27

Desde el balcón de su piso, en el Parc Saint-Roman, Frank vio cómo el coche que lo había llevado a su casa se alejaba por la calle des Girollées y el bulevar d’Italie. Probablemente los agentes se habían detenido abajo para recibir órdenes de la central antes de marcharse, porque había tenido tiempo de subir, entrar en el piso, abrir la puerta cristalera y salir al balcón. Trató de imaginar sus comentarios sobre todo aquel asunto y sobre él en particular. Hacía tiempo que se había dado cuenta de la actitud general en lo que concernía a su parte en el affaire, como decían allí. Salvo Nicolas y Morelli, los policías monegascos lo consideraban con un cierto y comprensible chovinismo. No le ponían trabas, desde luego, porque en el fondo perseguían un objetivo común, pero sí había cierta desconfianza. Sus antecedentes y la amistad con Hulot eran un salvoconducto suficiente para garantizarle la colaboración de todos, pero no necesariamente su simpatía.

Solo puertas medio abiertas para el primo de América.

Qué más daba; él no estaba allí para hacerse popular, sino para atrapar a un asesino. Un trabajo que podía llevar a cabo perfectamente sin recibir continuas palmadas en la espalda.

Miró el reloj. Las dos y media de la tarde. Se dio cuenta de que tenía hambre. Se dirigió hacia la pequeña cocina. Había pedido a Amélie, la mujer de la limpieza empleada por André Ferrand, que solo comprara lo indispensable. Con lo que encontró en el frigorífico se preparó un bocadillo. Abrió una Heineken, volvió al balcón y se sentó a comer en una tumbona que el propietario del piso había dejado en el balcón. Apoyó su comida en el cristal de la mesa Se quitó la camisa y se quedó bajo el sol con el torso desnudo. Por una vez no miro sus cicatrices, por visibles que fueran. Ahora las cosas habían cambiado. Había otros problemas en que pensar.

Levantó los ojos hacia el cielo sin nubes. Las gaviotas daban vueltas por el aire, observando a los hombres y cazando peces. Eran los únicos puntos blancos en aquel azul casi chillón. El día era espléndido. Desde el comienzo de toda aquella historia, parecía que el tiempo había decidido no preocuparse por las miserias humanas y avanzar hacia el verano por su cuenta. Ninguna nube había ido, ni siquiera por un instante, a tapar el sol. Daba la impresión de que alguien, desde alguna parte, había decidido dejar que fueran los seres humanos quienes administraran la luz y la oscuridad, amos y señores de sus propios eclipses.

Paseó la mirada a lo largo de la costa.

Montecarlo, bajo el sol, era una pequeña y elegante colmena con demasiadas abejas reina. Muchos se comportaban como tales, sin serlo. Fachada, solo fachada. Personas apoyadas en puntales para sostener una elegante fragilidad, como algunos decorados de película. Detrás de la puerta, tan solo la línea lejana del horizonte. Y ese hombre vestido de negro, que con una reverencia burlona iba abriendo una a una todas esas puertas y con una mano enguantada les indicaba el vacío que había detrás.

Terminó el bocadillo y bebió directamente de la pequeña botella el largo sorbo de cerveza que había dejado para el final.

Volvió a mirar el reloj. Las tres de la tarde. Quizá, si no andaba por ahí con algún lío entre manos, pudiera encontrar a Cooper en su despacho, en la gran construcción de piedra que era la sede del FBI, en la calle Nueve, en Washington. Cogió el inalámbrico y marcó el número.

Cooper respondió al tercer timbrazo, como de costumbre.

—Cooper Danton.

—Hola, Coop, soy Frank otra vez.

—Hola, viejo. ¿Estás bronceándote al sol de la Costa Azul?

—Más bien me estoy olvidando del sol de la Costa Azul. Nuestro amigo me hace vivir de noche, Cooper. Estoy blanco como la nieve.

—Ya. ¿Novedades de tu investigación?

—Oscuridad total. Las pocas bombillas que teníamos se están fundiendo una a una. Y como si no bastara con el hijoputa ese, llega el general Parker con su matón para complicar las cosas. Ya sé que te estoy dando la lata, pero ¿ya has averiguado algo sobre el general y su esbirro?

—Sí, muchas cosas; espero que no te asuste trabajar duro. Te estaba mandando un mensaje de correo electrónico con un archivo adjunto, pero te me has adelantado por unos segundos.

—Envíamelo de todos modos, pero anticípame algo por teléfono, mientras tanto.

—Vale. Resumo: General Parker, Nathan James, nacido en Montpellier, Vermont, en 1937. De familia no riquísima, pero sí de clase media alta, muy acomodada. A los diecisiete años se fue de casa y falsificó sus documentos para poder ingresar en el ejército. El primero de su curso en la academia militar. Brillante oficial, de carrera rapidísima. Implicado en el asunto de Cuba de 1963. Condecorado en Vietnam. Brillantes operaciones en Nicaragua y en Panamá. Donde quiera que hubiera que mostrar los músculos, pegar y usar el cerebro, ahí estaba él. Pronto pasó a formar parte del Estado Mayor del ejército. Mente estratégica oculta de Tormenta del Desierto y de la guerra de Kosovo. El presidente ha cambiado un par de veces pero él sigue en su puesto, lo que significa que sabe muy bien lo que hace. Y también ahora, con este asunto de Afganistán, su opinión pesa. Tiene dinero, apoyo, poder y credibilidad. Un tío que puede mearse en la cama y afirmar que ha sudado mucho. Es un tío duro. Muy duro, Frank.

Cooper hizo una pausa para tomar aliento y darle tiempo para asimilar los datos.

—¿Y del otro qué me dices?

—¿Quién? ¿El capitán Ryan Mosse?

Frank volvió a notar la punta del cuchillo de Mosse en la nariz y se la frotó para disipar la sensación.

—Exacto. ¿Has averiguado algo?

—¡Vaya que sí! Capitán Mosse, Ryan Wilbur, nacido el 2 de marzo de 1963 en Austin, Texas. De él hay mucho menos. Y mucho más al mismo tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—A partir de cierto momento, Mosse se convirtió en la sombra de Parker. Donde está uno está el otro. Mosse daría su vida por el general.

—¿Por algún motivo en particular, o solo porque siente fascinación por Parker?

—La fidelidad de Mosse está ligada a los motivos por los que Parker fue condecorado en Vietnam. Entre otras cosas, cruzó las líneas de los Charlies con un soldado herido a la espalda, y le salvó el pellejo.

—Y ahora me dirás su nombre.

—Pues sí. Ese soldado era el sargento Willy Mosse, el padre de Ryan.

—Perfecto.

—Desde entonces los dos se hicieron amigos. O, mejor dicho, Mosse padre se convirtió en una especie de súbdito de Nathan Parker. El general, por su parte, se ocupó del hijo del sargento, lo ayudó a ingresar en la academia militar, lo recomendó, e incluso lo protegió en algunos casos.

—¿Por ejemplo?

—Para ser breve, Frank, este Mosse es una especie de psicópata; tiene una pronunciada tendencia a la violencia gratuita y a meterse en problemas. En la academia casi mató a golpes a un compañero de curso, y un tiempo después, en Arizona, acuchilló a un soldado, por un asunto de mujeres, durante una fiesta en honor al ejército. En la guerra del Golfo, procesaron a un sargento porque lo amenazó con un M-16 para intentar frenarlo durante uno de sus raptos de violencia en un enfrentamiento con un grupo de prisioneros desarmados.

—Menudo pájaro…

—De lo peor. Con las plumas llenas de mierda. En todas esas ocasiones, las cosas se han tapado. A que no adivinas gracias a quién.

—Al general Nathan Parker, imagino.

—Adivinaste. Por eso te digo que tengas cuidado, Frank. Esos dos juntos son Satanás y su horcajo. Mosse es el brazo armado de Parker. Y no creo que tenga demasiados escrúpulos para usarlo.

—Tampoco yo lo creo, Coop. Gracias por todo. Espero tu correo. Hasta pronto.

—Ya está en tu ordenador. Adiós amigo mío, cuídate.

Frank cortó la comunicación y se quedó de pie en medio de la habitación con la cabeza levemente inclinada a un lado. La información de Cooper solo había añadido nombres, fechas y hechos a su opinión sobre aquellos dos tipos. Mala gente para tener enfrente a la luz del sol. Y terrible para tener a la espalda, en la sombra.

Sonó el interfono. Frank fue a responder.

—¿Sí?

La voz del encargado sonaba un poco embarazada. Le hablaba en inglés.

—Mister Ottobre, está subiendo una persona que quiere verlo. No he podido prevenirlo antes, pero… comprenda usted, yo…

—No se preocupe, Pascal. No hay problema.

Se preguntó quién sería aquella visita que había alterado tanto al encargado. En ese momento llamaron a la puerta. ¿Por qué no había usado el timbre?

Se hizo a un lado y abrió.

Se encontró ante un hombre de mediana edad, alto como él, indiscutiblemente estadounidense. Se parecía vagamente a Robert Redford, pero con el pelo más oscuro. Su bronceado era el justo y vestía con elegancia, aunque sin ostentación. Llevaba un traje azul con la camisa abierta, sin corbata. El reloj era un Rolex pero con correa de piel, muy distinto de esos bloques de oro macizo que abundaban en Mónaco. El hombre le dirigió una mirada cálida. De persona, no de personaje.

A Frank le resultó simpático de entrada.

—¿Frank Ottobre?

—El mismo.

El hombre tendió la mano.

—Encantado de conocerle, señor Ottobre. Me llamo Dwight Durham y soy el cónsul de Estados Unidos en Marsella.

Frank, sorprendido, vaciló un instante y enseguida le estrechó la mano. Aquélla sí era una visita inesperada. Tal vez su cara reflejó el pensamiento, porque el diplomático lo miró con expresión divertida y su sonrisa dibujó una arruga en la mejilla.

—Si considera inoportuna mi visita, puedo marcharme. Pero si cree que puede perdonar mi impertinencia y me invita a entrar, me gustaría conversar con usted.

Frank se recobró de la sorpresa inicial. Sí, el hombre le resultaba muy simpático. Se miró el tórax desnudo y, extrañamente, no sintió vergüenza de mostrar sus cicatrices a un extraño. Durham, en todo caso, no dio señales de haberse fijado en ellas.

—Discúlpeme, me ha sorprendido un poco, pero ya está. Como ve usted, por motivos de patriotismo siempre recibo a los diplomáticos de mi país vestido como Rambo. Pase, señor Durham.

El cónsul dio un paso adelante. Se dirigió a una persona que se encontraba en el pasillo; un hombre alto y robusto que llevaba una pistola bajo la chaqueta y unas siglas escritas en la cara. Podía ser FBI, CIA o DEA o cualquier otra, pero sin duda no pertenecía al ejército de salvación.

—¿Puede esperarme aquí, por favor, Malcolm?

—No hay problema, señor.

—Gracias.

Durham cerró la puerta y avanzó hasta el centro de la sala, mirando a su alrededor.

—Bonito lugar. Una vista magnífica.

—Así es. Por cierto sabrá usted que soy solo un huésped en este piso, e imagino que también sabrá los motivos de mi presencia aquí.

En realidad, Frank dijo estas palabras para evitar una inútil pérdida de tiempo. Sin duda, antes de llegar allí Durham había obtenido toda la información que necesitaba. A Frank hasta le parecía ver la mano de una secretaria que depositaba en un escritorio una carpeta con su nombre y su currículo.

Frank Ottobre, el hombre cuadrado, el hombre redondo.

Su expediente debía de haber pasado por tantas manos que a Frank ya ni siquiera le importaba. Solo quería hacer saber a Durham que entre ellos no había lugar para incomodidades o inútiles acrobacias coloquiales.

El cónsul lo entendió y pareció apreciarlo. Era difícil que Frank en ese momento de su vida, inspirara simpatía. Durham tuvo el pudor de no fingirla; sabía que la consideración y el respeto eran una alternativa suficientemente adecuada.

—Tome asiento, señor Durham.

—Dwight, llámeme solo Dwight. Y, por favor, tutéeme.

—Vale. Dwight, entonces. Lo mismo digo. ¿Te apetece tomar algo? Mi bar no está muy bien provisto, pero… —dijo, al tiempo que salía al balcón a recuperar la camisa.

—¿Podría ser una Perrier?

Nada de alcohol. Bien. Mientras pasaba por delante de él camino a la cocina, Durham se sentó en el sofá. Frank observó que los calcetines eran de idéntico color que los pantalones. Un hombre ton-sur-ton. Cuidadoso, pero no obsesivo.

—Creo que sí. ¿Servicio «salvaje Oeste»?

Durham sonrió.

—Por supuesto. El servicio «salvaje Oeste» estará muy bien.

Volvió con una botella de Perrier y un vaso y se los dio sin ceremonias. Mientras Dwight se servía el agua con gas, Frank fue a sentarse en el otro sillón.

—Supongo que te preguntarás por qué he venido.

—No, ya te lo estás preguntando tú. Supongo que ahora me lo dirás.

Durham contempló las burbujas en su vaso como si fueran de champán.

—Tenemos un problema, Frank.

—¿Tenemos?

—Sí, tenemos. Tú y yo. Yo soy cara y tú eres cruz. O viceversa. Pero en este momento somos dos caras de la misma moneda. Y estamos en el mismo bolsillo.

Bebió un sorbo de agua y dejó el vaso en la mesita baja de cristal que tenía delante.

—Antes que nada, querría aclararte que mi visita solo tiene de oficial lo que tú quieras atribuirle. Yo la considero absolutamente extraoficial, una simple conversación entre dos civiles. Te confieso que esperaba encontrarme a otra clase de persona. No precisamente a Rambo, pero sí quizá a Elliot Ness. Me alegro de haberme equivocado.

Volvió a coger el vaso, como si se sintiera más seguro teniéndolo en la mano.

—¿Quieres que te cuente la situación?

—No estaría mal. En este momento, un repaso general me resultaría útil.

—Bien. Puedo decirte que el homicidio de Alien Yoshida no ha hecho más que acelerar algo que ya empezó con la muerte de Arijane Parker. Estás al tanto de la presencia del general Parker en el principado, ¿verdad?

Frank hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Dwight prosiguió, aliviado y al mismo tiempo preocupado al ver que lo sabía.

—Ha sido una suerte que el azar te haya llevado donde estás ahora, porque eso me ha ahorrado la incomodidad de exigir la presencia de un representante nuestro en las investigaciones. Estados Unidos, en este momento, tiene un problema de imagen. Por ser un país que ha decidido asumir el liderazgo de la civilización moderna, por creerse la única y verdadera superpotencia mundial, hemos sufrido un fuerte golpe con lo ocurrido el 11 de septiembre. Nos han golpeado justo donde éramos más fuertes, donde nos sentíamos invulnerables, es decir, en nuestro propio país…

Miró por la ventana; su figura se reflejaba parcialmente en el cristal, que las primeras sombras de la tarde transformaban en espejo.

—Y en medio de esta situación llega este asunto… Dos estadounidenses asesinados, justo aquí, en el principado de Mónaco, Uno de los estados más seguros del mundo. Cómico, ¿verdad? ¿No da la impresión de que la historia se repite? Con la complicación de que además hay un padre desolado que ha decidido actuar por su cuenta, un general del ejército de Estados Unidos que quiere utilizar para sus fines personales los mismos métodos terroristas que combatimos. Como comprenderás, hay razones para temer otro gran problema a escala internacional…

Frank miró a Durham, impasible.

—¿Entonces?

—Entonces debes atrapar a ese asesino, Frank. Debes atraparlo tú. Antes que Parker, antes que la policía de aquí. A pesar de la policía de aquí, de ser necesario. En Washington quieren que esta investigación sea un trofeo para Estados Unidos. Lo quieras o no, debes ser más que Elliot Ness, debes quitarte la camisa y convertirte en Rambo.

Frank pensó que, en una situación distinta, él y Durham habrían podido ser grandes amigos. En el poco rato transcurrido en su compañía se había confirmado su simpatía por ese hombre.

—Sabes que lo atraparé, Dwight. Pero por ninguno de los motivos que acabas de decirme. Quizá seamos la cara y la cruz, pero solo por azar estamos en la misma moneda y en el mismo bolsillo. Yo atraparé a ese asesino, y vosotros podéis dar a ese hecho el significado que queráis. Os pido una sola cosa.

—¿Qué?

—Que no me obliguéis de ningún modo a aceptar vuestros motivos como si fueran también los míos.

Dwight Durham, cónsul de Estados Unidos, no dijo nada. Tal vez no había entendido, o tal vez había entendido demasiado bien. Pero, al parecer, estaba conforme. Se levantó del sillón y con las manos se alisó los pantalones. La conversación había terminado.

—Muy bien, Frank. Creo que nos lo hemos dicho todo.

Frank se levantó a su vez. Los dos se dieron la mano al contraluz de aquella tarde de verano. Fuera el sol se ponía. Pronto caería la noche; una noche llena de voces y de asesinos en la sombra. Y cada uno buscaría a tientas, en la oscuridad, su escondite.

—No te molestes en acompañarme; conozco el camino. Adiós, Frank. Buena suerte. Sé que sabrás coger el toro por los cuernos.

—Este toro tiene muchos cuernos, Dwight. No será fácil abatirlo.

Durham fue hasta la entrada y abrió la puerta. Frank entrevió la silueta de Malcolm, de pie en el pasillo, mientras volvía a cerrarse.

De nuevo solo, cogió otra cerveza del frigorífico y volvió al sillón que había ocupado su huésped.

«Somos la misma moneda… ¿Cara o cruz, Dwight?».

Se relajó y trató de olvidarse de Durham y de su conversación. La diplomacia, las guerras y las maniobras políticas. Bebió un sorbo de cerveza.

Intentó un ejercicio que no practicaba desde hacía algún tiempo y que él llamaba «la apertura». Cuando una investigación llegaba a un punto muerto, se sentaba a solas y trataba de liberar la mente, de dejar que cada pensamiento pudiera unirse libremente a los otros, como un rompecabezas mental en el que las piezas encajaban de manera casi automática. Sin una voluntad precisa, sino dejándose guiar por el inconsciente. Una suerte de pensamiento paralelo mediante imágenes, que a veces le había dado buenos frutos. Cerró los ojos.

«Arijane Parker y Jochen Welder.

La embarcación, encajada en el muelle, los mástiles levemente inclinados hacia la derecha. Los dos muertos tendidos en la cama, desollados, los dientes al descubierto en una risa sin odio.

La voz por la radio.

La inscripción, roja como la sangre.

“Yo mato…”.

Jean-Loup Verdier. Sus ojos extraviados.

El rostro de Harriet».

¡No, eso no, ahora no!

«De nuevo la voz por la radio.

La música. La cubierta del disco de Santana.

Alien Yoshida.

Su cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla.

El asiento claro, de nuevo la inscripción roja.

La mano, el cuchillo, la sangre.

Las imágenes de la película.

El hombre de negro y Alien Yoshida.

Las fotos de la habitación, sin ellos.

La película. Las fotos. La película. Las fotos. La pe…».

De golpe, con un salto casi involuntario, Frank Ottobre se encontró de pie frente al sillón. Era un detalle tan pequeño que su mente lo había grabado y archivado como algo secundario. Tenía que volver de inmediato a la central de policía para comprobar si lo que había recordado era cierto. Quizá fuera una simple ilusión pero tenía que agarrarse a esa pequeñísima esperanza. En aquel momento deseó tener mil dedos para poder cruzarlos todos.