había ido a verlo la tarde anterior, para pedirle que hiciera un par de comprobaciones. Lo encontró en la pequeña dependencia donde trabajaba, muy atareado. El muchacho tenía las máquinas ocupadas en un trabajo que no podía dejar de inmediato. Aun así, el joven dedicó toda la tarde y parte de la noche a lo que necesitaba Frank. Tuvo que hacer mil malabarismos, pero consiguió caer de pie. Y también volver a poner en pie la figura tambaleante de Frank Ottobre, agente especial del FBI.
Cuando Guillaume le puso ante los ojos el resultado de sus búsquedas, Frank se quedó helado al constatar que sus hipótesis se habían revelado exactas. Parecían solo suposiciones delirantes arrojadas al aire, conjeturas sin sentido ni utilidad. Él mismo se había tratado de loco. Y sin embargo…
Sintió la necesidad de abrazar al muchacho. Pero enseguida se dijo que debía dejar de referirse a él con ese término, que consideraba solo su edad. Guillaume era un hombre. Un hombre con cojones. Lo supo definitivamente cuando se marchó de la casa de los Mercier y Guillaume le acompañó, callado, hasta la verja. Atravesaron el jardín uno junto al otro, sin hablar, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Frank ya había abierto la puerta y estaba a punto de subir al coche cuando su expresión le detuvo.
—¿Qué pasa, Guillaume?
—No lo sé, Frank. Es una sensación extraña. Es como si se me hubiera caído una venda de los ojos.
Frank sabía a qué se refería, pero de todos modos preguntó.
—¿A qué te refieres?
—Pues… a todo esto. Ha sido como descubrir de golpe que hay otro mundo, un mundo donde las cosas les suceden no solo a los demás sino también a nosotros. No matan a la gente solo en los informativos, sino también en la acera, mientras camina a tu lado…
Frank escuchó en silencio ese desahogo. Imaginaba adonde quería ir a parar Guillaume.
—Te preguntaré una cosa, Frank, y debes responder con sinceridad. No quiero saber los detalles, solo que me aclares una duda personal. Lo que he hecho por ti, la otra vez y hoy, ¿te servirá para capturar al asesino de Nicolas?
Guillaume tenía los ojos brillantes. Exteriormente, su actitud era despreocupada, pero era una persona con sentimientos. Quería a Nicolas Hulot como sin duda había querido a Stéphane.
Frank lo miró y le respondió con una sonrisa:
—Antes o después, cuando todo haya terminado, tú y yo tendremos una charla. No sé cuándo, amigo mío, pero entonces te explicaré con pelos y señales lo importante que has sido en esta historia, y en particular para mí.
Guillaume asintió y se apartó. Abrió la verja y mientras el Mégane se iba le saludó con un gesto indeciso de la mano.
«Eres grande, Guillaume».
Con este pensamiento, Frank pasó la verja y entró en el jardín de Helena. Le sorprendió lo que vio. Todas las ventanas del piso superior y todas las puertas correderas que daban al jardín estaban abiertas de par en par. Dentro, en la planta baja, una mujer con un delantal de tela azul enchufaba un aparato. Salió de su campo visual y poco después llegó a los oídos de Frank el ruido zumbante de una aspiradora. La vio asomarse al ventanal moviendo el electrodoméstico hacia delante y hacia atrás. En el piso superior, en la habitación donde dormía Helena, otra mujer con un delantal igual salió al balcón con un tapete en la mano, que colgó de la baranda de hierro y comenzó a golpear con un sacudidor de mimbre.
Frank se acercó. Lo que veía no le complacía en absoluto. Por la puerta principal, de nogal oscuro, salió un hombre de edad, vestido con un traje claro con cierta pretensión de elegancia; en la cabeza, un panamá que combinaba perfectamente con el estilo de la casa. Lo vio y fue hacia él. Cuando le observó las manos, Frank calculó que, pese a su aspecto juvenil, debía de andar más cerca de los setenta que de los sesenta años.
—Buenos días. ¿Qué desea usted?
—Buenos días. Me llamo Frank Ottobre y soy amigo de los Parker, que viven aquí…
El hombre sonrió, exhibiendo una hilera de dientes blancos que con seguridad le habían costado un ojo de la cara.
—Ah, también usted es estadounidense. Encantado de conocerlo.
Tendió una mano firme pero con la piel cubierta de manchas. A Frank se le ocurrió que, además de la edad, debía de sufrir del hígado.
—Me llamo Tavernier, André Tavernier. Soy el propietario de esta casita…
Con un gesto y una sonrisa cómplice indicó la casa.
—Lo lamento por usted, jovencito, pero sus amigos se han ido.
—¿Se han ido?
Tavernier parecía lamentar sinceramente tener que confirmarle una mala noticia.
—Así es. Se han ido. De este contrato de alquiler se ha encargado una agencia, cuando normalmente lo hago yo personalmente. Esta mañana he venido, con las mujeres de la limpieza, a conocer a mis inquilinos y los he encontrado en el patio con las maletas listas y esperando un taxi. El general… usted sabe a quién me refiero… me ha dicho que había surgido un imprevisto y que debían marcharse enseguida. Una lástima, la verdad, porque ya habían pagado el alquiler para un mes más. Yo, por educación, le he dicho que le reembolsaría el tiempo que había pagado de más, pero él no ha querido ni tocar el tema. Un verdadero caballero…
«Bien quisiera contarte yo lo caballero que es el general, petimetre conservado en naftalina».
Frank hubiera querido rebatir la opinión del señor Tavernier. Si ésa era su habilidad para juzgar a las personas, en sus negocios futuros más le convendría pedir que le pagaran por adelantado y al contado. Sin embargo, en ese momento había otras cosas que le interesaban más que informar al anciano sobre la verdadera personalidad del hombre al que había alquilado su casa.
—¿No sabe adónde han ido?
El señor Tavernier sufrió un prolongado ataque de tos, con un repique catarroso que hablaba de algunos cigarrillos de más, a pesar de la edad. Frank tuvo que esperar a que sacara del bolsillo de la chaqueta un pañuelo inmaculado y se limpiara los labios antes de responder.
—A Niza. Al aeropuerto, me parece. Tenían un vuelo directo a Estados Unidos.
—¡Hostia!
La exclamación salió de los labios de Frank antes de que lograra detenerla.
—Disculpe, señor Tavernier.
—No se preocupe. A veces hace bien soltarse un poco…
—¿No sabe a qué hora era el vuelo?
—No, lo lamento. En esto no puedo ayudarle.
Frank no parecía ciertamente de buen humor. El señor Tavernier, consumado hombre de mundo, adivinó el motivo.
—Cherchez la femme! De eso se trata, ¿verdad, jovencito?
—¿Cómo dice?
—Lo entiendo perfectamente. Hablo de la mujer que se alojaba en la casa. Se trata de ella, ¿verdad? También yo, si hubiera subido hasta aquí con la perspectiva de ver a una mujer como ella y me hubiera encontrado la casa vacía, tendría esa expresión de desilusión. En mis tiempos, cuando era joven, esta casa vio tantas bellas mujeres como para llenar un par de libros…
Frank estaba sobre ascuas. Lo único que quería era librarse de Tavernier y de sus viejos recuerdos y correr al aeropuerto de Niza. Pero el hombre le retuvo cogiéndole de un brazo. Frank se lo habría roto con gusto. En general no soportaba a las personas que imponen un contacto físico, y menos aún en un momento en que oía tañer los segundos que pasaban como si tuviera la cabeza dentro de una campana.
El viejo se salvó de su enfado solo por lo que dijo a continuación:
—Yo sí he disfrutado de la vida, créame usted. No como mi hermano, que vivía en la casa de aquí al lado, ésa de allí, la que tiene el techo que asoma por los cipreses.
Adoptó un aire de conspirador, como si le confiara un gran secreto. Algo difícil de creer.
—Es la casa que esa loca de mi cuñada dejó en herencia a un chaval cualquiera solo porque salvó a su perro. Un cuzco que no valía ni el árbol contra el cual levantaba la pata… No sé si habrá oído hablar alguna vez de esa locura. ¿Y sabe usted quién era el chaval?
Frank lo sabía, lo sabía muy bien. Y no tenía ganas ni tiempo de oírselo repetir. Tavernier, ignorando el riesgo que corría, volvió a cogerle del brazo.
—¡Era un asesino! Un asesino en serie, el que ha matado a todas esas personas en Montecarlo y las ha desollado como si fueran bestias. Fíjese usted a qué clase de tío dejó mi cuñada una casa de tanto valor…
«¡Mientras que tú has alquilado la tuya a un benefactor de la humanidad! Si existiera el premio Nobel a la estupidez, este viejo idiota lo ganaría todos los años».
Ignorante de los pensamientos poco halagadores de su interlocutor, Tavernier dejó escapar un suspiro. Llegaba otra oleada de recuerdos.
—¡Qué mujer! Le hizo la vida imposible a mi pobre hermano, No es que no fuera guapa… Era bonita como un pleno en la ruleta, si me permite usted la comparación, pero igual de peligrosa. Daba ganas de seguir jugando y jugando, no sé si me explico… Mi hermano y yo nos hicimos construir estas casas a mediados de los años sesenta. Casas gemelas, una al lado de la otra, pero nada más. Yo vivía aquí, y ellos, allá. Cada uno con su vida. Siempre he pensado que mi hermano era como un preso: encadenado y siempre a disposición para satisfacer los caprichos de su mujer. ¡Y vaya si tenía caprichos! Piense usted, sin ir más lejos…
Frank se preguntó por qué continuaba allí, escuchando los desvaríos de un exlibertino, en vez de subir al coche y partir a toda pastilla hacia el aeropuerto de Niza. Sin embargo, por un motivo que no lograba explicarse, tenía la impresión de que aquel hombre iba a decir algo importante. Y en efecto Tavernier lo dijo. En medio de la vacuidad de sus soliloquios, dijo algo tan importante que arrojó a Frank a la exaltación… y también al más profundo desaliento, al imaginar de pronto un gran avión que despegaba, con el rostro triste de Helena Parker contemplando por una ventanilla cómo Francia iba desapareciendo allá abajo.
Cerró los ojos. Había palidecido tanto que el viejo aspirante a gentilhombre se preocupó.
—¿Qué tiene? ¿No se siente usted bien?
Frank volvió a mirarlo.
—No, al contrario. Me siento muy bien. Muy bien.
Tavernier subrayó su duda con la expresión adecuada. Frank le devolvió una sonrisa que el hombre no entendió. El viejo idiota jamás imaginaría que acababa de revelarle dónde se escondía Jean-Loup Verdier.
—Se lo agradezco mucho, señor Tavernier. Hasta pronto.
—Buena suerte, jovencito. Espero que logre alcanzarla… Pero si no, recuerde que el mundo está lleno de mujeres.
Frank le dio la razón con un gesto distraído mientras se alejaba. Había llegado a la verja, cuando Tavernier lo llamó.
—Ah, escuche, joven.
Frank se dio la vuelta con el deseo de mandarlo a cagar. Le contuvo un sentimiento de gratitud, por lo que acababa de revelarle sin saberlo.
—Diga, señor Tavernier.
El viejo esbozó una amplia sonrisa.
—Si por casualidad necesitara una bonita casa en la costa…
Indicó con un gesto triunfal del dedo la casa a su espalda.
—¡Aquí la tiene!
Sin responder, Frank cruzó la verja. Se quedó de pie junto al coche, con la cabeza inclinada, mirándose los zapatos, uno al lado del otro, sobre la grava. Debía tomar una decisión, y debía tomarla deprisa. Al final decidió hacer lo que le dictaba el sentido del deber, al menos como primera medida. Sin embargo, nada le impedía hacer un intento de apostar a un doble. Sacó el móvil y marcó el número de la policía de Niza. Cuando atendió un agente, le dijo quién era y pidió hablar con el comisario Froben. Poco después se lo pasaron.
—Hola, Frank, ¿cómo estás?
—¡En fin…! ¿Y tú?
—En fin también yo. Cuéntame.
—Necesito un favor, grande como una casa.
—Lo que quieras, si puedo.
—En el aeropuerto de Niza debería haber unas personas a punto de partir. El general Nathan Parker, su hija Helena y el nieto, Stuart. Con ellos debe de haber otro personaje, un tal capitán Ryan Mosse.
—¿Ese Ryan Mosse?
—Exacto. Debes detenerlos. No sé de qué modo, no sé con qué excusa, pero debes impedir que se vayan hasta que yo llegue allí. Llevan a Estados Unidos el cuerpo de una de las primeras víctimas de Ninguno, Arijane Parker. Quizá puedas valerte de ese pretexto, algún obstáculo burocrático o algo así… Es cuestión de vida o muerte. Para mí, al menos. ¿Crees que podrás?
—Para ti, eso y más.
—Gracias, hombre. Hablamos luego.
A continuación Frank marcó otro número, el de la central de la Süreté. Pidió hablar con Roncaille. Le pasaron con él casi de inmediato.
—Director, soy Frank Ottobre.
Roncaille, que sin duda estaba viviendo los días más penosos de su carrera, le asaltó como un tornado.
—Frank, ¿dónde mierda se había metido?
Semejante vocabulario en boca del jefe de policía no indicaba un simple tornado, sino la tempestad del siglo.
—¿Aquí está sucediendo de todo y usted desaparece? Le hemos puesto a cargo de una investigación, y en lugar de llegar a algo encontramos más muertos por la calle que pájaros en los árboles. ¿Sabe que de la plantilla actual de la Süreté dentro de poco no quedará nadie en su puesto? Yo, personalmente, tendré suerte si encuentro un empleo de guardián nocturno…
—Tranquilícese usted, director. Si no ha perdido su empleo hasta ahora, ya no lo perderá. Todo ha terminado.
—¿Qué quiere decir con «todo ha terminado»?
—Que todo ha terminado. Que sé dónde se esconde Jean-Loup Verdier.
Del otro lado, silencio. Pausa de reflexión. Frank casi podía sentir la magnitud de la duda de Roncaille. Ser o no ser, creer o no creer…
—¿Está usted seguro?
—En un noventa y nueve por ciento.
—Con eso no basta. Necesito el cien por cien.
—El cien por cien no existe. Creo que el noventa y nueve es un porcentaje más que considerable.
—Vale. ¿Dónde está?
—Antes quiero algo a cambio.
—Frank, no tire demasiado de la cuerda.
—Señor director, voy a aclararle algo. A mí, mi carrera me resulta indiferente. Es a usted a quien le importa la suya. Si responde que no a lo que le pido, cuelgo el teléfono y subo al primer avión que despegue de Niza con destino al mismísimo infierno. Y usted, para ser explícitos, puede ir a hacerse ahorcar, junto con su amigo Durand, ¿me he explicado?
Silencio. Pausa, para no morir. Después, de nuevo la voz de Roncaille, llena de furia contenida.
—Diga qué quiere.
—Quiero su palabra de honor de que se considerará que el comisario Nicolas Hulot murió en el cumplimiento del deber y que su viuda tendrá la pensión que corresponde a la mujer de un héroe.
Tercer silencio. El más largo. El de contar los cojones. Cuando Roncaille respondió, a Frank le alegró que hubiera llegado a dos.
—Está bien, de acuerdo. Tiene usted mi palabra. Ahora hable.
—Reúna a los hombres y dígale al inspector Morelli que me llame al móvil. Y usted, comience a lustrar el uniforme para la conferencia de prensa.
—¿Dirección?
Por fin Frank dijo lo que Roncaille había pagado para escuchar.
—Beausoleil.
—¿Beausoleil? —repitió Roncaille, incrédulo.
—Exacto. En todo este tiempo, ese hijo de puta de Jean-Loup Verdier no se ha movido en ningún momento de su casa.