39

Frank se detuvo al final del breve camino de tierra que llevaba a la casa de Helena Parker y apagó el motor del Mégane que le había facilitado la policía. El coche no llevaba ninguna clase de identificación policial, salvo el aparato de radio que le permitía comunicarse con la central. Morelli le había explicado cómo usarlo y le había indicado la frecuencia que empleaba la policía.

Mientras subía hacia Beausoleil había llamado a Helena para avisarle de su llegada.

Antes había acompañado a Morelli hasta la radio y juntos habían comprobado que todo se hallara en orden. En el momento de partir, Frank había llevado aparte a Pierrot, para hablarle en el pequeño despacho cercano a la puerta de cristal junto a la entrada.

—Pierrot, ¿eres capaz de guardar un secreto?

El muchacho lo miró temeroso, con los ojos entornados, reflexionando sobre si la pregunta estaba a su alcance.

—¿Un secreto quiere decir que no debo decírselo a nadie?

—Exacto. Y además, ahora que también tú eres policía y participas en una investigación, debes saber que los policías no pueden contar sus secretos a nadie. Top secret. ¿Sabes lo que significa?

El muchacho negó enérgicamente con la cabeza, agitando la graciosa cabellera lacia, necesitada de un buen corte de pelo.

—Quiere decir que es algo tan secreto que solo podemos saberlo tú y yo. ¿De acuerdo, agente Pierrot?

—Sí, señor.

Se llevó una mano a la frente a la manera de un saludo militar, como debía de haber visto en las películas de la televisión. Frank extrajo la imagen del disco impresa por Guillaume.

—Ahora te mostraré la cubierta de un disco. ¿Puedes decirme si está en el salón?

Puso la imagen ante la cara de Pierrot, que apretó los ojos, como acostumbraba hacer cuando se concentraba. Después de haber observado la imagen durante algunos segundos, miró a Frank sin la expresión satisfecha que indicaba un resultado positivo. Negó con la cabeza.

—No está.

Frank ocultó su desilusión para no transmitírsela a Pierrot, y fingió considerar la negativa como un éxito.

—Muy bien, agente Pierrot. Muy, muy bien. Ahora puedes irte. Y recuerda: ¡secreto absoluto!

Pierrot cruzó los índices sobre sus labios para indicar un juramento de silencio y se marchó rumbo a la cabina de dirección. Frank volvió a guardarse la hoja en el bolsillo y se fue, dejando a Morelli a cargo de la situación. Al salir vio que Barbara, que llevaba un vestido negro particularmente seductor, se acercaba a hablar con el inspector.

Mientras pensaba en las muy comprensibles inclinaciones de Morelli, se abrió la verja de la casa y poco a poco apareció la figura de Helena Parker.

Primero su figura agraciada, el rumor de sus pasos en la grava, el andar sin vacilaciones pese al terreno levemente irregular. Luego su rostro, la cabellera rubia, y los ojos, esos ojos en los que alguien parecía haber instalado la tristeza. Frank se preguntó qué habría detrás de ese velo desgarrado. Qué sufrimientos, cuántos momentos de soledad no buscada o de compañía no pedida, cuánta mera supervivencia en vez de una vida de verdad.

Probablemente en breve lo sabría, pero se preguntó hasta qué punto deseaba averiguarlo. De golpe se dio cuenta de qué representaba para él Helena Parker. Le costaba confesarse que sentía miedo. Temía que la historia de Harriet lo hubiera vuelto definitivamente un cobarde. Si así era, podía recorrer el mundo con mil armas, y arrestar y matar a mil hombres, podía pasarse toda una vida corriendo, pero nunca lograría alcanzarse a sí mismo. Si no hacia algo, si no sucedía algo, ese miedo no le abandonaría jamás.

Bajó del coche y lo rodeó para abrir la puerta. Helena Parker llevaba un conjunto oscuro de chaqueta y pantalón, de reminiscencias orientales. Su atuendo, sin embargo, no denotaba riqueza sino simplemente buen gusto. Frank vio que casi no llevaba joyas y que el maquillaje era, tanto esta vez como las otras veces que la había visto, tan leve que resultaba invisible.

Llegó a su lado precedida por un perfume intenso que parecía surgir de la noche misma.

—Buenas noches, Frank. Le agradezco que haya bajado para abrirme la puerta, pero no se sienta obligado a hacerlo cada vez.

Helena se sentó en el coche y levantó el rostro hacia él, que había permanecido de pie junto a la puerta abierta.

—No es simple cortesía…

Frank indicó el Mégane con un movimiento de cabeza.

—Éste es un coche francés. Si uno no cumple con ciertas exigencias de galantería el motor no arranca.

Helena dio la impresión de apreciar el comentario y lo demostró con una risita.

—Me sorprende usted, señor Ottobre, en una época en que los hombres ingeniosos parecen ser una especie en vías de extinción.

La sonrisa que ella le dirigió le pareció más preciosa que cualquier joya, y le hizo sentirse de pronto solo y desarmado.

Mientras ponía en marcha el motor se preguntó cuánto tiempo se prolongaría aquel intercambio de cortesías antes de que abordaran el verdadero motivo del encuentro. Se preguntó también cual de los dos tendría el valor de enfrentarlo primero.

Contempló el perfil de Helena, que era luz y oscuridad bajo el destello de los faros de los coches con los que se cruzaban, como luz y oscuridad eran los pensamientos del hombre que iba sentado a su lado. Ella le devolvió la mirada. En la penumbra, toda apariencia de alegría se había borrado de sus ojos, que habían vuelto a ser los de siempre.

Frank supo que sería ella quien comenzaría a hablar.

—Conozco su historia, Frank. Mi padre me ha obligado a escucharla. Todo lo que él sabe debo saberlo yo, todo lo que él es debo serlo yo. Lo lamento mucho; me siento una intrusa en su vida, y no es una sensación agradable.

A Frank le vino a la mente el dicho popular que atribuía a los hombres, en su relación con las mujeres, el papel de cazadores. Con Helena Parker advertía que ese papel se había invertido. Aquella mujer era una auténtica cazadora, sin siquiera saberlo, quizá porque siempre la habían tratado como a una presa.

—Lo único que puedo ofrecerle a cambio es la mía, mi propia historia. No encuentro otra justificación para este encuentro y para las preguntas que planteo, por cierto muy difíciles de responder.

Frank escuchaba la voz de Helena y conducía despacio por la carretera de Roquebrune a Menton. Había vida en torno de ellos, había luces y existencias normales, personas que paseaban por aquel cálido y luminoso tramo de la costa, personas a la búsqueda de alguna satisfacción fútil, sin más motivación que el placer igualmente fútil de la búsqueda en sí.

«No hay tesoros, no hay islas ni mapas; solo la ilusión, mientras dura. Y a veces el fin de la ilusión es una voz que murmura dos simples palabras: “Yo mato…”».

Casi sin darse cuenta, tendió una mano para apagar la radio, como si temiera que de un momento a otro saliera una voz antinatural para devolverlo a la realidad. La ligera música de fondo calló.

—No me molesta que usted sepa mi historia. El verdadero problema es que esa historia exista. Espero que la suya sea distinta.

—Si fuera muy distinta, ¿cree usted que ahora estaría aquí?

De pronto la voz de Helena se volvió muy dulce. Era la voz de una mujer en guerra que buscaba la paz y la proponía.

—¿Cómo era su mujer?

A Frank le sorprendió la naturalidad con que se lo había preguntado. Y la facilidad con que él respondió.

—No sabría decirle cómo era. Como todos, era dos personas al mismo tiempo. Podría decirle cómo la veía yo, pero ya no serviría de nada.

Frank guardó silencio, y durante un tramo del camino su silencio se unió al de Helena.

—¿Cómo se llamaba?

—Harriet.

Helena dio la impresión de escuchar ese nombre como el de una vieja amiga.

—Harriet. Aunque nunca la haya conocido, siento como si supiera muchas cosas de ella. Quizá se pregunte usted por qué…

Una pequeña pausa. Después, de nuevo la voz de Helena, llena de amargura.

—Nadie como una mujer débil para reconocer a otra.

Miró un instante por la ventanilla. Sus palabras eran un viaje que de algún modo iba llegando a su fin.

—Mi hermana, Arijane, había logrado ser más fuerte que yo. Ella lo entendió todo y se fue, escapó de la locura de nuestro padre. O tal vez a él no le importaba tanto encontrar un modo de encerrarla en la misma prisión que a mí. Yo, en cambio, no podía escapar…

—¿A causa de su hijo?

Helena escondió la cara entre las manos. Su voz llegó amortiguada por esa pequeña jaula de dolor.

—No es mi hijo.

—¿No es su hijo?

—No, es mi hermano.

—¿Su hermano? Pero usted me ha dicho…

Helena levantó el rostro. Nadie podía llevar dentro tanto dolor sin morir, sin haber ya muerto hacía tiempo.

—Le he dicho que Stuart es mi hijo, y es la verdad. Pero es también mi hermano…

Mientras Frank, sin aliento, comenzaba a comprender, Helena dio libre desahogo a su llanto. Su voz era un susurro, pero en el reducido habitáculo del coche resonó como un grito de liberación reprimido durante mucho, demasiado tiempo.

—¡Cabrón hijo de puta! Maldito seas, Nathan Parker. ¡Ojalá te pudras en el infierno por toda la eternidad!

Frank vio un área de descanso al otro lado de la calle, en una obra, y aparcó el coche. Apagó el motor pero dejó las luces encendidas.

Se volvió hacia Helena. Como si fuera lo más natural del mundo ella buscó la protección de su abrazo, la tela de su chaqueta para enjugar las lágrimas, la caricia de su mano en el cabello que tantas veces le había escondido el semblante avergonzado tras las noches de infamia.

Se quedaron así durante un rato que a Frank le pareció interminable.

En su mente mil imágenes se mezclaban, mil historias de mil vidas, fundiendo la realidad con la imaginación, el presente con el pasado, lo verdadero con lo probable, los colores con la oscuridad, el perfume de las flores con la tierra impregnada del olor punzante de la putrefacción.

Se vio de pequeño en la casa de sus padres, y vio la mano de Nathan Parker tendida hacia la hija, y las lágrimas de Harriet, y un puñal alzado contra un hombre atado a una silla, y la hoja de un cuchillo en su propia nariz, y la mirada azul de un niño de diez años que vivía entre monstruos feroces, sin saberlo.

En su mente el odio se transformó en una luz deslumbrante, y poco a poco esa luz fue un grito silencioso tan fuerte como para hacer estallar todos los espejos en los que se reflejara la maldad humana, todos los muros tras los cuales se escondiera la cobardía, todas las puertas cerradas a las que golpearan los que pedían entrar en busca de ayuda para su desesperación.

Helena no pedía más que olvidar. Lo mismo que necesitaba Frank, allí, en ese coche aparcado junto a unos escombros, en ese abrazo, en ese sentimiento de encuentro entre muro y hiedra, que solo podían describir dos simples palabras: por fin.

Frank nunca sabría quién se apartó primero. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, los dos supieron, incrédulos, que había sucedido algo importante. Se besaron, y en ese primer beso sus labios se unieron en el temor, no en el amor. El temor a que nada era verdadero, a que fuera la desesperación la que pronunciaba el nombre de la ternura, a que fuera la soledad la que daba una voz distinta a las palabras, a que nada fuera lo que parecía.

Sintieron el impulso de volver a hacerlo y volver a hacerlo una vez más antes de creer. Antes de que la sospecha se convirtiera en una pequeña esperanza, porque ninguno de los dos podía todavía permitirse el lujo de una certeza.

Luego se miraron un rato, sin aliento. Fue Helena la que se repuso antes. Le acarició la cara.

—Di algo estúpido, te lo ruego. Algo estúpido pero vivo.

—Pues… temo que hemos perdido la reserva en el restaurante.

Helena lo abrazó otra vez y Frank sintió en el cuello los pequeños estremecimientos de su risa aliviada.

—Siento vergüenza de mí misma, Frank Ottobre, pero no puedo dejar de pensar cosas buenas de ti. Da la vuelta y volvamos a mí casa. Hay comida y vino en el frigorífico. No tengo ninguna intención de compartirte con el mundo esta noche.

Frank arrancó y desanduvo el camino que acababan de recorrer. ¿Cuándo había sucedido? Quizá una hora, quizá una vida atrás. En aquel momento el tiempo no tenía sentido. Solo estaba seguro de una cosa: si en aquel instante se hubiera encontrado frente al general Parker, sin ninguna duda lo habría matado.