36

Frank se despertó y miró el rectángulo azul encuadrado en la ventana. Al volver al piso del Parc Saint-Roman estaba tan cansado que no había tenido fuerzas ni para ducharse; se había desnudado y se había echado sobre la cama, sin siquiera cerrar las persianas.

«No estoy aquí, en Montecarlo —pensó—. Todavía estoy en la casa en la orilla del mar, tratando de reponerme. Harriet está fuera, en la playa, no muy lejos, tendida sobre una lona tomando el sol, con el viento en el cabello y una sonrisa en los labios. Ahora me levantaré e iré hacia ella y no habrá ninguna figura vestida de negro. No habrá nadie que se interponga entre nosotros».

—Nadie… —dijo en voz alta.

Volvieron a su memoria los dos muertos de la noche anterior. Se levantó con la desgana de Lázaro después de la resurrección. A través de los cristales se veía una línea de mar, sobre la cual las ráfagas de viento dibujaban manchas de gamuza. Fue a la ventana y la abrió; un soplo de aire tibio infló la liviana cortina y ahuyentó los residuos de las pesadillas nocturnas. Miró el reloj. Era más de mediodía. Había dormido pocas horas, y sentía la necesidad de dormir para siempre.

Fue al cuarto de baño, se dio una ducha, se afeitó y se puso ropa interior limpia. Se preparó un café mientras reflexionaba en las nuevas complicaciones de la investigación, ahora que Nicolas quedaba fuera de juego. No creía que Roncaille estuviera en condiciones de llevarla adelante. Sin duda era un mago para las relaciones públicas y las relaciones con la prensa, pero la investigación de campo no era su punto fuerte. Quizá lo había sido, pero ahora era más político que policía. Sin embargo, contaba con buenos colaboradores que podían trabajar en su lugar. No en vano la policía del principado se consideraba una de las mejores del mundo, bla, bla…

Su propia presencia en el principado, mientras tanto, se había transformado en una exigencia diplomática que no había que descuidar, lo que implicaba ventajas y desventajas, como todos. Frank estaba seguro de que Roncaille buscaría tener el máximo de unas y el mínimo de otras. Frank conocía muy bien los métodos de la policía de Montecarlo, un lugar donde nunca nadie decía nada pero donde se sabía todo.

«Todo, salvo el nombre de un asesino…».

Decidió que no le importaba un ardite. Como desde el principio, por otra parte.

Aquella historia no era una investigación realizada conjuntamente por dos policías. Ni por Roncaille y Durand —que aunque representaban la autoridad, no tenían mucho que ver en todo aquello— ni, mucho menos, por Estados Unidos y el principado. Era un asunto personal entre él, Nicolas Hulot y un hombre vestido de negro que coleccionaba las caras de sus víctimas como si fueran máscaras de un delirante y sanguinario carnaval. Los tres habían puesto su vida en suspenso, a la espera del resultado de aquella lucha entre tres muertos en un lugar donde todos se declaraban vivos.

Fue a sentarse ante el ordenador. Había un correo electrónico de Cooper con unos documentos adjuntos. Sin duda se trataba de la información sobre Nathan Parker y Ryan Mosse. Ya no servía de mucho, con Mosse en prisión y Parker reducido a la inactividad por un tiempo. Por un tiempo, se repitió. No se hacía ilusiones en cuanto al general. Parker era uno de esos hombres a los que solo se puede considerar muertos cuando los han devorado los gusanos.

En el mensaje del correo electrónico había una nota de Cooper.

Cuando tengas un momento entre tus carreras por los mares con tu nuevo yate, llámame. A cualquier hora. Necesito hablarte.

Coop

Se preguntó qué podría ser tan urgente. Miró la hora y lo llamó casa. No había peligro de molestar a nadie ya que Cooper vivía solo en una especie de loft a orillas del Potomac.

—¿Diga? ¿Quién es?

—Coop, soy Frank.

—Hola, holgazán, ¿cómo estás?

—Ha explotado un superpetrolero cargado de mierda, y ahora la mancha se extiende hasta donde me alcanza la vista.

—¿Qué ha sucedido?

—Otros dos muertos, anoche.

—¡Hostia!

—Y que lo digas. Uno, obra de nuestro asesino, con su ritual de costumbre. Es el cuarto. A mi amigo, el comisario, lo han destituido con la elegancia y el savoir faire de Nerón… Al otro tío lo ha puesto en la lista de las necrológicas el bueno de Ryan Mosse. Ahora está en prisión, mientras el general hace todo lo posible para sacarlo.

Cooper ya se había despertado por completo.

—¡Joder, Frank! ¿En qué clase de lío andáis metidos? La próxima vez me dirás que ha estallado la guerra nuclear.

—Todavía no excluyo esa posibilidad… Y tú, ¿qué es eso tan urgente que tienes que decirme?

—Hay novedades en el asunto de los Larkin. La investigación nos ha llevado a sospechar que hay una bonita tapadera en alguna parte; se prepara algo gordo, pero todavía no hemos conseguido determinar qué. Y de Nueva York ha llegado Hudson McCormack. ¿Quién es? ¿Y qué tiene que ver con los Larkin? Es lo que nosotros querríamos saber. Oficialmente ha venido a defender a Osmond Larkin. Lo que nos sorprende es que este cabrón podría permitirse algo mucho mejor, es decir, uno de esos abogados que cobran honorarios de seis ceros. McCormack, en cambio, es un abogaducho mediocre, de treinta y cinco años, más famoso por haber formado parte del equipo Stars and Stripes en la copa Louis Vuitton que por sus éxitos en el campo legal.

—¿Lo habéis investigado?

—¡Pues claro! Pero no hemos encontrado nada de nada. Lleva una vida acorde a sus ingresos, sin gastar de más. Ningún vicio, ni mujeres, ni coca. Fuera de su trabajo solo le interesa la náutica. Y de pronto salta como un muñeco de una caja de sorpresa para recordarnos qué pequeño es el mundo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que en estos momentos Hudson McCormack está volando hacia Montecarlo.

—Me alegro por él, aunque no es el mejor momento para venir.

—Va por una regata bastante importante, según parece. Sin embargo…

—¿Sin embargo?

—Frank, ¿no te parece raro que un modesto abogado de Nueva York, hasta ahora desconocido, que tiene por primera vez en su vida un caso importante lo deje de lado, aunque solo sea por un tiempo, para ir a Europa a pasear en velero? Cualquier otro, en su lugar, ni siquiera dormiría para poder trabajar las veinticuatro horas.

—Visto así, tienes razón. ¿Y yo qué tengo que ver?

—Tú estás ahí y conoces la historia. En este momento ese hombre es la única conexión de Osmond Larkin con el resto del mundo. Tal vez no sea más que su abogado, pero también podría ser otra cosa. Hay montañas de droga y de dólares en juego. Todos sabemos lo que es Montecarlo en cuanto a blanqueo de dinero… Tú estás colaborando con la policía de Mónaco; no te costaría nada pedir que vigilen a McCormack, de manera discreta pero eficaz…

—Veré qué puedo hacer…

No le dijo a Cooper que allí casi todos, incluido él mismo, se hallaban bajo discreta pero eficaz vigilancia.

—Te he enviado por correo electrónico una foto para que puedas verle la cara. Y toda la información que hemos reunido sobre la estancia de McCormack en Montecarlo.

—Vale. Vuelve a tu siesta. Los tíos poco inteligentes como tú necesitan recargar las pilas para rendir como es debido.

—Hasta pronto, idiota. Rómpete la pierna.

Cortó la comunicación y dejó el inalámbrico al lado del ordenador. Otra vuelta, otra carrera, otras dificultades. Guardó el archivo adjunto en un disquete con los datos relativos a Hudson McCormack, sin siquiera abrirlo. Le puso una etiqueta que encontró en el cajón del mueble y escribió «Cooper». Ningún otro nombre a la vista.

Por un instante, la breve conversación con su colega lo devolvió a su país, aunque éste era un concepto vago en aquel momento de su vida. Sentía como si su cuerpo astral, sin emociones, merodeara por las ruinas de su existencia a millares de kilómetros de distancia, con la transparencia de los fantasmas que ven sin que los vean. Estaba en casa de Cooper y al mismo tiempo en el despacho que durante tanto tiempo habían compartido en el Bureau, y en su casa desierta hacía meses, y caminando por las calles de Washington sumergidas en la oscuridad.

«¿Para qué sirve todo esto? ¿Hay alguien, en toda esta miserable historia de pobres seres humanos, que haya comprendido algo? Y si lo ha comprendido, ¿por qué no lo ha explicado a los demás?».

Quizá la respuesta fuera que nadie le habría creído…

Cerró los ojos y recordó una conversación que había mantenido con el padre Kenneth, un sacerdote y psicólogo de la clínica donde se había recuperado después del suicidio de Harriet. Cuando no estaba en terapia o en análisis, iba a sentarse a un banco del parque de aquella especie de manicomio de lujo; miraba al vacío, luchando con el deseo de seguirla por el mismo camino. El padre Kenneth se acercó sin ruido y se sentó a su lado en el banco de hierro forjado y tablas de madera oscura.

—¿Cómo estás, Frank?

Lo miró con atención antes de responder. Estudió aquel rostro alargado y pálido, de exorcista, los ojos agudos y conscientes de la complejidad de ser a un tiempo un hombre de ciencia y de fe. Vestido de civil, podía pasar por un pariente de un paciente cualquiera.

—No estoy loco, si es eso lo que quiere oírme decir.

—Ya sé que no estás loco, y tú sabes muy bien que no es eso lo que quisiera oírte decir. Cuando te pregunto cómo estás, de veras quiero saber cómo estás.

Frank abrió los brazos en un gesto que abarcaba cualquier cosa o todo el mundo.

—¿Cuándo podré irme de aquí?

—¿Estás listo para marcharte?

El padre Kenneth había respondido a su pregunta con otra pregunta.

—Si me lo planteo, mi respuesta es que no lo estaré nunca por eso se lo he preguntado a usted.

—¿Eres creyente, Frank?

Se volvió para mirarle con una sonrisa amarga.

—Por favor, padre, no caiga en esas banalidades, como «Mira hacia Dios, y Dios mirará hacia ti». Últimamente, cuando le he mirado, Dios ha desviado los ojos.

—No ofendas mi inteligencia, y sobre todo no ofendas la tuya. Te obstinas en darme un papel que recitar, quizá porque también tú has decidido recitarme uno. Tengo un motivo para haberte preguntado si crees en Dios…

Frank se puso a observar a un jardinero que podaba un arce.

—No me interesa. Yo no creo en Dios, padre Kenneth. Y no es una ventaja, pese a lo que pueda pensar la gente.

Volvió a mirarlo.

—Significa que no hay nadie para perdonarme por el mal que hago.

«Y en efecto siempre he creído que no lo hacía —pensó—, y en cambio lo he hecho. Poco a poco le he quitado la vida a la persona a la que amaba, a quien debería haber protegido más que cualquier otra cosa».

Mientras se ponía los zapatos, el sonido del teléfono lo devolvió al presente…

—Hola.

—Hola, Frank, soy Nicolas. ¿Estás despierto?

—Despierto y listo para la acción.

—Bien. Acabo de llamar a Guillaume Mercier, el chaval del que te hablé. Me está esperando. ¿Quieres venir?

—¡Por supuesto! Me vendrá bien antes de enfrentarme a otra noche en Radio Montecarlo. ¿Ya has leído los periódicos?

—Sí. Y dicen de todo. Ya puedes imaginar con qué tono…

Sic transit gloria mundi. Que no te importe un ardite. Tenemos otras cosas que hacer. Te espero.

—En dos minutos estoy allí.

Fue a escoger una camisa limpia. Mientras estaba desabrochando el botón del cuello sonó el interfono. Cruzó el salón para ir a responder.

—¿Monsieur Ottobre? Le busca una persona.

Frank pensó que Nicolas, cuando decía «dos minutos», se lo tomaba al pie de la letra.

—Sí, ya sé, Pascal. Por favor, dígale que enseguida estoy listo. Si no quiere esperar abajo, hágale subir.

Mientras se ponía la camisa oyó que el ascensor se detenía en su planta.

Fue a abrir la puerta y se la encontró frente a frente. Helena Parker estaba allí, en el umbral, con aquellos ojos grises nacidos para reflejar las estrellas y no aquel dolor. De pie en la penumbra del pasillo, le miraba. Frank sostenía los bordes de la camisa abierta sobre el tórax desnudo.

A Frank le pareció la repetición de la escena con Dwight Durham, el cónsul, solo que los ojos de la mujer se detuvieron largamente en las cicatrices de su tórax antes de volver a su rostro. Se apresuró a cerrarse la camisa.

—Buenos días, señor Octobre.

—Buenos días. Disculpe que la haya recibido así, pero creía que era un amigo.

—No hay problema. Ya lo había imaginado, por su respuesta al encargado. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto.

Frank se apartó de la puerta; Helena entró rozándolo con un brazo y pudo oler su perfume delicado, sutil como un recuerdo. Por un instante pareció que la estancia se llenara solo con su presencia.

Su mirada cayó en la Glock que Frank había dejado sobre un mueble al lado del estéreo. Él se apresuró a esconderla en un cajón.

—Lamento que esto sea lo primero que haya visto al entrar aquí.

—No hay problema. He crecido en medio de armas de fuego.

Frank tuvo una visión fugaz de Helena, de niña, en la casa de Nathan Parker, el soldado inflexible al que el destino había osado ofender con el nacimiento de dos hijas.

—Me lo imagino.

Terminó de arreglarse la camisa, contento de tener algo que hacer con las manos. La presencia de aquella mujer en su casa le planteaba una serie de preguntas imprevistas. Hasta el momento, era Nathan Parker y Ryan Mosse quienes le preocupaban, personas que tenían voz, peso, un andar que dejaba huellas, un cuchillo fuera y dentro de la funda, un brazo capaz de golpear. Helena, en cambio, había sido solo una presencia muda. El recuerdo conmovedor de una belleza triste. El porqué no tenía interés para Frank, y no quería que llegara a tenerlo.

Frank rompió el silencio. Su voz sonó más dura de lo que habría deseado.

—Supongo que habrá un motivo para su visita.

Helena Parker tenía ojos, pelo, rostro y perfume, y Frank le dio la espalda al tiempo que se ponía la camisa dentro del pantalón, como si ese gesto bastase para dar la espalda a todo lo que ella era. Su voz le llegó desde atrás, mientras se ponía la chaqueta.

—Sí. Necesito hablar con usted. Creo que necesito su ayuda, si es que alguien puede ayudarme.

Cuando se volvió, Frank ya había pedido y obtenido la complicidad de un par de gafas oscuras.

—¿Mi ayuda? ¿Vive usted en casa de uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos y necesita mi ayuda?

Una sonrisa amarga asomó a los labios de Helena Parker.

—Yo no vivo en la casa de mi padre. Allí soy una prisionera.

—¿Es por eso que le tiene miedo?

—Hay tantos motivos para tenerle miedo a Nathan Parker… No sabría por cuál empezar. Pero no es por mí que tengo miedo. Es por Stuart.

—¿Stuart es su hijo?

Helena vaciló un instante.

—Sí, mi hijo. Es él mi problema.

—¿Y yo qué tengo que ver?

Sin previo aviso, la mujer se acercó, levantó las manos y le sacó las Ray-Ban. Lo miró a los ojos con una intensidad que Frank sintió que le penetraba como un cuchillo mucho más afilado que el de Ryan Mosse.

—Usted es la primera persona que he conocido capaz de hacer frente a mi padre. Si hay alguien que puede ayudarme, es usted…

Antes de que Frank consiguiera pronunciar una respuesta, el teléfono sonó otra vez. Cogió el inalámbrico con el alivio de quien encuentra un arma para defenderse de un enemigo.

—Sí.

—Nicolas. Estoy abajo.

—Vale. Bajo enseguida.

Helena le tendió las gafas.

—Quizá no he venido en el momento más oportuno.

—Ahora debo salir. No terminaré hasta tarde y no sé…

—Usted sabe dónde vivo. Puede encontrarme cuando quiera, incluso por la noche.

—¿Le parece que Nathan Parker aceptaría una visita mía, en estas circunstancias?

—Mi padre está en París. Ha ido a hablar con el embajador y a buscar un abogado para el capitán Mosse.

Una breve pausa.

—Se ha llevado a Stuart, como… como compañía. Por eso he venido sola.

Por un instante, Frank había esperado que Helena pronunciara la palabra «rehén». Quizá era ése el significado que encerraba el término «compañía».

—De acuerdo. Ahora debo irme. No querría, por diversas razones, que la persona que me espera abajo nos viera salir juntos. ¿Podría esperar unos minutos antes de bajar?

Helena asintió. La última imagen que Frank tuvo de ella antes de cerrar la puerta fue la de sus ojos claros y la leve sonrisa que solo una pequeña esperanza puede provocar.

Mientras bajaba en el ascensor, Frank se miró al espejo. En sus ojos veía todavía el reflejo del rostro de su mujer. No había lugar. No había lugar para otros rostros, para otros ojos, para otro pelo, para otros dolores. Y sobre todo, él no podía ayudar a nadie, porque nadie podía ayudarle a él.

Salió a la luz del sol que llegaba a través de las puertas de cristal y atravesó el vestíbulo de mármol del Parc Saint-Roman. Fuera le esperaba el coche de Hulot.

Cuando abrió la puerta, vio en el asiento posterior un montón de periódicos. «Mi nombre es Ninguno», decía con ironía el titular más visible, en grandes caracteres. Los otros debían de ser más o menos parecidos. Nicolas daba la impresión de no haber dormido mejor que él.

—Hola.

—Hola, Nic. Disculpa si te he hecho esperar.

—No tiene importancia. ¿Te ha llamado alguien?

—Silencio absoluto. No creo que en tu departamento den saltos de alegría ante la idea de verme, aunque oficialmente Roncaille me está esperando para un cara a cara.

—Bien, antes o después deberás dejarte ver.

—Es cierto. Por un montón de razones. Pero mientras tanto, creo que tenemos un asunto privado de que ocuparnos.

Hulot arrancó y recorrió el breve trecho de entrada del edificio hasta llegar al espacio donde se podía dar marcha atrás.

—He pasado por mi despacho. Entre las cosas que he cogido de mi escritorio está el original de la cinta, que todavía seguía en su lugar. Lo cambié por una copia.

—¿Crees que se darán cuenta?

Hulot se encogió de hombros.

—Siempre puedo decir que me equivoqué. No me parece un delito grave. Sería mucho más grave si descubrieran que tenemos una pista y no se lo hemos dicho a nadie.

Mientras pasaban delante de la puerta de cristal de la entrada, Frank vio solo el reflejo del cielo. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Antes de que el coche dejara atrás el acceso para girar a la izquierda y bajar por la calle des Girollées, distinguió fugazmente la silueta delgada de Helena Parker que salía del Parc Saint-Roman.