Jean-Paul Francis enroscó el tapón del pulverizador de plástico y accionó muchas veces el émbolo de la bomba para obtener la presión suficiente para rociar el insecticida. Cogió el utensilio por el mango y se acercó a un macizo de rosas rojas, cerca de la red metálica cubierta de plástico verde que servía de valla. Examinó los tallos y las hojas. Estaban cubiertos de parásitos que habían formado una especie de pelusa blanca.
—Ya que queréis guerra, ¡la tendréis! —exclamó con voz solemne.
Apretó una pequeña palanca y del aparato salió un chorro de insecticida mezclado con agua. Comenzó desde la base y fue subiendo a lo largo del tronco, distribuyendo el líquido de manera uniforme por todo el macizo.
Como había previsto, el insecticida tenía un olor espantoso. Se felicitó por haberse protegido con una mascarilla para no inhalar el producto, que, como ponía en la etiqueta, podía ser «tóxico en caso de ingestión. Manténgase alejado del alcance de los niños».
Al leer la advertencia había pensado que, si era tóxico para los niños, a su edad no podría hacerle demasiado daño ni aunque se lo inyectara en las venas.
Mientras fumigaba vio por el rabillo del ojo el Peugeot blanco que se detenía a cierta distancia de la entrada para vehículos. No era frecuente que un coche se detuviera allí, salvo cuando el hotel de enfrente estaba lleno y no quedaba lugar en el aparcamiento. Bajó un hombre alto, de unos cincuenta y cinco años, con el pelo cano y recién cortado, de aspecto cansado, que miró alrededor un momento y después se dirigió, decidido, hacia la verja de su casa.
Jean-Paul dejó su pulverizador, se bajó la mascarilla y fue a abrir la puerta de barrotes de hierro forjado, sin darle tiempo a llamar.
El hombre con el que se topó sonreía.
—¿Es usted el señor Francis?
—El mismo.
El recién llegado exhibió una identificación en un portadocumentos de piel. Se veía su foto protegida por una lámina transparente de plástico rígido.
—Soy el comisario Nicolas Hulot, de la Süreté de Mónaco.
—Si ha venido a arrestarme, sepa que ya vivo preso en este jardín. Una celda sería una buena alternativa.
El comisario rió, a pesar suyo.
—¡Pues a eso le llamo yo no temerle a la policía! Pero… ¿indica una conciencia tranquila o una vida acostumbrada al mundo del crimen?
—Es culpa de las mujeres crueles que tantas veces me han destrozado el corazón. Pero, mientras lloro por mis desdichas personales, ¿qué le parece si entra usted? Los vecinos podrían pensar que pretende venderme una enciclopedia.
Nicolas entró en el jardín y Francis padre cerró la verja a sus espaldas. El dueño de la casa llevaba unos vaqueros desteñidos y una camisa azul de tela ligera; en la cabeza, un sombrero de paja; colgada del cuello, una mascarilla que se había bajado para hablar con él. Debajo del sombrero asomaba el pelo blanco y tupido. Los ojos azules, que destacaban en el rostro bronceado, parecían los de un chiquillo. El conjunto de sus rasgos hacían que el rostro pareciera simpático y fino.
Hulot tendió la mano, y el viejo se la estrechó cordial y vigorosamente.
—No he venido a arrestarlo, si eso lo tranquiliza. Y le robaré apenas unos minutos.
Jean-Paul Francis se encogió de hombros mientras se quitaba el sombrero y la mascarilla. Nicolas pensó que habría podido ser un buen doble de Anthony Hopkins.
—Estaba ocupándome del jardín no por elección sino por aburrimiento. No esperaba más que un pretexto para dejarlo. Venga vayamos a la casa, que está más fresca.
Atravesaron el minúsculo jardín, en el que un sendero de cemento, estropeado por la intemperie y el tiempo, unía la verja de entrada y la puerta de la casa. No era una vivienda de lujo —estaba a años luz de muchas mansiones de la Costa Azul—, pero estaba ordenada y limpia. Subieron tres escalones y entraron. Al fondo una escalera llevaba a las plantas superiores y dos puertas opuestas se abrían de modo simétrico a derecha y a izquierda.
Nicolas, acostumbrado a analizarlo todo a simple vista, tuvo enseguida la impresión de que, si bien el ocupante de aquella modesta casa no era un hombre rico en dinero, sí lo era en cultura, buen gusto e ideas.
Lo supo por la cantidad de libros, los adornos, los pocos cuadros y los carteles enmarcados, reproducciones de pinturas famosas o relacionados de algún modo con el mundo del arte.
Pero lo que más impresionaba eran los discos. Parecían ocupar todas las superficies libres. Hulot miró por la puerta de la derecha entreabierta y vio una sala que albergaba un enorme equipo estéreo, quizá la única concesión al consumismo. También allí, como en la entrada, todo el espacio disponible en las paredes estaba ocupado por estanterías cubiertas de viejos elepés de vinilo y de CD.
—Al parecer, le gusta a usted mucho la música.
—Nunca he sido capaz de elegir mis pasiones, así que he tenido que aceptar que ellas me eligieran a mí.
Francis le precedió y entró por la puerta de la izquierda. Le hizo pasar a la cocina, al fondo de la cual, por una puerta entornada, se entreveía una despensa. En la parte opuesta había un pequeño balcón que daba directamente al jardín.
—Aquí, como ve, nada de música. Estamos en la cocina y no se deben mezclar dos clases distintas de alimentos. ¿Le apetece beber algo? ¿Un aperitivo?
—No, gracias. Ya me ha ofrecido una copa su hijo.
—Ah, ha estado con Robert.
—Sí, ha sido él quien me ha enviado aquí.
Francis notó las manchas de sudor bajo sus axilas. Con la sonrisa lista de un niño que acaba de inventar un juego nuevo, miró el Swatch que llevaba en la muñeca.
—¿Usted ya ha comido?
—No.
—Le hago una propuesta. La señora Sivoire, mi ama de llaves…
Se interrumpió y frunció el entrecejo con expresión perpleja.
—En realidad es la mujer de la limpieza, pero si la llamo ama de llaves ella se siente halagada y yo me siento más importante. La señora Sivoire, de origen italiano y una magnífica cocinera, me ha dejado lasaña al pesto lista para meter en el horno. Desde un punto de vista estético la señora Sivoire deja mucho que desear, pero le aseguro que sus lasañas están por encima de toda sospecha.
Nicolas no pudo evitar reír otra vez. Ese hombre era una fuerza de la naturaleza. Desbordaba simpatía por todos los poros. Con ese carácter extraordinario, su vida debía de ser un continuo disfrute… o por lo menos eso parecía.
—No tenía intenciones de quedarme a almorzar, pero si está en juego el orgullo de la señora Sivoire…
—Estupendo. Mientras se calienta la lasaña, yo subiré a darme una ducha. Si no, temo que, cuando levante los brazos, de mis axilas se dispare una descarga de ametralladora. Y después, ¿cómo podría justificar el cadáver de un comisario en mi cocina?
Jean-Paul Francis extrajo del frigorífico una fuente de cristal y la puso en el horno. Reguló la temperatura y el reloj. Por la manera en que manipulaba los electrodomésticos, Nicolas pensó que aquélla era la casa de un hombre apasionado por la cocina o de un hombre solo. En todo caso, una cosa no excluía la otra.
—Listo. Comeremos en diez minutos. Quizá quince.
Salió de la cocina y desapareció silbando por la escalera. Desde abajo, Hulot oyó poco después el chorro de la ducha y la voz de barítono de Jean-Paul Francis que entonaba «The Lady is a Tramp».
Cuando volvió, iba vestido del mismo modo que antes, pero con un pantalón y una camisa limpios. Tenía el pelo, todavía húmedo, peinado hacia atrás.
—Ya he vuelto. ¿Me reconoce usted?
Nicolas lo miró, perplejo.
—Pues sí.
—Qué raro. Después de la ducha me siento otro hombre. Se nota que es usted un comisario de verdad.
Hulot rió una vez más. Ese hombre tenía la capacidad de contagiar el buen humor. El dueño de la casa preparó la mesa en el pequeño balcón que miraba al jardín. Le alcanzó una botella de vino blanco y un sacacorchos.
—Mientras retiro la comida del horno, ¿qué le parece si abrimos ésta?
Nicolas dio cuenta del corcho en el mismo instante en que Jean-Paul Francis depositaba sobre el salvamanteles colocado en el centro de la mesa la fuente humeante de lasaña al pesto.
—Aquí está. Póngase cómodo.
Le sirvió una abundante ración de pasta humeante.
—Empiece, por favor. En esta casa, la única etiqueta que se observa es la de las botellas de vino —dijo mientras se servía una ración idéntica.
—Deliciosa —comentó Hulot con la boca llena.
—¿Qué le había dicho yo? Aquí tiene la prueba de que, sea lo que sea lo que venga a preguntarme, soy un hombre que dice la verdad.
Esas palabras dieron a Nicolas Hulot pie para plantear el motivo de su presencia allí, y era un motivo que quemaba mucho más que cualquier plato recién sacado del horno.
—Tenía usted una tienda de discos hace algún tiempo, ¿no? —dijo mientras cortaba con el tenedor un cuadrado de pasta.
Por la expresión del hombre se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.
—Así es. La cerré hace siete años. Por estas tierras la música de calidad no ha sido nunca un buen negocio…
Hulot se cuidó de no comentar la opinión de Francis hijo sobre el tema; no valía la pena hurgar en una llaga todavía mal curada. Decidió ser franco. El señor Francis le caía bien, y estaba seguro que podía ponerlo al tanto del asunto, al menos en parte.
—En Montecarlo estamos buscando a un asesino, señor Francis.
—Y digo yo… Al llegar a estas alturas de la película, ¿los dos héroes no comienzan a tutearse? Me llamo Jean-Paul.
—Y yo, Nicolas.
—¿Por casualidad te refieres a ese tío que llama a la radio? ¿Ése al que llaman Ninguno?
—Exacto.
—Entonces te diré que también yo, como millones de otras personas, he seguido toda la historia. Al oír esa voz se me pone la carne de gallina. ¿A cuántos ha matado ya?
—A cuatro. Y de la horrible forma que ya sabes. Lo peor es que no tenemos la menor idea de cómo impedirle que siga haciéndolo.
—Debe de ser más listo que una manada de zorros. Escucha una música pésima pero debe de tener un cerebro de primera.
—En cuanto al cerebro, estoy de acuerdo contigo. Y en cuanto a la música, justamente por eso he venido a verte.
Nicolas buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó las hojas impresas que le había dado Guillaume. Eligió una y se la tendió.
—¿Conoces este disco?
Francis cogió la hoja y la miró. Nicolas tuvo la certeza de verlo palidecer. El viejo alzó hacia él sus ojos azules de chiquillo, llenos de asombro.
—¿De dónde has sacado esta foto?
—Sería muy largo de explicar. Solo puedo decirte que creemos que el disco pertenece al asesino y que se vendió aquí…
Le mostró otra hoja, en la que se veía la etiqueta con el nombre de la tienda. Esta vez la palidez de su semblante no fue ya una impresión, sino una realidad. Las palabras no salían de su garganta.
—¿Pero…?
—¿Reconoces este disco? ¿Sabes decirme qué significado puede tener? ¿Quién es Robert Fulton?
Jean-Paul Francis apartó el plato e hizo un gesto con ambas manos.
—¿Que quién es Robert Fulton? Cualquier apasionado del jazz que vaya más allá de Louis Armstrong lo conoce. Y cualquier melómano daría una mano por tener uno de sus discos.
—¿Por qué?
—Porque en el mundo existen solamente diez, que yo sepa.
Ahora fue Nicolas el que palideció. Francis se sirvió un vaso de vino y se apoyó en el respaldo de la silla. De pronto la lasaña de la señora Sivoire parecía haber perdido todo interés.
—Robert Fulton ha sido uno de los mejores trompetistas de la historia del jazz. Por desgracia, como sucede a veces, musicalmente era un genio, pero estaba más loco que una cabra. Tenía unas ideas muy particulares. Nunca quiso grabar discos, porque estaba convencido de que la música no podía ni debía aprisionarse. Para él el único modo de gozarla era en concierto, in live, como se dice ahora. O sea, la música es una experiencia distinta cada vez, y no se puede fijarla de un modo estático, inmutable.
—Entonces, ¿este disco de dónde sale?
—A eso voy. En el verano de 1960 hizo una breve gira por Estados Unidos tocando en clubes con algunos de los mejores músicos de la época. Fueron unos conciertos históricos. En el Be-Bop Café de Nueva York, unos amigos, de acuerdo con una empresa discográfica, organizaron una grabación en directo a escondidas y a partir de esa cinta editaron quinientos discos, en la esperanza de que, una vez hechos, Fulton cambiara de idea.
—Por eso el álbum se llama Stolen Music…
—Exacto. Música robada. Solo que los amigos no habían previsto su reacción. Fulton se enfureció y destruyó todos los discos; luego exigió que le entregaran las matrices y las maquetas, y las destruyó también. La historia corrió por el mundillo musical y se convirtió en una especie de leyenda que cada uno enriquecía a su modo cuando la contaba. Lo único cierto es que de todos esos discos se salvaron solo diez, que se vendieron a precio de oro a coleccionistas de grabaciones raras. Y él era uno de ellos.
—¿Quiere decir que todavía tiene el disco?
—He dicho «era», no «soy». Pasé por momentos difíciles…
Francis se miró las manos bronceadas, manchadas por la edad. Evidentemente no eran buenos recuerdos los que volvían a su mente.
—Mi mujer enfermó de cáncer, y después murió. El negocio andaba mal en aquella época. Particularmente mal, quiero decir. Yo necesitaba dinero para los tratamientos, y ese disco valía mucho, así que…
Francis dejó escapar un fuerte suspiro, como después de toda una vida de apnea.
—Cuando lo vendí, con todo mi pesar, pegué en la cubierta la etiqueta de la tienda. Una manera simbólica de no perderlo del todo. Ese disco ha sido una de las pocas cosas que he sentido verdaderamente mías en toda mi vida, aparte de mi mujer y mi hijo. Tres cosas son ya una auténtica fortuna en la vida de un hombre.
El corazón de Nicolas Hulot latía como el pistón de un motor de gran cilindrada. Eligió bien las palabras e hizo una pregunta, con el tono de voz de quien teme la respuesta.
—¿Recuerdas a quién se lo vendiste, Jean-Paul?
—Han pasado unos quince años, Nicolas. Recuerdo que el cliente era un tío extraño, de mi edad, más o menos. Iba a la tienda y compraba discos, cosas raras, de coleccionista. No parecía tener problemas de dinero, por lo que te confesaré que algunas veces le cobraba de más. Cuando se enteró de que yo poseía una copia de Stolen Music, me persiguió durante meses para que se la vendiera. Yo siempre me negaba, pero al final, como te he dicho… La necesidad hace al ladrón. O al vendedor. A veces, a los dos.
—¿Te viene algún nombre a la mente?
—Soy un hombre, no un ordenador. De ese disco no me olvidaría ni aunque viviera mil años. Pero del resto…
Se pasó una mano por el pelo blanco y levantó la cabeza para mirar hacia el techo. Nicolas se apoyó en la mesa y subrayó:
—De más está que te diga lo importante que puede ser esto, Jean-Paul. Hay vidas humanas en juego.
Se preguntó cuántas veces todavía debería usar esa expresión, cuantas veces debería recordar a alguien la importancia de algo para salvar a otros seres humanos, antes de que toda aquella historia terminara.
—Quizá…
—¿Quizá qué?
—Ven conmigo. Veamos si eres un tío con suerte.
Hulot siguió a Jean-Paul fuera de la cocina; observó su espalda, derecha a pesar de la edad, y su nuca cubierta de tupido pelo blanco, mientras una corriente ligera le llevaba el perfume de su desodorante. En la entrada doblaron a la izquierda, y el hombre enfiló por una escalera que llevaba al semisótano.
Bajaron una decena de escalones y se encontraron en una habitación que debía de ser el cuarto comodín de la casa. En un lado había una lavadora y un fregadero, una bicicleta de mujer colgada en la pared y un banco de bricolaje con una prensa y utensilios para trabajar la madera y el hierro. En el otro, una hilera de anaqueles metálicos con botes de conserva y botellas de vino. Una parte estaba dedicada a archivadores y cajas de cartón de diversas medidas y colores.
—Soy un hombre que vive de recuerdos. Un coleccionista. Y casi todos los coleccionistas somos unos estúpidos nostálgicos, exceptuando a los que coleccionan dinero.
Jean-Paul Francis se detuvo delante de una estantería llena de cajas y se quedó un instante mirándola, con expresión perpleja.
—Mmmm, a ver…
Tras hacer su elección, sacó del estante más alto una caja de cartón azul bastante voluminosa. La tapa llevaba adherida la etiqueta dorada de una vieja tienda de discos llamada Disque a Risque. La apoyó en el banco de trabajo, junto a la pequeña prensa.
Encendió una luz que colgaba de lo alto.
—Aquí dentro está todo lo que queda de mi actividad comercial y de un pedazo de mi vida. Más bien poco, ¿no?
«A veces, con esto basta —pensó Nicolas—. Hay gente que al final del viaje ni siquiera necesita una caja, por pequeña o grande que sea. A veces incluso sobran los bolsillos».
Jean-Paul abrió la caja y se puso a hurgar dentro; había hojas que parecían viejas licencias comerciales, pequeños programas de conciertos, catálogos de discos de coleccionista.
Al fin sacó una tarjeta azul doblada por la mitad; la abrió y leyó lo que había escrito; después se la tendió a Nicolas.
—Ten. Hoy es tu día de suerte. Esta tarjeta la escribió de puño y letra el comprador de Stolen Music. Me había dejado su número cuando supo que yo poseía una copia. Ahora que lo pienso después de comprar el disco fue a la tienda un par de veces más, después nunca más he vuelto a verlo…
Nicolas leyó lo que estaba escrito en la tarjeta. Una letra decidida y precisa había apuntado un nombre y un número de teléfono:
Legrand 04/4221545.
Hulot encontró extraño aquel momento. Después de tanto correr, después de tantas voces distorsionadas, tantos cuerpos camuflados, pistas desconocidas, pasos sin eco, después de tantas sombras sin rostro y tantos rostros sin cara, por fin tenía en la mano algo humano, lo más banal del mundo: un nombre y un número de teléfono.
Miró a Jean-Paul Francis y se sintió vacío. No lograba encontrar las palabras adecuadas. El dueño de la casa, el que quizá era su salvador y el de otras víctimas inocentes, le sonrió.
—Por tu cara, diría que estás trastornado, pero en un sentido positivo. Si estuviéramos en una película creo que en este momento debería sonar una música emocionante.
—Mucho más, Jean-Paul. Mucho más…
Sacó el móvil, pero su nuevo amigo lo detuvo.
—Aquí abajo no hay cobertura. Ven, subamos.
Subieron la escalera. Mientras la mente de Nicolas Hulot corría a cien por hora, Francis completaba la información con los últimos detalles que lograba evocar.
—Si mal no recuerdo, el hombre era de un lugar no muy lejos de aquí, de la zona de Cassis. Era un tío fuerte, alto pero no demasiado, y daba la impresión de tener un vigor físico fuera de lo común. Tenía aspecto de militar, no sé si me explico… Lo que más me impresionaba de él eran sus ojos; daban la sensación de mirar sin permitir que se los mirara… Sí, no se me ocurre una descripción más justa. Recuerdo que me parecía extraño que un tío así fuera un apasionado del jazz…
—Dices que no eres un ordenador, pero por lo que veo andas muy bien de memoria —comentó Hulot.
Mientras subía la escalera, Jean-Paul Francis se volvió hacia él. Sonreía.
—¿Te parece? Pues no sé por qué, pero comienzo a sentirme orgulloso de mí mismo.
—Creo que tienes muchos motivos para sentirte orgulloso de ti mismo. Lo de hoy es solo uno más.
Volvieron a la planta baja y a la luz del día. En la mesa de la cocina la pasta estaba fría, y el vino, tibio. Un triángulo de sol había alcanzado el suelo del balcón y trepaba como una hiedra por una pata de la mesa.
Hulot miró el móvil. La pantalla indicaba que había vuelto la señal. Se preguntó si podía correr el riesgo. Tal vez su temor a las escuchas telefónicas fuera una simple paranoia. Pulsó el botón para marcar un número almacenado en la memoria y esperó a oír la voz del otro lado.
—Hola, Morelli. Habla Hulot. Necesito dos cosas de ti: información y silencio. ¿Es posible?
—Pues claro.
Una cualidad indiscutible de Morelli era su capacidad de no hacer preguntas inútiles.
—Te daré un nombre y un número de teléfono. Puede que el número ya no esté en servicio. Debería pertenecer a la zona de Provenza, para ser precisos. ¿Me dices a qué dirección corresponde, en cuanto la hayas conseguido?
—Inmediatamente.
Hulot le dictó los datos y cerró la comunicación. Luego se volvió hacia Francis y le pidió una confirmación que en realidad era un simple reflexión.
—¿La zona de Cassis, has dicho?
—Me parece. Cassis, Auriol, Roquefort… No recuerdo bien, pero creo que era esa zona.
—Entonces me parece que deberé darme una vuelta por allí. —Hulot contempló la casa, como si quisiera imprimir cada detalle en la retina, y volvió a mirar a Francis a los ojos.
—Espero que no te ofendas si me voy como un ladrón. Como podrás imaginar, tengo mucha prisa.
—Sé cómo te sientes. Es decir, no, no lo sé, pero puedo imaginarlo. Ojalá encuentres lo que buscas. Ven, te acompaño a la verja.
—Lamento haberte estropeado el almuerzo.
—No has estropeado nada, Nicolas. Al contrario. En los últimos tiempos no me ha sobrado la compañía… Cuando llegas a cierta edad, llegan también ciertas reflexiones. Te preguntas cómo puede ser que si el tiempo pasa tan deprisa haya momentos en los que parece no pasar nunca…
Mientras escuchaba a Jean-Paul, habían atravesado el jardín y llegado a la verja de hierro forjado. Nicolas miró su coche aparcado un poco más adelante, bajo el sol. Sin duda, por dentro seria un horno. Del bolsillo de la chaqueta sacó una tarjeta de visita.
—Ten. Si vas a Montecarlo, en mi casa siempre habrá para ti una cama y un tazón de sopa.
Jean-Paul la cogió y la guardó sin decir nada. Nicolas sabía que no la tiraría. Quizá nunca más se vieran, pero estaba seguro de que no la tiraría.
Le tendió la mano y encontró su apretón enérgico.
—A propósito… Hay algo más que quiero decirte. Es una curiosidad mía, que no tiene nada que ver con esta historia.
—Dime.
—¿Por qué Disque á Risque?
Esta vez fue Francis quien rió.
—Ah, eso… Cuando abrí la tienda, no tenía la más remota idea de cómo me iba a ir. El riesgo no lo corrían los clientes, ¡lo corría yo!
Hulot se fue sonriendo y meneando la cabeza, mientras Francis lo miraba desde la verja abierta.
Cuando llegó al coche, metió la mano en el bolsillo para buscar las llaves y sintió bajo los dedos la consistencia del cartón de la tarjeta azul que le había dado Jean-Paul, con el nombre y el número e teléfono. La sacó y la miró un instante con expresión distraída.
Pensó que Disque a Risque, una tienda de discos raros, acaso hubiera cosechado su mayor éxito algunos años después de haber cerrado.