54

Frank y Morelli bajaron la escalera como si de ello dependiera el destino del mundo. Mientras literalmente volaban sobre los escalones, Frank se preguntó cuántas veces más se repetiría esa carrera antes del fin de la pesadilla. Mientras hablaba por teléfono con Helena, por unos instantes se había sentido en una pequeña isla tranquila en medio de un mar azotado por la tempestad… hasta que llegó Claude e interrumpió ese sueño de ojos abiertos.

Ninguno había vuelto a matar. Y del peor modo, añadiendo la burla al daño.

«Dios santo, ¿cuándo terminará esta matanza? ¿Quién es este hombre? ¿Qué es este hombre para hacer lo que hace?».

Salieron por la puerta de cristal de la comisaría y a la derecha vieron un corro de policías alrededor de un coche. La calle ya estaba vallada, para bloquear vehículos y peatones tanto en Suffren Raymond como del lado opuesto, a mitad de la calle Notari.

Frank y Morelli bajaron el tramo exterior de la escalera y se acercaron. Los agentes se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Aparcado justo frente a la entrada de la central, a la derecha, en el último lugar reservado para los coches patrulla, se hallaba el Mercedes SLK de Jean-Loup Verdier con el maletero abierto.

En el interior se veía el cuerpo de un hombre, cuya imagen parecía una mala copia del asesinato de Alien Yoshida, una tentativa poco lograda, realizada a manera de ensayo. Acurrucado en el maletero del coche, apoyado sobre el lado derecho, estaba el cuerpo de un hombre. Llevaba un pantalón azul y una camisa blanca ensangrentada. En el pecho, a la altura del corazón, había un corte; la sangre se había esparcido a su alrededor por la tela. Pero, como de costumbre, era el rostro la parte más estropeada. El cadáver daba la impresión de mirar la moqueta que recubría las paredes del maletero, a pocos centímetros de los ojos abiertos de par en par, con una horrorosa carcajada sarcástica, la cara desollada, la sangre coagulada en la cabeza calva, donde un irónico mechón de pelo indicaba que esta vez el trabajo se había realizado de manera más bien apresurada.

Frank miró en torno. Ninguno de los agentes mostraba ganas de vomitar.

«Nos acostumbramos a todo, tanto a lo peor como a lo mejor».

Pero esto no era una costumbre, sino una maldición, y en alguna parte debía de existir el modo de acabar con ella. Él debía encontrarlo a toda costa, si no quería terminar sentado otra vez en el banco de madera y hierro forjado del jardín de una clínica psiquiátrica, mirando sin ver a un jardinero que plantaba un árbol.

Recordó la conversación con el padre Kenneth. Si hubiera estado allí en ese momento, habría podido decirle que todavía le costaba creer en Dios, pero que comenzaba a creer en el diablo.

—¿Cómo lo han descubierto? —preguntó a todos y a nadie en particular.

Se acercó un agente, al que Frank reconoció aunque no sabía su nombre.

Era uno de los que vigilaban la casa de Jean-Loup; por suerte para él, no se hallaba de servicio el día en que habían descubierto la identidad de Ninguno.

—Esta mañana he visto el coche aparcado en una zona prohibida. En general somos bastante rigurosos y lo hacemos retirar enseguida, pero en estos días, con tanto trajín…

El agente hizo un gesto para referirse a la situación que tan bien conocía Frank. Tenía muy presentes los turnos insostenibles a que se hallaban sometidos los agentes, el continuo ir y venir de los coches, las salidas apresuradas para ir a verificar todas las denuncias que recibían. Era la consecuencia inevitable del momento que estaban viviendo. Todos los mitómanos de la tierra parecían salir a la luz en casos como ése. Ninguno ya había sido visto en decenas de lugares distintos, y cada vez la policía debía ir a verificarlo, sin resultado. Sí, Frank conocía muy bien la situación. Hizo una seña al agente para que continuara.

—Cuando volví a salir, al poco rato, vi que el coche seguía en el mismo lugar. Pensé que sería de algún residente que había venido al despacho a cumplir algún trámite. A veces intentan dejarlo allí… Me acerqué para mirar. Estaba llamando a la grúa cuando me pareció reconocer la matrícula. Yo estaba arriba, en Beausoleil, en la casa de…

—Sí, lo sé —le interrumpió Frank—. Sigue.

—Bien, cuando me acerqué, vi que sobre la parte de atrás del capó, cerca de la cerradura, había una mancha roja que podía ser de sangre. Llamé a Morelli y forzamos la cerradura. Y adentro estaba esto…

El agente señaló el cuerpo con la mano.

«Ya, había “esto”. Y a “esto”, como lo llamas tú, cuesta definirlo como un ser humano, ¿verdad?».

El agente levantó del todo la tapa del maletero, de modo que se pudiera ver bien el interior; lo hizo con un bolígrafo para no dejar huellas.

—Y estaba también ésta…

Frank ya sabía qué iba a ver. En la chapa había una inscripción con sangre, la acostumbrada y cínica inscripción que había dejado el asesino como comentario de una nueva proeza.

«Yo mato…».

Frank se mordió el interior de la mejilla hasta que el dolor fue insoportable. Sintió en la boca el sabor dulzón de su sangre. Allí estaba lo que Jean-Loup le había anunciado durante la brevísima llamada del día anterior. No habría más indicios, pero sí cadáveres. Ahora, ese pobre ser humano que yacía en el maletero de un coche era la confirmación de que la guerra continuaba y de que también esta nueva batalla se había perdido. Aparcando el coche justo allí, ante la central de policía, con su macabra carga, Ninguno se burlaba, por enésima vez, de todos sus esfuerzos. Frank recordó la voz de Jean-Loup, al fin libre, sin distorsiones, contra un fondo de ruido de tráfico. Había llamado desde un móvil con tarjeta, comprado para la ocasión en cualquier tienda de electrónica de segunda mano. Después había abandonado el aparato en un banco. Al pasar por allí, el muchachito al que habían detenido lo había encontrado y mientras llamaba al hermano mayor para contarle lo que tenía en la mano, la policía lo había localizado. El pequeño no había visto a la persona que había abandonado el móvil, y el aparato no tenía más huellas que las suyas.

Frank volvió a mirar el cuerpo acurrucado en el maletero. Por mucho que se esforzara, no conseguía imaginar cuál sería la reacción de los medios esta vez. Sería una hazaña encontrar las palabras adecuadas para referirse al nuevo crimen.

Las reacciones de Durand y Roncaille, francamente, le importaban un bledo. Y también su destino. Solo deseaba que no lo retiraran de la investigación antes de haber podido capturar a Ninguno.

—¿Sabemos quién es este desdichado?

Morelli, que estaba del otro lado del coche, dio la vuelta y se detuvo a su lado.

—No, Frank. No llevaba documentos encima. Nada de nada.

—Sin duda lo descubriremos pronto. Por la piel se ve que era joven. Si este hijoputa ha seguido sus esquemas habituales, será un tío conocido, de unos treinta o treinta y cinco años, y bien parecido. Un pobre tipo cuya única culpa ha sido la de estar en el lugar equivocado. Y con el hombre equivocado. Dentro de poco seguramente aparecerá alguien, denunciará la desaparición y entonces sabremos quién es. Tratemos de descubrirlo antes de que suceda…

Se aproximó un agente.

—Inspector…

—¿Qué hay, Bertrand?

—Una idea. Tal vez sea una estupidez, pero…

—Dila de todos modos.

—El calzado, inspector.

—¿Qué tiene que ver el calzado?

El agente se encogió de hombros.

—Es calzado náutico. Lo sé porque yo también lo uso.

—Hay montones de zapatos así, y no creo…

Frank, que comenzaba a entender adónde intentaba llegar el agente, interrumpió a Morelli.

—Déjale terminar, Claude. Sigue adelante, Bertrand.

—Sí, pero en este caso, además de la marca del fabricante, hay también el logo de una marca de cigarrillos. Podría ser el nombre de un patrocinador. Y dado que estos días…

De golpe Frank recordó la regata. Puso las manos en los hombros del agente.

—… Dado que estos días se corre la Grand Mistral, o como se llame, podría tratarse de alguien relacionado con ese acontecimiento. Bravo, muchacho, buen trabajo.

Frank hizo este comentario en voz lo bastante alta para que lo oyeran los otros agentes. Bertrand se volvió hacia sus compañeros como si fuera el marinero de Cristóbal Colón que había gritado «¡Tierra, tierra!».

Frank llevó aparte a Morelli.

—Claude, el razonamiento de Bertrand me parece verosímil. Por otro lado, es la única pista que tenemos. Hagamos averiguaciones en esa dirección. Ya nos hemos jugado todo lo que podíamos jugarnos. A estas alturas, no tenemos nada que perder.

El furgón azul de la brigada científica apareció de repente por la calle Raymond. Un agente se apresuró a retirar las vallas y abrirle paso.

Frank indicó el furgón con la cabeza.

—No creo que haga falta decírtelo, pero recuérdales a los de la científica que necesitamos enseguida las huellas digitales del muerto. En el estado en que se encuentra, es el único modo de identificarlo. Es muy probable que no podamos encontrar a su dentista, de momento…

La cara de Morelli mostraba duda y cansancio. Después de todos aquellos crímenes, no resultaba fácil soportar los golpes sin tambalearse. Frank le dejó dando instrucciones a los técnicos que bajaban del furgón y subió a su despacho. De nuevo pensó en Helena. Volvió a oír su voz en el teléfono, asustada y sin embargo muy segura cuando le dijo que lo amaba.

También allí, otro fracaso.

A pocos kilómetros lo esperaba una mujer que podía ser su salvación y para la cual él podía ser su única esperanza. Tenía el mundo al alcance de la mano, pero dos hombres le obstruían el camino.

Por un lado, Ninguno, cuya furia homicida le empujaba a matar a personas inocentes hasta que alguien le detuviera. Por el otro, el general Parker, cuya aberración le empujaba a matar todo lo bueno que encontraba en su camino, hasta que alguien hiciera lo mismo con él.

Y Frank quería ser ese alguien.

No creía que tuviera otras deudas. Ser policía significaba eso, en última instancia. Las verdaderas motivaciones yacían ocultas en una caja fuerte interior que cada uno abría únicamente si quería.

Durand, Roncaille, el ministro del Interior, el príncipe y también el presidente de Estados Unidos podían pensar lo que quisieran. Frank se sentía un simple peón, muy lejos de las salas donde se diseñaban los proyectos. Era él quien se encontraba delante de los muros que había que demoler y reconstruir, entre el polvo del cemento y el olor de la argamasa. Era él quien se veía obligado a mirar cuerpos mutilados y desollados, en medio del olor acre de la pólvora y la sangre. No pretendía escribir páginas inmortales; solo deseaba redactar un informe que explicara cómo y por qué había mandado a la cárcel al responsable de aquellos asesinatos.

Después se ocuparía de Parker. Ninguno, en su delirio, le había enseñado algo. A ser implacable mientras perseguía sus propios fines. Y exactamente así sería él al enfrentarse con el general. Actuaría con una ferocidad de la que el propio Parker, un maestro de la crueldad, se asustaría.

Ya en su despacho, se sentó al escritorio y marcó el número del móvil que le había dado a Helena. Estaba apagado. Quizá ya no estaba sola y no quería correr el riesgo de que el aparato comenzara a sonar y delatara su secreto. La imaginó en la casa, con Stuart como único consuelo entre sus carceleros, Nathan Parker y Ryan Mosse.

Se quedó reflexionando durante un cuarto de hora, con las manos detrás de la nuca y los ojos fijos en el techo. Adondequiera que lo llevara su mente, encontraba una puerta cerrada.

Sin embargo, presentía que la solución estaba cerca, en la palma de la mano. Sobre el esfuerzo de sus hombres no tenía dudas, ni sobre su capacidad. Cada uno de los que participaban en la investigación tenía un historial que daba fe de ello. Faltaba solo una pequeña ayuda de la suerte, que sin embargo es un importante componente del éxito. Era irónico que esa constante falta de suerte se manifestara allí, en el principado de Mónaco, una ciudad llena de casinos grandes y pequeños en cada una de cuyas máquinas tragaperras estaba escrito «Winning is easy», ganar es fácil. Frank habría querido meterse delante de una de esas máquinas e introducir la suma necesaria para hacer girar la rueda hasta que en las tres líneas apareciera, en vez de un triple bar, la indicación del lugar donde se escondía Jean-Loup Verdier.

Se abrió la puerta y entró Morelli, tan nervioso que olvidó llamar.

—Frank, un pequeño golpe de suerte.

«Hablando del rey de Roma… Esperemos que sea él».

—Dime.

—Han venido un par de personas a hacer una denuncia. O, más bien, a dar parte de su inquietud…

—¿Es decir…?

—Un miembro de la tripulación del Try for the Sun, un velero que participa en la Grand Mistral, ha desaparecido.

Frank descruzó las manos detrás de la nuca y se inclinó hacia delante, esperando que continuara. Morelli prosiguió, sabiendo que había captado toda su atención.

—Anoche tenía una cita con una joven, en el muelle de Fontvieille. Cuando ella llegó a recogerlo, él no estaba. Esperó un rato y se fue. Por lo visto es una tía terca y esta mañana ha vuelto al barco del patrocinador, donde duerme la tripulación, para decirle a la cara lo que pensaba de él, que a una mujer como ella nadie la trata así, etcétera, etcétera… Ante semejante furia desencadenada, un marinero ha ido a llamarle a su camarote, pero no había nadie. La cama estaba hecha, lo que significa que el hombre no ha dormido allí.

—¿No es posible que la haya hecho él mismo y que luego haya salido, esta mañana temprano?

—Es posible, pero muy difícil. Los marineros se levantan muy temprano, y seguro que alguien le habría visto. Además, han encontrado sobre la litera la ropa que llevaba puesta anoche, el uniforme oficial del Try for the Sun, prueba de que en algún momento subió a bordo para cambiarse…

—No son elementos concluyentes, pero por si acaso convendría comparar las huellas digitales del cadáver con las que haya en el camarote. Es el medio más seguro.

—Ya lo he ordenado. Le he pedido a un agente que aislé el camarote, y un hombre de la científica ya se dirige hacia Fontvieille.

—¿Tú qué crees?

—La persona desaparecida corresponde a los parámetros de Ninguno. Un joven guapo, de treinta y tres años, con cierta fama en el mundo de la náutica… Es un estadounidense, un tal Hudson McCormack.

Al oír ese nombre, Frank dio un salto tan violento que Morelli temió que se cayera de la silla.

—¿Qué nombre has dicho?

—Hudson McCormack. Es un abogado de Nueva York.

Frank se levantó de golpe.

—Sé muy bien quién es, Claude. Es decir, no lo conozco en absoluto, pero es la persona de la que te hablé ayer, el hombre al que quería poner bajo vigilancia.

Morelli metió una mano en el bolsillo posterior del pantalón y sacó el disquete que le había dado Frank el día anterior.

—Mira, aquí tengo el disquete todavía. Ayer no pude ocuparme. Tenía intención de hacerlo hoy…

Frank y Morelli pensaron lo mismo. Ambos sabían lo que significaba haber aplazado aquella medida. Si hubieran puesto a McCormack bajo vigilancia la víspera, tal vez ahora todavía estaría vivo, y Jean-Loup Verdier se encontraría tras las rejas de una prisión. Frank pensó que en aquella historia seguían amontonándose demasiados «si» y demasiados «quizá». Cada una de aquellas palabras era una pesada losa que podía transformarse en remordimientos.

—Vale, Claude. Compruébalo y mantenme al corriente.

Morelli dejó en el escritorio el disquete ya inútil y se retiró. Frank se quedó solo. Cogió el teléfono y llamó a Cooper a su casa en Estados Unidos, haciendo caso omiso de la diferencia horaria. Le respondió la voz de su amigo, sorprendentemente despierto a pesar de la hora.

—Diga.

—Coop, soy Frank. ¿Te he despertado?

—¿Despertado? Todavía no me he ido a dormir. Acabo de llegar, mi chaqueta todavía se balancea en el perchero. ¿Qué sucede?

—Una locura, Coop; eso es lo que sucede. El hombre que estamos buscando, el asesino en serie, anoche liquidó a Hudson McCormack y lo desolló como a un antílope.

Un instante de silencio. Sin duda Cooper no conseguía creer lo que acababa de oír.

—Santo cielo, Frank, parece que el mundo se ha vuelto loco. También aquí estamos en un caos total. Llegan continuos avisos de atentados terroristas y debemos estar en alerta máxima. Y ayer por la tarde nos cayó encima otra desgracia imprevista: mataron a Osmond Larkin, en la cárcel, a la hora del recreo al aire libre. En una pelea entre presos.

—Bonito golpe.

—Ya. Así que, después de todo el trabajo que hemos hecho, nos hemos quedado sin apenas nada.

—Cada uno padece lo suyo, Coop. Aquí no estamos mejor. Esta mañana hemos encontrado otro cadáver.

—¿Cuántos van hasta ahora?

—Agárrate fuerte. Diez.

Cooper no estaba al corriente de los últimos acontecimientos. Emitió un silbido mientras Frank le ponía al día del recuento de las víctimas.

—¡Mierda! ¿Quiere establecer un nuevo récord en el libro Guinness?

—Sí, al parecer. Este hijoputa carga diez asesinatos en la conciencia. El problema es que yo también los cargo en la mía.

—Aguanta, Frank. Si te sirve de consuelo, a mí me ocurre lo mismo.

—No puedo hacer otra cosa en este momento.

Colgó. Pobre Cooper, cada uno con lo suyo. Frank se quedó pensando. Mientras esperaba la confirmación oficial de la desaparición de Hudson McCormack, temiendo que de un momento a otro se abriera la puerta y entrara Roncaille hecho una furia, no sabía qué hacer. Tal vez en ese momento el sobrio Roncaille estaba recibiendo un rapapolvo que a continuación repetiría a sus subalternos.

Cogió del escritorio el disquete, encendió el ordenador y lo deslizó en la unidad. Abrió uno de los dos archivos marcados con la extensión jpg.

En el monitor apareció una foto. La habían hecho en un local público, evidentemente sin que McCormack se diera cuenta. Se le veía en un bar bastante concurrido, uno de los tantos bares de Nueva York largos y estrechos, llenos de espejos para que parezcan más grandes, donde a la hora del almuerzo coinciden los empleados de las oficinas a comer un plato frío y que por la noche cambian la cara y se convierten en lugares donde los solitarios van a buscar compañía. El abogado Hudson McCormack se hallaba sentado a una mesa, hablando con una persona que estaba de espaldas y que llevaba un impermeable con la solapa levantada.

Abrió el otro archivo adjunto. Era un detalle ampliado de la misma foto, algo menos nítida que la anterior.

Frank observó la imagen de un guapo joven estadounidense, con el pelo corto según la moda neoyorquina, vestido con un traje azul muy adecuado para alguien que frecuenta los tribunales.

Con toda probabilidad, aquélla era la cara del cadáver sin rostro que habían encontrado poco antes. La cara de un pobre joven que había llegado a Montecarlo con la perspectiva de una regata a mar abierto, sin siquiera imaginar que terminaría su vida en el estrecho espacio del maletero de un coche. Y que el último impermeable que llevaría sería una bolsa para cadáveres…

Frank se quedó mirando la foto. De pronto una idea descabellada se abrió paso en su cerebro, como la punta de un taladro que traspasa una pared demasiado fina.

¿Acaso era posible que…?

Abrió la agenda virtual que había encontrado en el ordenador de Nicolas. Su amigo no era un apasionado de la electrónica, pero hasta ahí llegaba. Esperaba encontrar el número que necesitaba. Tecleó el apellido que buscaba y enseguida apareció en la pantalla el número correspondiente, junto al nombre completo y la dirección.

Antes de llamar preguntó a Morelli por el intercomunicador.

—Claude, ¿habéis grabado la llamada que hizo ayer Jean-Loup?

—Por supuesto.

—Necesito una copia, lo antes posible.

—Ya está hecha. Te la hago llegar enseguida.

—Gracias.

«Bien, Morelli». Lacónico pero eficiente. Mientras marcaba el número de teléfono, Frank se preguntó cómo proseguiría la relación con Barbara, ahora que el inspector ya no frecuentaba la radio. Con ella no se había mostrado nada lacónico, aunque sí tan eficiente como siempre. Sus pensamientos se interrumpieron con la voz que le respondió al otro lado de la línea.

—¿Diga?

Había tenido suerte. El hombre que había respondido era justo la persona con quien le interesaba hablar.

—Hola, Guillaume. Soy Frank Ottobre.

El muchacho no se sorprendió en absoluto por la llamada. Le respondió como si se hubieran visto por última vez hacía tan solo diez minutos.

—Hola, agente del FBI. ¿A qué debo el honor?

—Me sentí muy bien la otra vez, cuando estuvimos en tu casa. Y necesito recurrir de nuevo a tus servicios.

—Cuando quieras.

—Lo que tarde en llegar.

Frank cortó la comunicación y permaneció todavía algunos instantes mirando la foto en el ordenador antes de cerrar el archivo y extraer el disco. Si en aquel momento hubiera entrado alguien en el despacho, habría podido decirle que su expresión, mientras contemplaba la imagen, era la misma de un jugador empedernido observa el movimiento de la bola en la ruleta.