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Nicolas Hulot retiró el tique de aparcamiento del expendedor automático y aparcó el coche exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado antes.

Desde allí se veía, a la izquierda con respecto al parking de la Viguerie, un poco más arriba sobre el flanco de la colina, un pequeño cementerio delimitado por cipreses.

Emprendió el camino de subida, que parecía la continuación del callejón que había bajado poco antes. Mientras andaba vio, por debajo del camposanto, una explanada de cemento donde se veían dibujadas en la tierra las divisiones de un par de pistas de tenis y una de baloncesto. Un grupo de muchachos jugaban con una pelota, empeñados en disputar un partido con un cesto solo.

Le resultó extraña la presencia de un campo de juego bajo un cementerio. Extraña, pero en sentido positivo. En el fondo no era una falta de respeto, sino la simple convivencia de la vida y la muerte, sin traumas, sin falsos pudores. Si él creyera en fábulas, diría que aquella proximidad era para los vivos un medio de compartir un poco de vida con los que ya no la tenían.

Llegó al sendero del cementerio.

Un cartel azul, colgado de un farol, advertía que se encontraba en Allée du Souvenir Francais. En la pared excavada en la colina frente a él, un cartel blanco ribeteado en rojo y azul recordaba lo mismo.

Recorrió las pocas decenas de metros de camino de tierra que llevaban a la verja de acceso, bajo un arco de piedra, a la izquierda.

Al lado, colgado de un poste consumido por la intemperie, un cartel advertía que el guardián, en invierno, estaba disponible de 8 a 17. Hulot pasó bajo el arco y entró; la grava crujió bajo sus zapatos.

De inmediato percibió el silencio.

No importaba que un poco más abajo un grupo de muchachos alborotara en el entusiasmo del juego, que el pueblo estuviera lleno de turistas y de murmullos de verano, que se oyera no muy lejos el rumor de los automóviles.

Parecía que el muro que rodeaba el lugar hubiera sido construido con un material que absorbía los sonidos, que no eliminaba los ruidos sino que cambiaba su naturaleza, como si pasaran a formar parte integrante del silencio que se respiraba allí.

Avanzó despacio por el sendero, en medio de las tumbas. La emoción por sus pequeños progresos se había calmado durante el breve trayecto desde La Patience. Ahora era el momento de ser racional, de conservar la calma y de reflexionar. Ahora era el momento de recordarse que la vida de alguien dependía de él y sus próximos descubrimientos.

El cementerio era muy pequeño; estaba compuesto de una serie de senderos en forma de damero entre las tumbas. A la derecha, para aprovechar mejor el poco espacio disponible, una escalera de cemento subía hacia unas terrazas en las que se adivinaban otras sepulturas, diseminadas en la colina que se elevaba hacia lo alto, más allá de la valla.

En el centro, un enorme ciprés subía hacia el cielo sereno. A la derecha y a la izquierda, apoyadas en el muro que rodeaba el cementerio, había dos pequeñas construcciones con el techo de tejas rojas. La de la derecha, a juzgar por la cruz en lo alto, parecía una capilla. La otra tal vez fuera un cobertizo. Mientras la miraba, la puerta de madera se abrió y salió un hombre. Hulot se dirigió hacia él, mientras se preguntaba qué papel debía representar. Como a menudo sucede a los actores y a los policías, maestros de la mentira, decidió dejarse llevar por la intuición y por la improvisación.

Abordó al hombre, al que entretanto se había acercado.

—Buenos días.

—Buenas tardes.

Hulot miró el sol, que se encaminaba hacia un triunfal ocaso y advirtió que las horas habían pasado sin que él se diera cuenta.

—Ya. Tiene usted razón. Buenas tardes. Oiga…

Decidió hacer el papel de turista curioso, y adoptó una expresión inocente.

—¿Usted es el guardián?

—Sí.

—Verá usted, en el pueblo he oído una historia terrible, que sucedió aquí algún tiempo atrás…

—¿Se refiere a lo que pasó en La Patience? —lo interrumpió el guardián.

—Pues sí. Me preguntaba si por casualidad sería posible echar una ojeada a las tumbas.

—¿Es usted policía?

Nicolas, desconcertado, miró al hombre como si de golpe le hubiera salido una segunda nariz. Por su expresión, el otro supo que había acertado, y sonrió.

—No se preocupe; no es que lo lleve escrito en la frente. Pero fui bastante pillo en mi juventud, y tuve algunos encuentros con la policía, por lo que sé reconocerlos…

Hulot ni confirmó ni desmintió nada.

—Así que quiere usted ver las tumbas de los Legrand, ¿eh? Venga conmigo.

No hizo preguntas. Si ese hombre tenía un pasado turbio que lo había llevado a vivir allí, en un pequeño pueblo donde hay gente que quiere saberlo todo y gente que no quiere saber nada, resultaba bastante claro de qué parte había decidido estar.

Lo siguió hasta la escalera que iba a las terrazas. Subieron unos escalones y, llegados al primer nivel, el guardián dobló a la izquierda y se detuvo ante una hilera de tumbas. Hulot recorrió con la mirada las lápidas apoyadas en el suelo, levemente inclinadas. Cada una llevaba una inscripción muy simple, un nombre y una fecha esculpidos en la piedra.

Laura de Dominicis 1943-1971

Daniel Legrand 1970-1992

Marcel Legrand 1992

Françoise Mautisse 1992

En las tumbas no había fotografías; había observado que había otras que tampoco las tenían. No lo encontró extraño, pero hubiera preferido tener caras para recordar y guardar como referencia.

Pareció que el guardián le hubiera leído el pensamiento.

—En las lápidas no hay fotos porque se quemaron todas en el incendio.

—¿Y por qué solo dos tienen la fecha de nacimiento?

—Son de la madre y el hijo. Las otras dos, creo que no las tuvieron a tiempo para el entierro. Y después…

Hizo un gesto que daba a entender que después ya no hubo nadie a quien le interesara añadirlas.

—¿Cómo sucedió? —preguntó el comisario, sin levantar los ojos de las losas de mármol.

—Una historia fea, y no solo por el hecho en sí. Legrand era un tío raro, un solitario. Llegó al pueblo después de comprar esa finca, La Patience, con la mujer embarazada y una especie de ama de llaves. Se instaló, y enseguida quedó claro cuál iba a ser su actitud: total aislamiento. La mujer parió en la casa, sola, seguramente asistida por él y el ama de llaves.

Señaló la tumba con un gesto.

—La mujer murió unos meses después del parto. Quizá, si hubiera parido en un hospital, no habría sucedido. Por lo menos es lo que dijo el médico que determinó su muerte. Pero ese hombre era así. Parecía que odiaba a la gente. Al hijo no se lo veía casi nunca, no lo bautizaron, no iba al colegio. Debía de tener profesores particulares, tal vez el mismo padre, porque aprobaba los exámenes al final de cada curso.

—¿Usted lo vio alguna vez?

El guardián asintió con la cabeza.

—Muy de vez en cuando venía con el padre a dejar flores en la tumba de la madre. En general era la mujer de la casa la que se ocupaba. Una vez sucedió algo…

—¿Qué?

—Algo insignificante, pero que daba mucho que pensar sobre cómo debía de ser la relación entre padre e hijo. Yo estaba allí dentro…

Señaló con un gesto de la mano la pequeña construcción de donde Hulot le había visto salir.

—Cuando salí, lo vi… al padre, me refiero… de pie delante de la tumba, vuelto de espaldas. El niño estaba al lado, apoyado en el muro, mirando hacia abajo, a los niños que jugaban al fútbol. Cuando me oyó salir, volvió la cabeza hacia mí. Era un niño normal, bastante guapo, diría, pero tenía unos ojos extraños, no sé cómo decirlo… unos ojos tristes. Sí, eso, tristes, diría. Los ojos más tristes que había visto nunca. Debió de haber aprovechado un momento de distracción del padre para llegar hasta allí, atraído por las voces de los otros niños. Me acerqué a hablarle, pero el padre vino hecho una furia. Gritó el nombre del niño y… ¿Me permite decirle algo?

El guardián hizo una pausa. Lo miró fijamente como si no lo estuviera viendo a él sino reviviendo aquel momento.

—Cuando ese hombre gritó: «¡Daniel!», lo hizo con la voz con que uno grita: «¡Fuego!» a un pelotón de fusilamiento. El niño se volvió hacia el padre y se puso a temblar. Temblaba como una hoja. Legrand no dijo nada. Se limitó a mirar a su hijo con los ojos muy abiertos, como loco. Temblaba de rabia casi tanto como su hijo temblaba de terror. No sé qué sucedía en aquella casa; solo sé que en ese momento ¡el niño se meó encima!

El guardián bajó por un instante la mirada al suelo.

—Como imaginará usted, años después, cuando pasó lo que paso, no me sorprendió en absoluto saber que Legrand había cometido aquella matanza. ¿Entiende lo que le quiero decir…?

—Según me han dicho, se suicidó después de matar al ama de llaves y al hijo y prender fuego a la casa.

—Así fue, sí. O por lo menos ésa fue la conclusión de la policía. No había motivos para sospechar otra cosa, y el comportamiento de ese hombre apoyaba sobradamente esa hipótesis. Pero aquellos ojos…

Miró al vacío sacudiendo la cabeza.

—Aquellos ojos de loco no lograré quitármelos nunca de la cabeza.

—¿Hay alguna otra cosa que pueda decirme? ¿Recuerda algún otro detalle?

—Pues sí, han sucedido cosas extrañas desde entonces. Bastantes, diría.

—¿Como cuáles?

—El robo del cuerpo, por ejemplo. Después, el asunto de las flores…

Por un instante Hulot creyó haber entendido mal.

—¿Qué cuerpo?

—El suyo.

El hombre indicó con un dedo la lápida de Daniel Legrand.

—Aproximadamente un año después de la tragedia, una noche profanaron la tumba. Cuando llegué, por la mañana, encontré la verja forzada, la lápida suelta y el ataúd abierto. Del cuerpo del chaval no había ni rastro. La policía pensó en un maníaco necrófilo que…

—Ha hecho usted referencia también a unas flores… —lo interrumpió Nicolas.

—Ya, también está eso. Un par de meses después del entierro recibí una carta escrita a máquina. Me la entregaron aquí porque estaba dirigida al guardián del cementerio de Cassis. Dentro había dinero. No un cheque, sino billetes envueltos en la hoja de la carta.

—¿Y qué decía la carta?

—Que el dinero era mi remuneración por el cuidado de la tumba de Daniel Legrand y la madre. Ni una palabra sobre el padre o el ama de llaves. El que escribió la carta me pedía que mantuviera siempre limpias las lápidas y que no faltaran nunca flores frescas. El dinero ha seguido llegando aun después del robo del cuerpo.

—¿Hasta ahora?

—La última la recibí el mes pasado. La próxima debería llegar dentro de poco.

—¿Ha conservado la carta? ¿O alguno de los sobres?

El guardián se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—No creo. De la carta han pasado muchos años. Debería mirar en casa, pero no creo. Los sobres, no sé… quizá todavía tenga alguno. En todo caso, puedo hacerle llegar el que recibiré dentro de poco, si lo recibo.

—Se lo agradecería. Y le agradecería también si no hablara usted con nadie de nuestra conversación.

El guardián hizo un gesto dando a entender que eso se sobrentendía.

—No se preocupe.

Mientras ellos hablaban, una mujer vestida de oscuro, con un pañuelo en la cabeza, subió la escalera con un ramo de flores en la mano. Con pequeños pasos llegó a una tumba de piedra, en la misma fila que las de los Legrand. Se inclinó, acarició con gesto afectuoso el mármol de la lápida y se puso a hablar en voz baja.

—Discúlpame si hoy he llegado tarde, pero he tenido algunos problemas en casa. Ahora iré a buscar agua y luego te explico.

Dejó el ramo sobre la piedra, quitó del florero las flores marchitas y extrajo el recipiente de la tumba. Se alejó para ir a llenarlo. El guardián siguió la mirada de Nicolas y se anticipó a su pregunta. Había pena en su rostro.

—Pobre mujer, ¿verdad? Aquélla fue una época muy desafortunada para Cassis. Poco antes de que pasara lo de La Patience, a ella también le ocurrió una desgracia. Fue una banalidad, si es que la muerte de una persona se puede definir así. Un accidente durante una inmersión. El hijo se había sumergido a coger erizos, para vender a los turistas en un tenderete del puerto. Un día no regresó. Encontraron su barca anclada un poco más allá de las calanques, abandonada, con su ropa dentro. Cuando el mar devolvió el cuerpo, le hicieron la autopsia y dijeron que había muerto ahogado, probablemente por un malestar repentino durante la inmersión. Después de la muerte del chaval, ella…

El guardián hizo una pausa y giró significativamente contra la sien el índice de la mano derecha.

—… perdió la cabeza, junto con el hijo.

Hulot contempló a la mujer, que estaba arrojando a la basura las flores marchitas de la tumba.

Pensó en Céline, su esposa. También a ella le había sucedido lo mismo, después de la muerte de Stéphane. La definición del guardián era perfecta.

«Perdió la cabeza, junto con el hijo».

Con el corazón encogido, se preguntó si alguien se habría referido alguna vez a ella haciendo girar el índice junto a la sien. La voz del guardián lo devolvió al cementerio.

—Si no me necesita usted para nada más…

—Ah, sí, discúlpeme, ¿señor…?

—Norbert, Luc Norbert.

—Le pido disculpas si he abusado de su tiempo. Imagino que tiene que cerrar.

—No, en verano el cementerio queda abierto hasta tarde. Iré después a cerrar la verja, cuando se haga oscuro.

—Entonces, si no le molesta, querría quedarme unos minutos más.

—Quédese, tranquilo. Si me necesita, me encontrará aquí, o puede preguntarle a alguien del pueblo. Me conocen todos y cualquiera le indicará mi casa. Buenas tardes, ¿señor…?

Hulot comprendió y sonrió. Decidió que el señor Norbert merecía una pequeña recompensa.

—Hulot. Comisario Nicolas Hulot.

El hombre vio confirmada su intuición pero no dejó ver ninguna expresión particular. Solo hizo un pequeño gesto con la cabeza, como si no pudiera ser de otra manera.

—Ya, comisario Hulot. Pues bien, buenas tardes, comisario.

—Buenas tardes a usted, y muchísimas gracias.

El guardián le dio la espalda y se marchó. Nicolas le siguió con la mirada mientras se alejaba. La mujer vestida de oscuro estaba llenando el florero con agua del grifo que había junto a la capilla. Una paloma se posó en el muro. En lo alto, hacia el mar, volaba una gaviota. Mendigos del mar y de la tierra, que se repartían el alimento entre los desperdicios que los humanos, esos pobres seres incapaces de volar, dejaban a su paso.

Volvió a mirar las lápidas, como si pudieran hablar, mientras una avalancha de pensamientos le invadía la mente. ¿Qué había sucedido en aquella casa? ¿Quién había robado el cuerpo desfigurado de Daniel Legrand? ¿Qué vinculaba un drama ocurrido hacía diez años con un loco asesino que desfiguraba a sus víctimas del mismo modo?

Se dirigió hacia la salida. Mientras recorría el sendero de cemento pasó ante la tumba del muchacho ahogado más o menos en la misma época. Se detuvo un instante frente a la lápida. Miró la foto. Un joven moreno, de expresión vivaz, sonreía desde un retrato de cerámica en blanco y negro, sin duda retocado para la ocasión. Se agachó para leer el nombre del muerto. Sus ojos se posaron en la inscripción y Nicolas Hulot se quedó sin aliento. Le pareció oír el estruendo de un trueno, y tuvo la impresión de que la inscripción se agigantaba hasta ocupar toda la superficie de la lápida.

En un único, breve y largísimo instante lo entendió todo.

Y supo quién era Ninguno.

Oyó el eco de unos pasos que se acercaban. Pensó que sería la mujer vestida de oscuro que volvía a la tumba de su hijo.

Inmerso en sus pensamientos, atontado por la emoción del descubrimiento, con el corazón retumbándole en los oídos como un timbal de orquesta, no prestó atención al sonido de los pasos que avanzaban a su espalda.

No les prestó atención hasta que oyó la voz.

—Felicidades, comisario. No creía que llegara hasta aquí.

El comisario Nicolas Hulot se dio la vuelta lentamente. Cuando vio la pistola apuntando hacia él, pensó que tal vez, por aquel día, su buena suerte se había agotado.