35

La puerta se abrió y Morelli entró en la pequeña habitación, desnuda y sin ventanas.

Se acercó a la mesa de formica gris a la que se hallaban sentados Frank y Nicolas Hulot y dejó ante ellos un paquete de fotos en blanco y negro, todavía húmedas. Frank las cogió, las hojeó, eligió una, la apoyó en la mesa y la giró hacia el hombre sentado frente a él. Inclinándose hacia delante, la empujó hasta el otro lado de la mesa.

—Tenga. A ver si esto le dice algo, capitán Mosse.

Ryan Mosse, esposado a su silla, apenas miró la fotografía, como si aquello no le concerniera. Volvió a dirigir a Frank sus ojos inexpresivos.

—¿Y bien?

El tono de su voz hizo estremecer a Morelli, apoyado en la puerta, al lado del gran espejo que cubría toda la pared. Al otro lado de éste se encontraban Roncaille y Durand, que habían llegado deprisa a la central al enterarse de los dos nuevos homicidios y del arresto.

Frank realizaba el interrogatorio en inglés y los dos hablaban a bastante velocidad. Morelli, aunque de vez en cuando se perdía alguna palabra, conocía suficientemente bien el idioma para ver que el hombre al que habían arrestado no tenía nervios, sino cables de acero.

A pesar de las pruebas, demostraba una calma y una frialdad que serían la envidia de un iceberg. En general, hasta los delincuentes más endurecidos, en una situación como aquélla, bajaban los brazos y empezaban a gimotear. Éste, en cambio, infundía temor con solo mirarlo, incluso con las esposas en las muñecas. Morelli pensó en el desafortunado Roby Stricker, que se lo había encontrado frente a frente, con un cuchillo en la mano. Un asunto feo, muy feo introducido como una cuña en una historia aún peor.

El inspector no conseguía olvidar el pobre cuerpo desfigurado de Gregor Yatzimin, acostado en su cama por la piedad tardía de su asesino.

Frank se apoyó en el respaldo de su silla.

—Esto que hay en el suelo parece un cadáver. ¿O no?

—¿Y bien? —repitió Mosse.

—¿No le parece extraño que al lado del cadáver esté escrito su nombre?

—Se necesita mucha fantasía para ver mi nombre en ese borrón.

Frank apoyó los codos sobre la mesa.

—Se necesita tu cabeza llena de mierda para no verlo, diría yo.

Mosse sonrió. Era la sonrisa del verdugo mientras mueve la palanca para abrir la trampa.

—¿Qué pasa, señor Ottobre? ¿Es que te están traicionando los nervios?

La sonrisa de Frank era la de un hombre ahorcado que ve cómo se corta la cuerda.

—No, capitán Mosse. Esta noche los nervios te han traicionado a ti. Te he visto hablar con Stricker frente a Jimmy’z, cuando fuimos a buscarle. No sé cómo llegaste hasta él, pero también me propongo descubrirlo. Cuando nos viste te largaste, pero no lo bastante deprisa. Si quieres, te diré qué sucedió a continuación. Tenías vigilado el domicilio de Stricker. Cuando nos fuimos, esperaste todavía un poco. Viste salir a la muchacha. Subiste. Discutisteis. Ese desdichado debió de ponerse nervioso, y también tú; luchasteis y lo acuchillaste. Lo creíste muerto y te fuiste, pero él tuvo tiempo de escribir tu nombre en el suelo.

—Son alucinaciones tuyas, y lo sabes, señor Ottobre. No sé qué te han dado para curarte, pero me parece que se han pasado con la dosis. Se ve que no me conoces…

La mirada de Mosse parecía de acero puro.

—Si decido usar el cuchillo con un hombre, antes de irme me aseguro de que esté muerto.

Frank hizo un gesto con las manos.

—Quizá hasta tú comienzas a errar algunos golpes, Mosse.

—Creo que a estas alturas tengo derecho a no responder más preguntas sin la presencia de un abogado. Eso vale también en Europa, ¿no?

—Por supuesto. Si quieres un abogado, estás en tu derecho.

—Entonces podéis iros a la mierda. No pienso deciros ni una palabra más.

Mosse bajó el telón. Fijó los ojos en su reflejo en el espejo y su mirada se volvió ausente. Frank y Hulot se miraron; sabían que ya no le sacarían nada más. Frank recogió las fotos de la mesa; luego se levantaron de sus sillas y se dirigieron hacia la puerta. Morelli la abrió para dejarlos pasar y los siguió al exterior.

En la habitación contigua, Roncaille y Durand estaban sobre ascuas. Roncaille se dirigió a Morelli.

—¿Nos disculpa usted un instante, inspector?

—Claro. Iré a tomar un café.

Morelli salió y los cuatro se quedaron a solas. Del otro lado del espejo se veía a Mosse, sentado, inmóvil, en el centro de la otra habitación, con la actitud de un soldado que ha caído en manos del enemigo.

«Capitán Ryan Mosse del ejército de Estados Unidos, número de matrícula…».

Durand lo señaló con un movimiento de cabeza.

—Un hueso duro de roer —declaró.

—¡Joder! Y un hueso duro de roer que sabe que cuenta con todo el apoyo del mundo. Pero, aunque tenga el apoyo de la Santísima Trinidad, a éste lo encerramos.

El procurador general cogió una de las fotos y la examino por enésima vez.

Se veía el cuerpo de Stricker tendido en el suelo de mármol de su alcoba, el brazo derecho doblado en ángulo recto, la mano apoyada en el suelo. La muerte le había sorprendido con el dedo índice todavía extendido para trazar la inscripción que acusaba a Ryan Mosse.

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—Es un poco confuso.

—Stricker se estaba muriendo y tenía el brazo izquierdo roto…

Con un dedo indicó en la foto el brazo doblado de manera antinatural. Frank había experimentado en persona la habilidad de Mosse en la lucha cuerpo a cuerpo. El militar sabía muy bien cómo ocasionar ese tipo de lesiones al adversario.

—En su piso hemos encontrado unas fotos de Stricker jugando al tenis. Se ve con claridad que era zurdo. Esto lo ha escrito con la mano derecha, por lo que no es extraño que no le haya salido bien.

Durand continuó mirando la foto, perplejo.

Frank esperaba. Miró a Hulot, cansado, apoyado en silencio en la pared. También él esperaba lo que sabía que vendría.

Durand se decidió. Dejó de dar vueltas y encaró el asunto, como si estudiar la foto le hubiera indicado que aquél era el momento justo para hacerlo.

—Esta historia corre el riesgo de convertirse en un sonado casus belli. Dentro de poco se pondrá en movimiento una maquinaria diplomática que hará más ruido que la salida del Gran Premio. Si decidimos inculpar al capitán Mosse, debemos tener pruebas irrebatibles, de modo que no hagamos el ridículo. Ya hemos hecho bastante mal papel con lo de Ninguno.

Durand quería dejar claro que el arresto del probable asesino de Roby Stricker no había cambiado en nada su interpretación personal del homicidio de Gregor Yatzimin: un nuevo fracaso de la policía del principado, que estaba en la primera línea de las investigaciones. La presencia de Frank representaba una simple colaboración entre organismos de investigación. La responsabilidad principal seguía siendo de la Süreté monegasca. Y era ésta el blanco de los títulos sarcásticos de los periódicos y de los comentarios cáusticos de los medios televisivos.

Frank se encogió de hombros.

—En lo que concierne a Mosse, la decisión depende de ustedes. Por mi parte, si de algo sirve mi parecer, creo que tenemos elementos más que suficientes para proseguir por el camino que hemos emprendido. Está la prueba de que Ryan Mosse conocía a Stricker; yo mismo lo vi hablar con él en la puerta de Jimmy’z. Y su nombre es bien visible en la foto. No veo qué más pueda hacer falta…

—¿Y el general Parker?

Frank se hallaba presente cuando, aquella mañana, habían ido a Beausoleil a detener al capitán. Al llegar, Frank vio que, salvo algunos detalles insignificantes, la casa era casi idéntica a la de Jean-Loup. Fue una observación al vuelo, pues enseguida lo absorbieron otras preocupaciones. Esperaba que el general montara un gran escándalo, pero se dio cuenta de que lo había subestimado. Parker era demasiado inteligente para hacer eso. Los recibió vestido de punta en blanco, como si estuviera esperándolos, y, cuando le pidieron ver a Mosse, se limitó a asentir y llamarlo. Ante los policías que le ordenaron que los siguiera a la central, Mosse se tensó como una cuerda de violín y dirigió una mirada interrogativa al viejo.

«Espero órdenes, señor».

Frank sospechó que, si Parker se lo hubiera pedido, Mosse se habría arrojado como una furia contra los hombres que habían ido a arrestarlo. Pero el general movió en forma imperceptible la cabeza, y la tensión del cuerpo de Mosse se aflojó. Tendió las muñecas hacia delante y aceptó en silencio que le pusieran las esposas.

Luego Parker consiguió quedarse a solas con Frank, mientras llevaban al capitán al coche.

—Están cometiendo una estupidez, y usted lo sabe, Frank.

—Temo que la estupidez la cometió su hombre anoche, general. Y muy grande, además.

—Yo podría declarar que el capitán Mosse no ha salido en ningún momento de esta casa desde ayer por la tarde.

—Si lo hace y se descubre que no es cierto, ni el presidente en persona lo librará de una acusación de complicidad y encubrimiento. Nadie, en Estados Unidos, correría el riesgo de protegerlo, ¿quiere un consejo?

—Le escucho.

—Si yo fuera usted, me quedaría quieto, general. El capitán Mosse irá a prisión, y ni siquiera usted podrá sacarlo. A veces es necesario abandonar a un hombre a su destino, para evitar pérdidas mayores. Creo que figura en todos los manuales de táctica militar.

—Ninguno puede darme lecciones de táctica militar. Y mucho menos usted, Frank. Me he enfrentado a personas mucho más duras de lo que jamás será usted, y las he destruido como papel en una máquina trituradora. Usted será solo uno más, se lo garantizo.

—Cada uno hace sus elecciones y corre sus riesgos, general. Es la regla de toda guerra, me parece.

Dio media vuelta y se marchó. Al salir se cruzó con la mirada de Helena, que se hallaba de pie en la puerta del salón; no pudo evitar pensar que era muy hermosa. Haberse despertado de improviso no parecía haberle afectado; nada quitaba luminosidad a su rostro y sus ojos. Su pelo rubio parecía recién peinado.

Al pasar a su lado, sus miradas se cruzaron. Frank vio que sus ojos no eran azules, contrariamente a lo que había pensado al verla la primera vez, sino grises. Y contenían toda la tristeza del mundo.

Mientras volvían el centro, Frank se recostó contra el respaldo del asiento del coche y miró fijamente el revestimiento de plástico del techo. Trataba de quitarse de la mente dos rostros que en aquel momento se superponían.

Harriet y Helena. Helena y Harriet.

Los mismos ojos. La misma tristeza.

Intentó pensar en otra cosa. Mientras entraban en la central, volvió a recordar la siniestra ironía de las palabras del general: «Ninguno puede darme lecciones de táctica militar». El general no había reparado en la verdad involuntaria contenida en lo que había dicho. En aquel momento había en la ciudad un asesino llamado Ninguno que podía darle lecciones de táctica a cualquiera.

—¿Qué hará el general Parker, según usted? —insistió ahora Durand.

Frank se dio cuenta de que, inmerso en sus pensamientos, había tardado más de la cuenta en responder a su pregunta.

—Discúlpeme, doctor Durand… Creo que Parker hará por Mosse cuanto esté en su poder, pero no tanto como para comprometerse. Desde luego el consulado se meterá por medio, pero hay un hecho innegable: Mosse ha sido arrestado por un agente del FBI, un estadounidense, y los trapos sucios los lavamos en familia. No olvide que Estados Unidos es el país que inventó el impeachment y siempre ha tenido el valor de usarlo…

Durand y Roncaille se miraron. El razonamiento de Frank era lógico. Al menos por esa parte parecía no haber problemas.

Durand reanudó su discurso.

—Desde luego su presencia aquí garantiza que haya buenas intenciones por parte de todos, Frank. Pero, por desgracia, a veces las buenas intenciones no bastan. En este momento nosotros, la policía del principado, tenemos una necesidad urgente de resultados. El caso de Roby Stricker, según parece, no tiene nada que ver con el asesino al que perseguimos…

Frank sentía a sus espaldas la presencia de Nicolas Hulot. Los dos sabían adonde quería llegar Durand.

—… y sin embargo anoche hubo otra víctima, la cuarta. No podemos quedarnos quietos mientras nos llueven encima cubos de basura, literalmente. Repito: su colaboración es gratamente bienvenida, Frank…

«Cortésmente tolerada, Durand. Solo cortésmente tolerada. ¿Por qué no usas la palabra justa?, aun cuando acabo de sacarte las castañas del fuego con el asunto del general Parker y su esbirro».

Durand prosiguió su camino, que lo llevaba a descargar un carro de estiércol en el patio de Hulot.

—Pero comprenderéis que las autoridades no pueden asistir a semejante cadena de homicidios sin tomar medidas, por desagradables que sean.

Frank observó a Nicolas. Estaba apoyado en la pared, de pronto se encontraba solo en aquel campo de batalla, con la expresión del condenado a ser fusilado que rechaza la venda para los ojos. Durand tuvo la decencia de mirarlo a la cara mientras hablaba.

—Lo lamento, comisario. Sé que usted es un gran policía, pero me veo obligado a suspenderlo.

Hulot no reaccionó. Probablemente se sentía demasiado cansado. Se limitó a asentir con la cabeza.

—Comprendo, doctor Durand. Por mi parte, no hay problema.

—Puede usted tomarse unas vacaciones. Esta investigación debe de haberle agotado. Por supuesto, para la prensa…

Hulot lo interrumpió.

—No se esfuerce. No hace falta que me dore la píldora. Somos adultos y conocemos las reglas del juego. El departamento puede llevar el asunto como mejor le parezca.

Si a Durand le hizo mella la respuesta de Hulot, no lo demostró. Se dirigió a Roncaille. El director, hasta aquel momento, escuchaba en silencio.

—A partir de hoy las investigaciones están en sus manos, Roncaille. Manténgame al corriente de todo, hasta de lo más insignificante. A cualquier hora del día y de la noche. Buenos días, señores.

El procurador general Alain Durand se llevó de la estancia su inútil elegancia, dejando tras de sí un silencio que se alegraba de no compartir.

Roncaille se pasó una mano por el pelo peinado impecablemente.

—Lo lamento, Hulot. Le aseguro que esto no me complace en absoluto.

Frank pensó que las palabras del jefe de la policía eran más sinceras de lo que podían parecer. Verdaderamente no se sentía complacido, pero no por los motivos que daba a entender, sino porque ahora era él quien se encontraba en la jaula con el látigo en la mano, y debía demostrar que era capaz de domar a los leones.

—Vayan ustedes a dormir; creo que a los dos les hace falta. Después querría verlo en mi despacho, en cuanto sea posible, Frank. Hay algunos detalles que quiero discutir con usted.

Con la misma calma aparente de Durand, Roncaille se apresuro a salir. Frank y Hulot se quedaron solos.

—¿Has visto? Me detesto cuando me oigo decir: «Te lo advertí…» el problema es que no puedo echarle la culpa a nadie.

—Nicolas, no creo que Roncaille o Durand, en nuestro lugar hubieran obtenido mejores resultados. Es la política lo que se ha puesto en movimiento, no la lógica. Pero yo sigo dentro.

—Tú sí. Pero ¿yo qué hago ahora?

—Tú sigues siendo comisario, Nicolas. Solo te han apartado de una investigación; no te han despedido. Tómate las vacaciones que te han ofrecido. Así tendrás una ventaja que no tienen los demás.

—¿Cuál?

—Veinticuatro horas al día para continuar tus investigaciones sin rendir cuentas a nadie, sin tener que perder el tiempo escribiendo informes.

—El que sale por la puerta entra por la ventana, ¿eh?

—Exacto. Hay algo que todavía debemos comprobar, y en este momento tú me pareces la persona indicada. Creo que todavía no les he mencionado el detalle de la cubierta del disco que salía en la filmación…

—Frank, eres un cabrón. Un grandísimo cabrón.

—Pero un cabrón amigo tuyo. Y ésa te la debo.

Hulot cambió el tono y movió la cabeza en círculos para aliviar la tensión del cuello.

—Pues bien, creo que iré a dormir. Ahora puedo hacerlo, ¿no crees?

—Y a mí me importa un comino que Roncaille me espere en su despacho «en cuanto sea posible». Ya me veo acostado en mi cama.

Mientras salían, aquella imagen despertó lo mismo en la mente de ambos: el cuerpo sin vida de Gregor Yatzimin, tendido con el rostro desfigurado sobre las sábanas blancas de su lecho. Y sus ojos que miraban el techo de la alcoba, esos ojos ya ciegos aun antes de morir.