40

Nicolas Hulot aminoró la velocidad, dobló a la derecha y cogió la rampa de salida en la que un cartel blanco indicaba Aix-en-Provence. Luego siguió por la corta bajada a un camión con matrícula española, en cuya lona se leía Transportes Fernández. Apenas salieron de la carretera, el camión se dirigió a una plazoleta, a la derecha; el comisario lo adelantó y se detuvo unos metros más adelante. Del bolsillo de la puerta sacó el mapa de la ciudad que se había procurado, lo abrió y lo apoyó en el volante.

Estudió el plano, en el cual ya había marcado Cours Mirabeau la noche anterior. El esquema urbano del lugar era simple, y la calle que buscaba quedaba justo en el centro.

Puso en marcha el Peugeot y siguió por esa calle. A unos cientos de metros se encontró en una rotonda y siguió los carteles que anunciaban el centro de la ciudad. Mientras recorría la circunvalación, llena de subidas, bajadas y numerosos badenes de cemento para desalentar a los fanáticos de la velocidad, Hulot observó que la ciudad era muy limpia y animada. Las calles estaban llenas de gente sobre todo jóvenes. Recordó que Aix-en-Provence era la sede de una universidad bastante prestigiosa fundada en el siglo XV y que además albergaba un balneario de aguas termales.

Erró el camino un par de veces; pasó y volvió a pasar por hoteles y restaurantes de diversas categorías hasta encontrarse en la plaza General De Gaulle, donde comenzaba Cours Mirabeau.

Ocupó un lugar libre en un aparcamiento de pago y se quedó admirando por un instante la gran fuente del centro de la plaza, la Fontaine de la Rotonde, según rezaba una placa. Como le ocurría desde la infancia, el ruido del agua que caía le dio ganas de orinar.

Recorrió los últimos metros que lo separaban de Cours Mirabeau buscando con los ojos el cartel de algún bar y pensando que es increíble que una vejiga hinchada te despierte de pronto la incontenible necesidad de tomar un café.

Cruzó la calle, que estaban pavimentando. Un obrero con un casco amarillo discutía por el material que le faltaba con un hombre que parecía el capataz. Bajo un árbol, dos gatos callejeros se estudiaban con el rabo erguido, sin decidirse a pelear o a retirarse, ambos buscaban salvar su dignidad. Hulot decidió que el más oscuro era él, y el más claro y más grande, Roncaille. Entró en el bar y dejó a los dos animales con su disputa; pidió un cortado con la leche caliente y fue a los servicios.

Cuando volvió, el café estaba listo, en la barra. Mientras echaba el azúcar llamó al camarero, un joven que charlaba con dos muchachas más o menos de su edad, sentadas a una mesa ante dos vasos de vino blanco.

—¿Podría darme una información, por favor?

Si al joven le molestó abandonar la conversación con las muchachas, no lo demostró.

—Pues claro, si puedo.

—¿Sabe usted si hay, o ha habido, aquí, en Cours Mirabeau, una tienda de discos llamada Disque á Risque?

El camarero, un chaval de pelo claro muy corto con el rostro delgado, pálido y cubierto de granos, pensó un instante.

—No me parece haber oído nunca ese nombre, pero hace poco que vivo en Aix. He venido por la universidad —se apresuro a añadir.

Resultaba evidente que el muchacho quería hacer saber que no sería camarero para siempre, sino que tarde o temprano sería llamado a un destino mejor.

—Pero si sale usted al paseo encontrará, en esta misma acera, un quiosco de periódicos. Tattoo le parecerá un poco extraño, pero está allí desde hace cuarenta años y si hay alguien que puede dar esa información es él.

Hulot se lo agradeció con una inclinación de cabeza y comenzó a beber su café, mientras el muchacho volvía a la conversación interrumpida. Pagó la consumición y dejó el cambio en la barra de mármol. Cuando salió vio que el gato Hulot ya no estaba y que el gato Roncaille descansaba tranquilamente bajo el plátano, mirando a su alrededor.

Anduvo por el paseo sombreado a ambos lados por grandes plátanos y pavimentado con losas de piedra. En ambas aceras, había una serie ininterrumpida de cafés, tiendas y librerías.

Un centenar de metros más adelante encontró el quiosco de Tattoo, al lado de una tienda que vendía libros antiguos. En la calle, dos hombres más o menos de su edad jugaban al ajedrez en una mesita, sentados en dos sillas plegables frente a la puerta abierta del local.

Hulot se acercó al quiosco y se dirigió al anciano que lo atendía, rodeado de revistas, libros y tebeos. Tenía los ojos hundidos y pelo desgreñado, andaba más cerca de los setenta que de los sesenta y parecía salido de un western de John Ford, del estilo de La diligencia.

—Buenos días. ¿Es usted Tattoo?

—El mismo. ¿En qué puedo ayudarle?

Nicolas vio que le faltaban algunos dientes, y también la voz era la esperable. Pensó que era una lástima que el viejo se encontrara en un quiosco en el centro de Aix-en-Provence y no en una diligencia de la Wells Fargo rumbo a Tombstone.

—Necesito una información. Busco una tienda de discos que se llama Disque a Risque.

—Entonces viene usted con unos cuantos años de retraso. Esa tienda ya no existe.

Hulot contuvo a duras penas un gesto de fastidio. Tattoo encendió un Gauloises sin filtro y de inmediato comenzó a toser. A juzgar por los accesos convulsos, su guerra con los cigarrillos parecía prolongarse desde hacía mucho tiempo. Resultaba fácil adivinar quien seria el vencedor, pero por el momento el viejo resistía. Hizo un gesto con la mano hacia el paseo.

—Estaba del otro lado de Mirabeau, trescientos metros más adelante, a la derecha. Ahora hay un bistrot en su lugar.

—¿No recuerda cómo se llamaba el dueño?

—No, pero el que ha abierto el nuevo local es su hijo. Si va hablar con él podrá darle toda la información que le interesa. Café des Arts et des Artistes.

—Gracias, Tattoo. Y no fume usted demasiado.

Mientras se alejaba pensó que nunca sabría si el nuevo ataque de tos fue un agradecimiento por el consejo o una catarrosa invitación a freír espárragos. Menos mal que la pista no se había perdido del todo. Lo que tenían era tan volátil que más parecía el humo de un cigarrillo de Tattoo que un verdadero indicio. Era necesario, al menos, evitar las pérdidas de tiempo. Morelli, desde luego, habría podido averiguar la identidad del propietario de la tienda buscándolo en la Cámara de Comercio, pero eso los habría retrasado, y no les sobraba el tiempo.

Hulot pensó en Frank, montando guardia sentado en Radio Montecarlo, esperando que sonara el teléfono y temiendo que esa voz, desde su limbo, anunciara una nueva víctima.

«Yo mato…».

Casi sin querer apresuró el paso. Llegó ante el toldo azul con letras blancas del Café des Arts et des Artistes. El negocio marchaba bien, a juzgar por la cantidad de clientes. En la terraza no había ni una sola mesa libre.

Entró y tardó unos instantes en adaptarse al cambio de luz. Detrás de la barra se veía una actividad frenética. Un cantinero y un par de muchachas de unos veinticinco años se afanaban en preparar aperitivos y bocadillos.

Ordenó un Kir Royal a una muchacha rubia, que contesto al pedido con un movimiento de cabeza mientras abría una botella de vino blanco. Poco después le llevó un vaso lleno de un líquido rosado.

—¿Podría hablar con el propietario? —preguntó Hulot mientras se lo llevaba a los labios.

—Está allá.

La muchacha señaló a un hombre de unos treinta años, pelo ralo, que salía por una puerta de cristal donde ponía «Privado», en el fondo del local. Nicolas se preguntó cómo justificar su presencia allí y sus preguntas. Cuando el propietario del Café des Arts y des Artistes se acercó, ya había optado por la versión oficial.

—Disculpe…

—¿Sí?

Hulot le mostró su credencial.

—Soy el comisario Hulot, de la Sûreté Publique del principado de Mónaco. Necesitaría hablar con usted, ¿señor…?

—Francis. Robert Francis.

—Ajá. Pues bien, señor Francis, sabemos que en este local hubo en otro tiempo una tienda de discos que se llamaba Disque á Risque, y que el propietario era su padre.

El hombre miró a su alrededor con expresión inquieta. En sus ojos surgió toda una serie de preguntas.

—Sí, pero… La tienda se cerró hace unos cuantos años…

Hulot sonrió, tranquilizador. Cambió el tono de voz y la actitud.

—Tranquilícese, Robert. No le traigo malas noticias, ni para usted ni para su padre. Tal vez le resulte extraño, pero sepa que esa tienda podría ser la clave de una investigación importante. Solo necesito encontrar a su padre y hacerle unas preguntas, si es posible.

Robert Francis se relajó. Se volvió hacia la muchacha rubia que estaba detrás de la barra y le señaló el vaso que Nicolas tenía en la mano.

—Sírveme uno también a mí, Lucie.

Mientras esperaba la copa, se volvió otra vez hacia el comisario.

—Mi padre se jubiló hace unos años. La tienda de discos no rendía mucho. Es decir, nunca fue demasiado rentable, pero en los últimos tiempos era un verdadero desastre. Además, mi viejo es muy testarudo; supuestamente vendía discos raros, pero eran más los que pasaban a engrosar su colección personal que los que ponía a la venta. Esto lo convertía en un buen coleccionista pero en un pésimo comerciante…

Hulot soltó un suspiro de alivio. Francis hablaba de su padre en tiempo presente, lo que significaba que todavía vivía. Cuando había añadido «si es posible» contemplaba la desafortunada posibilidad de que hubiera muerto.

—Hasta que al final nos pusimos a hacer cuentas y decidimos cerrar el negocio. Luego yo abrí esto…

Abarcó con un gesto circular el local lleno de clientes.

—Al parecer, el cambio ha sido ventajoso.

—¡Vaya que sí! Y le garantizo que las ostras que servimos son fresquísimas, no de otras épocas, como los discos de mi padre.

Lucie empujó un vaso hacia su jefe. Francis lo cogió y lo levantó en dirección al comisario, que imitó el gesto.

—Por su investigación.

—Por su local y los discos raros.

Bebieron un sorbo y Francis dejó el vaso en la barra.

—A estas horas, seguro que mi padre está en casa. ¿Ha venido usted desde Montecarlo por la autovía?

—Sí.

—Entonces solo deberá seguir las indicaciones para volver a tomarla. Cerca de la carretera de enlace con la autopista está el Novotel. Justo detrás hay una casa de dos plantas, de ladrillos rojos, con un pequeño jardín y unos rosales. Es la casa de mi padre. No puede usted equivocarse. ¿Puedo ofrecerle algo antes de que se marche?

Hulot levantó el vaso con una sonrisa.

—Gracias. Con esto ya ha sido más que suficiente.

Tendió la mano y Francis se la estrechó.

—Le agradezco su amabilidad. No imagina usted cuánto.

Al salir del bistrot vio a la derecha a un camarero que estaba abriendo unas ostras y otros frutos de mar. Con gusto las habría probado, de ser cierta la frescura de que se había jactado Francis, pero no tenía tiempo.

Desanduvo el camino que había recorrido poco antes. Del quiosco de Tattoo continuaban saliendo cavernosos ataques de tos. Los dos jugadores de ajedrez ya no estaban. La librería había cerrado. Todos hacían una pausa para almorzar.

Mientras se dirigía al coche volvió a pasar por el bar donde había tomado el café. Bajo el plátano, el gato Hulot ocupaba ahora el lugar del gato Roncaille. Sentado con absoluta tranquilidad, meneaba lentamente el rabo oscuro y peludo, paseando los ojos soñolientos por el mundo y sus habitantes.

Hulot pensó que no había ninguna razón para no interpretar aquella revancha felina como un buen augurio.