Estaban todos sentados en la sede de Radio Montecarlo, a la espera, como cada noche. La evolución del caso había provocado tal revuelo que se había triplicado el número de personas que habitualmente se hallaban en el edificio a esa hora.
Se les había sumado el inspector Gottet, con un par de hombres que habían instalado una red de ordenadores mucho más potentes que los que había en la radio. Con él había llegado también un joven de unos veinticinco años, de aire despierto, pelo corto, castaño con mechas rubias, y un piercing en el lado derecho de la nariz. Trabajaba con muchos disquetes y CD-ROM y movía los dedos a tanta velocidad sobre el teclado que a Frank, de pie detrás de él, le costaba seguirlo.
El joven se llamaba Alain Toulouse, pero en el mundo de los piratas informáticos le conocían con el seudónimo de «Pico». Cuando le presentaron a Frank, esbozó una sonrisita de listo y los ojos le brillaron con malicia.
—Del FBI, ¿eh? —dijo—. Entré ahí, una vez. No, más de una vez diría. Antes era fácil; ahora se ha vuelto mucho más complicado ¿Sabes si también a ellos los asesoran piratas?
Frank no supo responder, pero al joven ya no le interesaba la respuesta. Ya había vuelto a su trabajo.
Ahora tecleaba a la velocidad de la luz, al tiempo que explicaba qué iba haciendo.
—Antes que nada, instalaré un firewall para proteger el sistema. Si alguien intenta entrar, me daré cuenta. Por lo general solo se busca impedir el acceso a los ataques externos, pero en este caso se trata de descubrir el ataque sin que el intruso se dé cuenta. He insertado un programa creado por mí, que nos permitirá enganchar la señal y seguir hacia atrás el recorrido que ha hecho. También podría ser un «caballo de Troya»…
—¿Qué significa «caballo de Troya»? —preguntó Frank.
—Es una forma de denominar a una comunicación enmascarada, que viaja escondida por otra, como algunos virus. Para ello estoy insertando también una defensa en esa parte, pues no querría que la señal que interceptemos, cuando la interceptemos…
Hizo una pausa para desenvolver un caramelo y ponérselo en la boca. Frank observó que Pico no tenía la menor duda de que podría interceptar la llamada; debía de tener mucha confianza. Por otra parte, esa actitud formaba parte de la filosofía de los piratas informáticos. Audacia e ironía, que los llevaba a ejecutar hazañas no exactamente criminales, sino que pretendían demostrar a sus víctimas su capacidad de burlar cualquier vigilancia, cualquier muro de protección. Por sus intenciones, personificaban una especie de modernos Robin Hood con ratón y teclado en lugar de arco y flechas.
Pico reanudó su exposición mientras masticaba vigorosamente el caramelo que se le pegaba a los dientes y al paladar.
—No querría que se introdujera un virus que se liberara cuando se intercepte la señal. Si pasara eso, perderíamos la señal y también la posibilidad de seguirla, junto con nuestro ordenador, por supuesto. Un virus así puede fundir el disco duro. Si este tío es capaz de hacer algo por el estilo, quiere decir que es endiabladamente inteligente y el virus no sería precisamente inofensivo…
Bikjalo, que hasta ese momento había guardado silencio, sentado a un escritorio colocado detrás de los ordenadores, hizo una pregunta:
—¿Crees que algún colega tuyo podría jugarnos una broma durante la operación?
Frank le lanzó una mirada que el director no vio. Pico hizo girar la silla para mirarlo a la cara, incrédulo ante su abismal ignorancia del mundo telemático.
—Somos piratas informáticos, no delincuentes. Ninguno de nosotros haría nada parecido. Yo estoy aquí porque ese tío no se limita a entrar donde no debiera y firmar «Mierda» para demostrar su paso. Es alguien que mata, es un asesino. Ningún pirata digno de ese nombre haría nunca una cosa semejante.
Frank le apoyó una mano en el hombro, en un gesto de confianza y también de disculpa por las palabras de Bikjalo.
—Desde luego. Continúa. Me parece que en este campo no hay nadie que pueda enseñarte algo.
Se volvió hacia Bikjalo, que se había puesto de pie para colocarse al lado de ellos.
—Aquí no tenemos nada más que hacer. ¿Vamos a ver si ya ha llegado Jean-Loup?
Con gusto le habría pedido que se marchara y les permitiera trabajar tranquilamente. Ya tenían bastantes problemas para añadir uno más. Pero por diplomacia no podía. La atmósfera de colaboración en la radio era perfecta, y no quería estropearla de ninguna manera. Ya había demasiada tensión.
—Buena idea.
El director lanzó una última mirada perpleja al ordenador y a Pico, que ya se había olvidado de ellos y otra vez movía los dedos sobre el teclado, entusiasmado con aquel nuevo desafío. Dejaron el rincón de los ordenadores y llegaron al escritorio de Raquel justo cuando entraban Jean-Loup y Laurent.
Frank observó al locutor. Se le veía un poco mejor que por la mañana, pero seguía habiendo una sombra en sus ojos. Frank conocía esas sombras. Se necesitaría mucha luz y mucho sol, cuando aquel asunto terminara, para disiparlas.
—Hola, muchachos. ¿Estáis listos?
Laurent respondió por los dos:
—Si, el guión está listo. Lo difícil es pensar que la emisión debe seguir adelante de todos modos, que entre las llamadas normales están esas otras. ¿Cómo marchan las cosas por aquí?
La puerta de la entrada se abrió otra vez y la figura de Hulot permaneció un instante encuadrada en el vano como una foto desenfocada. Frank pensó que, desde su llegada a Montecarlo, parecía haber envejecido diez años.
—Ah, estáis aquí. Buenas noches a todos. Frank, ¿puedo hablarte un momento?
Jean-Loup, Laurent y Bikjalo se apartaron un poco para que Frank y el comisario pudieran hablar.
—¿Qué pasa?
Los dos se acercaron a la pared opuesta, junto a los dos paneles de cristal que cubrían el tablero de las conexiones telefónicas, los empalmes con el satélite y las máquinas de conexión ISDN.
—Todo está en su lugar. La unidad de intervención está alerta. En la comisaría de policía hay doce hombres en espera que pueden partir como un rayo a donde sea. Las calles están llenas de agentes de paisano: tíos con expresión inocente, hombres que pasean un perro, parejas con cochecitos de bebé y cosas así. Tenemos cubierta toda la ciudad. Si hace falta, pueden actuar en un instante. Eso, suponiendo que la víctima esté aquí, en Montecarlo. Si, en cambio, el señor Ninguno ha decidido ir a buscar a su víctima a quién sabe dónde, hemos alertado a todas las fuerzas de policía de la costa. Ahora solo nos queda ser más astutos que el asesino. Por lo demás, estamos en las manos de Dios.
Frank señaló a dos personas que entraban en aquel momento, acompañadas por Morelli.
—Y en las manos de Pierrot, a quien Dios ha tratado tan mal…
Pierrot y su madre llegaron hasta donde se hallaban ellos y se detuvieron. La mujer apretaba la mano del joven como si fuera su tabla de salvación. Parecía que, en lugar de ofrecer seguridad, la buscara en la figura inocente del hijo, que vivía aquella historia como una ocasión en la que podía participar en algo de lo que en general quedaba excluido.
Era él, solo él, Pierrot, el muchacho despierto, el que conocía la música que contenía el salón. Le había gustado mucho lo que había sucedido la vez anterior, cuando todos los mayores lo observaban con ansiedad, esperando que les dijera si el disco estaba o no estaba, para pedirle que partiera a buscarlo. Le gustaba estar allí todas las noches, en la radio, con Jean-Loup, mirándolo por el cristal, aguardando al hombre que hablaba con los diablos, en vez de quedarse en su casa y oír solo la voz que salía del estéreo.
Le gustaba aquel juego, aunque comprendía que no era en realidad un juego.
A veces soñaba con eso por la noche. Por primera vez agradecía no tener, en el pequeño piso donde vivían, una alcoba solo para él sino dormir en la cama grande con su madre. Se despertaban y tenían miedo los dos, y no lograban dormirse hasta que por la persiana se filtraba la luz rosa del alba.
Pierrot se soltó de la mano de la madre y corrió hacia Jean-Loup, su ídolo, su mejor amigo. El locutor le desordenó el pelo.
—Hola, chaval, ¿cómo estás?
—Bien, Jean-Loup. ¿Sabes que mañana quizá pasee en el coche patrulla?
—¡Qué bien! Entonces, ¿ya eres policía también tú?
—Claro, un policía en horario.
Al oír el nuevo calambur involuntario de Pierrot, Jean-Loup sonrió y le atrajo hacia sí, estrechándole la cabeza contra su pecho y despeinándolo aún más.
—Mirad a nuestro policía «en horario», enfrentándose en un duro cuerpo a cuerpo con su acérrimo enemigo, el terrible «Doctor Cosquillas»…
Empezó a hacerle cosquillas, mientras Pierrot reía sin parar. Luego se alejaron rumbo a la sala de control, seguidos por Laurent y Bikjalo.
Frank, Hulot y la madre contemplaron la escena en silencio. La mujer sonreía encantada al ver la amistad entre Jean-Loup y su hijo, sacó un pañuelo de la bolsa y se sonó la nariz. Frank vio que estaba limpio y planchado. También la ropa de la mujer, aunque modesta, estaba en perfectas condiciones.
—Señora, nunca le agradeceremos lo suficiente la paciencia que tiene con nosotros.
—¿Yo? ¿Yo, paciencia con ustedes? Soy yo quien debe agradecerles todo lo que están haciendo por mi hijo. Se lo ve tan cambiado… Sí no fuera por esta horrible historia, estaría muy contenta.
Hulot la reconfortó con una voz que transmitía calma. Frank sabía que la calma, en ese momento, era algo de lo que no disponía.
—Quédese tranquila, señora. Terminará todo muy pronto, y será también gracias a Pierrot. Ya buscaremos la forma de que todo el mundo lo sepa. Su hijo se convertirá en un pequeño héroe.
La mujer se alejó por el pasillo, la espalda ligeramente encorvada, con su andar tímido y lento. Frank y Hulot se quedaron solos.
En aquel momento la sintonía de Voices sonó en el pasillo y comenzó la emisión. Sin embargo, esa noche el programa carecía de espíritu, y todos lo percibían, incluido Jean-Loup. Había una tensión casi eléctrica en el aire, pero no se contagiaba al programa. Llegaron algunas llamadas, normales, rutinarias, filtradas por Raquel con ayuda de la policía. A todos se les pedía que no hablaran de los crímenes, y si aun así alguien aludía al tema, Jean-Loup desviaba con habilidad la conversación hacia asuntos menos difíciles de tratar. Todos sabían que cada noche millones de oyentes sintonizaban la frecuencia de Radio Montecarlo. El programa, además de en Italia y Francia, ahora se emitía en muchos otros países de Europa, a través de las networks que habían adquirido los derechos. La escuchaban, la traducían y la comentaban, todos a la espera de que sucediera algo. Para la radio era un negocio colosal. El triunfo de la sabiduría latina.
Mors tua, vita mea.
Frank pensó que hechos como el que estaban viviendo eran un poco la muerte de todos. Nadie salía realmente vencedor.
Se sorprendió al descubrir el sentido de lo que acababa de pensar.
Nadie sale verdaderamente vencedor.
Recordó la astucia de Ulises. El significado intrínseco de la definición que el asesino daba de sí mismo, la ironía, el sentido sarcástico del desafío. Se convenció aún más de que se enfrentaban a un hombre fuera de lo normal, y debían atraparlo lo antes posible. En la primera ocasión que se presentara.
Tocó con gesto instintivo su pistola, que tenía colgada al costado, bajo la chaqueta. La muerte de ese hombre, ya fuera en sentido real o figurado, significaba para muchos, verdaderamente, la vida.
Se encendió la luz roja de la línea telefónica. Laurent pasó la llamada a Jean-Loup.
—¿Diga?
Un silencio, y después una voz deformada.
—Hola, Jean-Loup. Mi nombre es uno y ninguno…
Todos los presentes se quedaron petrificados. Jean-Loup, detrás del cristal de la cabina de emisión, se puso pálido, como si toda su sangre hubiera desaparecido de golpe. Barbara, sentada al mezclador se alejó de golpe del aparato como si se hubiera convertido en un peligro mortal.
—¿Quién eres? —preguntó, turbado.
—No importa quién soy. Lo importante es que esta noche golpeo de nuevo, pase lo que pase…
Frank se levantó como si hubiera descubierto que estaba sentado en una silla eléctrica.
Cluny, sentado a su izquierda, se levantó a su vez y le cogió de un brazo.
—No es él, Frank —le susurró.
—¿Cómo que no es él?
—Se ha equivocado. Éste ha dicho «Mi nombre es uno y ninguno». El otro dice: «Soy uno y ninguno».
—¿Y cuál es la diferencia?
—En este caso, es una gran diferencia. Además, la persona que está hablando es inculta, comete errores gramaticales. Esto es una broma de algún imbécil.
Casi como confirmación de las palabras del psicopatólogo, se oyó una risotada pretendidamente satánica y la comunicación se interrumpió. Morelli entró a la carrera.
—¡Lo tenemos!
Frank y Cluny lo siguieron al pasillo. Hulot, que en ese momento estaba en el despacho del director, llegaba también corriendo seguido a un paso de distancia por Bikjalo.
—¿Sí?
—Sí, comisario. La llamada procede de los alrededores de Menton.
Frank enfrió el entusiasmo generalizado; por un instante, también él se había dejado llevar.
—El doctor Cluny dice que podría no ser él, que podría tratarse de un imitador.
El psicopatólogo consideró que debía intervenir. El uso del condicional dejaba abierta una puerta que Cluny se apresuró a cerrar.
—Aunque la voz suena igualmente deformada, el lenguaje no es el mismo que el de la persona que ha llamado otras veces. Estoy seguro de que no es él.
—Maldito, quienquiera que sea. ¿Ya has advertido al comisario de Menton? —preguntó el comisario a Morelli.
—Enseguida, en cuanto hemos localizado la llamada. Han salido para allá como un rayo.
—Por supuesto. No iban a dejar escapar la posibilidad de cogerlo ellos…
El comisario evitaba mirar a Cluny, como si no tenerlo en su campo visual excluyera la posibilidad planteada por el psicopatólogo.
Transcurrió un cuarto de hora interminable. Oían, por los altavoces del fondo del pasillo, la música y la voz de Jean-Loup, que proseguía la emisión a pesar de todo. Sin duda decenas de llamadas estarían obstruyendo la centralita. Sonó el aparato de radio que Morelli llevaba a la cintura, y el inspector se tensó como una cuerda de violín.
—Inspector Morelli.
Se quedó escuchando. La desilusión se pintó en su rostro como una nube que poco a poco esconde el sol. Ya antes de que le pasara el aparato, Hulot sabía que habían fracasado.
—Comisario Hulot.
—Hola, Nicolas. Habla Roberts, de Menton.
—Hola. Dime.
—Estoy en el lugar. Nada, falsa alarma. Ha sido un capullo más colocado que una chimenea que quería impresionar a su chica. ¡Fíjate que el gilipollas ha hecho la llamada directamente desde su casa! Cuando los hemos cogido casi se han cagado encima del miedo, él y la muchacha…
—Ojalá se mueran del miedo, esos dos imbéciles. ¿Puedes arrestarlos?
—¡Pues claro! Además de entorpecer la investigación, este cabrón tiene en la casa un bonito pedazo de queso.
Con ese término Roberts quería decir que tenía hachís.
—Bien. Llévatelos y mételes un buen susto. Y haz que se entere la prensa. Para que sirva de ejemplo. Si no, dentro de poco nos volverán locos con esta clase de llamadas. Te lo agradezco, Roberts.
—De nada. Lo lamento, Nicolas.
—La verdad, yo también. Adiós.
El comisario cortó la comunicación y miró a Cluny; en sus ojos la esperanza se había apagado de golpe.
—Tenía usted razón, doctor. Una falsa alarma.
Cluny parecía incómodo, como si se sintiera culpable de haber acertado.
—Pues yo…
—Buen trabajo, doctor —intervino Frank—. Muy buen trabajo. Lo que ha sucedido no es culpa de nadie.
Volvieron lentamente a la cabina de control, al fondo del pasillo, donde se reunieron con Gottet.
—¿Y?
—Nada. Una pista falsa.
—Me parecía extraño que resultara tan simple. Pero en un caso como este puede pasar cualquier cosa.
—Va todo bien, Gottet. Lo que acabo de decirle al doctor Cluny vale también para ti. Buen trabajo.
Entraron en la cabina de control, donde todos estaban a la espera de noticias. Al ver la desilusión pintada en sus rostros, tuvieron la respuesta antes de hacer la pregunta. Barbara se distendió un poco y se apoyó en el mezclador. Laurent se pasó una mano por el pelo, en silencio.
En ese momento la señal roja comenzó a relampaguear otra vez. El locutor, tenso, bebió un sorbo de agua del vaso que tenía sobre la mesa y se acercó al micrófono. Primero solo hubo un silencio. Ese silencio que todos habían aprendido a reconocer. Después, el sonido ahogado, el eco antinatural.
Al fin llegó la voz. Todos giraron lentamente la cabeza hacia los altavoces, como si esa voz les hubiera entumecido los músculos del cuello.
—Hola, Jean-Loup. Tengo la impresión de que estaban esperándome…
Cluny se inclinó hacia Frank.
—¿Oye? Construcción perfecta. Propiedad del lenguaje. Éste sí es él.
Esta vez Jean-Loup no vaciló. Sus manos apretaban tan fuerte la mesa que sus nudillos estaban blancos, pero nada de eso se reflejaba en su voz.
—Sí, te estábamos esperando. Sabes que te esperábamos.
—Aquí me tenéis, pues. Los perros ya estarán agotados de correr tras las sombras. Pero la caza debe continuar. La mía y la de ellos.
—¿Por qué dices «debe»? ¿Qué sentido tiene todo esto?
—La luna es de todos, y todos tienen derecho a aullarle.
—Aullar a la luna significa dolor. Pero también se le puede cantar. Se puede ser feliz en la oscuridad, a veces, si se ve una luz. Santo cielo, también se puede ser feliz en el mundo, créeme.
—Pobre Jean-Loup. También tú crees que la luna es verdadera, cuando es solo una ilusión… ¿Sabes qué hay en la oscuridad del cielo, amigo mío?
—No, pero supongo que me lo dirás tú.
El hombre no reparó en la ironía amarga de esa frase. O quizá sí, pero se sentía superior.
—Ni Dios ni luna, Jean-Loup. La palabra justa es «nada». No hay absolutamente nada. Y yo estoy tan acostumbrado a vivir en esa nada que ya no le presto atención. Por todas partes, adondequiera que dirija la mirada, está la nada.
—Estás loco —dejó escapar Jean-Loup a pesar suyo.
—También yo me lo he preguntado muchas veces. Es muy probable que así sea, aunque he leído en alguna parte que no es de locos dudar si uno lo es. Pero no sé qué significa desear serlo, como me ocurre a veces.
—También la locura puede terminar, puede curarse. ¿Qué podemos hacer para ayudarte?
El hombre desdeñó la pregunta, como si no existiera solución.
—Pregúntame qué puedo hacer yo para ayudaros a vosotros. Toma, éste es el nuevo hueso. Para los perros, que se persiguen la cola tratando desesperadamente de morderla. En un loop. Un bonito loop que gira, gira, gira… Como en la música. Donde también hay un loop que gira, gira, gira…
La voz se desvaneció con un efecto de fundido. Por los altavoces; como la vez anterior, de pronto salió la música. Ninguna guitarra esta vez, ninguna música de rock con sabor a revival, sino un tema dance muy actual. El triunfo de la electrónica y las mezclas. La música terminó de forma tan abrupta como había comenzado. El silencio que le siguió destacó la importancia de la pregunta de Jean-Loup.
—¿Qué significa? ¿Qué quiere decir?
—Yo he planteado la pregunta; la respuesta debéis darla vosotros. La vida está hecha de esto, amigo mío: preguntas y respuestas. Solo preguntas y respuestas. Cada hombre se arrastra detrás de sus preguntas, a partir de las que lleva escritas desde su nacimiento.
—¿Qué preguntas?
—Yo no soy el destino. Yo soy uno y ninguno, pero soy fácil de entender. Cuando el que me ve comprueba quién soy, en una fracción de segundo resuelve esa pregunta: saber cuándo y dónde. Yo soy la respuesta. Para él, yo significo «ahora». Para él, significo «aquí».
Una pausa. Después, la voz silbó una nueva condena.
—Por eso yo mato…
Un clic metálico cortó la comunicación, dejando en el aire un eco que parecía el de la hoja de una guillotina. En su mente, Frank vio caer una cabeza degollada.
«No, esta vez no, por Dios».
El inspector Gottet ya estaba hablando con los suyos.
—¿Lo han localizado?
La respuesta, que repitió un instante después, fue como la fórmula de un maleficio que les quitó el poco aire que tenían en los pulmones.
—Nada. Imposible. Ninguna señal enganchable. Pico dice que este individuo debe de ser un auténtico fenómeno. No ha logrado ver nada. Si viene de la web, la señal está tan bien enmascarada que nuestros aparatos no consiguen distinguirla. Esa escoria nos ha engañado otra vez.
—¡Maldito sea! ¿Alguien ha reconocido el fragmento?
El que calla otorga. En este caso, el silencio general tenía Un significado negativo.
—Hostia. Barbara, una cinta con la música, cuanto antes. ¿Dónde está Pierrot?
Barbara ya se había puesto en movimiento y estaba haciendo la copia.
—En la sala de reuniones —dijo Morelli.
Reinaba una ansiedad febril. Todos sabían que debían actuar deprisa, deprisa, deprisa. Quizá en aquel mismo momento el autor de la llamada ya salía para emprender una nueva cacería. Alguien en alguna parte, estaba viviendo, sin saberlo, los últimos minutos de su vida. Fueron a buscar a Rain Boy, el único de ellos capaz de reconocer esa música a la primera.
En la sala de reuniones, Pierrot estaba sentado cerca de su madre, cabizbajo. Cuando llegaron los miró con ojos llenos de lágrimas y volvió a bajar la cabeza.
Frank, como la vez anterior, se puso en cuclillas junto a la silla. Pierrot levantó un poco la cara como si le avergonzara que lo vieran con los ojos acuosos.
—¿Qué ocurre, Pierrot? ¿Algo anda mal?
El muchacho hizo un gesto afirmativo.
—¿Te has asustado? No debes tener miedo; estamos todos aquí, contigo.
Pierrot tenía una expresión desolada.
—No tengo miedo. Ahora también yo soy policía…
—Entonces, ¿qué ocurre?
—No conozco la música —respondió, afligido.
En su voz había auténtico dolor. Paseó la mirada a su alrededor, como si acabara de perder la gran oportunidad de su vida. Le caían lágrimas por la cara.
Frank se sintió perdido. Pese a todo, se esforzó por sonreírle.
—Tranquilízate, no tienes por qué preocuparte. Te la haremos oír de nuevo, y verás cómo la reconoces. Es difícil, pero puedes lograrlo. Estoy seguro de que lo lograrás.
Barbara entró casi a la carrera, con un disco en la mano. Lo puso en el lector y lo hizo girar.
—Escucha atentamente, Pierrot.
Las percusiones electrónicas del tema inundaron la estancia. El martilleo reiterativo de la música dance, era semejante al latido del corazón humano. Ciento treinta y siete golpes por minuto. Un corazón acelerado por el miedo, un corazón que en alguna parte podía detenerse de un momento a otro.
Pierrot escuchó en silencio, con la cabeza baja. Cuando la música terminó, alzó la cara y una tímida sonrisa asomó en su boca.
—Está —dijo despacio.
—¿La has reconocido? ¿Está en el salón? Ve a buscarla, por favor.
Pierrot asintió, se levantó de la silla y salió con su andar entrecortado. Hulot hizo una señal a Morelli, que fue a acompañarlo.
Al cabo de una espera que les pareció interminable, ambos regresaron. Pierrot apretaba un CD entre las manos.
—Aquí está. Es una compilación.
Pusieron el disco en el lector y pasaron las pistas hasta que lo encontraron.
Era exactamente el mismo tema que el asesino les había hecho oír poco antes. Pierrot fue festejado como un héroe. La madre fue a abrazarlo como si acabaran de concederle el premio Nobel. En sus ojos había una luz de orgullo que a Nicolas Hulot le encogió el corazón.
Frank leyó el título en la cubierta de la compilación.
—«Nuclear Sun», de Roland Brant. ¿Quién es este Roland Brant?
Nadie lo conocía. Se precipitaron todos hasta un ordenador. Tras una rápida búsqueda en internet, el nombre apareció en un sitio de Italia. Roland Brant era el seudónimo de un locutor italiano, Un tal Rolando Bragante, y «Nuclear Sun» era un tema musical que había tenido cierto éxito en las discotecas hacía unos años.
Mientras tanto, Laurent y Jean-Loup habían concluido la emisión y se habían reunido con ellos. Ambos estaban conmocionados como si acabaran de pasar un temporal y aún llevaran dentro un poco de esa tormenta.
Laurent los puso al tanto de las características de la música dance, un ambiente con sus propias peculiaridades dentro del mercado discográfico.
—Es habitual que los locutores adopten un seudónimo. A veces es una palabra inventada, pero en la mayoría de los casos es un nombre inglés. Hay tres o cuatro también en Francia. Por lo general son músicos que se han especializado en música de discoteca.
—¿Qué significa «es un loop»? —preguntó Hulot.
—Es un término que se usa en música electrónica cuando se emplea el ordenador. El loop sirve de base, es la esencia de la pieza. Se coge un fragmento rítmico y se lo hace girar sobre sí mismo, de modo que sea siempre perfectamente igual.
—Ya, tal como ha dicho ese cabrón. Un perro que se persigue la cola.
Frank cortó esas reflexiones para volver sobre la urgencia del momento. Había algo mucho más importante que debían descifrar.
—Tenemos un trabajo que hacer. ¿No os viene nada a la mente? Pensad en alguien famoso, de entre treinta y treinta y cinco años, que pueda tener algo en común con los elementos que nos ha dado el asesino. Aquí, en Montecarlo.
Frank, obsesionado, se paseaba entre ellos repitiendo esas palabras. Su voz parecía perseguir una idea, como los ladridos de una jauría de perros al perseguir un lobo.
—Un hombre joven, atractivo, famoso. Alguien que frecuenta esta zona. Que vive aquí o está aquí en este momento. CD, compilación, «Nuclear Sun», discoteca, música dance, un locutor italiano con nombre inglés, un seudónimo. Pensad en los periódicos, en la prensa amarilla, en la jet set…
Su voz era como la fusta de un jinete que incita a su cabalgadura a una carrera desenfrenada. La mente de cada uno de ellos galopaba de la misma manera.
—¡Vamos, deprisa! ¿Jean-Loup?
El locutor meneó la cabeza. Se lo veía agotado y resultaba evidente que ya no se podía esperar nada de él.
—¿Laurent?
—Lo lamento, no se me ocurre nada.
De pronto Barbara alzó la cabeza y agitó su cabellera roja. Frank vio que se le iluminaba el rostro.
Se acercó a ella.
—Díganos, Barbara.
—No sé… quizá…
Frank se lanzó como un halcón sobre su expresión dubitativa.
—Barbara, no hay «quizá». Diga un nombre, si se le ha ocurrido alguno. No importa si se equivoca.
La muchacha paseó un instante la mirada por los presentes, disculpándose por si decía una estupidez.
—Pues… creo que podría ser Roby Stricker.