Sexto carnaval

En su agujero, lejos del mundo, el hombre escucha música. En el aire flotan las notas del minuetto de la Sinfonía N.º 5 de Franz Schubert. Encerrado en su caja de metal, el hombre escucha atentamente las notas tocadas por los arcos, imagina el movimiento de brazos de los músicos y la concentración de la orquesta mientras interpreta la sinfonía. Ahora su imaginación planea como una skycam cinematográfica que se mueve en el espacio y en el tiempo. De pronto ya no está en su lugar secreto, sino en un gran salón de paredes y bóvedas decoradas con frescos, iluminado desde arriba por la luz de cientos de velas en enormes arañas que cuelgan del techo. Dirige la mirada hacia la derecha; la imagen es muy nítida, tan verdadera que parece real. Su mano estrecha la de una mujer que se mueve junto a él, con él, al ritmo sinuoso de la danza, hecha de pasos elegantes, de pausas y reverencias ensayadas una y otra vez para que fluyan como el vino que se echa en una copa. La mujer no es capaz de resistir la fijeza de su mirada, que promete la creación del mundo y su destrucción. De vez en cuando vuelve sus ojos de largas pestañas hacia los espectadores, buscando que le confirmen esa increíble sensación de ser ella la elegida. Hay admiración y envidia en los ojos de todos los presentes, que, de pie a los lados del salón, los contemplan bailar.

El sabe que esa noche será suya.

En la claridad incierta de la estancia, a la luz danzante de una vela, confusa entre los encajes y puntillas de la enorme cama con dosel la verá emerger de las sedas que la cubren como el cáliz de un capullo de rosa.

Son los derechos del rey.

Pero ahora todo eso no cuenta. Ahora bailan y son hermosos Y lo serán todavía más cuando…

«¿Estás ahí, Vibo?».

La voz llega dulce, como siempre, ansiosa como solo esa voz sabe ser. Su sueño, la imagen que se ha creado con los ojos cerrados se pierde, se apaga.

Es el regreso a la realidad, la presencia del otro, la preocupación, la responsabilidad. Ha sido solo un instante de pausa, desvanecido como unos copos de nieve primaveral. No hay lugar para los sueños; nunca lo ha habido, nunca lo habrá. En otro tiempo podían soñar, cuando vivían en aquella gran casa entre las colinas, cuando lograban escabullirse lejos de los cuidados obsesivos de aquel hombre que los quería ya adultos, cuando ellos solo deseaban ser niños. Cuando deseaban correr, no marchar. Pero, también en aquel tiempo, había una voz capaz de romper cualquier encanto que su imaginación hubiera logrado crear.

—Sí, estoy aquí, Paso.

«¿Qué haces? No te oía».

—Solo estaba reflexionando…

El hombre deja que la música continúe. Que sea el último apéndice de sus pobres espejismos. Ya no bailará con una mujer hermosa. Se levanta y va a la otra habitación, donde un cuerpo sin vida yace en el ataúd de cristal.

Pulsa el interruptor de la luz. Un reflejo se enciende en la arista del cofre transparente. Se apaga cuando él avanza y cambia la perspectiva. Se enciende otro, pero es solo y siempre lo mismo. Pobres, pequeños espejismos. Ya sabe qué encontrará. Otra ilusión rota, otro espejo mágico hecho pedazos, a sus pies.

Se acerca al cuerpo desnudo tendido en el interior, desliza la mirada por los miembros resecos que tienen el color del pergamino viejo, lentamente, de los pies hasta la cabeza cubierta por esa cara que hasta hace poco pertenecía a otro hombre.

Se le oprime el corazón.

Nada es para siempre. La máscara ya presenta las primeras señales de deterioro. El pelo está seco y opaco. La piel, manchada y arrugada. Dentro de poco, a pesar de sus cuidados, será igual a la del rostro que oculta. Contempla ese cuerpo con ternura infinita con los ojos delicados del afecto imborrable.

Entristecido, aprieta las mandíbulas con la furia de la rebelión.

No es verdad que el destino es ineluctable. No es verdad que solo se puede ser espectador de la alternancia del tiempo y los acontecimientos. Él puede cambiar, él debe cambiar esa injusticia eterna, él puede reparar las cosas equivocadas que el destino distribuye a manos llenas en ese nido de serpientes que es la vida humana. Al azar, sin mirar, sin preocuparse si lo que sucede destroza una existencia o la arroja para siempre a la oscuridad.

Oscuridad significa sombra. Sombra significa noche. Y noche significa que la caza debe continuar.

El hombre sonríe. ¡Pobres perros estúpidos! Ladridos y dientes al descubierto para esconder su miedo. Ojos nictálopes para hurgar en la oscuridad, la sombra, la noche, para descubrir de dónde llegará la presa que se ha transformado en cazador.

Él es uno y ninguno. Él es el rey.

El rey no tiene preguntas, solo respuestas. El rey no tiene curiosidad, solo certezas.

La curiosidad se la deja a los demás, a todos los que se preguntan, a todos los que de algún modo la tienen en los ojos, en los gestos, en el jadeo, en el ansia de vida que a veces es tan denso que se puede respirar. La vida tiene un olor tan complejo, y sin embargo es tan fácil de reconocer…

El olor de la vida está en los tranvías del verano, llenos de gente con demasiadas axilas y demasiadas manos. Está en el olor a comida y meados de gato, que en ciertos callejones ahoga. Está en el agudo olor a herrumbre y sal que devora el metal, en el olor a desinfectante y en la nube áspera de la pólvora.

También, y sobre todo, en el presagio de la disolución, hay las preguntas eternas: «¿cuándo?» y «¿dónde?».

Cuando será el último soplo de aliento, retenido con un gruñido animal, con los dientes apretados para no dejarlo salir, porque después no habrá otro, nunca más. Cuándo, a qué hora del día o de la noche, fijado en un reloj ya sin cuerda, será ese último segundo y no otro, que dejará el resto del tiempo al mundo, que prosigue en otros giros y otras carreras. Dónde, en qué cama, asiento de coche, ascensor, playa, sillón, en qué habitación de hotel el corazón sentirá ese dolor agudo, la espera interminable, curiosa e inútil del siguiente latido, después de ese intervalo que parece cada vez más largo, y todavía más largo, infinito. A veces todo es tan rápido que ese último sobresalto es la calma al fin, pero no la respuesta, porque durante ese relámpago deslumbrante no hay tiempo de entenderla, a veces ni siquiera de sentirla.

El hombre sabe qué es lo que debe hacer. Ya lo ha hecho y lo hará de nuevo, todas las veces que sea necesario.

Hay tantas máscaras allí fuera, llevadas por personas que no merecen ni ésa ni otra apariencia.

«¿Qué pasa, Vibo? ¿Por qué me miras así? ¿Hay algún problema?».

El hombre lo tranquiliza; su boca sonríe, sus ojos chispean, su voz protege.

—No, Paso, absolutamente nada. Te miro y veo que estás guapísimo. Y pronto lo estarás más todavía.

«¿En serio? No me digas que…».

El hombre suaviza con una tierna reserva sus intenciones.

—Calla. Está prohibido hablar. Secreto de los secretos, ¿recuerdas?

«Ah, ¿es un secreto de los secretos? Entonces solo se puede hablar bajo la luna llena…».

El hombre sonríe al evocar sus juegos de niños. En los pocos momentos en que no aparecía aquel hombre a estropearles la fantasía con el único juego que les permitía.

—Ya, Paso. Y la luna llena vendrá pronto. Muy pronto…

El hombre se da la vuelta y se dirige a la puerta. En la otra habitación, la música ha terminado. Ahora hay un silencio que parece la natural continuación de esa música.

«¿Adónde vas, Vibo?».

—Regreso enseguida, Paso.

Se vuelve para mirar con una sonrisa el cuerpo tendido en ataúd de cristal.

—Antes debo hacer una llamada.