Cuando llegaron a la casa de los Mercier, en Eze-sur-Mer, Guillaume los esperaba en el jardín. Apenas vio que el Peugeot llegaba a la verja, apuntó el mando que tenía en la mano y los batientes comenzaron a abrirse. A su espalda había una casa blanca de una sola planta, de tejado oscuro y persianas de madera azul, de estilo provenzal, no demasiado rebuscada pero sólida y funcional.
El jardín era bastante grande; casi podía decirse que era un pequeño parque. A la derecha, delante de la casa, había un gran pino piñonero circundado por matas bajas de siempreverdes. Más allá de la sombra del árbol, una hilera de lantanas blancas y amarillas en plena floración circundaba un limonero, de frutos en continua maduración. Alrededor de la propiedad se alzaba un seto de laurel que superaba la reja encastrada en el muro del cerco e impedía la vista desde fuera.
Por todos lados había macizos y matas de arbustos en flor, sabiamente alternados sobre un césped inglés atravesado de senderos de piedra, iguales al suelo del patio donde los esperaba Guillaume.
El conjunto daba una impresión de serenidad y solidez, económica y familiar, una sensación de bienestar sin ostentación, algo que para muchos parecía ser una obligación en la Costa Azul.
Apenas franquearon la entrada, Hulot dobló a la derecha y aparco el coche bajo un cobertizo de madera laminada, junto a un Fiat y una moto BMW de gran cilindrada.
Guillaume fue hacia ellos con andar distendido. Era un muchacho atlético, de rostro no guapo pero simpático, y lucía el bronceado de alguien que practica mucho deporte al aire libre. Los brazos musculosos y el pelo aclarado por el sol daban testimonio de ello. Vestía camiseta y bermudas de tela verde militar, con bolsillos a los lados, y calzado náutico amarillo, sin calcetines.
—Hola, Nicolas.
—Hola, Guillaume.
El muchacho estrechó la mano del comisario.
Nicolas indicó con un movimiento de cabeza la presencia de su acompañante.
—Este señor callado que está a mi espalda es Frank Ottobre, agente especial del FBI.
Guillaume tendió la mano al tiempo que lanzaba una especie de silbido apagado.
—Ah, así que los del FBI existen también en la vida real, no solo en las películas. Encantado de conocerte.
Mientras le daba la mano, Frank se sintió inmediatamente aliviado. Le miró los ojos, oscuros y profundos, y el rostro en el que el bronceado había hecho aparecer algunas pecas, y supo instintivamente que Guillaume era la persona indicada para lo que necesitaban. Ignoraba si era bueno en su trabajo, pero intuyó que, si se lo pedían debidamente, haciéndole entender la importancia y la gravedad de la situación, sabría callar.
—Sí, en Estados Unidos somos parte integrante de las películas y del paisaje. Y ahora comienzan también a exportarnos, como lo testimonia mi presencia aquí.
Guillaume esbozó una sonrisa que disfrazaba a duras penas su curiosidad por la presencia de los dos hombres en su casa. Probablemente intuía que debía de haber un motivo importante para que Nicolas Hulot fuera a verlo como policía y no como amigo de la familia.
—Gracias por haber aceptado echarnos una mano —dijo Hulot.
Guillaume hizo con los hombros un gesto como diciendo «no hay de qué» y los precedió, indicándoles el camino.
—No tengo demasiado trabajo estos días. Me estoy ocupando de la edición de un par de documentales submarinos, cosa fácil que requiere poca concentración. Y además no podría negar nada a este hombre…
Con el pulgar de la mano derecha señaló al comisario, que le seguía.
—¿Has dicho que tus padres están fuera?
—¿Fuera? Fuera de sus cabales, dirás. Después de que mi padre dejó de trabajar, los viejos descubrieron que todavía había pasión en su matrimonio, y ya deben de andar por su décimo viaje de bodas, creo. La última vez que me llamaron estaban en Roma. Deberían volver mañana.
Cruzaron el césped por un sendero de piedra hasta una pequeña construcción a un lado del jardín. A la derecha, bajo el toldo azul de un cenador también de madera laminada, había una zona para comer al aire libre. En la mesa de hierro forjado se veían los restos de una cena, seguramente la de la noche anterior.
—Cuando los gatos no están el ratón baila, ¿eh?
Guillaume siguió la mirada de Nicolas y se encogió de hombros.
—Anoche invité a unos amigos, y hoy no ha venido la mujer de la limpieza…
—Sí, unos amigos… No olvides que soy policía. ¿Crees que no veo que la mesa estaba puesta para dos?
El muchacho abrió los brazos en un gesto fatalista.
—Mira, viejo; no bebo, no juego, no fumo y no caigo en la tentación de los paraísos artificiales. ¿Podrías dejarme al menos una diversión?
Abrió la puerta corredera de madera ante la cual se había detenido y los invitó a pasar. Los siguió y cerró. En cuanto entraron, Hulot se estremeció bajo su chaqueta veraniega.
—Hace bastante fresco aquí dentro.
Guillaume señaló los aparatos dispuestos contra la pared frente las ventanas que daban al jardín, bajo las cuales zumbaban a tope dos acondicionadores de aire.
—Mis equipos son bastante sensibles al calor, y por eso me veo obligado a hacer trabajar la instalación de aire a toda potencia. Si tienes problemas de reumatismo, puedo ir a buscarte algún abrigo de mi padre.
Nicolas lo cogió de repente por el cuello y lo dobló hacia delante. Sonrió mientras le agarraba la cabeza en un apretón de broma.
—Si no muestras un poco de respeto por los ancianos, no oirás el crujido de mi artritis sino el de tu cuello que se rompe.
Guillaume levantó los brazos en señal de rendición.
—Está bien, está bien. Me rindo…
Cuando Hulot le soltó, el muchacho se dejó caer resoplando en un sillón giratorio de piel, con ruedas, situado delante de las máquinas. Después se acomodó el pelo e indicó a ambos hombres un sofá apoyado contra la pared, entre las dos ventanas. Apuntó a Nicolas con un dedo acusador.
—Te advierto que me he rendido solo por consideración a tus canas, que me impiden reaccionar como es debido.
Hulot se sentó y se recostó contra el mullido respaldo del sofá.
—Menos mal, porque, entre nosotros, temo que hayas acertado en eso del reumatismo…
Guillaume hizo medio giro con el sillón y volvió a girar hacia Frank y Hulot. Los miró con expresión súbitamente seria.
«Bien —pensó Frank—. Un chaval que tiene sentido común».
Se sintió aún más convencido de que habían encontrado a la persona indicada. Ahora no quedaba más que esperar que fuera tan hábil como había dicho Nicolas. Y esperar otro montón de cosas. Ahora que habían llegado al motivo de la reunión, Frank se dio cuenta de que su corazón latía de forma más acelerada. Miró un instante por la ventana los reflejos del sol en la superficie de la piscina. La paz de aquel lugar lo hacía parecer todo tan lejano, tan lejano…
Su historia, la historia de Helena, la historia de un general que no quería perder ninguna guerra, la historia de un comisario sin más ambiciones que encontrar una razón para sobrevivir al hijo, historia de un asesino insaciable, cuya locura y ferocidad lo había llevado a ser lo que era.
Y pensar que todo habría podido ser tan fácil si solo…
Su mente volvió a la estancia. Su voz superó a duras penas el sonido de los acondicionadores.
—¿Por casualidad has seguido la historia de Ninguno?
Guillaume hizo balancear el respaldo del sillón.
—¿Te refieres a los homicidios en el principado? ¿Y quién no? Todas las noches escucho Radio Montecarlo o Europe 2. Calculo que a estas alturas tendrán una audiencia increíble…
Frank contempló otra vez el jardín. A la derecha, una brisa vivaz agitaba el seto de laureles contra el cerco. Se dio cuenta de que no era el viento sino el ventilador externo de la instalación de aire acondicionado.
Se volvió y miró a Guillaume.
—Ya han muerto cinco personas. Cuatro, atrozmente desfiguradas. Y nosotros no hemos hecho un buen papel, porque no tenemos la menor idea de quién pueda ser el asesino ni de qué hacer para detenerlo. Aparte de ciertos indicios que nos ha proporcionado por su propia voluntad, este loco de atar no ha dejado el menor rastro. Salvo un pequeño detalle…
Con su silencio cedió la palabra a Nicolas. El comisario se sentó en el borde del sofá y tendió a Guillaume una cinta VHS que había extraído del bolsillo de la chaqueta.
—Esto contiene la única verdadera pista que tenemos. En esta cinta hay algo que quisiéramos que examinaras. Es sumamente importante, Guillaume. Tanto, que de ello podría depender la vida de otros seres humanos. Por eso necesitamos tu ayuda y tu absoluta discreción, ¿comprendes?
Guillaume asintió. Cogió con cuidado la cinta de manos de Hulot y la sostuvo entre los dedos, como si fuera a explotar de un momento a otro.
—¿Qué contiene?
Frank lo miró atentamente. No había rastro de ironía en la voz del muchacho.
—Ya lo verás. Pero tengo que advertirte que no es un bonito espectáculo. Te lo digo para que estés preparado.
Guillaume no respondió. Se levantó y fue a cerrar las cortinas, Para proteger las pantallas del reflejo del sol. Una luminosidad ámbar se difundió por la habitación. Volvió a sentarse en el sillón y encendió el ordenador y una pantalla de plasma. Introdujo la cinta en un reproductor situado a su izquierda y pulsó un botón En la pantalla aparecieron primero las barras de colores y después las primeras imágenes.
Mientras el asesinato de Alien Yoshida comenzaba a pasar ante los ojos de Guillaume, Frank decidió dejarle ver la filmación entera. Habría podido ir directamente al punto que les interesaba, sin más explicaciones, pero ahora que le conocía quería que el muchacho comprendiera con quién debían vérselas y la importancia de su papel en el asunto. Se preguntó qué pensamientos cruzaban la mente de Guillaume mientras veía aquella filmación, si experimentaba el mismo horror que él y Hulot cuando la vieron por primera vez. Debía admitir, a pesar suyo, que era una suerte de diabólica obra de arte —hecha para destruir, no para crear—, que, aun así, no podía evitar provocar emociones.
Al cabo de un minuto de proyección, Guillaume pulsó el botón de pausa. El asesino y su víctima ensangrentada se detuvieron en la posición que el azar y una máquina les habían impuesto.
Se volvió y los miró con los ojos muy abiertos.
—Pero… ¿es una película o es todo real? —preguntó con un hilo de voz.
—Desgraciadamente, es todo real. Te advertí que no era un bonito espectáculo.
—Sí, pero esta carnicería supera lo imaginable. ¿Cómo es posible una cosa semejante…?
—Es posible, sí. Lamentablemente es una realidad, como puedes ver tú mismo. Y nosotros hemos venido, precisamente, para tratar de impedir que siga con esa carnicería, como la has llamado.
Frank observó bajo las axilas del muchacho dos manchas de sudor que antes no estaban. La temperatura de la habitación excluía la posibilidad de que se debieran al calor. Se trataba casi con toda certeza de una reacción a lo que acababa de ver.
«La muerte es fría y caliente al mismo tiempo. La muerte es sudor y sangre. La muerte es, por desgracia, el único modo verdadero que ha elegido el destino para recordarnos continuamente que existe la vida. Sigue adelante, muchacho, no nos decepciones».
Como si le hubiera leído el pensamiento, Guillaume volvió hacer girar su sillón, con un ligero chirrido. Se apoyó en el respaldo del sillón, como si ese gesto le ayudara a defenderse, a tomar distancia de las imágenes que continuaría viendo. Pulsó de nuevo el botón de pausa y las figuras abandonaron la inmovilidad que las había fijado durante unos instantes, para volver a moverse ante sus ojos, hasta la sarcástica reverencia final y el efecto de nieve que indicaba el fin de la grabación. Detuvo la cinta.
—¿Qué queréis que haga? —preguntó sin volverse.
En el tono de su voz se percibía que habría preferido no estar allí, no haber visto aquella danza de muerte y la reverencia con que el asesino parecía pedir un aplauso a un público de condenados.
Frank se acercó y se puso detrás del muchacho sentado en la silla.
—Retrocede la cinta, pero de modo que se vea la filmación.
Guillaume hizo girar una perilla y las imágenes comenzaron a correr velozmente hacia atrás. Pese al efecto casi cómico que suele ocasionar el retroceso acelerado, el dramatismo de aquella película se conservaba intacto.
—Ahí. A ver… ahí… Detente.
Bajo el toque prudente de los dedos de Guillaume, la proyección se detuvo algunos fotogramas demasiado atrás.
—¿Puedes avanzar despacio, solo un poco?
Guillaume manipuló con delicadeza el aparato y la película avanzó cuadro por cuadro, como una serie de fotos que se superponen lentamente.
—¡Detenla ahí!
Frank se colocó al lado de Guillaume y señaló con el índice un punto de la pantalla.
—Aquí está. En esta zona, en el mueble, hay algo que parece la cubierta de un disco. La imagen no se distingue bien. ¿Puedes aislarla y ampliarla de modo que podamos leer las letras?
Guillaume se desplazó a un lado hasta llegar ante el teclado del ordenador, a su derecha, mientras sus ojos no se apartaban del punto indicado por Frank.
—Mmmm, puedo probar. ¿Esta cinta es la original o una copia?
—La original.
—Mejor. El VHS no es un buen soporte, a menos que sea el original. Antes que nada debo digitalizar la imagen. Se pierde un poco de calidad, pero podré trabajarla con más facilidad.
Su voz era firme y tranquila. Ahora que había entrado en su terreno, Guillaume parecía haber superado la impresión de lo que acababa de ver. Manipuló el ratón, y en el monitor apareció la misma imagen que Frank miraba en la pantalla. Guillaume volvió a teclear durante unos instantes, y la figura se volvió más nítida.
—Listo. Ahora vamos a aislar la parte que nos interesa.
Con la flecha del ratón abrió un cuadrado sombreado que contenía el fragmento de figura que le había indicado Frank. Pulsó un botón del teclado y la pantalla se llenó de una especie de mosaico electrónico, carente de sentido.
—No se ve nada.
El comentario escapó casi sin querer de los labios de Frank, que se arrepintió de inmediato. Guillaume giró hacia él, arqueando las cejas.
—Calma, hombre de poca fe. Apenas hemos comenzado a trabajar.
Al cabo de algunos tecleos y manipulaciones apareció en el monitor, lo bastante nítida para poder distinguirla, la cubierta oscura de un disco. En el centro, a contraluz, la silueta de un hombre tocando la trompeta, doblado hacia atrás con la tensión del músico que busca una nota imposible. El instante supremo en que el artista olvida el lugar y el tiempo y va solo en pos de la música, de la que es víctima y verdugo al mismo tiempo. Abajo había unas letras en blanco.
—Robert Fulton. Stolen Music.
Frank leyó en voz alta lo que aparecía en la pantalla, como si en aquella estancia fuera el único que se hallaba en condiciones o hacerlo.
—Robert Fulton. Stolen Music. Música robada. ¿Qué significa?
—No tengo la menor idea —dijo Hulot, que se había levantado del sofá y se les había acercado—. ¿Y tú, Guillaume, conoces ese disco?
La voz de Nicolas le sobresaltó. Mientras Guillaume manipulaba el ordenador se había levantado del sofá y se había colocado a su espalda sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
El muchacho continuaba mirando la imagen del monitor.
—En absoluto. Jamás he oído nombrar a ese Robert Fulton. Pero a simple vista diría que es un elepé de jazz bastante antiguo. Lo lamento, pero es un tipo de música que no conozco mucho.
Nicolas volvió a sentarse. Frank se pasó una mano por el mentón. Dio unos pasos adelante y atrás por la habitación, con los ojos entreabiertos. Comenzó a hablar, pero se notaba que solo pensaba en voz alta; el monólogo de un hombre que camina bajo un enorme peso.
—Stolen Music. Robert Fulton. ¿Por qué Ninguno ha tenido la necesidad de escuchar este disco mientras asesinaba? ¿Por qué después se lo ha llevado? ¿Qué tiene de especial?
Cayó en la habitación el silencio de las preguntas que no encuentran respuesta, el silencio del que la mente se nutre mientras devora distancias infinitas en busca de una indicación, una huella, una señal, el silencio de unos ojos fijos que persiguen un punto que en vez de acercarse se aleja cada vez más.
En su cabeza se agitaba el espectro siniestro de un déjà vu, sus propios semblantes atónitos ante la cubierta muda de un disco de mensaje indescifrable, esperando en silencio el timbrazo amenazador de una llamada telefónica que anunciaba un nuevo homicidio…
El ruido de los dedos de Guillaume en el teclado interrumpió ese momento de pausa, solo alterado por el rumor de los acondicionadores.
—Aquí podría haber algo más…
Frank giró de repente la cabeza hacia él, como un hipnotizado al oír el chasquido de los dedos que le hacen salir del trance.
—¿Qué?
—Esperad, dejadme comprobar…
Retrocedió la cinta hasta el inicio y volvió a pasarla muy despacio, deteniendo las imágenes de vez en cuando y utilizando el zoom para observar algún detalle que le interesaba.
Frank notaba que le latían las sienes. No entendía qué quería hacer Guillaume, pero, fuera lo que fuese, hubiera querido que lo hiciera deprisa, mucho más deprisa.
Al fin el muchacho congeló la imagen en un momento en que el asesino estaba inclinado hacia Alien Yoshida, en una actitud que, en otra situación, habría podido tomarse por un intercambio de confidencias. Tal vez le estaba susurrando algo al oído; Frank lamentó que la filmación no tuviera sonido, si bien Ninguno era demasiado astuto para proporcionarles una muestra de su voz, aunque ésta se filtrara por la trama de lana de un pasamontañas.
Guillaume volvió al ordenador y transfirió al monitor de cristal líquido la imagen que había congelado en la pantalla. Con la flecha del ratón seleccionó una parte y pulsó algunas teclas. Apareció una mancha como la de antes, que parecía compuesta por elementos coloreados dispuestos en forma desordenada por un artista borracho.
—Lo que estáis viendo son los píxeles. Son como pequeñas teselas que componen la imagen, una especie de rompecabezas. Cuando se amplían mucho se vuelven confusos y no se entiende nada. Pero nosotros…
Empezó a teclear con arrebato, alternando las teclas con el ratón.
—Nosotros tenemos un programa que examina los píxeles dañados por la ampliación y los reconstruye. Por algo me ha costado una fortuna este juguetito. Anda, amigo, no me decepciones…
Pulsó la tecla ENTER. La imagen se aclaró un poco, pero seguía confusa e incomprensible.
—¡No, hostia! ¡Ahora veremos quién es el más listo de los dos!
Acercó la silla al monitor, con expresión amenazadora. Se pasó una mano por el pelo y volvió a posar los dedos en el teclado. Tecleó furiosamente durante unos diez segundos; después se puso de pie y comenzó a manipular otro aparato dispuesto en un estante ante él; pulsaba botones, giraba mandos y hacía relampaguear LED rojos y verdes.
—Ya. Ahora comprobaremos si he visto bien…
Volvió a sentarse en su sillón y lo desplazó de nuevo hasta el monitor en el que había bloqueado la imagen. Pulsó un par de botones y aparecieron dos imágenes, una junto a la otra: la de cubierta del disco y la que acababa de aislar. Tocó con un dedo la primera.
—Aquí está, ¿lo veis? Lo he verificado, y éste es el único fotograma donde se ve la cubierta del disco casi entera. No del todo, porque, como podéis ver, arriba a la izquierda está cubierta en parte por la manga del hombre con el puñal. No lo hemos visto en la ampliación porque el color del traje es oscuro como la cubierta, pero en las paredes opuestas de la habitación hay espejos, y el reflejo del disco rebota de uno a otro. Me ha parecido que había una ligera diferencia cromática con respecto a la que he sacado directamente de la grabación…
Guillaume hizo correr otra vez los dedos por el teclado.
—Tengo la impresión de que en la imagen reflejada en el espejo, la que se ve casi completa, aquí arriba, en el centro, podría haber una etiqueta pegada en la cubierta…
Pulsó una tecla con cautela, como si con ese gesto fuera a lanzar un misil destinado a destruir el mundo. Lentamente, delante de sus ojos, la mancha confusa fue cobrando forma. Surgió, sobre un fondo dorado, una inscripción oscura, algo distorsionada y desenfocada, pero legible.
—La etiqueta de la tienda que ha vendido el disco, por ejemplo —dijo Guillaume—. Aquí está. Disque á Risque, Cours Mirabeau, Aix-en-Provence. El número de la calle es muy pequeño y no se puede leer. Y mucho menos el número de teléfono. Lo lamento, pero eso deberéis encontrarlo solos.
Había una nota de triunfo en la voz de Guillaume. Se volvió hacia Hulot con un gesto que podría haber sido el de un acróbata que saluda al público después de un triple salto mortal.
Frank y Nicolas no tenían palabras.
—¡Guillaume, eres un fenómeno!
El muchacho se encogió de hombros y sonrió.
—No exageremos. Soy simplemente el mejor que hay en el mercado.
Frank se inclinó sobre el monitor y releyó, incrédulo, la inscripción. Después de tanto tiempo sin nada, por fin tenían algo. Después de tanto errar por el mar había, lejana en el horizonte, una línea oscura que podía ser tierra pero también un montón confuso de nubes. Y la contemplaban con los ojos dudosos de quien teme una nueva desilusión.
Nicolas se levantó del sofá.
—¿Puedes imprimirnos estas imágenes?
—Pues claro. ¿Cuántas copias?
—Cuatro bastarán.
Guillaume manipuló el ordenador y una impresora se puso en marcha con un chasquido seco. Mientras las hojas se depositaban una a una en la bandeja, se levantó del sillón.
Frank, frente al muchacho, lo miró, pensando que a veces, con algunas personas, las palabras están de más.
—No tienes ni idea de lo que has hecho por nosotros y seguramente por muchas otras personas. ¿Hay algo que nosotros podamos hacer por ti?
Guillaume le dio la espalda, sin hablar; extrajo la cinta de la grabadora, se volvió y se la tendió a Frank, sosteniéndola firmemente en la mano, sin rehuir la mirada.
—Una sola cosa. Atrapad al hombre que ha hecho todo esto.
—Prometido. Y será también mérito tuyo.
Hulot cogió las fotos de la bandeja de la impresora. Por primera vez en mucho tiempo, su voz sonaba optimista.
—Bien, creo que ahora tenemos que hacer. Mucho que hacer. No te molestes en acompañarnos; tú también tienes trabajo. Conozco el camino.
—Por hoy, basta de trabajo. Lo cerraré todo y me iré a dar una vuelta en moto. Después de lo que he visto, no tengo ningunas ganas de quedarme aquí solo…
—Adiós, Guillaume, y gracias una vez más.
Fuera los acogió la languidez del crepúsculo en aquel jardín que parecía encantado después de la crudeza de las imágenes acababan de volver a ver. La brisa tibia del inicio del verano soplaba del mar, las manchas coloreadas de los macizos de flores el verde brillante de la hierba, el verde más oscuro del seto laureles.
Frank observó que, por una extraña casualidad cromática, no había ni una sola flor roja, el color de la sangre. Lo consideró un buen augurio y sonrió.
—¿Por qué sonríes? —le preguntó Nicolas.
—Un pensamiento estúpido. No me hagas caso. Un leve ataque de optimismo, gracias a Guillaume.
—Buen chaval. El…
Frank calló. Sabía que su amigo no había terminado.
—Era el mejor amigo de mi hijo. Se parecían mucho. Cada vez que veo a Guillaume no puedo dejar de pensar que, si Stéphane estuviera vivo, muy probablemente habría sido como él. Una manera un poco retorcida de seguir sintiéndome orgulloso de mi hijo…
Frank evitó mirarlo, para no ver en los ojos de Nicolas el brillo de las lágrimas que notaba en su voz.
Recorrieron en silencio el breve camino hasta el coche. Una vez dentro, Frank cogió las hojas impresas que el comisario había apoyado en el salpicadero y se puso a mirarlas, para darle tiempo a recuperarse. Mientras Hulot encendía el motor, volvió a dejarlas donde estaban y se apoyó contra el respaldo.
Se abrochó el cinturón y reparó en que se sentía entusiasmado.
—Nicolas, ¿conoces Aix-en-Provence?
—No, no he ido nunca.
—Entonces será mejor que te compres un mapa. Creo que deberás hacer un pequeño viaje, amigo mío.