René Coletti tenía unas ganas tremendas de mear.
Respiró profundamente por la nariz. La vejiga llena le estaba provocando unas terribles punzadas en la barriga. Le parecía estar en una de esas películas de ciencia ficción científica, donde las tuberías de la astronave comienzan a perder vapor y aparece una señal roja de peligro mientras una voz metálica repite: «Atención, en tres minutos esta nave se destruirá, atención…».
Era normal que esa necesidad fisiológica llegara en el momento menos oportuno, según la lógica destructiva de la casualidad, que, siempre que puede tocar los cojones a los seres humanos, lo hace.
Estuvo tentado de bajar del coche e ir a hacerlo a cualquier rincón en penumbra, indiferente a la poca gente que paseaba por el muelle o al otro lado de la calle. Miró con avidez el muro que se alzaba a su derecha.
Encendió un cigarrillo para distraerse y sopló el humo del Gitanes sin filtro por la ventanilla abierta. En el cenicero del coche había suficientes colillas para testimoniar que su espera duraba ya un buen rato. Alargó la mano para apagar el estéreo sintonizado en Radio Montecarlo, puesto que el programa que le interesaba ya había terminado.
Había aparcado su Mazda MX-5 en el puerto, cerca de la Piscine, mirando hacia el edificio en que se hallaba la sede de la radio, que en aquel momento debía de estar abarrotada de policías. Había seguido la emisión y había escuchado con los oídos muy abiertos la llamada del asesino. Estaba sentado en el coche, a la espera, como muchos de sus colegas de la redacción de su periódico, France Soir, que ahora sin duda navegaban por internet a la caza de información. En aquellos momentos, una multitud de cerebros funcionaban a pleno rendimiento para poder descifrar el nuevo mensaje lanzado a través del éter por «Ninguno», como le habían bautizado en la prensa escrita. Un apodo que ya había pasado a ser de uso corriente; ahora todos lo llamaban así. El poder de los medios. Quizá los policías, entre ellos, también lo llamaban así antes de que el nombre les fuera impuesto por la fantasía de un periodista.
A los investigadores, la lógica; a los periodistas, la imaginación. Pero el que poseía una no carecía necesariamente de la otra.
Él mismo era un caso evidente de ello. O al menos así lo esperaba.
Comenzó a sonar el móvil, apoyado en el asiento del pasajero. El timbre era una canción de Ricky Martin que su sobrina le había obligado a adoptar, tras bajarla de internet. Odiaba esa musiquilla, pero nunca había aprendido lo suficiente sobre el funcionamiento del móvil para poder cambiarla.
Fantasía y lógica, pero horror a la técnica.
Cogió el móvil y activó la comunicación.
Sus tuberías deberían aguantar todavía un poco.
—¿Diga?
—Coletti, soy Barthélémy.
—Te escucho.
—Tenemos un indicio. Un increíble golpe de suerte. Giorgio, nuestro corresponsal en Milán, es amigo de la persona que compuso la pieza, la que Ninguno ha hecho oír por la radio. Hace dos minutos nos han llamado de Italia y nos dan todavía algunos minutos de ventaja antes de advertir a la policía.
«Estupendo. Esperemos que a nadie le cueste el pellejo. Y esperemos que yo no me mee encima».
—¿Entonces?
—Se titula «Nuclear Sun». El autor es un italiano, un locutor que se llama Rolando Bragante, alias Roland Brant. ¿Has entendido?
—Pues claro que he entendido, no soy imbécil. Mándame un texto con los datos, por si acaso.
—¿Dónde estás?
—Frente a la radio. Todo bajo control. Hasta ahora no ha sucedido nada.
—Mantente alerta. Si los polis se dan cuenta se pondrán locos.
—Ya sé cómo se ponen.
—Nos vemos —le saludó Barthélémy, lacónico.
—Avísame si hay novedades.
Apagó el teléfono. Un locutor italiano con seudónimo inglés. Un tema de música de discoteca titulado «Nuclear Sun».
¿Qué diablos quería decir?
Sintió una punzada en el vientre. Se decidió. Arrojó la colilla por la ventanilla, abrió la puerta y se apeó del coche. Fue hasta el otro lado, bajó un par de escalones y se escondió en un rincón oscuro, oculto por el coche. Aprovechó un entrante del muro, al lado de una persiana metálica cerrada de una tienda. Se desabrochó la bragueta y se liberó, con un suspiro de alivio. Le pareció que volaba. Miró a sus pies el reguero amarillento de orina que bajaba como un arroyo por el terreno en ligera pendiente.
Dejarse ir, en un caso así, era un placer casi sexual, una satisfacción de la parte física y lúdica de un ser humano. Como cuando era niño y hacía pipí con su hermano en la nieve, dibuj…
Un momento. Le vino una imagen. La nieve. ¿Qué tenía que ver la nieve? Vio una foto en una revista, una figura masculina con traje de esquí fotografiada al pie de un remonte con una bella muchacha al lado. Había nieve, mucha nieve. Tuvo una intuición tan precisa que le dejó sin aliento.
Mierda. Roby Stricker. Tenía que ser él. Y si era él, la exclusiva era suya.
Sus evoluciones fisiológicas no daban señales de aplacarse. La emoción del hallazgo le provocó un ataque de nerviosismo. Interrumpió el chorro, aun a riesgo de ensuciarse las manos. Ya se había metido a veces en asuntos en los que el riesgo de ensuciarse las manos era casi una certeza; éste no sería el más desagradable. Pero ¿dónde encontraría a Roby Stricker a esa hora?
Dio una enérgica sacudida a su instrumento y lo guardó en el calzoncillo. Volvió deprisa al coche, sin abotonarse la bragueta.
«Hay un asesino dando vueltas por esta ciudad, René —se dijo—. ¿A quién le importa si llevas los pantalones abotonados o no?».
Se sentó y cogió el móvil. Llamó a Barthélémy, a la redacción.
—Otra vez Coletti. Necesito un dato.
—Dime.
—Roby Stricker. S-t-r-i-c-k-e-r, con «c» y «k». Roby debería de corresponder a Roberto. Vive aquí, en Montecarlo. Si tenemos mucha suerte, podría figurar en el listín. Si no, encuéntralo como sea, pronto.
El periódico no era desde luego la policía, pero también ellos disponían de sus canales de información.
—Espera un momento, no cuelgues.
Pasaron unos momentos que a Coletti le parecieron interminables, más largos incluso que los que había pasado con la vejiga llena. Al fin Barthélémy volvió al aparato.
—¡Bingo! Vive en el edificio Les Caravelles, en el bulevar Albert Premier.
Coletti contuvo el aliento. No podía creer en su buena suerte. Quedaba a un centenar de metros del lugar donde él había aparcado.
—Estupendo. Sé dónde es. Hablamos luego.
—René, te lo repito: mantente alerta. No solo por los polis. Ninguno es un tipo peligroso; ya ha liquidado a tres personas.
—Pues cruza los dedos, hombre. Quédate tranquilo, que me cuidaré. Pero si esto termina como creo, daremos un golpe sensacional…
Cortó la comunicación.
Por un instante volvió a oír la voz por la radio.
«Yo mato…».
A pesar suyo, se estremeció. Aun así, la fuerza de la exaltación y la adrenalina anulaban toda prudencia. Como hombre, Coletti tenía muchos límites, pero como periodista conocía bien su oficio y estaba dispuesto a correr cualquier riesgo. Sabía reconocer una noticia bomba cuando se presentaba. Una noticia para perseguir, para abrir como una ostra y hacer ver a todo el mundo si contenía una perla o no. Y esta vez la perla estaba allí, grande como un huevo de avestruz.
Cada uno tiene sus drogas; ésa era la suya.
Miró la fachada iluminada de Radio Montecarlo. Había algunos coches patrulla aparcados en la explanada frente a la entrada. Se encendió la luz azul de uno de los faros giratorios y un automóvil se puso en movimiento. Coletti se relajó. Era el coche escolta que todas las noches acompañaba a Jean-Loup Verdier a su casa. Los había seguido varias veces y ya sabía qué harían: subirían hasta la casa del locutor, se meterían por la verja y buenas noches a todos. Los agentes permanecerían de guardia y harían imposible cualquier tentativa de contacto.
Habría pagado la mitad de la fortuna de Bill Gates para poder entrevistar a ese hombre, pero era imposible, por el momento. El lugar estaba blindado, a la entrada y a la salida. Había vigilado esa casa lo suficiente para saber que era imposible.
Demasiadas cosas se habían revelado imposibles últimamente. Había tratado por todos los medios de que el periódico lo enviara a Afganistán a cubrir la guerra. Era una historia que él sentía en los huesos, y sabía que habría podido contarla mejor que cualquier otro, como ya había hecho con la ex Yugoslavia. Pero habían preferido a Rodin, quizá porque creían que era más joven y estaba más hambriento, más dispuesto a arriesgarse. Quizá había detrás algún chanchullo político, alguna recomendación de alguien, de la que él no estaba al tanto.
Abrió la guantera del salpicadero y sacó su cámara digital, una Nikon 990 Coolpix. La puso en el asiento del acompañante y la revisó como hace un soldado con su arma antes de una batalla. Las baterías estaban cargadas y tenía cuatro tarjetas de 128 megas. Podía fotografiar la tercera guerra mundial, de haber sido necesario. Bajó del Mazda sin preocuparse de echarle la llave. Escondió la cámara bajo la chaqueta, para que no se notara. Dejó atrás el coche y la Piscine y se encaminó en la dirección opuesta. Unos metros más adelante se encontró ante la escalera que conducía a la Promenade. Allí un coche normal pero con la luz intermitente de la policía en el techo salió de la Rascasse y pasó velozmente delante de él.
Coletti alcanzó a ver que en el interior iban dos personas. Imagino quiénes serían: el comisario Hulot y el inspector Morelli. O quizá ese tío moreno de cara sombría al que había visto salir aquella mañana de la casa de Jean-Loup Verdier y que le había mirado al pasar en coche ante él. Cuando los ojos de ambos se cruzaron, Coletti había experimentado una sensación extraña.
Era un hombre que parecía llevar el diablo dentro. Coletti sabía mucho de demonios, y también sabía reconocer a quienes los acarreaban consigo. Quizá valiera la pena averiguar algo más de ese personaje…
Hacía tiempo que el periodista había renunciado a seguir a los coches patrulla. Los policías no eran estúpidos, y le habrían descubierto enseguida. Lo habrían detenido, y adiós a su exclusiva. No debía cometer ningún error.
Además, debido a la falsa alarma de la primera llamada, los polis debían de andar de muy mal talante. Coletti no habría querido estar en el lugar del que la había hecho, si le habían cogido. Y él no pensaba arrojarse de cabeza en una situación parecida.
Si la siguiente víctima de ese maníaco era realmente Roby Stricker, lo usarían de cebo, y el único lugar donde podían hacerlo era su casa. De modo que él solo debía encontrar un lugar adecuado donde colocarse, desde el cual poder ver sin ser visto. Si sus deducciones eran justas y atrapaban a Ninguno, sería el único testigo ocular y el único reportero que tendría la foto de la captura.
Si lo lograba, valdría su peso en oro.
En los alrededores no había casi nadie. Seguramente todo el mundo en la ciudad había escuchado el programa y oído la nueva llamada de Ninguno. Sabiendo que había un asesino suelto, no habría mucha gente que quisiera salir a dar un tranquilo paseo nocturno.
Coletti fue hacia la entrada iluminada de Les Caravelles. Cuando llegó delante de la puerta de cristal soltó un suspiro de alivio: la cerradura era normal, y no una de clave numérica. Hurgó en un bolsillo, como un inquilino cualquiera que busca las llaves.
Sacó un llavero que le había regalado un informador, un tío listo al que en una ocasión había ayudado a salir de un aprieto. Era un hombre que adoraba el dinero, viniera de donde viniera, ya fuera el que el periodista le daba por los datos que le pasaba, o el que él mismo que se procuraba entrando a robar en pisos sin vigilancia.
Metió el utensilio en la cerradura y la puerta se abrió. Coletti entró en el vestíbulo del edificio de lujo y echó una mirada a su alrededor. Espejos, sillones de piel, alfombras persas en el suelo de mármol. A esa hora no había vigilancia, pero durante el día debía de haber un encargado inflexible.
Sintió que el corazón se le aceleraba.
No era miedo.
Era adrenalina pura. Era el paraíso en la tierra. Era su trabajo.
A su derecha había dos puertas de madera. Una tenía una placa de latón en la que ponía: «Conserje». La otra, en el ángulo opuesto, debía de llevar al subterráneo. Ignoraba en qué piso vivía Roby Stricker, y despertar al encargado a esa hora para preguntárselo no le parecía la mejor táctica. Pero podía coger el ascensor de servicio, ir hasta la última planta y desde allí bajar por la escalera hasta identificar el piso que buscaba. Después encontraría un buen lugar desde donde observar, aunque tuviera que colgarse del exterior de una ventana, como ya había hecho en alguna ocasión.
Las Reebok que calzaba no hicieron ningún ruido mientras alcanzaba la puerta del subterráneo. La empujó, rogando que no estuviera cerrada. Tenía su utensilio, es cierto, pero cada segundo ahorrado era un segundo ganado. Lanzó un suspiro de alivio. La puerta estaba entornada. Del otro lado, oscuridad total. Bajo el reflejo de las luces del vestíbulo se veía la escalera que bajaba hacia las sombras. Dispuestas a intervalos regulares, brillaban como ojos de gato las pequeñas luces rojas de los interruptores eléctricos.
No podía encender la luz. Bajó los dos primeros escalones al tiempo que acompañaba la puerta que se cerraba. Agradeció mentalmente la eficiencia del que mantenía tan bien engrasadas las bisagras. Giró sobre sí mismo y se movió a tientas, buscando la pared con la mano. Comenzó a bajar despacio, prestando atención para no tropezar. El corazón le latía tan fuerte que no le habría sorprendido que resonara en todo el edificio. Extendió el pie y se dio cuenta que había llegado al final de la escalera. Tanteando con una mano la pared de revoque áspero, comenzó a avanzar con lentitud. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y se dio cuenta de que, con el nerviosismo, se había olvidado en el coche, junto con los cigarrillos, el mechero Bic de dos liras, que ahora habría podido serle muy útil. Confirmó una vez más que la prisa es siempre mala consejera. Continuó avanzando a tientas. Apenas había dado algunos pasos en aquella oscuridad absoluta cuando sintió que una mano de hierro le apretaba la garganta y su cuerpo golpeaba con violencia contra la pared.