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La sala en la que se desarrollaba la conferencia de prensa estaba repleta de gente. En previsión de la afluencia de representantes de los medios, se había organizado en el Auditorium, una sala del Centro de Congresos, en vez de en la sede de la policía, en la calle Notari, donde no había espacio suficiente para acoger a tanta gente.

A una larga mesa arrimada a la pared y cubierta con un paño verde estaban sentados Durand, Roncaille, el doctor Cluny y Frank, ante unos micrófonos. Se hallaban representadas todas las partes involucradas en la investigación. Frente a ellos, en varias hileras de sillas de plástico ordenadamente dispuestas en la sala, estaban los enviados de la prensa escrita, la radio y la televisión.

Frank encontraba ridícula aquella comedia, pero el prestigio del principado de Mónaco y Estados Unidos, país al que él representaba como agente del FBI, la habían hecho necesaria.

Poco importaba que Jean-Loup Verdier, alias Ninguno, estuviera todavía en libertad. Poco importaba que al entrar en su casa, después de la incursión de los hombres de las fuerzas de asalto, hubieran encontrado desierto el lugar y al agente Sorel degollado como un cordero. Los otros dos, Gambetta y Megéne, habían muerto por un disparo de pistola, la misma con que se había consumado el asesinato de Gregor Yatzimin.

Ubi major, minor cessat.

Desde luego, no podían revelarse algunos detalles embarazosos, ocultos tras el útil biombo del secreto de sumario. En cambio, se enfatizaban los aciertos, el descubrimiento del asesino, la brillante operación conjunta de la policía monegasca y el FBI, la astucia diabólica del criminal que nada había podido contra la capacidad y la determinación inquebrantable de los investigadores, que al final lo habían identificado, etcétera, etcétera, etcétera…

Camuflada detrás de esa sucesión de etcéteras estaba la fuga del asesino, debida a hechos imprevisibles, y el desconocimiento de su actual paradero. A pesar de todo, la captura del responsable de los horribles asesinatos era solo cuestión de horas. Todas las policías europeas se hallaban en estado de alerta y se esperaba la noticia del arresto de un momento a otro.

Frank admiró la habilidad con que Roncaille y Durand lograban hacer frente al torbellino de preguntas y colocarse de lleno bajo los reflectores cada vez que se les presentaba la ocasión de lucirse o cómo se apresuraban a buscar una nueva luz cuando alguno los empujaba hacia una zona de sombra.

Ninguno de los dos había dedicado una sola palabra al comisario Nicolas Hulot. En su mente, Frank había vuelto a ver las fotos del accidente, el coche destrozado, el cuerpo del amigo tumbado sobre el volante, su pobre rostro de enfant terrible cubierto de sangre. Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo una hoja. Mientras registraba palmo a palmo la casa de Jean-Loup Verdier, buscando algún indicio de su fuga, había encontrado un recibo de una multa por exceso de velocidad, firmado por una patrulla de la policía de tráfico. La matrícula correspondía a un coche de alquiler de Avis. La fecha era la del día de la muerte de Nicolas, y la localidad en la que se había cometido la infracción era cercana a la del accidente.

Frank trató de reconstruir los movimientos de Jean-Loup gracias a esa simple prueba y mediante las palabras de quien, a pesar suyo, había sido un cómplice involuntario pero eficaz: Pierrot.

Evidentemente, el secreto al que se había comprometido en calidad de «policía honorario» comprendía a todos menos a su gran amigo Jean-Loup. Justo a él y solo a él, por ironías del destino, había confiado Pierrot que Frank lo había interrogado acerca de un disco de un tal Robert Fulton. De ese modo Jean-Loup se había enterado de su error y Ninguno había partido en persecución de Nicolas en su viaje para intentar descubrir lo que el disco podía revelar.

Frank había seguido paso a paso el recorrido del comisario y había averiguado todo lo que era posible averiguar; es decir, que su amigo había sido el primero en descubrir la identidad de Ninguno. Por ese motivo lo había asesinado.

La voz de Roncaille lo sacó de sus pensamientos.

—… por lo que cedo ahora la palabra al hombre que ha conseguido dar un nombre y un rostro al asesino en serie conocido con el nombre de Ninguno: Frank Ottobre, agente del FBI.

No hubo aplausos, solo una multitud frenética de manos levantadas. Roncaille señaló a un periodista pelirrojo sentado en primera fila. Frank lo reconoció y se preparó para la metralla de preguntas. Coletti se puso de pie y se presentó.

—René Coletti, de France Soir. Agente Ottobre, ¿se han podido comprender las razones por las que Jean-Loup Verdier practicaba esas mutilaciones en el rostro de sus víctimas?

Frank se contuvo de sonreír mientras reflexionaba sobre el narcisismo de aquella evolución dialéctica.

«Si éstas son las reglas del juego, también yo puedo jugar».

Frank se apoyó contra el respaldo de su silla.

—Ésa es una pregunta que el doctor Cluny está más calificado que yo para responder. Yo puedo, en cambio, anticipar que, en estos momentos, no estamos en condiciones de afirmar que comprendemos cabalmente las razones del asesino. Como ya ha dicho el director Roncaille, muchos detalles de la investigación se encuentran todavía en fase de comprobación y forman parte del secreto de sumario. Sin embargo, algunos de estos elementos ya son certezas de las que podemos hacerles partícipes.

Hizo una pausa de efecto. Pensó que el doctor Cluny debía de sentirse orgulloso de él.

—Tales certezas proceden del trabajo desarrollado por el comisario Nicolas Hulot, en el que me he basado para llegar a identificar a Ninguno. El comisario, gracias a un error cometido por el asesino en el curso del asesinato de Alien Yoshida, había logrado remontarse a un acontecimiento oscuro, sucedido hace muchos años en Cassis, Provenza: un hecho de sangre en que pereció una familia entera. En aquella época, el caso se archivó enseguida, como doble homicidio y suicidio, hipótesis que ahora debería revisarse. Puedo decirles, señores, que una de las víctimas tenía el rostro desfigurado exactamente como las víctimas de Ninguno.

Corrió un rumor por la sala. Se levantaron otras manos. Una periodista joven, de aspecto despierto, se puso de pie antes que los demás.

—Laura Schubert, de Le Fígaro.

Frank le cedió la palabra con una señal afirmativa de la cabeza.

—Señor Ottobre, yo creía que el comisario Hulot había sido apartado de la investigación…

Por el rabillo del ojo Frank vio que Roncaille y Durand se ponían tensos. Dirigió a la muchacha la sonrisa del que está a punto de proporcionar una versión diferente de los hechos, la verdadera.

«¡Tragaos ésta, cabrones!».

—Eso no es del todo exacto, señorita. Creo que, en cierto modo, ha sido una libre interpretación de la prensa. El comisario Hulot simplemente se había distanciado de las investigaciones que se realizaban aquí, en Montecarlo, para seguir personalmente la pista que poseía. Como podrá usted imaginar, ese detalle no se hizo del dominio público por una serie de motivos. Y, por desgracia, con enorme dolor debo decir que su capacidad y su olfato fueron la causa de su muerte, que no fue producto de un accidente de tráfico. El comisario Hulot murió a manos de Ninguno, que, al saberse identificado, se vio obligado a matarlo para defenderse y cometió así su enésimo asesinato. Repito: el mérito de la identificación del responsable de todos estos asesinatos corresponde por entero al comisario Nicolas Hulot, que ha pagado este éxito con su propia vida.

La sala se agitó con el alboroto de las voces. Esa versión de los hechos hacía agua por todas partes, pero era un buen golpe de efecto. Algo sensacional para escribir, y los periodistas lo escribirían. Y con eso a Frank le bastaba. Durand y Roncaille estaban pasmados, pero sus semblantes adoptaron de pronto la expresión de «a mal tiempo buena cara». Morelli, de pie y con los brazos cruzados, apoyado contra una pared lateral de la sala, echó a Frank una mirada de aprobación, levantando discretamente un pulgar bajo los brazos cruzados.

Luego se puso de pie un periodista que hablaba francés con un fuerte acento italiano.

—Marco Franti, del Corriere della Sera, Milán. ¿Puede usted decirnos algo más sobre los descubrimientos del comisario Hulot en Cassis?

—Repito que las investigaciones todavía están lejos de haber concluido. Solo adelantaría hipótesis que los hechos podrían desmentir. Lo único que puedo decirles de momento, con cierta seguridad, es que estamos buscando el verdadero nombre de Ninguno, ya que creemos que no se llama Jean-Loup Verdier. Una búsqueda efectuada en el cementerio de Cassis, siguiendo las huellas del comisario Hulot, nos ha permitido saber que Jean-Loup Verdier es el nombre de un muchacho que se ahogó en el mar hace bastantes años, más o menos en la misma época del grave hecho de sangre que mencioné hace unos momentos. Se trata de un caso de homonimia por lo menos sospechoso, ya que la tumba de ese muchacho está a pocos metros de las de las víctimas.

Otro periodista levantó la mano y gritó su pregunta sin siquiera levantarse de la silla; milagrosamente, logró hacerse oír por sobre el clamor general.

—¿Y qué puede decirnos de la historia del capitán Ryan Mosse?

En un instante, tras el tiempo necesario para asimilar la pregunta, se hizo un silencio absoluto. Era uno de los aspectos más espinosos de toda aquella historia. Frank miró primero al periodista y luego paseó la mirada por todos los presentes.

—Con respecto al capitán Ryan Mosse, que ya ha sido puesto en libertad, fue un error garrafal por mi parte. Aunque numerosos indicios parecían acusarlo sin sombra de duda del homicidio de Roby Stricker, no tengo excusas ni atenuantes para mi equivocación. Lamentablemente, en el curso de una investigación como ésta a veces puede suceder que caigan injustamente algunos inocentes. Pero esto no sirve en absoluto de justificación. Les repito que ha sido un error, que soy el único responsable y que estoy dispuesto a pagar las consecuencias, con lo que libero a cualquier otra persona de todo posible agravio. Ahora, si tienen ustedes a bien disculparme…

Frank se puso de pie.

—Por desgracia, todavía tengo mucho trabajo que hacer junto con las fuerzas de la policía para capturar a un asesino muy peligroso. Creo que el doctor Durand, el director Roncaille y el doctor Cluny estarán encantados de responder al resto de sus preguntas.

Frank se apartó de la mesa, se acercó a la pared en la que estaba apoyado Morelli y desapareció por una puerta lateral. Esperó en el amplio pasillo semicircular que bordeaba la sala de la conferencia hasta que, pocos instantes después, lo alcanzó el inspector.

—Has estado magnífico, Frank. Pagaré cualquier cosa por tener una foto de las caras de Roncaille y Durand cuando hablabas del comisario Hulot. Se la mostraré a mis nietos como prueba de que Dios existe. Ahora…

Un ruido de pasos interrumpió las palabras de Morelli. La mirada del inspector se fijó en alguien que estaba detrás de Frank.

—Volvemos a encontrarnos, señor Ottobre…

Frank reconoció aquel tono y aquella voz. Se dio la vuelta y se encontró ante los ojos sin vida del capitán Ryan Mosse y su alma condenada, el general Nathan Parker. Morelli se colocó enseguida a su lado. Frank notó su presencia y se sintió agradecido.

—¿Algún problema, Frank?

—No, Claude, ningún problema. Creo que puedes marcharte, ¿verdad, general?

La voz de Parker era más fría que el hielo del Ártico.

—Sí, será mejor así. Si nos disculpa usted, inspector…

Morelli se alejó, no del todo convencido. Frank oyó el ruido de sus pasos en el mármol del pasillo. Nathan Parker y Mosse guardaron silencio hasta que desapareció.

El primero en hablar fue Parker.

—Así que lo ha conseguido, ¿eh, Frank? Ha descubierto a su asesino. Es usted un hombre de muchos recursos.

—Lo mismo se puede decir de usted, general, aunque no son recursos de los que sentirse orgulloso. Por si le interesa, Helena me lo ha contado todo.

Al viejo soldado no se le movió ni un pelo.

—También a mí me lo ha contado todo. Me ha hablado largamente del ardor viril con que se ha aprovechado usted de una mujer que no se halla en posesión de sus facultades mentales. Creo que ha cometido usted una serie de graves errores mientras jugaba a caballero intachable y sin miedo. Si mal no recuerdo, ya le había advertido que no se interpusiera en mi camino, pero usted no quiso escucharme.

—Es usted un ser despreciable, general Parker, y acabaré con usted.

Ryan Mosse dio un paso adelante. El general lo detuvo con un gesto. Sonrió con perfidia.

—Es usted un fracasado y, como todos los fracasados, es también un iluso, señor Ottobre. No es un hombre, sino los restos del hombre que fue. Puedo aplastarlo como a un gusano, sin inmutarme. Escúcheme bien…

Se acercó tanto que Frank notó el calor de su aliento y las leves salpicaduras que salían de su boca mientras silbaba en su cara todo su odio.

—Se mantendrá usted lejos de mi hija. Frank, puedo reducirlo a un estado tan lastimoso que me implorará que lo mate. Y si no le importa su integridad personal, tenga presente que tengo en mis manos la vida de Helena. Si se me antoja, puedo hacerla encerrar en una clínica para enfermos mentales y tirar la llave.

Comenzó a pasearse alrededor de Frank mientras proseguía con su discurso.

—Desde luego, pueden ustedes intentar escapar juntos y unirse contra mí. Pueden intentar escupir juntos su veneno. Pero reflexione. Por un lado estoy yo, un general del ejército estadounidense, un héroe de guerra, y consejero militar de Estados Unidos. Y por otro están ustedes dos, una mujer de comprobada fragilidad psicológica y un hombre que estuvo internado durante meses en un manicomio después de haber llevado prácticamente al suicidio a su mujer. Dígame, Frank, ¿quién les creería? Y además, todo lo que pudieran inventar sobre mí recaería sobre Stuart, y creo que eso es lo último que Helena desearía. Mi hija ya lo ha entendido y ha prometido que no volverá a verle nunca más. Lo mismo espero de usted, señor Ottobre, ¿me ha entendido? ¡Nunca más!

El viejo soldado se alejó un paso, con un brillo triunfal en los ojos.

—De cualquier modo, independientemente de cómo concluya esta historia, es usted un hombre acabado, señor Ottobre.

El general le dio la espalda y se alejó sin mirar atrás. Mosse se acercó a Frank. En su rostro se podía leer el placer sádico de ensañarse con un hombre vencido.

—Él tiene razón, señor agente del FBI. Eres un hombre acabado.

—Eso ya es algo. Tú, en cambio, ni siquiera has empezado.

Frank dio un paso atrás, esperando una reacción. Cuando Mosse amagó un gesto, se encontró con el cañón de la Glock que le apuntaba.

—Adelante, capitán, dame un pretexto. Uno solo. El viejo tiene la espalda cubierta, pero tú no eres ni tan útil ni tan peligroso como crees.

—Antes o después terminarás en mis manos, Frank Ottobre.

Frank levantó los brazos con gesto fatalista.

—Estamos todos en las manos de los dioses, Mosse, pero te garantizo que tú no formas parte de esa categoría. Y ahora mueve el culo y sigue a tu amo.

Permaneció de pie en el pasillo hasta que los dos se marcharon. Guardó la pistola en la funda sujeta a la cintura, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó poco a poco hasta sentarse en el suelo de mármol. Se dio cuenta de que estaba temblando.

Escondido quién sabe dónde, había un asesino peligroso y todavía libre. Ya había matado a varias personas con una ferocidad inaudita, entre ellos a Nicolas Hulot, su mejor amigo. Pocos días atrás Frank habría dado los años que aún le quedaban de vida por poder escribir su nombre en un papel.

Ahora todos sus pensamientos giraban en torno a Helena Parker, y no sabía qué hacer.