Frank y Morelli salieron de la Rascasse a toda velocidad por el bulevar Albert Premier y vieron, casi delante del Mégane, una fila de vehículos policiales que llegaban de la calle Suffren Raymond, con las sirenas aullando. Además de los coches patrulla había un furgón azul con cristales polarizados que transportaba a los agentes de la unidad especial, en uniforme de asalto.
Frank, a pesar suyo, se vio obligado a admirar la eficacia de la Sûreté Publique monegasca. Habían pasado escasos minutos desde que Morelli había dado la alarma, y la máquina se había puesto en movimiento con una celeridad impresionante.
Doblaron a la derecha en la subida de Sainte-Dévote y bordearon el puerto hasta el túnel, recorriendo a la inversa el itinerario del Gran Premio. Frank pensó que nunca un piloto lo había recorrido con más motivación.
Salieron del túnel como balas de cañón, dejaron atrás las playas de Larvotto para coger la calle que pasaba delante del Country Club y seguía hacia Beausoleil.
Frank veía confusamente cabezas de curiosos que se volvían a su paso. No era frecuente ver tantos coches de policía en una operación conjunta por las calles de Montecarlo. En la historia del principado podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en que se había cometido un crimen que requiriera semejante despliegue de fuerzas. Montecarlo cuenta con una única calle de acceso y otra de salida, muy fáciles de cerrar de un lado y del otro, una trampa en la que no caería ningún delincuente con un poco de cerebro.
Al oír las sirenas, los coches civiles se detenían para cederles el paso. A pesar de la velocidad a la que iban, a Frank le parecía que avanzaban a paso de tortuga.
Querría poder volar; querría…
Sonó la radio del salpicadero. Morelli se inclinó para descolgar el micrófono.
—Morelli.
A través del altavoz, Roncaille se metió en el coche.
—Aquí Roncaille. ¿Dónde están?
—Detrás de ustedes, señor. Voy con Frank Ottobre, los estamos siguiendo.
Frank esbozó una sonrisa al oír que el jefe de la policía en persona iba en uno de los coches que los precedían. Por nada del mundo ese hombre se perdería la posibilidad de estar presente en el momento del arresto de Ninguno. Se preguntó si también Durand iría en el mismo coche. Probablemente no. Roncaille no era tonto. De ser posible, no compartiría con nadie el mérito de la captura del asesino que daba que hablar a media Europa.
—¿Me escucha también usted, Frank?
—Sí, lo escucha. Está conduciendo el coche, pero lo escucha. Es él quien ha descubierto la identidad de Ninguno.
Morelli se sintió en el deber de confirmar los méritos de Frank en aquella carrera desenfrenada hacia la casa de Jean-Loup Verdier. Después hizo algo de lo que Frank nunca le habría creído capaz. Mientras sostenía el micrófono con la mano izquierda, mostró el dedo mayor de la mano derecha al receptor, en el mismo momento en que la voz de Roncaille se hacía oír otra vez.
—Bien. Muy bien. También vienen los de Menton. He tenido que avisarles porque la casa de Jean-Loup está en territorio francés y es su jurisdicción. Necesitamos su presencia para confirmar el arresto. No quiero que ningún abogado de tres al cuarto nos ponga trabas con el pretexto de una irregularidad de procedimiento… Frank, ¿me oye?
Un chisporroteo de estática. Frank cogió el micrófono de manos de Morelli, al tiempo que seguía sujetando el volante con una mano.
—Dígame, Roncaille.
—Espero, por el bien de todos, que sepa usted lo que está haciendo.
—Esté tranquilo. Tenemos pruebas suficientes para estar seguros de que es él.
—Otro paso en falso, después de los últimos acontecimientos sería imperdonable.
«Claro, en especial ahora que el primer nombre de la lista de ceses ha pasado a ser el tuyo…».
La preocupación del director parecía no detenerse allí. Se podía percibir también en la voz levemente distorsionada que salía por el receptor de la radio.
—Frank, hay una cosa que no consigo explicarme.
«¿Una solo?».
—¿Cómo ha conseguido ese hombre cometer los asesinatos si estaba prácticamente atrincherado en la casa bajo el constante control de nuestros agentes?
Frank ya se había hecho la misma pregunta; dio a Roncaille la respuesta que se había dado a sí mismo.
—Es un detalle que no sé explicar. Creo que deberá decírnoslo él, una vez que le hayamos puesto las manos encima.
Mientras se desarrollaba esta conversación, casi habían llegado a la casa de Jean-Loup. Sin embargo, aún no habían tenido noticias de los tres policías que montaban guardia allí. A Frank le pareció muy mala señal. Si habían entrado en acción, ya deberían haber comunicado el resultado de sus movimientos.
Se abstuvo de comentar esta preocupación con Morelli, que no era estúpido y sin duda estaba pensando lo mismo.
Como si lo hubieran ensayado, frenaron delante de la verja de entrada de la casa de Jean-Loup en el mismo momento en que llegaban los coches de la comisaría de Menton. Frank observó que no había periodistas; en otras circunstancias, le habría hecho gracia. Habían vigilado continuamente aquella casa, y ahora la habían abandonado justo cuando ocurría un hecho jugoso como un bistec en el que clavar los dientes.
Con toda seguridad, en un rato los reporteros llegarían en masa pero los detendrían los coches patrulla que ya estaban organizando puestos de control en los dos sentidos de la calle. Algunos agentes ya se habían apostado más abajo, a la altura de la casa de Helena, para bloquear toda posibilidad de fuga por la empinada cuesta que bajaba hacia la costa y el mar.
Todavía no se había detenido completamente cuando las puertas posteriores del furgón se abrieron. Bajaron una docena de hombres de la unidad de intervención, agentes vestidos con monos azules, con cascos, chalecos antibalas y fusiles M-16, y se prepararon para irrumpir en la vivienda.
El coche de los agentes de servicio estaba aparcado fuera, vacío, las puertas cerradas pero no bloqueadas. El propio Roncaille había ido a probar la cerradura. Frank tuvo un mal presentimiento. Muy malo.
—Trata de llamar a los agentes —le dijo a Morelli.
El inspector asintió con la cabeza mientras Roncaille se acercaba a ellos. Frank vio que del coche en el que iba el jefe de la policía bajaba también el doctor Cluny. Roncaille no era tan incompetente como parecía, después de todo. Si conseguía rehenes y había que negociar, la presencia del médico sería muy útil. Morelli llamó varias veces, sin éxito, a los agentes, mientras Roncaille se detenía frente a él.
—¿Qué hacemos?
—Si los agentes no responden, no es buena señal. Yo ordenaría que actuara el escuadrón.
Roncaille se dio la vuelta e hizo un gesto con la cabeza al jefe del grupo de asalto, que esperaba instrucciones de pie en medio de la calle. El hombre dio una orden y todo sucedió a la velocidad de un relámpago. En un instante su equipo se dispersó y desapareció de la vista.
Un hombre de paisano, bastante joven, con una calvicie incipiente y el andar torpe de un jugador de baloncesto, bajó del coche patrulla de Menton y se acercó. A Frank le pareció haberlo visto antes, entre la muchedumbre, en el funeral de Nicolas. Les tendió la mano.
—Buenas tardes. Soy el comisario Roberts, de Menton, de homicidios.
Los dos le estrecharon la mano mientras Frank se preguntaba dónde había oído ya ese nombre. Después lo recordó. Era el policía con el que Nicolas había hablado por teléfono la noche de los asesinatos de Roby Stricker y Gregor Yatzimin, el que había ido a comprobar la llamada que después había resultado ser una falsa alarma.
—¿Cómo marcha el asunto? ¿Todo en orden? —preguntó Roberts mientras se volvía a mirar hacia el techo de la casa, que asomaba entre los cipreses.
Frank pensó en el rostro bañado en lágrimas de Pierrot, en su cerebro de niño ingenuo, que primero los había ayudado y después, en un instante, había desbaratado todo lo que habían construido con esfuerzo y al precio de muchas vidas humanas. Habría querido gritar y mentir, pero obligó a su voz a decir la verdad con calma.
—Me temo que no. Lamentablemente, el sospechoso ha sido alertado, con lo que hemos perdido el factor sorpresa. En el piso hay tres agentes que no responden a la radio, de los que no sabemos nada.
—Mmmm, mal asunto. Pero tres contra uno, me parece…
Las palabras de Roberts fueron interrumpidas por el chasquido de la radio portátil que Morelli tenía en la mano. El inspector se apresuró a responder mientras se acercaba al grupo.
—Sí.
—Aquí Gavin. Estamos dentro. Hemos registrado las habitaciones de arriba abajo. Ahora el lugar es seguro, pero ha habido una verdadera matanza. Hay tres agentes muertos y, aparte de los cadáveres, en la casa no hay nadie.