Frank miró con resignación la pila de informes y otros papeles que cubrían el escritorio que había pertenecido a Nicolas Hulot. Cada vez que se encontraba allí sentía de algún modo la presencia del amigo, tenía la sensación de que, si giraba la cabeza, lo encontraría a su espalda, de pie junto a la ventana.
Hojeó los documentos como si barajara un juego de naipes. Los había examinado apresuradamente uno por uno, pero sin encontrar nada significativo.
En esencia, seguían casi en la misma situación que antes.
Pasada la exaltación por el descubrimiento de la identidad de Ninguno, nada había cambiado. Cuarenta y ocho horas después de haber descubierto quién era, a pesar de todos sus esfuerzos no habían logrado descubrir dónde se hallaba.
Se había realizado un despliegue de fuerzas como no se recordaba otro igual para tratar de seguirle la pista. Todas las policías de los países colindantes estaban en alerta, con las correspondientes secciones de los diversos acrónimos del VICAP, el departamento especial del FBI que se ocupaba de los criminales violentos. No había en Europa un solo policía que no dispusiera de un juego de fotos de Jean-Loup, tanto al natural como retocadas con ordenador según las posibles alteraciones que pudiera dar a su aspecto. Las calles, los puertos y los aeropuertos públicos y privados estaban vigilados. No había automóvil que no se controlara, no había avión cuyos pasajeros no se inspeccionaran, no había embarcación deportiva que no se revisara.
Todos los medios de que se disponía para dar caza a un hombre se empleaban en esa búsqueda. Para un criminal que había impresionado a la opinión pública de la forma en que lo había hecho, hacía falta una demostración de fuerza igualmente sensacional. Era, además, una ocasión para demostrar la efectiva influencia del principado de Mónaco; habría quienes acaso lo juzgaran un pequeño país de opereta, pero su juicio era tan apresurado como equivocado.
Sin embargo, todavía no lo habían encontrado.
Jean-Loup Verdier, o como diablos se llamara, parecía haberse volatilizado. Paradójicamente, esto mismo constituía una prueba de descargo para la policía de Montecarlo. Si el asesino seguía teniéndolos en jaque a todos, si nadie había logrado ponerle un par de esposas en las muñecas, significaba que se enfrentaban a un ser de inteligencia muy superior a la media. De algún modo, los fracasos quedaban hasta el momento justificados. La filosofía del «mal de muchos consuelo de tontos» podía aplicarse con cierta eficacia también a esa colectiva batida de caza. Frank pensó que en poco tiempo la desesperación los empujaría incluso a recurrir a un médium, con tal de conseguir algún resultado.
En casa de Jean-Loup, en Beausoleil, lo habían revuelto y registrado todo, meticulosamente, sin conseguir el menor rastro.
Siguiendo las investigaciones de Hulot en Aix-en-Provence, averiguaron algunos datos sobre el pasado de Jean-Loup. Gracias al número de teléfono obtenido por Morelli habían llegado a Cassis, donde el guardián del cementerio les confirmó que le había contado a Nicolas la historia de La Patience y lo sucedido allí. Pensaron que, con toda probabilidad, era en aquel apacible cementerio donde su asesino había alcanzado y secuestrado a Hulot.
Por medio de la policía francesa investigaron a Marcel Legrand, hasta que se encontraron ante un muro. En el pasado, Legrand había formado parte de los servicios secretos y en el informe con su nombre estaba escrito «Top secret». Frank descubrió, a pesar suyo, el top secret de los servicios franceses era mucho menos elástico que el de Pierrot.
Todo lo que habían logrado averiguar era que en cierto momento de su vida Legrand había abandonado el servicio activo y se había retirado a la Provenza a vivir totalmente aislado. En aquel entonces se había puesto en movimiento un complicado juego de diplomacia y secretos de Estado para tratar de eludir ciertos obstáculos y derribar ciertos muros. Aun así, si Legrand representaba para alguien un secreto que era preciso ocultar, sería muy difícil convencerlo para que lo revelara.
Por otra parte, no podían descuidar nada, viniera del pasado o del presente. Ninguno era peligroso, y su libertad representaba un riesgo para cualquier persona que tuviera contacto con él.
Si bien sus primeros crímenes obedecían a esquemas dementes pero coherentes, ahora se sentía acorralado, por lo que cualquiera que se cruzara en su camino pasaba a ser un enemigo. La facilidad con que se había librado de los tres agentes en su casa hablaba con elocuencia de sus capacidades. No se trataba de un inofensivo locutor de radio, un muchacho guapo acostumbrado a poner música y responder llamadas del público. Si era necesario sabía transformarse en un implacable combatiente. Los cadáveres de esos tres agentes de policía muy bien entrenados daban testimonio de ello.
En medio de todo aquello, Frank se había esforzado por aparcar en un rincón de su mente los pensamientos sobre Helena, aunque sin conseguirlo. Sentía su ausencia con tanta intensidad que casi le provocaba un dolor físico, y saberla prisionera de ese ser sin escrúpulos que era su padre, ciertamente, no le tranquilizaba. La sensación de impotencia lo empujaba poco a poco a dejarse llevar por sus impulsos. Lo único que le impedía correr a su casa y apretar las manos alrededor del cuello del general Parker hasta matarlo era la certeza de que si obraba de ese modo no haría más que empeorar la situación.
«Y aquí estoy. Esto es lo que soy ahora. Un hombre sentado a un escritorio que no sabe por dónde comenzar a dar caza a sus fantasmas».
Abrió un cajón del escritorio y guardó la pila de papeles, luchando contra la tentación de arrojarlos al cesto. De pronto vio un disquete que había puesto allí al tomar posesión del despacho. En la etiqueta estaba escrito «Cooper» con su letra. En la confusión de los últimos días se había olvidado por completo de la llamada de Cooper y de lo que le había pedido a propósito de aquel tío, el abogado Hudson McCormack.
No era el momento más adecuado para ocuparse de ello, pero debía intentarlo. Se lo debía a Cooper y a todo lo que habían hecho juntos para meter a la sombra a Jeff y Osmond Larkin.
Pulsó el botón del intercomunicador y llamó a Morelli.
—Claude, ¿te molestaría pasar por mi despacho?
—Estaba a punto de ir para allá. Ya voy.
Al cabo de unos instantes entró.
—Antes que nada, hay algo que debo decirte. Laurent Bedon ha muerto.
Frank dio un salto en la silla.
—¿Cuándo?
—Anoche.
Morelli levantó la mano para adelantarse a las preguntas.
—No, nada que ver con nuestra historia. El pobre ha muerto durante un intento de atraco. Había ganado una buena suma en el café de París, y alguien intentó robarle, cerca de la plaza del Casino. Al parecer, trató de resistirse, cayó y lo atropello un coche. El ladrón escapó en moto. Si es correcto el número de matrícula que tomó un testigo, lo atraparemos en unas horas.
—Sí, pero es un muerto más, en relación con esta historia. Santo cielo, parece una maldición…
Morelli prefirió cambiar de tema.
—Aparte de este hecho poco agradable, ¿qué querías decirme?
Frank recordó el motivo por el que le había llamado.
—Claude, necesito un favor.
—Dime.
—Es algo que no tiene nada que ver con nuestro asunto. ¿Hay algún hombre disponible para vigilar a un tío sospechoso?
—Ya sabes cómo andamos. Estamos utilizando hasta a los perreros…
Frank arrojó el disquete sobre el escritorio.
—Aquí dentro tengo el nombre y la foto de un hombre que podría formar parte de un caso que yo estaba investigando con mi compañero en Estados Unidos. Es un abogado que, oficialmente ha venido a Montecarlo para participar en una regata.
—La Grand Mistral, supongo. Una carrera de renombre. El puerto de Fontvieille está lleno de barcos.
—No sé, no conozco nada sobre ese tema. Este sujeto es el abogado de un importante traficante de drogas, que cogimos hace un tiempo. Pero existe la posibilidad de que sea algo más que su abogado y que no esté en el principado solo por la regata. ¿Me explico?
Morelli se acercó al escritorio y cogió el disquete.
—Muy bien, veré qué puedo hacer, pero es un mal momento Frank. No creo que sea necesario que te lo recuerde.
—Ya sé que es muy mal momento… ¿Silencio absoluto?
—Silencio absoluto. Nada de nada. Después de un instante de luz, de nuevo estamos cazando sombras. La policía de media Europa corre persiguiendo una cola… Y, como decía el comisario Hulot…
Frank terminó la frase por él:
—… bajo una cola solo se encuentra el agujero del culo.
—Exacto.
Frank inclinó para atrás el respaldo de su sillón.
—Sin embargo, si puedo decirte qué pienso… y ojo, que no es más que una simple intuición…
Hizo una pausa. Enderezó el sillón y apoyó los codos sobre el escritorio. Morelli se sentó frente a él, a la espera de que continuara. Había aprendido que las intuiciones del estadounidense merecían toda su atención.
—Creo que él todavía está aquí. Esas búsquedas por todas partes no sirven para una mierda. ¡Ninguno no se ha movido nunca del territorio del principado de Mónaco!
Morelli iba a replicarle, pero en ese preciso momento sonó el teléfono. Frank miró el aparato con expresión interrogativa. Al tercer timbrazo contestó. Oyó la voz sobreexcitada de la telefonista.
—¡Señor Ottobre, él está al teléfono! Y ha pedido expresamente que le ponga con usted.
Frank sintió una repentina descarga eléctrica en el estómago. En aquel momento existía una sola persona a la que pudiera definirse simplemente como «él».
—Pásamelo. Y graba la llamada.
Frank pulsó el botón del altavoz, para que también Morelli pudiera escuchar. Con un gesto imperioso del índice de la mano derecha señaló el aparato al inspector.
—¿Diga?
Al cabo de un instante de silencio una voz conocida llenó el despacho.
—Hola, soy Jean-Loup Verdier.
Morelli se levantó del sillón como si de repente quemara. Frank le hizo un gesto girando en el aire el dedo con el que había señalado el teléfono; el inspector le respondió mostrándole la mano cerrada con el pulgar levantado y salió a todo correr.
—Aquí Frank Ottobre. ¿Dónde estás?
Una pequeña pausa, y luego la voz profunda del locutor.
—Nada de charlas inútiles. No necesito que me hablen. Necesito que me escuchen. Si me interrumpes corto la comunicación…
Frank permaneció en silencio. Cualquier cosa con tal de que hablara, para que los hombres de abajo tuvieran tiempo de localizar la llamada.
—Nada ha cambiado. Yo soy uno y ninguno, y nada podrá detenerme. Por eso es inútil hablar conmigo. Todo sigue como antes. La luna y los perros. Los perros y la luna. Solo la música no volverá. Yo todavía sigo aquí, y sabes muy bien lo que hago. Yo mato…
La comunicación se interrumpió. En ese preciso instante Morelli volvió como una furia.
—Lo tenemos, Frank. Llama de un móvil. Ya hay un coche que nos espera abajo, con una instalación para interceptar por satélite.
Frank se levantó y siguió a Morelli a la carrera por el pasillo. Bajaron a pie por la escalera, saltaban los escalones de cuatro en cuatro. Salieron del vestíbulo como furias; casi derribaron a dos agentes que subían.
Todavía no habían terminado de cerrar las puertas y el coche ya salía a toda pastilla. Frank vio que el chófer era el mismo que el de la mañana en que habían descubierto el cadáver del Alien Yoshida. Un excelente conductor; se alegró de que fuera él quien iba al volante.
En el asiento del acompañante iba un agente de paisano, que observaba un monitor en el que se veía el mapa de una ciudad. En el centro de una amplia calle a la orilla del mar se movía un punto rojo.
Morelli y Frank se asomaron por el espacio entre los dos asientos delanteros, tratando de ver lo que podían. El agente indicó con el dedo el punto rojo, que ahora se había puesto en movimiento.
—Es el móvil del que procede la llamada. Lo hemos identificado gracias a las coordenadas del satélite. Se encuentra en Niza, más o menos en la plaza Ile de Beauté. Hemos tenido suerte. Es un barrio que queda del mismo lado desde el cual llegaremos. Primero estaba inmóvil; ahora se mueve, despacio. Por su velocidad, creo que va a pie.
Frank se volvió hacia Morelli.
—Llama a Froben e infórmale de la situación. Dile que nosotros estamos llegando y que vayan también ellos. Manten la línea abierta para comunicarle los desplazamientos del sujeto.
El conductor volaba, literalmente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Frank.
El agente respondió con voz tranquila, como si estuviera dando un paseo en vez de ir disparado como un misil.
—Xavier Lacroix.
—Pues bien, Xavier, te prometo que, si este asunto termina bien, haré todo lo posible para garantizarte un futuro en el mundo de las carreras.
El agente no respondió pero, quizá por efecto del reconocimiento de sus méritos, apretó aún más el acelerador. Mientras Morelli hablaba con Froben, Frank volvió a ocuparse del punto rojo en la pantalla. En ese momento relampagueaba.
—¿Qué significa?
El agente le respondió sin volverse.
—Está llamando.
—¿Es posible oír lo que dice?
—Con este aparato no. Es un simple registrador de señal.
—No importa. Lo importante es saber dónde se encuentra esa mierda.
Recorrieron la basse corniche a una velocidad que habría provocado la envidia de cualquier finlandés campeón de rally. El piloto —Frank le juzgaba por entero digno de esta definición— conducía el bólido en medio del tráfico de las calles de la ciudad con una frialdad que revelaba un auténtico talento para el volante.
—Froben pregunta dónde está…
—Está subiendo por la calle Cassini… Ahora se ha detenido. Está haciendo otra llamada.
En la entrada de la plaza había un pequeño embotellamiento. Lacroix lo eludió conduciendo sin pestañear en contra dirección; ahora recorría la calle Cassini como si estuviera en plena competición por el Gran Premio. El agente que vigilaba el monitor le daba indicaciones, que Morelli repetía a los de la policía de Niza.
—Dobla aquí, a la izquierda. Abajo por Emmanuel Philibert.
—Emmanuel Philibert —repitió la voz de Morelli.
—Ahora a la derecha. Calle Gauthier.
—Calle Gauthier —hizo eco Morelli.
Cogieron la curva de la derecha casi en dos ruedas. Cuando llegaron al final de la breve calle, llena de coche aparcados a ambos lados, algunos coches patrulla bloqueaban el cruce con la calle Segurane, dispuestos en abanico. Los agentes de uniforme formaban un círculo a pocos metros de los automóviles. Uno de ellos empuñaba su pistola. Xavier frenó bruscamente y en menos de un segundo Frank y Morelli alcanzaron a sus colegas. Froben los vio llegar. Miró a Frank y alargó los brazos con la expresión de quien acaba de pisar mierda.
De pie en medio de los policías había un muchachito de no más de diez años, vestido con una camiseta roja y unos pantalones hasta las rodillas que le habrían quedado perfectos a Spike Lee, y zapatillas Nike. Tenía un móvil en la mano. Miró de uno a uno a los agentes, sin demostrar ningún temor. Sonrió, mostrando una boca con un incisivo roto, y dejó escapar un comentario entusiasmado.
—¡Hostia! ¡La pasma!