El día del funeral de Nicolas Hulot llovía.
Parecía que el tiempo hubiera decidido interrumpir aquel luminoso verano y derramar del cielo las mismas lágrimas que se derramaban por él en la tierra. Una lluvia recta y sin concesiones, como recta y sin concesiones había sido también la vida de un anónimo comisario de policía, dedicada a su pequeña misión de hombre común.
Ahora conseguía, quizá sin saberlo, la única recompensa que había deseado en vida: la de descender a la misma tierra que acogía el cuerpo de su hijo, acompañado por palabras de esperanza pronunciadas para consolar a quienes siguen vivos.
Céline se hallaba de pie al lado de la fosa, junto al cura, el rostro compuesto en la firmeza del dolor, despojada ya de voluntad ante las tumbas del marido y el hijo. Cerca de ella, la hermana y el marido, llegados precipitadamente de Carcasona tras la noticia de la muerte del cuñado.
Las exequias se llevarían a cabo en privado, según había sido siempre la voluntad de Nicolas. Aun así, un pequeño gentío había subido hasta el cementerio de Eze para asistir al rito fúnebre. A cierta distancia y un poco más arriba del lugar donde se había cavado la fosa, Frank observaba a la gente que rodeaba al joven sacerdote que oficiaba la ceremonia, con la cabeza descubierta a pesar de lluvia.
Estaban los amigos, los conocidos, algunos habitantes de Eze, todas las personas que habían apreciado la honradez y la bondad del hombre al que saludaban por última vez. Quizá también había algunos curiosos.
Estaba Morelli, cuyo rostro expresaba un sufrimiento tan intenso que sorprendió a Frank. Estaban Roncaille y Durand, en representación de las autoridades del principado, y todos los hombres de la Süreté que no estaban de servicio. Frank vio a Froben, al otro lado, también con la cabeza descubierta. Cerca, Bikjalo, Laurent, Jean-Loup, Barbara y gran parte del personal de Radio Montecarlo. Incluso estaban, algo apartados, Pierrot y su madre.
La avidez sensacionalista de los pocos periodistas presentes se había quedado en el exterior, gracias a los agentes del orden, aunque sin dificultades. La muerte de un hombre en un accidente de automóvil era algo demasiado banal para resultar interesante, aun cuando se tratara del comisario que se había encargado, hasta hacía poco tiempo, de la investigación de Ninguno y que posteriormente había sido suspendido del cargo.
Frank miró el ataúd de Nicolas Hulot. Bajaba poco a poco a la fosa cavada como una herida en la tierra, acompañado por agua de lluvia mezclada con agua bendita, como una bendición conjunta del cielo y de los seres humanos. Dos sepultureros con un impermeable verde comenzaron a echarle paletadas de tierra, que tenía el mismo color de la madera del ataúd.
Frank permaneció allí hasta que la última paletada cayó sobre la fosa ya llena. Pronto la tierra se aplanaría y alguien que cobraría por hacerlo pondría sobre ella una lápida de mármol, igual a la que había al lado, con una inscripción que indicaría que Stéphane Hulot y su padre Nicolas, de algún modo se habían reencontrado.
El sacerdote dio la última bendición y todos hicieron la señal de la cruz.
A pesar de todo, Frank no logró pronunciar la palabra «amén».
Rápidamente la gente comenzó a dispersarse. Los más cercanos a la familia cumplieron con el ritual de los saludos a la viuda y se alejaron. Mientras recibía el abrazo de los Mercier, Céline lo vio. Saludó a Guillaume y a sus padres, recibió las apresuradas condolencias de Durand y Roncaille, se volvió y susurró algo a la hermana que la dejó sola y se encaminó con el marido hacia la entrada del cementerio. Frank contempló la figura agraciada de Céline que avanzaba hacia él, con paso tranquilo, con los ojos enrojecidos a los que había negado el consuelo de un par de gafas oscuras.
Sin una palabra, Céline se refugió en su abrazo. Notaba en el hombro su llanto silencioso, mientras se concedía finalmente una pausa de lágrimas que no podría reconstruir su pequeño mundo hecho pedazos.
Céline se separó de él y lo miró. En sus ojos brillaba como un sol incandescente la estrella del dolor.
—Gracias, Frank. Gracias por estar aquí. Gracias por haber sido tú quien me lo dijo. Sé cuánto te ha costado.
Frank no respondió. Después de la llamada de Morelli, había dejado a Helena, subido hasta Eze y llegado a casa de Nicolas. Se quedó cinco largos minutos delante de la puerta de los Hulot antes de reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando Céline le abrió, mientras cerraba los bordes de una bata ligera sobre el camisón, lo entendió todo solo con verlo. Al fin y al cabo, era la esposa de un policía. Ya debía de haber imaginado aquella escena muchas veces, como una posibilidad funesta, y siempre la habría expulsado de su mente como un pensamiento de mal agüero. Ahora Frank estaba allí, en el umbral de su casa, con expresión dolida y su silencio era la confirmación de que también su marido, después de su hijo, de ahora en adelante estaría en otro lugar.
—Le ha sucedido algo a Nicolas, ¿verdad?
Frank asintió en silencio.
—¿Está…?
—Sí, Céline. Está muerto.
Céline cerró un instante los ojos y su rostro adquirió una palidez mortal. Se balanceó un poco, y él temió que fuera a desmayarse. Dio un paso adelante para sostenerla, pero ella se recobró enseguida. Frank vio que le temblaba una vena en la sien mientras pedía detalles que habría preferido ignorar.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Un accidente de carretera. No sé mucho. El coche se salio del camino y se precipitó por una hondonada. Debió de morir en el acto. Si te sirve de consuelo, no ha sufrido.
Mientras las pronunciaba, Frank era consciente de la futilidad de aquellas palabras. No, no era un consuelo, no podía serlo, aunque Frank supiera por Nicolas cuánto habían sufrido Nicolas y Céline por la agonía de Stéphane, en coma, ya reducido a un vegetal, conectado a una máquina que lo había mantenido con vida hasta que la piedad venció a la esperanza y dieron la autorización para apagarla.
—Entra, Frank. Debería hacer un par de llamadas, pero una de ellas puedo dejarla para mañana por la mañana… Tengo que pedirte un favor…
Cuando se volvió a mirarlo, los ojos de aquella mujer todavía enamorada de su marido estaban llenos de lágrimas.
—Lo que quieras, Céline.
—No me dejes sola esta noche, te lo suplico.
Llamó al único pariente de Nicolas, un hermano que vivía en Estados Unidos y que, a causa de la diferencia horaria, se enteraría de la noticia en plena noche. Le explicó brevemente la situación y murmuró: «No, no estoy sola», que era sin duda una respuesta a la preocupación del que hablaba al otro extremo de la línea. Colgó como si el aparato fuera muy frágil y se volvió hacia Frank.
—¿Te apetece un café?
—No, Céline, te lo agradezco. No necesito nada.
—Entonces sentémonos en el sofá, Frank Ottobre. Quiero que me abraces mientras lloro…
Y así fue. Se quedaron sentados en el sofá, en la hermosa estancia cuyas puertas correderas daban a la terraza y al vacío de la noche. Frank la oyó llorar hasta que la luz comenzó a teñir de azul el mar y el cielo del otro lado de los cristales. Sintió que el cuerpo extenuado de Céline se deslizaba en una especie de duermevela y la sostuvo así, con todo el afecto que les tenía, a ella y a Nicolas, hasta que, mucho más tarde, la entregó al cuidado de la hermana y el cuñado.
Y ahora estaban allí, de nuevo frente a frente, y él no podía evitar seguir mirándola, como si sus ojos quisieran llegar al fondo de los de ella. Céline supo la pregunta que se escondía en aquella mirada. Le dirigió una sonrisa tierna, por su ingenuidad de hombre.
—Ahora no vale la pena, Frank.
—¿Qué?
—Creía que tú lo habías entendido…
—¿Qué era lo que había que entender?
—Mi pequeña locura, Frank. Sabía muy bien que Stéphane estaba muerto; siempre lo he sabido, como sé que ahora tampoco Nicolas estará nunca más a mi lado.
Al ver su expresión confusa, Céline Hulot sonrió con ternura y le apoyó una mano en un brazo.
—Pobre Frank, lamento haberte engañado también a ti. Lamento haberte hecho sufrir cada vez que nombraba a Harriet.
Levantó la cabeza para mirar el cielo gris. Una pareja de gaviotas volaba en lo alto, planeando perezosamente en el viento. Eran dos, estaban juntas. Quizá eso pensaba Céline mientras seguía por un instante la trayectoria de las aves. Un soplo de viento agitó los flecos del chal que llevaba.
Sus ojos volvieron a encontrar los de Frank.
—Era todo una comedia, querido amigo. Una pequeña y estúpida comedia, solo para impedir que un hombre se dejara morir. Mira, después de la muerte de Stéphane… aquí mismo, mientras salíamos del cementerio después del entierro, tuve la certeza de que, si yo no hacía algo, Nicolas acabaría destrozado. Incluso antes que yo. Quizá hasta el extremo de poner fin a su vida.
Céline prosiguió con la voz del que sigue un recuerdo.
—Así que, mientras volvíamos a casa, sentados en el coche, se me ocurrió esa idea. Pensé que si Nicolas se preocupaba por mi, si tenía otras cosas en que pensar, distraería al menos en parte su desesperación por la muerte de Stéphane. Aunque fuera una pequeña distracción, quizá serviría para evitar algo peor. Así comenzó todo, y así continuó. Lo he engañado, y no me arrepiento. Volvería a hacerlo si fuera necesario. Pero, como ves, ya no hay nadie ante quien fingir…
De nuevo caían lágrimas por las mejillas de Céline Hulot. Frank miró en la maravillosa profundidad de aquellos ojos.
En el mundo había personas cuya única meta en la vida era tratar de parecer seda cuando en realidad no eran más que un montón de harapos. Y también había otras que habían hecho cosas grandiosas, cosas que habían cambiado el mundo. Pero pensó que ninguna de ellas podía igualar la grandeza de aquella mujer.
Céline le sonrió otra vez, con ternura.
—Adiós, Frank. No sé qué buscas, pero espero que lo encuentres pronto. Deseo tanto que seas feliz… te lo mereces. Au revoir, buen amigo…
Se puso de puntillas y le rozó los labios con un beso. Su mano dejó una huella dolorosa en el brazo de Frank. Luego le dio la espalda y echó a andar por el sendero de grava.
Frank la contempló alejarse. Al cabo de unos pocos pasos la vio detenerse y regresar hacia él.
—Frank, para mí esto no cambia nada. Nada en el mundo podrá devolverme a Nicolas. Pero todavía puede ser importante para ti. Morelli me ha contado los detalles del accidente. ¿Tú has leído el informe?
—Sí, Céline, con toda atención.
—Claude me ha dicho que Nicolas no tenía abrochado el cinturón de seguridad en el momento del accidente. Ésa fue la causa, en su momento, de la muerte de Stéphane. Si hubiera llevado el cinturón abrochado, nuestro hijo probablemente se habría salvado. Desde entonces, Nicolas no ponía ni siquiera las llaves en el contacto sin abrochárselo antes. Me parece extraño que no lo hiciera esta vez…
—No sabía este detalle del accidente de tu hijo. Sí, ahora que lo dices, también a mí me parece extraño.
—Repito: para mí no cambia nada. Pero si existe la posibilidad que lo hayan matado, quiere decir que estaba sobre la pista correcta, que vosotros dos estabais sobre la pista correcta.
Frank asintió con la cabeza, en silencio. Céline se marchó sin volverse. Mientras Frank la contemplaba alejarse, se le acercaron Roncaille y Durand, con cara de circunstancias. También ellos siguieron con la mirada la figura de la esposa de Hulot, una delgada silueta negra bajo la lluvia en el sendero de un cementerio.
—Qué pérdida lamentable, ¿verdad? Todavía no consigo creerlo…
Frank se volvió de repente. Su expresión hizo pasar una sombra por el semblante del jefe de la policía.
—¿Así que todavía no consiguen ustedes creerlo? ¿Justamente ustedes, que han sacrificado a Nicolas Hulot a las razones de Estado y le han obligado a morir como un hombre derrotado, todavía no consiguen creerlo?
Hizo una pausa que les puso encima una lápida mucho más pesada que todas las que los rodeaban.
—Si son capaces de sentir vergüenza, tienen motivos más que sobrados para hacerlo.
Durand levantó la cabeza de golpe.
—Señor Ottobre, comprendo su resentimiento, teniendo en cuenta su dolor, pero no le permito…
Frank lo interrumpió bruscamente. Su voz sonó seca como el ruido de una rama que se parte bajo el pie.
—Doctor Durand, soy perfectamente consciente de que mi presencia aquí le resulta difícil de soportar. Pero quiero coger a ese asesino más que cualquier otra cosa en el mundo. Por mil motivos, uno de los cuales es una deuda con mi amigo Nicolas Hulot. Lo que usted me permita o no me permita me es completamente indiferente. En otras circunstancias, le garantizo que haría que se tragara toda su autoridad, junto con los dientes.
El rostro de Durand se inflamó. Roncaille intervino para calmar los ánimos. A Frank le sorprendió verlo tomar partido, aunque sus motivaciones podían ser ciertamente discutibles.
—Frank, todos tenemos los nervios bastante alterados por lo que ha sucedido. Creo que sería mejor no dejarnos llevar por las emociones. Tenemos un trabajo que hacer, ya bastante difícil de por sí como para sumarle más obstáculos. De momento nuestras desavenencias personales, sean cuales fueren, deben pasar a un segundo plano.
Cogió a Durand por un brazo, quien opuso solo una aparente resistencia, y se lo llevó hacia la salida. Los dos se alejaron, protegidos por sus paraguas, dejándole solo.
Dio unos pasos y se encontró ante la tumba que contenía los restos mortales de Nicolas Hulot. Se quedó contemplando la lluvia, que ya comenzaba su trabajo de nivelar la tierra removida; sentía que la ira hervía en su interior como lava incandescente en la boca de un volcán.
Una breve ráfaga de viento agitó las ramas de un árbol cercano. El soplo del aire entre las ramas llevó a sus oídos una voz que ya había oído demasiadas veces desde el comienzo de todo aquello.
«Yo mato…».
Allí, a sus pies, bajo aquel montón de tierra recién excavada, yacía su mejor amigo. El hombre que lo había visto a la deriva y había tenido la fuerza de tenderle una mano cuando él más lo necesitaba. El hombre que había tenido el valor de confesarle todas sus debilidades y precisamente por ello se había vuelto todavía más grande a sus ojos. Si él, Frank Ottobre, estaba todavía en pie, si estaba todavía vivo, se lo debía exclusivamente a Nicolas Hulot.
Casi sin darse cuenta, comenzó a hablar con quien ya no podía responderle.
—Ha sido él, Nicolas, ¿verdad? No eras una víctima designada, no formabas parte de sus planes; eras solo un obstáculo que se cruzó por azar en su camino. Por eso se vio obligado a hacer lo que ha hecho. Antes de morir, tú descubriste quién es, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para saberlo también yo, Nicolas? ¿Qué?
Frank Ottobre permaneció mucho rato ante una tumba muda, bajo una constante lluvia, repitiéndose de manera obsesiva esa pregunta. No hubo respuesta alguna, ni siquiera una palabra susurrada en la lengua del viento, ni un sonido que descifrar en el movimiento del aire en la copa de un árbol.