Cuando Frank se despertó, fuera todavía estaba oscuro. Abrió los ojos y por enésima vez se encontró en una cama ajena, en una habitación ajena, en una casa ajena. Pero esta vez todo era distinto. El regreso a la realidad no conducía solo a un nuevo día cargado con los mismos pensamientos que el anterior. Giró la cabeza hacia la izquierda y, a la luz azulada de la lámpara, vio a su lado el cuerpo dormido de Helena. La sábana la cubría solo en parte, y Frank admiró la curva de sus músculos bajo la piel, los hombros torneados, la línea estilizada de los brazos. Se puso de lado y se le acercó como un vagabundo se aproxima con cautela al alimento que le ofrece un desconocido, de modo que antes que nada le llegara el perfume natural de su piel.
Era la segunda noche que pasaban juntos.
La noche anterior habían vuelto a la casa y bajado del coche de Frank casi temerosos, como si abandonar aquel espacio restringido pudiera cambiar algo, como si lo que se había creado en el interior del vehículo fuera a disolverse al contacto con el aire.
Entraron en la casa sin hacer ruido, casi como furtivos, con la extraña sensación de no tener derecho a vivir lo que estaban viviendo.
Frank maldijo aquella sensación enfermiza, y a la persona y el motivo que la habían provocado.
No probaron ni la comida ni el vino prometidos por Helena.
Desde el primer momento, fueron solo ellos dos, y su ropa pronto excesiva, caída en el suelo con la naturalidad de las promesas cumplidas. Había otra hambre y otra sed durante largo tiempo insatisfechas, había un vacío por llenar que solo ahora, mientras trataban de colmarlo, comprendían qué grande era.
Frank apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Las imágenes comenzaron a fluir libremente detrás de sus párpados cerrados.
La puerta.
La escalera.
La cama.
La piel de Helena, única en el mundo, en contacto con la suya, que al fin hablaba un idioma conocido.
Aquellos ojos tan hermosos, velados por una sombra.
La mirada de pronto asustada cuando Frank la estrechó entre sus brazos.
Su voz, un soplo rozando sus labios.
«Te ruego que no me hagas daño», le había pedido.
Frank sintió que los ojos se le humedecían de emoción. En vano buscó ayuda en las palabras. Helena había pedido la misma ayuda y tampoco la había encontrado. El único idioma que hablaron fue el fuego y la dulzura con que se buscaron, con que se reconocieron, necesitados el uno del otro. La poseyó con toda la delicadeza de que era capaz; deseó ser un dios capaz de volver el tiempo atrás y cambiar el curso de las cosas. Y descubrió, mientras se perdía en ella, que podía hacerlo, que ella podía darle la fuerza para convertirse en ese dios, para ella y para sí mismo.
Borró el sufrimiento, si no los recuerdos.
Los recuerdos…
Después de Harriet no había habido ninguna otra mujer. Era como si una parte de él se hubiera echado a un lado y solo quedan activas las funciones vitales primarias, las que le permitían beber, comer, respirar, circular por el mundo como un autómata de carne y hueso. La muerte de Harriet le había enseñado que el amor no podía imponerse. Nadie podía imponerse no volver a amar. Y sobre todo nadie podía imponerse amar todavía. No basta la voluntad, por férrea que fuese; se necesitaba el azar, esa suma de cosas que miles de años de experiencias y charlas y poesía aún no conseguían explicar del todo. Solo servían para confirmar su existencia.
Helena era un regalo del destino, un silencioso «¡oh!» de sorpresa mientras su planeta ya árido y consumido giraba inerte alrededor de un sol que parecía brillar solo para los demás. Era la emoción de descubrir que, entre las piedras y la tierra reseca, brotaba una única y milagrosa brizna de hierba. No era todavía un regreso a la vida, sino una pequeña promesa susurrada a flor de labios, una posibilidad para volver a tener esperanza, que en sí misma no trae felicidad, sino ansiedad.
—¿Duermes?
La voz de Helena lo sorprendió mientras perseguía recuerdos recientes que pendían de su mente como fotos aún húmedas. Se volvió hacia ella y la vio al contraluz cómplice de la lámpara de la mesita de noche. Helena lo observaba con la cabeza en la mano, el codo apoyado en la cama.
—No, no duermo.
Se acercaron, y el cuerpo de Helena se deslizó entre sus brazos con la naturalidad del agua que vuelve a fluir en el cauce de un río después de haber luchado contra un obstáculo que bloqueaba su curso. Frank sintió de nuevo el milagro de la piel de Helena contra la suya. Ella apoyó el rostro en su pecho y lo olió a su vez.
—Eres bueno, Frank Ottobre. Y eres guapo.
—¡Pues claro que soy guapo! Soy la versión real de George Clooney. El problema es que nadie lo nota…
Los labios de Helena sobre los suyos le dieron la certeza de que ella sí lo notaba y pretendía tenerlo en exclusividad. Hicieron de nuevo el amor, con la pereza sensual de los cuerpos todavía un poco adormecidos, arrancados de su reposo por un deseo más mental que físico.
Después se olvidaron del resto del mundo, como solo el amor permite hacerlo.
Al regreso de ese viaje debieron pagar el precio de su evasión. Permanecieron acostados en silencio, mirando en el techo claro las sombras oscuras de otras presencias que parecían flotar en la ambarina del cuarto. Presencias que no era posible disipar simplemente cerrando los ojos.
Frank había pasado el día en la central de policía, siguiendo el desarrollo de las investigaciones y constatando hora tras hora que las pistas que tenían oscilaban entre la nada y el cero absoluto; pero, de todos modos, se esforzaba por mostrarse activo y concentrarse aunque su mente quisiera vagar por otros rumbos.
Pensaba en Nicolas Hulot, que se encargaba de seguir una pista escrita en una hoja, tan endeble que se reflejaba en ella el ansia pintada en sus rostros. Pensaba en Helena, prisionera de un chantaje abominable y de un carcelero igualmente abominable, en la sarcástica e inexpugnable cárcel de aquella casa con puertas y ventanas abiertas de par en par al mundo.
Hacia la noche volvió a subir a Beausoleil y la encontró en el jardín; tuvo la sensación de recompensa de un viajero que al fin ve aparecer la meta de su peregrinación tras una larga y fatigosa travesía por el desierto.
Mientras Frank estaba con Helena, Nathan Parker llamó de París un par de veces. La primera, él se apartó discretamente, pero Helena le retuvo, cogiéndole de un brazo, con un gesto tan imperioso que le sorprendió. La oyó conversar con el padre —en realidad solo respondía con monosílabos—, mientras sus ojos no conseguían esconder un miedo que Frank temía que no perdiera nunca.
Después, el general le pasó con Stuart, y el rostro de Helena se iluminó al hablar con su hijo. Frank se dio cuenta de que, para ella, Stuart había sido una tabla de salvación durante todos aquellos años, un lugar donde refugiarse, un escondite secreto donde escribir cartas para entregar algún día a alguien que no sabía si llegaría alguna vez. También supo que el camino al corazón de Helena pasaba por el corazón de su hijo. No era posible tener a uno sin tener al otro. Se preguntó, mientras un soplo de inquietud se mezclaba con su respiración, si sería capaz de conquistarlo.
La mano de Helena se posó en la cicatriz que le cruzaba el costado izquierdo, un tramo de piel que sobresalía, rosada, sobre el resto de la epidermis, apenas más bronceada. Helena sintió al tacto que era una piel distinta, una piel que había crecido después, como si formara parte de una coraza que, como todas las corazas, tenía la ventaja de detener los golpes pero que también atenuaba el toque delicado de las caricias.
—¿Duele? —le preguntó mientras, con suavidad, seguía el contorno con los dedos.
—Ya no.
Hubo un instante de silencio, durante el cual Frank pensó que en ese momento Helena no estaba tocando sus cicatrices, sino las de los dos.
«Estamos vivos, Helena, apaleados y enterrados, pero vivos. Y de fuera llega el ruido de alguien que está excavando para sacarnos de aquí. Apresuraos, os lo ruego, apresuraos…».
Helena sonrió y un pequeño sol se sumó a la luz de la habitación. Se dio la vuelta de golpe y trepó encima de él como si quisiera coronar una conquista personal. Le mordió delicadamente la nariz.
—¡Imagínate! ¡Si te la saco, George Clooney te ganará por una nariz!
Frank le cogió la cara entre sus manos. Helena trató de resistírsele, sin mucha convicción, pero su boca soltó la nariz de Frank. Frank volvió a mirarla con toda la ternura que los ojos de un ser humano pueden transmitir.
—Temo que de ahora en adelante, con nariz o sin ella, me costará mucho imaginar mi vida sin ti…
Una sombra pasó por el rostro de Helena. Sus ojos grises adquirieron el color de la hoja de Excalibur. Con suavidad le cogió las muñecas con las manos y le soltó la cara. Frank imaginó sin esfuerzo qué pensamientos se ocultaban tras aquella mirada, y trato de aliviar la tensión.
—Eh, ¿qué pasa? Lo que he dicho no es nada tan terrible. Todavía no te he pedido que te cases conmigo…
Helena se acurrucó en el hueco de su hombro; el tono de su voz le hizo comprender que aquel breve intervalo de despreocupación había terminado.
—Ya estoy casada, Frank. O, mejor dicho, lo estuve.
—¿Qué quieres decir?
—Ya sabes cómo es el mundo de la política, Frank. Igual que el del espectáculo. Es todo una ficción, una representación. Y en Washington, como en Hollywood, uno puede hacer lo que quiera siempre que no sea del dominio público. Un hombre de carrera no puede aceptar el escándalo de una hija que trae al mundo un hijo sin tener al lado a un marido.
Frank guardó silencio, esperando. Sentía el calor húmedo del aliento de Helena que le acariciaba la espalda mientras hablaba. La voz de Helena le llegaba por encima del hombro, pero era como si saliera del fondo de un pozo sin eco.
—Y mucho menos si ese hombre es el general Nathan Parker. Por eso, oficialmente, soy la viuda del capitán Randall Keegan, caído en la guerra del Golfo, mientras su esposa, en Estados Unidos, esperaba un hijo que no era suyo.
Se incorporó y volvió a la posición de antes, su cara muy cerca de él. Lo miró a los ojos, con una leve sonrisa, como si solo Frank pudiera concederle el perdón. Frank nunca habría imaginado que en una sonrisa pudiera haber tanta amargura.
Helena dio una definición de sí misma como si hablara de otra persona, una mujer que le inspiraba una mezcla de piedad y desprecio.
—Soy la viuda de un hombre al que vi por primera vez el día de la boda y luego nunca más, salvo en un ataúd cubierto por una bandera. No me preguntes cómo lo hizo mi padre para convencer a ese hombre de que se casara conmigo. No sé qué le prometió a cambio, pero es fácil imaginarlo. Un casamiento casi por mandato, que debía durar el tiempo suficiente para servir de plausible cortina de humo, y después un divorcio liberador. Mientras tanto, una carrera fácil, con alfombra roja y ascensos… ¿Y sabes qué es lo cómico?
Frank aguardó en silencio. Sabía perfectamente que no tendría nada de cómico.
—El capitán Randall Keegan murió en la guerra del Golfo sin haber disparado nunca un solo tiro. Cayó heroicamente durante las operaciones de descarga, atropellado por un Hammer al que se le estropearon los frenos mientras bajaba por la rampa de un avión de transporte. Uno de los peores casamientos de la historia. Y ademas con un idiota…
Frank no tuvo tiempo de responder. Todavía estaba tratando de asimilar aquella nueva demostración de la perfidia y el poder de Nathan Parker, cuando el móvil, sobre la mesita de noche, comenzó a vibrar. Frank logró cogerlo antes de que comenzara a sonar. Miró la hora. Las agujas del reloj anunciaban problemas. Abrió la tapa del teléfono.
—¿Diga?
—Frank, habla Morelli.
Helena, tendida a su lado, vio que se le contraía el semblante.
—Dime, Claude. ¿Malas noticias?
—Sí, Frank, pero no las que imaginas. El comisario Hulot ha sufrido un accidente.
—¿Cuándo?
—Aún no lo sabemos con exactitud. Acaba de avisarnos un agente de la policía de tráfico francesa. Han encontrado el coche por la zona de Auriol, en Provenza, en un camino rural, al fondo de una hondonada. Le encontró un cazador que había salido a adiestrar a sus perros.
—¿Y cómo está él?
El silencio de Morelli fue elocuente. Frank sintió que el desconsuelo se apoderaba de su corazón.
«¡No, Nicolas, tú no, ahora no! No de esta forma de mierda, y en un momento en que tu vida se iba a pique. Así no, enfant terrible…».
—Ha muerto, Frank.
Frank apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le rechinaron los dientes. Los nudillos se le pusieron blancos alrededor del móvil. Por un instante Helena creyó que el teléfono se haría pedazos en su mano.
—¿Han avisado a su mujer?
—No, todavía no. Pensé que quizá prefirieras hacerlo tú.
—Gracias, Claude. Has hecho bien.
—Habría preferido no recibir ese cumplido.
—Lo sé, y te lo agradezco también en nombre de Céline Hulot.
Helena lo vio ir hasta el sillón sobre el cual habían dejado la ropa. Frank comenzó a ponerse el pantalón.
Ella se sentó en la cama, cubriéndose el pecho con la sábana. Frank no reparó en ese gesto de pudor instintivo ante una desnudez que Helena todavía no sentía del todo como un hecho natural.
—¿Qué pasa, Frank? ¿Adónde vas?
Frank la miró, y Helena leyó en su semblante un dolor amargo, Él se sentó en la cama para ponerse los calcetines. Su voz le llegó desde detrás de una espalda cubierta de cicatrices.
—Al peor lugar del mundo, Helena. Voy a despertar a una mujer en plena noche para explicarle por qué su marido nunca más volverá a casa.