28

Cuando Frank llegó a la central de policía, en la calle Notari, ya estaba avanzada la tarde. Había ido a pie de Parc Saint-Roman hasta allí, abriéndose paso entre los caminantes en el crepúsculo que colmaban las calles casi sin verlo. Se sentía agitado. Siempre que perseguía a un criminal experimentaba esa sensación de ansiedad, de frenesí, como una voz interna que lo apremiaba y lo incitaba a correr. De pronto, cuando la investigación había llegado a un punto muerto y todas sus conjeturas no habían llevado a nada, surgía esa pequeña iluminación. Algo brillaba bajo el agua, y Frank no veía el momento de zambullirse, para descubrir si en verdad era una luz o apenas un espejismo producto de un reflejo.

Cuando llegó a la entrada, el agente de guardia lo dejó pasar sin hacerle ningún comentario. Frank se preguntó si cuando hablaban de él le llamarían por su nombre o le definirían simplemente como «el estadounidense».

Subió la escalera hacia el despacho de Nicolas Hulot.

Recorrió el pasillo y llegó ante la puerta. Golpeó un par de veces con los nudillos y accionó el picaporte. El despacho estaba vacío.

Se quedó un instante, perplejo, en el pasillo. Decidió entrar de todos modos. Estaba ansioso por comprobar si su idea se correspondía con la realidad, y Nicolas no le reprocharía que lo hubiera hecho en su ausencia.

En el escritorio de madera encontró el legajo con todos los informes y los expedientes relativos al caso. Lo abrió y buscó el sobre que contenía las fotos de la casa de Alien Yoshida que les había llevado Froben después de la inspección del lugar. Las estudió atentamente. Se sentó al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número del comisario de Niza.

—¿Froben?

—Sí, ¿quién habla?

—Hola, Claude, soy Frank.

—Hola, yanqui. ¿Cómo andas?

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Ya he leído los periódicos. ¿Las cosas están de veras tan mal?

—Sí. Pero incluso suspiramos de alivio porque no son todavía peores.

—Qué desastre… Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Respóndeme a un par de preguntas.

—Te escucho.

—En la casa de Yoshida, ¿sabes si alguien había tocado algo antes de que llegarais vosotros a hacer el registro y las fotos?

—No creo. La criada que descubrió la habitación del crimen ni siquiera entró; por poco se desmayó al ver toda aquella sangre. Llamó enseguida a los de seguridad. Como recordarás, Valmeere, el jefe de los vigilantes, es expolicía y conoce el procedimiento. Nosotros, como es obvio, no hemos tocado nada. Las fotos que os he dado son de la casa tal como la encontramos.

—Gracias, Claude. Disculpa, pero necesitaba estar totalmente seguro.

—¿Tienes alguna pista?

—No sé. Espero que sí. Debo verificar un detalle, pero no quiero ilusionarme antes de tiempo. Otra cosa…

El silencio al otro lado del teléfono indicaba que Froben estaba esperando.

—¿Recuerdas si en la discoteca de Yoshida había un elepé de vinilo?

—No. De eso estoy seguro, porque uno de mis hombres, qué es un apasionado de la música, observó que en el equipo estéreo había un tocadiscos pero que en los estantes solo había CD. Incluso hizo un comentario al respecto…

—Estupendo, Froben. No esperaba menos de ti.

—Vale. Si necesitáis algo, aquí estoy.

—Muchas gracias, Claude. Eres un amigo.

Cortó y se quedó pensativo un instante. Había llegado el momento de verificar si ese hijoputa había cometido un pequeño error, el primero desde el comienzo de aquel asunto. O si lo había cometido él, al confundir luciérnagas con faroles.

Abrió el cajón del escritorio donde estaba la copia de la cinta VHS que habían encontrado en el Bentley de Yoshida. Sabía que Nicolas la tenía allí, junto con las cintas de las grabaciones de la radio. La cogió y fue a introducirla en el vídeo conectado al televisor. Encendió los aparatos y pulsó la tecla play en el mando a distancia.

En la pantalla aparecieron las barras de colores y luego la secuencia grabada. Aunque viviera cien años y debiera ver esas imágenes cada día, jamás lograría hacerlo sin experimentar un escalofrío. Volvió a ver la figura de negro con el puñal en la mano y sintió un nudo en la garganta y una opresión que le cerraba el estómago. Una sensación de furia que no se aplacaría hasta que le cogiera.

«Aquí está, ya casi llegamos…».

Sintió la tentación de pulsar la tecla de avance rápido, pero temía que el detalle se le escapara. Por fin la proyección llegó al momento que él esperaba. Para sus adentros, lanzó un pequeño grito de alegría.

«Sí, sí, sí…».

Detuvo la imagen con la tecla de pausa. Era algo tan pequeño que no se habría atrevido a comentarlo con nadie, por temor a encontrarse ante la enésima decepción. Pero ahora estaba allí, ante sus ojos y valía la pena considerarlo. Un detalle insignificante, cierto, tanto como para no haberlo tenido en cuenta hasta aquel momento pero era lo único que tenían.

Miró con atención la imagen fija en la pantalla. El asesino alzaba el puñal sobre Alien Yoshida. La víctima lo miraba con los ojos muy abiertos, las manos y las piernas inmovilizadas por el alambre de acero, la boca cerrada por la cinta adhesiva, una mueca de dolor y terror en el rostro. Frank pensó que ese hombre moriría de nuevo cada vez que alguien mirara la cinta. Y ahora que sabían que clase de hombre era, cada vez merecería esa muerte.

En aquel momento se abrió la puerta del despacho y entró Morelli. Se detuvo en el umbral, asombrado de encontrarlo allí.

Frank notó que, más que sorprendido, parecía incómodo.

Se sintió un poco culpable por el malestar del inspector.

—Hola, Claude, disculpa que haya entrado, pero no había nadie y tenía la imperiosa necesidad de comprobar algo…

—No hay problema. Si buscabas al comisario Hulot, está reunido, en la sala grande, en la planta de abajo. También están los jefes.

Frank se olió algo raro. Si se había organizado una reunión para analizar cómo iba la investigación hasta el momento y para coordinar las intervenciones, le parecía extraño que no le hubieran avisado. Desde el primer momento se había esforzado en actuar con discreción, para no incomodar a Nicolas. Se mantenía siempre un paso por detrás de él y tomaba la iniciativa solo cuando él se lo pedía, ya que no quería dejar en mal lugar al comisario ante los ojos de nadie: ni de sus superiores ni —sobre todo— de sus subalternos.

El estado de ánimo de Nicolas era harina de otro costal. Le había afectado bastante su arrebato de la mañana en casa de Jean-Loup, pero lo entendía perfectamente, tanto desde el punto de vista humano como desde el profesional.

Ellos sí eran dos caras de la misma moneda, sin importar quien fuera cara y quién cruz. Entre ellos no había problemas.

Relacionó aquella reunión casi furtiva con la visita de Dwight Durham. Era muy probable que las autoridades del principado vieran el asunto de la misma manera, pero desde una óptica opuesta, después de la intervención del cónsul, su presencia allí ya no se veía como una cuestión personal, casi un pacto entre caballeros, sino como una cuestión oficial.

Frank se encogió de hombros. No tenía ganas de encontrarse involucrado en un enredo diplomático. Ni le importaba. Lo único que quería era agarrar a aquel asesino, meterlo en prisión y tirar la llave. En cuanto a quién correspondía el mérito, que lo decidieran los encargados de tomar esas decisiones.

Morelli se había repuesto de su inicial sorpresa.

—Yo bajo a reunirme con ellos. ¿Vienes?

—¿Te parece buena idea?

—Sé que te han llamado un par de veces, pero el teléfono comunicaba.

Era posible. Había estado mucho rato al teléfono con Cooper, cuando llegó Durham había apagado el móvil, que por otra parte usaba muy poco. Casi siempre se quedaba guardado en un cajón, en el piso de Parc Saint-Roman.

Frank se levantó, recogió las fotos que acababa de examinar y fue a sacar la cinta del vídeo. Se la llevó consigo.

—¿En la sala de reuniones hay algún aparato para ver la cinta?

—Sí, hay todo lo necesario.

Salieron del despacho, recorrieron en silencio el pasillo y bajaron por la escalera. El rostro de Frank era una máscara de piedra. En la planta inferior, hicieron a la inversa el trayecto que poco antes habían hecho en la planta de arriba. Cuando llegaron a la penúltima puerta de la derecha, Morelli llamó.

—Adelante —dijo alguien desde dentro.

En la gran estancia pintada en dos tonos de gris había varias personas sentadas alrededor de una larga mesa rectangular: Nicolas Hulot, el doctor Cluny, Roncaille, el director de la Süreté, y otro par de personas a las que Frank no había visto nunca.

Cuando él entró hubo un instante de silencio general.

La sensación de que algo le olía mal aumentó. Los hombres allí reunidos adoptaron la actitud de quien es sorprendido con las manos en la masa. Por supuesto, estaban en su territorio y tenían todo el derecho de hacer las reuniones que quisieran, con él o sin él. Aun así, la actitud general confirmaba su primera sensación. Nicolas no tenía valor para mirarlo a los ojos y parecía incómodo, como Morelli poco antes. Frank pensó que su actitud podía deberse a otro motivo. En su ausencia, debían de haberle dado una buena reprimenda por los resultados negativos de las investigaciones hasta ese momento.

Roncaille fue el primero en recobrarse. Se puso de pie y dio unos pasos hacia él.

—Buenas noches, Frank, tome asiento. Estábamos analizando la situación mientras lo esperábamos. Creo que no conoce usted al doctor Alain Durand, el procurador general, que se ocupa personalmente del caso…

Señaló a un hombre bajo de pelo rubio y ralo, y ojos pequeños y hundidos detrás de unas gafas sin montura. Llevaba un elegante traje gris que sin embargo no lograba darle la buena presencia que sin duda él creía poseer. Lo saludó con un movimiento de cabeza.

—Y el inspector Gottet, de la Computer Crime Unit…

Esta vez fue el hombre sentado a la izquierda de Durand el que le saludó con un gesto de la cabeza. Era un muchacho joven, bronceado, de pelo oscuro, que probablemente frecuentaba los gimnasios en su tiempo libre, las playas en verano y los centros de bronceado artificial en invierno. Parecía más un yuppie que un policía.

Roncaille se dirigió a las personas que acababa de presentar.

—Él es Frank Ottobre, agente especial del FBI, colabora con la policía del principado para las investigaciones del caso «Ninguno».

Frank fue a sentarse a la derecha de Cluny, casi frente a Nicolas. Buscó su mirada, pero no la encontró. Hulot continuaba observando un punto fijo, como si hubiera perdido algo.

Roncaille volvió a su lugar.

—Bien, ahora que ya estamos todos, podemos continuar. Frank, estábamos a punto de escuchar el informe del doctor Cluny, que ha examinado las cintas de las llamadas del sujeto.

Esta vez fue Frank quien asintió en silencio. Cluny acercó la silla a la mesa y abrió la carpeta que tenía delante. Se aclaró la voz, como si comenzara una clase en la universidad.

—Después de un profundo examen he llegado a conclusiones que, en general, confirman mis observaciones en el momento de las llamadas. Se trata de un individuo extremadamente complejo con unas características que hasta ahora nunca me había encontrado. En su modus operandi hay particularidades que lo colocan con claridad en la categoría de asesino en serie. Por ejemplo, la territorialidad, que lo induce a actuar solo en el ámbito del principado. Y el hecho de que prefiera usar un arma blanca, que le permite un contacto directo con la víctima. El hecho de que desolle a las víctimas puede considerarse al mismo tiempo un ritual fetichista y un overkilling en su sentido estricto. Mediante la mutilación de los cadáveres el asesino demuestra su total dominio sobre la persona a la que ha decidido matar. Incluso el período de calma entre un homicidio y otro forma parte del cuadro general. Hasta aquí, todo parecería responder a un comportamiento habitual…

—¿Pero…? —intervino Durand con una voz de bajo que sonaba exagerada para su físico menudo.

Cluny hizo una pausa de efecto. Se quitó las gafas y se apretó el puente de la nariz, como Frank ya le había visto hacer. Parecía tener una particular habilidad para concentrar la atención de los demás en sus palabras. Volvió a ponerse las gafas y asintió con la cabeza en dirección a Durand.

—Exacto. Aquí comienzan los «pero»… El sujeto tiene un gran dominio léxico y una capacidad de abstracción muy fuera de lo común. Utiliza imágenes, muchas de las cuales son casi poéticas; podríamos incluir aquí esa definición que da de sí mismo, «uno y ninguno». Además de su aguda inteligencia, es un hombre de elevado nivel cultural, con estudios superiores, quizá humanísticos, al contrario de la mayoría de los asesinos en serie, que suelen ser individuos de clase media baja y de escasa cultura. Hay algo en particular que me deja perplejo…

Otra pausa. Frank observó que el psicopatólogo repetía la pantomima de quitarse las gafas y apretarse la nariz. Durand aprovechó para limpiar las suyas.

«Disfruta de nuestros aplausos, Cluny. Sí, estamos todos pendientes de ti, pero sigue adelante, por favor. Y decídete a usar lentes de contacto de una vez por todas».

—Me refiero a que el asesino, en el transcurso de la conversación, manifieste que se siente casi obligado a matar. Si en la raíz de su patología hay hechos de su vida comunes a este tipo de alteraciones de la personalidad… es decir, familia opresiva, padre o padres dominantes, maltratos o humillaciones y abusos semejantes… el impulso de matar podría considerarse bastante normal. Pero aquí se observa una actitud que en general se encuentra en los casos de desdoblamiento de personalidad, como si en el sujeto coexistieran dos personas… Y con esto volvemos al «uno y ninguno»…

Frank pensaba que todas aquellas consideraciones eran simplemente estupideces.

No eran más que un bonito ejercicio de estilo. En aquel caso específico, trazar el perfil del asesino podía resultar útil, pero no determinante. Ese asesino no era solo un hombre que actuaba, sino un hombre que pensaba antes de actuar. Y pensaba con una lucidez excepcional. Para atraparlo, ellos debían ser más lúcidos que él.

No lo dijo, por temor a que esta simple observación se interpretara como admiración.

Intervino Durand y, por lo que dijo, Frank se vio obligado a admitir que no era estúpido. Sabía cómo llevar adelante una reunión como aquélla.

—Señores, esta conversación queda entre nosotros, nadie nos está escuchando. No se trata de una competición para ver quién es más hábil. Les pido que pongan sobre la mesa todas sus dudas, hasta la que parezca más banal. Nunca se sabe de dónde puede salir una idea. Comenzaré yo: ¿Qué se puede decir de la relación del asesino con la música?

Cluny se encogió de hombros.

—Ése es otro aspecto controvertido. «Uno y ninguno», una vez más. Por un lado se observa una pasión evidente por la música, puesto que parece conocerla y apreciarla mucho. La música debe de ser, para este hombre, un refugio primario, una especie de escondrijo mental. Por otro lado, que se valga de ese medio para darnos una pista sobre su siguiente víctima nos involucra en un juego donde la música pasa a ser algo destructivo, un arma con que nos desafía. Se considera superior a nosotros, pero al mismo tiempo tiene un complejo de inferioridad y frustración que le empuja a ofrecernos esas pistas. ¿Ven ustedes? De nuevo «uno y ninguno»…

Hulot levantó una mano.

—Diga, comisario.

—El hecho de que quite la piel del cráneo a sus víctimas, aparte de las motivaciones psicológicas, ¿qué finalidad práctica puede tener, en su opinión? Es decir, ¿qué hace con la cara y el cuero cabelludo de esos desdichados? ¿Para qué le sirven?

En la sala se hizo el silencio. Era una pregunta que cada uno de ellos ya se había planteado muchas veces. Ahora se había formulado en voz alta, y la pausa significaba que ninguno de ellos había encontrado una respuesta.

—Sobre este punto, como cada uno de nosotros, solo puedo formular hipótesis, y de momento todas serían igualmente válidas…

—¿Podría tratarse de un hombre de apariencia horrible, que se venga de ello con sus víctimas? —preguntó Morelli.

—Sí, es posible. Pero tenga usted presente que un aspecto físico repugnante, o monstruoso, es de por sí bastante llamativo. Una apariencia física repulsiva es lo que más despierta la fantasía de la gente, según la ecuación «feo igual a malo». Si anduviera circulando por la zona una especie de Frankenstein, sin duda alguien ya nos lo habría señalado. Alguien así no pasa inadvertido.

—De todos modos, creo que es una posibilidad que no podemos descartar a priori —intervino Durand con su voz de bajo.

—Desde luego que no. Como ninguna de las otras, desgraciadamente.

—Gracias, doctor Cluny.

Roncaille puso momentáneamente punto final a aquel aspecto del análisis y se dirigió al inspector Gottet, que hasta entonces había escuchado en silencio.

—Su turno, inspector.

Gottet tomó la palabra; sus ojos brillaban con el fulgor de la eficiencia.

—Hemos evaluado todas las razones posibles por las que las llamadas telefónicas del «sudes» no han podido interceptarse.

Gottet miró a Frank; éste sintió el impulso de sonreír y se contuvo a duras penas. Gottet era un verdadero fanático. La definición de «sudes» era una contracción de los términos «sujeto desconocido», que solía usarse durante las investigaciones en Estados Unidos pero que allí nadie solía utilizar.

—Desde hace un tiempo disponemos de un nuevo sistema de detección de llamadas de telefonía móvil, el DCS 1000, apodado el «Carnívoro». Si la llamada llega por esa vía, no hay problema…

Frank había oído hablar de ese aparato en Washington, cuando todavía se hallaba en estado experimental. No sabía que ya se estuviera empleando. Pero había muchas cosas de las que no estaba al corriente. Gottet reanudó su exposición.

—En lo que atañe a la telefonía fija, podemos entrar directamente en el ordenador de la radio, el que dirige la centralita, y controlar todas las entradas con una búsqueda de señal exterior, ya provengan de la compañía telefónica o de otras fuentes, en particular de internet…

Hizo una pausa de efecto, aunque sin obtener los resultados magnéticos de Cluny.

—Como quizá sepan ustedes, vía internet es posible, con los programas apropiados y cierta habilidad, hacer llamadas telefónicas sin ser interceptado. A menos que del otro lado haya alguien igualmente hábil, o más. Por esto hemos solicitado la colaboración de un pirata informático que ha salido del anonimato; ahora es un asesor independiente de los hackers. De vez en cuando trabaja para nosotros, a cambio de que pasemos por alto algunas de sus malas pasadas. Aplicamos a esta búsqueda la mejor tecnología disponible. La próxima vez no se nos debería escapar…

La intervención de Gottet fue mucho más breve que la de Cluny, acaso porque había muchas menos cosas que decir en ese campo. Para todos ellos, el misterio de por qué no se habían interceptado las llamadas era como una mancha en una camisa recién lavada. Se habrían subido las mangas hasta las axilas con tal de limpiarla.

Durand recorrió con la mirada a los presentes.

—¿Alguna otra cosa que añadir?

Hulot, que parecía haberse recuperado de la incomodidad del principio, había recobrado su sangre fría.

—Por nuestra parte, continuamos con la investigación de la vida privada de las víctimas, aunque no esperamos mucho por ese lado. Mientras tanto, seguimos vigilando Radio Montecarlo. Si el asesino vuelve a llamar y nos da un nuevo indicio, estamos listos para intervenir. Hemos organizado una unidad especial de policías de paisano, con algunas agentes de la policía femenina, para controlar el lugar. También disponemos de una unidad de intervención compuesta Por los mejores tiradores y equipados para visión nocturna. Hemos contratado expertos musicales para ayudarnos a descifrar el próximo mensaje, si lo hay. Una vez descifrado, pondremos bajo vigilancia a la probable víctima. Esperamos que el asesino cometa un error, aunque hasta hoy, por desgracia, se haya mostrado infalible.

Durand los miró desde el extremo de la mesa. Frank logró ver al fin que sus ojos eran de color avellana. Se dirigió a todos y a ninguno en particular, con su voz de barítono.

—Señores, es inútil que les recuerde cuan importante es que nosotros no cometamos más errores. Esto ya no es una simple investigación policial, sino mucho más. Debemos atrapar a ese individuo lo antes posible. Antes de que los medios nos hagan pedazos.

«Y los del Consejo de Estado, si no el príncipe en persona», pensó Frank.

—Cualquier cosa que surja, háganmela saber de inmediato, sea la hora que sea. Señores, cuento con ustedes.

Durand se levantó y todos lo imitaron. El procurador general se dirigió hacia la puerta, seguido por Roncaille, que probablemente quería aprovechar la ocasión para hacer relaciones públicas.

Morelli esperó que los dos se hubieran alejado lo suficiente y salió a su vez, tras dirigir a Hulot una mirada que expresaba solidaridad.

El doctor Cluny, que había permanecido de pie al lado de la mesa, recogía la carpeta con sus apuntes.

—Si necesitan ustedes mi presencia en la radio, cuenten conmigo —dijo.

—Nos vendría muy bien, doctor —repuso Hulot.

—Entonces nos vemos más tarde.

También Cluny abandonó la sala, y Frank y Nicolas se quedaron solos.

El comisario señaló con un gesto la mesa a la que habían estado sentados.

—Sabes que yo no he tenido nada que ver con esto, ¿verdad?

—Por supuesto. Cada uno tiene sus propios problemas.

Frank pensaba en Parker. Se sentía culpable por no haber hablado todavía con Nicolas sobre el general y Ryan Mosse.

—Si vienes a mi despacho, tengo algo para ti.

—¿Qué?

—Una pistola. Una Glock 20. Creo que es un arma que conoces bastante bien.

Una pistola. Frank creía que nunca más necesitaría un arma.

—No creo que me haga falta.

—Ojalá, pero a estas alturas considero necesario que todos estemos preparados para cualquier eventualidad.

Frank guardó silencio un instante. Se pasó la mano por la mejilla, donde la barba iba formando una sombra oscura. Hulot advirtió su vacilación.

—¿Qué pasa, Frank?

—Nicolas, quizá he encontrado algo…

—¿Qué?

Frank cogió de la mesa el sobre y la cinta de vídeo que había llevado a la reunión.

—He traído estas cosas, pero en el último momento he decidido no decir nada delante de los demás, porque es un detalle tan insignificante que conviene verificarlo antes de incluirlo en la investigación. ¿Recuerdas que te dije que había algo que se me escapaba? Algo que habría debido recordar pero que no lograba enfocar. Pues bien, por fin he visto una luz. Una discrepancia entre la filmación y las fotos de la casa de Alien Yoshida, las que nos ha traído Froben.

—¿Qué discrepancia?

Frank extrajo una foto del sobre y se la pasó a Hulot.

—Mira el mueble. El del estéreo, detrás del sillón. ¿Qué hay encima?

—Nada.

—Exacto. Y ahora mira aquí…

Frank cogió la cinta VHS y fue al televisor con videograbadora incorporada, puso la cinta, todavía rebobinada hasta el punto que le interesa. Congeló la imagen y señaló con la mano un punto en la pantalla detrás de las dos figuras en primer plano:

—Mira. Aquí, en ese mismo mueble, se ve la cubierta de un disco, un elepé de vinilo. En la casa de Yoshida no había ninguno; me lo ha confirmado el propio Froben. Ni uno solo. En las fotos, en cambio, no hay ni rastro de esta cubierta. Eso significa que el asesino no pudo resistirse a llevar de su casa la música de fondo para su nuevo crimen. La imagen está un poco desenfocada, por la mala calidad de la copia, que se hizo a toda prisa, pero estoy seguro de que si analizamos el original con las máquinas adecuadas podremos llegar a saber de qué elepé se trata. El hecho de que el asesino no lo haya dejado en la escena del crimen significa que este disco tiene un significado particular. Para él, o en un sentido absoluto. No olvidemos que ese maldito hijo de puta tiene un sentido del humor muy macabro. Creo que difícilmente se resistiría a hacer una última burla, de haber podido. Repito: tal vez no sea nada importante, pero es lo primero que sabemos del asesino a pesar suyo. Aunque pequeño, es el primer error que comete…

Un largo instante de silencio. Fue Frank quien lo rompió.

—¿Hay algún modo de hacer analizar la cinta sin llamar mucho la atención? —le preguntó a Hulot.

—Aquí, en el principado, no. Déjame pensar… Podría recurrir a Guillaume, el hijo de los Mercier, unos amigos. Tiene una pequeña empresa de producción que realiza videoclips y cosas así. Apenas está comenzando, pero sé que es muy hábil. Puedo intentarlo con él.

—¿Es de fiar?

—Es inteligente. Era el mejor amigo de Stéphane. Si se lo pido yo, mantendrá la boca cerrada.

—Bien. Creo que vale la pena comprobar la filmación, pero con suma discreción.

—Opino lo mismo. Como bien dices, aunque pequeño es lo único que tenemos.

Se miraron, y esa mirada significaba muchas cosas. Ellos eran verdaderamente las dos caras de una misma moneda y estaban en el mismo bolsillo. La vida no había sido amable con ninguno de los dos, pero ambos habían tenido el valor de volver a entrar en el juego, cada uno a su manera. Hasta el momento se habían sentido por completo a merced de los acontecimientos que desbarataban, una vez más, su existencia. Ahora, gracias a un pequeño descubrimiento, casi por casualidad, en esa habitación gris, suspendida en el aire como una cometa en el viento, revoloteaba una pequeña esperanza.