Octavo carnaval

Escondido en su lugar secreto, el hombre está tendido en la cama.

Ha caído en un sueño satisfecho, con la sensación líquida y sedante de una barca seca cuando encuentra el mar. Su respiración calmada, tranquila, leve, apenas levanta la sábana que le cubre y que revela que está vivo.

A su lado, igualmente inmóvil, el cadáver apergaminado yace en su ataúd de cristal. Lleva como un trofeo el que ha sido el rostro diáfano de Gregor Yatzimin. Esta vez el trabajo de colocación ha sido una auténtica obra maestra. No parece una máscara sino un verdadero rostro lo que recubre el cráneo momificado.

El hombre tendido en la cama duerme y sueña.

Imágenes indescifrables vienen a agitarlo, aunque las figuras que su mente procura desentrañar no llegan a turbar la perfecta inmovilidad del cuerpo.

Primero había oscuridad. Ahora hay una calle de tierra, al fondo de la cual se entrevé una construcción, bajo la luz suave de la luna llena. Es una cálida noche de verano. Él se acerca paso a paso a la silueta de una gran casa que se confunde en la penumbra, de la que llega como una llamada el perfume familiar de la lavanda. El hombre siente las pequeñas picaduras de la grava en los pies desnudos. Siente el deseo de avanzar pero al mismo tiempo tiene miedo.

El hombre advierte el sonido sofocado de un suspiro jadeante, el mordisco brusco de la angustia, que se calma y evapora apenas se da cuenta de que el aliento es suyo. Ahora está tranquilo, está en el patio de la casa, dividido en dos por el conducto de una chimenea de piedra que se eleva más allá del techo, como un dedo alzado para señalar la luna.

La casa está envuelta en un silencio que suena como una invitación.

De golpe la imagen de la casa se disuelve y él está dentro, subiendo una escalera. Alza la cabeza hacia una luminosidad débil que procede de arriba. Del rellano llega una luz que esparce penumbras en el vano de la puerta. Hay una figura humana que se dibuja a contraluz.

El hombre siente que el miedo vuelve, como un nudo de corbata tan ajustado que corta el aliento. A pesar de todo continúa su lento avance hacia arriba. Mientras sube —y no querría subir— se pregunta quién será esa persona a la que encontrará en lo alto, y en el mismo momento en que se lo pregunta siente que le causará terror saberlo.

Un escalón. Otro. El crujido de la madera bajo los pies desnudos, que se cuela en una pausa de su respiración, de nuevo jadeante. La mano apoyada en la baranda de madera se tiñe poco a poco de la luminosidad que se derrama desde arriba.

Cuando está a punto de subir el último tramo, la figura se vuelve, cruza la puerta de la que proviene la luz y lo deja solo en la escalera.

El hombre sube los últimos escalones. Frente a él, una puerta abierta de la que escapa una luz viva y trémula. Llega con lentitud al umbral, lo cruza, envuelto en ese fulgor que es también rumor, no solo claridad.

De pie, en medio de la habitación, hay un hombre. El cuerpo desnudo, es ágil y atlético, pero su rostro es deforme. Como si un pulpo le hubiera envuelto la cabeza y borrado sus facciones. Desde esa confusión monstruosa de excrecencias carnosas, dos ojos claros lo miran suplicantes, rogándole piedad. Esa figura desdichada llora.

«¿Quién eres?».

Una voz ha hecho esta pregunta. No la reconoce como suya y no puede ser la del hombre deforme que se halla ante él, no tiene boca.

«¿Quién eres?», repite la voz, y parece que proviene de todas partes, que sale directamente de la luz deslumbrante que le circunda.

Ahora el hombre sabe y no querría saber, ve y no querría ver.

La figura extiende los brazos hacia él, y es auténtico terror lo que transmite, aunque sus ojos siguen pidiendo la piedad del que tiene enfrente, como quizá en balde han buscado la piedad del mundo. Y de pronto la luz es fuego, altas llamas que, rugiendo, devoran todo lo que encuentran a su paso, un fuego que parece llegar directamente del infierno para purificar la tierra.

Se despierta sin un sobresalto; abre los ojos y reemplaza con las sombras el resplandor de las llamas.

Su mano busca en la oscuridad la ayuda de la lámpara de la mesita de noche. La enciende. La débil luz se esparce por la estancia desnuda.

De pronto llega la voz. Los muertos, porque duermen para siempre, en realidad ya no tienen necesidad de dormir.

«¿Qué tienes, Vibo? ¿No puedes conciliar el sueño?».

—No, Paso, por hoy he dormido suficiente. Estos días tengo mucho que hacer. Ya tendré tiempo para descansar después…

No pronuncia el final de la frase: «cuando todo haya terminado».

El hombre no abriga ninguna esperanza. Sabe muy bien que tarde o temprano llegará el final. Todas las cosas humanas terminan, así como tienen un principio. Pero por ahora todo sigue abierto todavía, y él no puede negar al cuerpo tendido en el ataúd la felicidad de un rostro nuevo, ni a sí mismo la satisfacción de la promesa cumplida.

Había una clepsidra rota en las brumas de su sueño, un tiempo sepultado en la arena que se ha esparcido en su memoria. Aquí, en el mundo real, esa clepsidra continúa girando sobre su eje y nadie la romperá nunca. Se harán añicos las ilusiones, como sucede desde siempre, pero esa infrangible clepsidra no; continuará girando hasta el infinito, incluso cuando ya no quede nadie para contar el tiempo que marca.

El hombre sabe que es la hora. Se levanta de la cama y comienza a vestirse.

«¿Qué haces?».

—Debo salir.

«¿Estarás fuera mucho tiempo?».

—No sé. Todo el día, creo. Quizá también mañana.

«No me dejes aquí esperando, Vibo. Sabes que me pongo enfermo cuando tú no estás».

El hombre se acerca al cofre de cristal y sonríe con cariño a la pesadilla que contiene.

—Te dejaré la luz encendida. Te he preparado una sorpresa mientras dormías.

Tiende una mano para coger el espejo y lo coloca sobre el rostro del cuerpo momificado, para que pueda ver su propia imagen reflejada.

—Mira…

«¡Ah, es maravilloso! ¿Este soy yo? ¡Vibo, soy guapísimo! Todavía más que antes».

—Por supuesto que eres guapo, Paso. Y lo serás cada vez más.

Hay un instante de silencio, un silencio de emoción inmóvil que el cuerpo no sabe ni puede expresar con lágrimas.

—Ahora debo irme, Paso. Es muy importante.

El hombre vuelve la espalda al cuerpo tendido y se dirige hacia la puerta. Mientras cruza el umbral repite, quizá solo para sí mismo:

—Sí, es muy importante.

Y la caza se reanuda.