Eran casi las dos de la madrugada cuando Hudson McCormack bordeó el muelle del puerto de Fontvieille y se detuvo frente a un gran yate, con las defensas cubiertas con tela azul, amarrado entre dos veleros que lo flanqueaban como dos centinelas. Bajó de la scooter y la apoyó en el soporte antes de sacarse el casco. Había alquilado ese vehículo, en vez de un coche, porque lo creía el más conveniente para el tráfico de Montecarlo; en verano la ciudad era ya de por sí un caos y, a pesar de la abundancia de aparcamientos, moverse en automóvil era un auténtico suplicio.
Además, con la regata, el puerto de Fontvieille se convertía en un continuo vaivén de gente y de medios de transporte que iban y venían entre tripulaciones, periodistas, patrocinadores y sus representantes, a quienes se sumaban los inevitables aficionados y curiosos.
Cada desplazamiento se volvía una especie de gincana de duración indeterminada, y la moto era la mejor solución para escabullirse con facilidad de la confusión generalizada. Por otra parte, el casco y las gafas eran una buena máscara para evitar que lo reconocieran y detuvieran a cada paso los que querían saber novedades sobre los barcos.
Mientras contemplaba la imponente embarcación, Hudson McCormack volvió a pensar en la eterna distinción entre barcos de vela y de motor, que desde siempre provocaba airadas discusiones de bar entre los apasionados de unos y otros. Él consideraba que era una distinción ociosa y sustancialmente inexacta. Todos eran barcos de motor, aunque un velero, en lugar de propulsión mecánica, de cilindros, pistones y carburantes situados en alguna parte del casco, utilizaba como motor el viento. Y, como todos los motores, había que comprender su funcionamiento y sus pulsaciones más o menos regulares, para sacarle el mejor partido.
Cuántas veces, siguiendo las competiciones automovilísticas, que era su otra pasión, había visto que el motor de un piloto explotaba en una imprevista humareda blanca; entonces, el bólido se acercaba tristemente al borde de la pista mientras todos los demás lo superaban y el piloto descendía del coche y se inclinaba a mirar para tratar de entender qué detalle de la máquina lo había traicionado.
Con ellos ocurría lo mismo. También un barco de regata estaba sujeto a los caprichos de su motor, el viento, que giraba, cambiaba de dirección, aumentaba o disminuía a su antojo. Así, de golpe, sin previo aviso, uno podía encontrarse con las velas flojas, mientras, a pocas decenas de metros, la embarcación adversaria avanzaba a toda velocidad con el spinnaker tan hinchado que parecía que iba a romperse de un momento a otro.
Algunas veces sucedía también que una vela se rasgaba con un ruido semejante a una enorme cremallera. Entonces todos se precipitaban, a las órdenes del capitán, a cambiar la vela dañada, y los miembros de la tripulación se movían como bailarines sobre un escenario que se balanceaba y cabeceaba.
Hudson McCormack no tenía una explicación personal para todo ello; solo sabía que lo amaba. Ignoraba por qué, cuando se hallaba en el mar, se sentía bien, pero no le importaba mucho averiguarlo.
La felicidad no se analiza; se vive. Sabía que cuando estaba en el velero era feliz, y con eso le bastaba.
De repente, le entró la impaciencia por la inminente regata. La Grand Mistral era una especie de anticipación de la copa Louis Vuitton, que tendría lugar a fin de año. Era la ocasión en que se mostraban las cartas. Se comparaban las tripulaciones y las embarcaciones y se ponían a prueba las novedades que habían aportado los ingenieros para ser cada vez más competitivos. Se hacían los cotejos y se extraían resultados. Luego tendrían todo el tiempo necesario para adaptar las modificaciones antes de la que todos consideraban la reina absoluta de las regatas, la más importante, la más prestigiosa.
Este año estarían todos en la Grand Mistral. Desde los que participaban por primera vez, como los del Mascalzone Latino una nueva embarcación italiana, hasta las tripulaciones más conocidas. La única ausente de prestigio era Luna Rossa, patrocinada por Prada, que había decidido proseguir los entrenamientos en Punta Ala.
Hudson y su gente habían anclado su embarcación, Try for the Sun, con todo el material, cerca de Cap Fleuri, a pocos kilómetros de Fontvieille. Los técnicos y otros miembros del equipo dormían a bordo, en condiciones algo espartanas pero más prácticas para vigilar el velero veinticuatro horas al día y evitar que ojos indiscretos vieran ciertos detalles que eran necesario mantener en secreto. Tanto en la náutica como en el automovilismo, una idea revolucionaria podía representar la diferencia entre el triunfo y la derrota. Las ideas tenían el defecto intrínseco de ser fáciles de copiar, por lo que todos ellos intentaban mantener lo más escondido posible los detalles de las embarcaciones que equivalían a la Fórmula Uno de los veleros.
Claro, tenían la ventaja de que gran parte de su aerodinámica, por llamarla así, estaba sumergida. Pero en un mundo de seres humanos sucedían cosas humanas.
Existían los respiradores, existían las cámaras fotográficas submarinas y en este mundo había tíos sin escrúpulos. Alguien menos listo —Hudson McCormack se felicitó por la pertinencia del termino— tomaría ciertos temores por exceso de prudencia.
De hecho, no se tenía suficiente prudencia en un ambiente como ése, en el que se hallaban en juego intereses económicos más importantes que el honor de la victoria. Por ello, todas las embarcaciones de soporte llevaban a bordo un respirador ARO, de ésos que funcionaban con oxígeno y no con aire, inventados durante la Segunda Guerra Mundial y usados por los exploradores submarinos. Se construían de modo que aprovechaban el reciclado del anhídrido carbónico, según un sistema que permitía acercarse a las naves enemigas sin revelar su presencia gracias a las burbujas de aire que subían a la superficie…
Ya no existían las patas de palo, los garfios o los parches negros en los ojos; la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas ya no flameaba en el palo mayor, pero la piratería continuaba. Sus descendientes seguían vivos, navegando todavía por los siete mares.
Ya no había reyes o reinas que apadrinaran carabelas, pero sí patrocinadores que contribuían con millones de dólares. Otros hombres, otros barcos, pero las mismas motivaciones. Simplemente, habían reemplazado con un complejo sistema de previsión del tiempo el dedo humedecido con saliva que se utilizaba para determinar la dirección del viento.
La tripulación del Try for the Sun, de la que McCormack formaba parte, se hospedaba en el gran yate con los colores de su patrocinador, anclado en el puerto de Fontvieille. Habían elegido esa solución por motivos de representación. La empresa que financiaba la aventura, una marca multinacional de tabaco, se proponía obtener el máximo beneficio publicitario posible. Honestamente, con lo que desembolsaba, Hudson creía que tenía pleno derecho a ello.
Las fotos de los miembros de la tripulación ya habían aparecido en todos los semanarios más importantes del sector. No había revista de náutica, de vela o yatching, que no hubiera publicado un reportaje sobre su embarcación y sus tripulantes.
Con motivo de su llegada a Montecarlo habían comprado, en los periódicos más importantes, páginas publicitarias que debían de haber costado un ojo de la cara. Hudson había notado con cierta satisfacción que las imágenes reproducidas en el humilde papel de los periódicos les hacían justicia y no parecían las tomas que solían hacerse después de una redada de traficantes de droga. Él, en particular, había salido decididamente bien. En su rostro impreso en la página se veía una sonrisa abierta y natural, no con una de esas vacías expresiones de foto de casamiento.
Por otra parte, él tenía efectivamente un rostro y una sonrisa así, de ésos que no suelen ser indiferentes al sexo femenino.
La noche de gala de la que llegaba había sido una demostración evidente de ello.
Era la presentación oficial de la embarcación y de la tripulación, en el Sporting Club d’Été. Todos los componentes de la expedición se presentaron con sus coloridos uniformes, mucho más elegantes, según Hudson, que los esmóquines masculinos y los vestidos de noche de las mujeres que había encontrado. En determinado momento, el presentador de la velada pidió la atención del público. Un bonito juego de luces, un redoble de tambor de la orquesta, y ellos salieron corriendo por los dos lados de la sala para colocarse en fila ante el público, mientras en una pantalla gigante montada a sus espaldas se veían imágenes del Try for the Sun, con el fondo musical de «We Are the Champions», de Queen, arreglada para la ocasión con el máximo uso de los arcos, que evocaban el soplido del aire en las velas.
Los presentaron y aplaudieron uno por uno; recogieron su ración personal de aplausos mientras cada uno daba un paso adelante en el momento en que se pronunciaba su nombre. Hombres expertos, fuertes, ágiles y astutos: lo mejor que se podía encontrar en ese deporte. Al menos, así los habían definido y, aunque fuera por un rato, era agradable creerlo.
Después de la cena, el grupo fue a una discoteca, Jimmy’z. Eran todos deportistas y en general se comportaban como tales. Sus hábitos y su actitud podían describirse con el dicho «Si quieres vivir sano, acuéstate temprano y levántate temprano».
Sin embargo, al día siguiente no saldrían al mar, de modo que los responsables del equipo pensaron que un poco de diversión serviría para reforzar la moral del grupo.
Hudson aseguró la scooter con una gruesa cadena cubierta de plástico transparente rojo, que combinaba con el color de la carrocería. Le habían asegurado que en Montecarlo no existía un solo lugar donde pudiera temer un robo, pero la costumbre era más fuerte que él. Siempre había vivido en Nueva York, donde te topabas con gente capaz de robarte los calzoncillos sin siquiera tocarte los pantalones. Cierto tipo de precauciones no formaban parte a sus costumbres, sino de su ADN.
Permaneció de pie en el muelle delante del gran yate con cabina, iluminado débilmente solo por las luces de servicio; no se veía ningún movimiento. Encendió un cigarrillo y sonrió, se preguntó qué diría el jefe de la multinacional que desembolsaba el dinero para el velero si se enterara de que él fumaba una marca de la competencia. Se alejó unos pasos, dejando el yate a su espalda, para terminar tranquilamente su cigarrillo. Si conocía bien a las mujeres, la persona a la que esperaba no llegaría antes de media hora, veinte minutos como mínimo.
Había pasado buena parte de la velada conversando con Serena, una muchacha neozelandesa a la que había conocido en la fiesta. No entendió bien el motivo de su presencia en Montecarlo, salvo que era algo relacionado con la regata. No formaba parte del staff de ninguna embarcación, que en general comprendía, además de la tripulación y el personal de reserva, a toda una serie de personas útiles y necesarias. Técnicos, proyectistas, encargados de prensa, preparadores físicos y masajistas.
Alguien se había llevado hasta a un psicólogo. Era una embarcación no particularmente competitiva, por lo que se empezó a bromear diciendo que su misión no era tanto la de alentar a los muchachos antes de la regata, sino la de consolarlos después…
Tal vez fuera solo una de las tantas jóvenes ricas que daban vueltas por el mundo gracias al dinero de la familia, simulando interés por esto o por aquello. En este caso, era la náutica.
«Ya sabes, el viento entre los cabellos y el sonido de la proa cortando las olas y esa sensación de libertad que…».
Cosas por ese estilo.
Hudson, en general, no era demasiado sensible al encanto femenino. No porque no le gustaran las mujeres; una muchacha guapa siempre era una agradable forma de pasar el tiempo, en especial si tenía chispa, que es lo que diferencia al ser humano de las bestias. Tenía sus romances en Nueva York, relaciones satisfactorias pero sin ningún compromiso, según un tácito acuerdo mutuo. Nada que te impidiera irse de un día para otro a participar en una regata sin una explicación, sin lágrimas ni pañuelos agitados en el muelle por una muchacha que te saluda con expresión afligida, como diciendo: «¿Por qué me haces esto?». Las mujeres le gustaban, sí, pero no era un donjuán, siempre a la caza de nuevos trofeos.
Sin embargo, aquélla era una noche especial. Al fin y al cabo, las luces, la gente, los aplausos, un poco de narcisismo del todo comprensible…
Además, se encontraba allí para correr una regata, una de las cosas que más le gustaban en el mundo, en uno de los lugares más hermosos que había visto. No escondía que Montecarlo ejercía en él, estadounidense hasta la médula, un encanto del que no lograba sustraerse. La belleza y la singularidad del lugar, y las historias de príncipes y princesas…
Los ojos de Serena no carecían de aquella chispa que ya se ha mencionado, y al mismo tiempo, bajo el ligero vestido de noche, un par de pechos irresistibles le saludaban diciéndole «hola, qué tal» con las manitas. Mejor dicho, con los pezones.
Había motivos para sonreír en la vida.
Habían charlado durante un rato, de diversos temas. Sobre todo de vela, por supuesto.
Charlas de muelle, sobre quién era quién y quién hacía cada cosa. Después, la conversación había pasado a otro asunto, del que Hudson estaba vagamente al tanto, la historia de ese asesino que merodeaba por el principado de Mónaco desfigurando a la gente. La muchacha estaba fascinada. Ese tema había hecho pasar a un segundo plano el acontecimiento de la regata. Aquel criminal había matado a nueve o diez personas, no se sabía bien, y en aquellos momentos todavía seguía en libertad. Eso explicaba la presencia obsesiva de tanta policía dando vueltas por la ciudad.
Hudson había pensado instintivamente en su cadena para la scooter. Justo en aquel lugar donde no había que temer robos…
A medida que conversaban, en la mirada de Serena había aparecido una reconfortante expresión, muy bíblica, que decía «Llamad y se os abrirá». Y Hudson, entre una copa de champán y otra, había llamado a esa puerta, imaginando que sostenía en la otra mano una Biblia ideal. Al cabo de pocos minutos ya se preguntaban que hacían allí, en Jimmy’z, en medio de toda aquella gente que no les importaba nada.
Por ese motivo estaba andando ahora de un lado a otro por el muelle del puerto de Fontvieille a esa hora de la noche. Habían salido de la discoteca casi enseguida, tras descubrir que el lugar no les interesaba. Decidieron que él bajaría al puerto a dejar la scooter y ella pasaría a buscarlo en su coche. Serena le había dicho que poseía un descapotable y le propuso dar un paseo nocturno por la costa.
Una especie de regata terrestre, al fin y al cabo, libre y feliz, con el viento en los cabellos. Si conocía a los hombres tanto como a las mujeres, se dijo, su paseo terminaría casi antes de comenzar, en la habitación del hotel de ella. No era que le disgustara; al contrario…
Arrojó el cigarrillo al mar y se dirigió hacia el camarote. Subió a bordo en un silencio absoluto; solo se oía la pasarela de teca y aluminio rechinar a su paso. En la embarcación no había nadie. A aquellas horas los marineros dormían como troncos. Bajó a su camarote, que quedaba justo al lado del de Jack Sundstrom, el capitán. Habían echado a suertes a quienes les tocaban los dos camarotes contiguos al de Jack, y él y John Sikorsky, el táctico, habían perdido. Jack era un muchacho agradable, pero tenía un enorme defecto. Roncaba de tal modo que parecía que estuvieras en una carrera de karts. Cualquiera que durmiera con él o cerca de él, si tenía el sueño ligero, debía usar tapones para las orejas.
Del camarote de al lado no llegaba ningún ruido, señal de que Sundstrom todavía se hallaba en la fiesta, o bien que estaba despierto. Se quitó la chaqueta del uniforme oficial; quería cambiarse y ponerse algo menos llamativo. Una cosa era la presentación del equipo, y otra, pasear vestido con los colores de un pez exótico en un acuario.
Optó por unos pantalones azules y una camisa blanca, que hacia resaltar su bronceado. Decidió dejarse el calzado que llevaba. Eran náuticas, cómodas y frescas. No creía que su figura de estadounidense necesitara destacarse con un par de botas de cowboy.
Se perfumó y se miró al espejo. «Basta de narcisismo por hoy», Se dijo, pero un poco de sana y honesta vanidad masculina ayudaría a condimentar la noche.
Bajó de la embarcación tratando de hacer el menor ruido posible. Los marineros, los verdaderos, los que trabajaban duramente y a los tripulantes de los veleros de regata los tenían como a niños mimados y holgazanes, solían ser muy susceptibles con quienes perturbaban su merecido reposo.
Volvió a encontrarse en el muelle, solo.
Sin duda Serena había decidido pasar por el hotel a cambiarse también, antes de pasar a buscarlo. El vestido de noche y los zapatos de tacón alto no eran el atuendo más adecuado para continuar la noche, terminara como terminara. Además, su sano y honesto toque de vanidad femenina exigía que se le dedicara más tiempo. Miró el reloj y se encogió de hombros. No había ningún motivo para inquietarse por la hora. Al día siguiente dispondría de todo el día para pasarlo como quisiera, lo cual incluía cierta propensión a la pereza.
Hasta cierto punto…
Hudson McCormack encendió otro cigarrillo. Su estancia en Montecarlo incluía otras obligaciones que no guardaban relación directa con la regata. Debía hablar con ciertos banqueros y ver a un par de personas que no habían viajado a Europa para nada. Gente muy, muy importante para su futuro.
Se pasó una mano por el mentón, todavía liso porque se había afeitado antes de salir rumbo a la presentación. Hudson McCormack sabía bien lo que hacía y era muy consciente de los riesgos que corría. Cualquiera que viera en él simplemente a un guapo muchacho estadounidense, sano, atlético y apasionado del deporte, cometía un error garrafal. Detrás de su atractivo aspecto se escondía un cerebro tan brillante como práctico.
Sobre todo práctico.
Sabía que no tenía madera para llegar a ser un abogado sobresaliente. No porque le faltara capacidad, sino porque no tenía ganas de dedicarse a ello. No tenía ganas de romperse el lomo tratando de sacar de la cárcel a miserables delincuentes que estaban allí porque lo merecían. Hacía tiempo que sospechaba que la abogacía no era una carrera que se adaptara a su naturaleza, por lo que no tenía la menor intención de sudar toda la vida frecuentando lo peor de la sociedad fuera cual fuera su clase social.
No quería esperar a los sesenta y cinco años para poder jugar a golf con unos viejos chochos podridos de dinero, intentando que no se le cayera la dentadura en el green mientras hacía un putt. Quería las cosas que le interesaban ahora, a los treinta y tres años, cuando su cuerpo y su mente se hallaban en condiciones de seguirlo en la satisfacción de sus deseos.
Hudson McCormack guardaba otra flecha en el arco de su filosofía de vida. No era codicioso. No le interesaban las mansiones, los helicópteros, las sumas exageradas de dinero, el poder. Más aún: para él, todas esas cosas representaban más una especie de prisión que un sinónimo de éxito. Esa gente que dormía dos horas por noche y se pasaba el día comprando y vendiendo acciones o corriendo de un teléfono a otro le inspiraba un profundo sentimiento de pena. Casi todos se encontraban después en una sala de reanimación de infarto, sin saber cómo habían terminado allí, preguntándose cómo, con todo su poder y su dinero, nunca habían conseguido comprarse un poco de tiempo.
El joven abogado Hudson McCormack no encontraba ninguna satisfacción en poder disponer del destino de los demás; le bastaba con ser el único amo del suyo.
Y un velero representaba totalmente su ideal de vida. Él adoraba de verdad sentir el viento en el pelo y el ruido de la proa al cortar las olas y la libertad de elegir la ruta, una cualquiera, según el capricho del momento…
De nuevo arrojó el cigarrillo al mar. En el silencio alcanzó a oír el ligero chisporroteo de la brasa al extinguirse en el agua.
Para hacer lo que se proponía necesitaba dinero. Mucho dinero. No una cantidad enorme, con la que no habría sabido qué hacer, pero sí una cifra considerable. Y existía una sola manera de conseguirla pronto: eludir la ley. Ésta era la expresión que usaba. Un inofensivo sofisma. No violarla, sino eludirla. Aventurarse por los márgenes, de modo que si alguien lo llamaba, pudiera poner su cara de buen muchacho y responder con expresión inocente: «¿Quién? ¿Yo?». El riesgo existía, no podía negarlo, pero había evaluado todos sus aspectos. Había examinado la cuestión a lo largo y a lo ancho, de arriba abajo y en diagonal: sumándolo todo, era un riesgo aceptable. Ciertamente, había una historia de drogas en medio, un asunto con el que no se podía bromear. Pero, aun así, su caso era particular, muy particular, como sucedía siempre que había en juego montañas y montañas de dólares.
Todos sabían muy bien dónde se producía la droga, dónde se cortaba y para qué servía. Países enteros basaban su economía en diversos polvillos, que en su lugar de origen costaban poco más que el talco y en los lugares de destino se vendían con un recargo del cinco mil o seis mil por ciento.
Entre ambos lugares, las diversas transferencias eran objeto de una guerra terrible, subterránea pero no menos feroz y organizada que las guerras «auténticas». También allí había soldados, oficiales generales y estrategas que actuaban en las sombras pero que eran igualmente hábiles y resueltos. Y, al igual que hay contactos entre los diversos ejércitos, había personas que habían hecho del lavado de dinero ligado al narcotráfico su especialidad profesional. El mundo de los negocios no era mojigato hasta el extremo de volver la espalda a los que se ofrecían a invertir tres o cuatro millones de dólares, cuando no más.
Querían aviones con insignias de ejércitos regulares, pagados con las drogas. Con el mismo sistema algunos buques militares pagaban el carburante de sus cazatorpederos. Cada uno de los cartuchos disparados por un Kalashnikov en manos de soldados más o menos regulares en una parte del mundo correspondía a un agujero en el brazo de algún adicto en otras partes del mundo.
Del mismo mundo.
Hudson McCormack no era tan hipócrita como para engañarse y negar que, al actuar como actuaba, entraba por pleno derecho en el numeroso grupo de los sujetos de mierda que destruían el planeta. Era una constatación simple pero irrefutable, y él no tenía ninguna intención de sustraerse a su propio e implacable juicio. Pero se trataba solo de estímulos, de equilibrio de la balanza. Lo que él quería, por el momento, estaba en un plato y tenía mayor consistencia que cualquier argumento que pudiera poner en el otro.
Había evaluado con cuidado la situación, durante largas noches en su piso de Nueva York, analizando los hechos con la frialdad con que se analiza el balance de una empresa. Creía haberlo previsto todo, haberlo considerado todo. Creía haberlo cuantificado todo de manera exhaustiva e incluso había incluido en la lista cierto número de imprevistos. Cuáles serían, imposible saberlo. Por algo se los llama imprevistos.
En el mejor de los casos dispondría de dinero suficiente para echar al mar dos cosas: su conciencia y el barco al que aspiraba. Después viajaría por el mundo a su antojo, libre como el viento. La imagen, lejos de resultarle banal, encajaba a la perfección. En el peor de los casos —y se tocaba los testículos al pensarlo—, las consecuencias serían bastante aceptables. O al menos no tan desastrosas como para destruir por completo su vida.
Había planeado más de una escapatoria, lo que reducía los riesgos a límites aceptables, o al menos dentro de lo más aceptable que pudiera ser un riesgo semejante. Como todo el mundo, también él tenía un precio. No obstante, Hudson McCormack no era tan corrupto y codicioso como para volverse imprudente y subir ese precio a un límite imposible de alcanzar.
Lo había arreglado todo para que sus honorarios se ingresaran es una cuenta que había abierto en las islas Caimán, y ya le habían pagado la mitad. Pensó en lo que le había ingresado su cliente, Osmond Larkin, que en aquel momento se hallaba en la cárcel en Estados Unidos.
Ese hombre le disgustaba profundamente. En cada conversación profesional entre ellos había sentido que su disgusto aumentaba. Su rostro, los ojos porcinos, crueles, la actitud del que cree que el mundo entero está en deuda con él, el tono arrogante del que piensa que es siempre más astuto que los demás. Le revolvía el estómago. Como todas las personas que se creen listas, Osmond Larkin era al mismo tiempo también un estúpido. Como todos los listos, no había logrado contenerse y había hecho alarde de su astucia, motivo por el cual ahora estaba en prisión. Hudson habría querido decírselo a la cara, levantarse de la sala de visitas y marcharse. Si hubiera seguido su instinto, habría violado sin más el secreto profesional y habría dicho él mismo a los investigadores todo lo que querían saber.
Pero eso no se podía hacer.
Aparte de los riesgos personales que habría corrido y los que habría hecho correr a las personas que le habían ayudado a entrar en aquel baile, significaba coger el mando a distancia y apagar un televisor en el cual se veía la imagen de un magnífico velero que partía las olas con un guapo joven al timón…
No, no había nada que hacer, a pesar de su aversión por Larkin. Algo debía soportar si quería obtener lo que deseaba.
«No todo —se dijo—, pero sí mucho, y enseguida».
Volvió hacia el yate del patrocinador. Las numerosas embarcaciones ancladas las unas junto a las otras estaban en la penumbra, las más grandes un poco más iluminadas, las demás envueltas en la oscuridad y en el reflejo de las otras luces.
Miró alrededor. El muelle estaba desierto. Los bares habían cerrado, las sillas de plástico estaban apiladas, las sombrillas plegadas alrededor de sus soportes. Le resultó raro. A pesar de la hora tardía, era verano, y en las noches de verano siempre hay gente a todas horas. Sobre todo en las noches de la Costa Azul. Acudió a su mente la historia del asesino en serie que le había contado Serena. ¿Sería por eso que estaba solo en el muelle? Quizá nadie quería salir solo, por miedo a tener un encuentro indeseable. Pensó que, en general, las personas, cuando tienen miedo, buscan en lo posible la compañía de otras, en la ilusión de protegerse mutuamente.
En ese aspecto, Hudson se sentía un perfecto ciudadano de Nueva York. Donde él vivía, si se dejara llevar por esos pensamientos no saldría nunca de su casa…
Oyó el ruido del motor de un coche que se acercaba y sonrió. Por fin llegaba Serena. Imaginó los pezones de la muchacha estimulados por sus dedos. Experimentó una agradable sensación de calor en la boca del estómago y un satisfactorio endurecimiento bajo la cremallera del pantalón. Se proponía pedirle con un pretexto cualquiera que le permitiera conducir el coche. Mientras esperaba, había visto en su cabeza una imagen muy seductora. Él con el viento en los cabellos, yendo por la haute corniche, inmersa en la oscuridad, conduciendo lentamente un descapotable entre el aroma de los pinos, mientras una simpática muchacha neozelandesa inclinaba la cabeza sobre su regazo, con su pájaro en la boca.
Anduvo hacia las luces de la ciudad, al fondo, del otro lado de muelle, para ir al encuentro de Serena. No oyó los pasos del hombre que se acercaba velozmente a sus espaldas, porque parecía el mismísimo hijo del silencio.
El brazo que le rodeó el cuello, sin embargo, era de hierro, al igual que la mano que le cubrió la boca. La cuchillada, de arriba abajo, fue precisa y mortal, como tantas otras veces.
Le traspasó limpiamente el corazón.
El cuerpo atlético del joven abogado duplicó su peso y se aflojó de golpe en los brazos de su asesino, que lo sostuvo sin esfuerzo.
Hudson McCormack murió con la imagen de la Roca de Mónaco en los ojos, sin ver satisfecha una pequeña, última vanidad. No supo nunca que su camisa blanca, además de su bronceado, destacó también el rojo de su sangre.