Frank acompañó a Hulot hasta el coche. Jean-Loup y Bikjalo se quedaron sentados a la mesa junto a la piscina. Cuando se marcharon, el director de Radio Montecarlo, todavía inquieto porque el locutor había estado a punto de abandonar, pasó un brazo por los hombros de Jean-Loup y le susurró consejos, como el entrenador de un boxeador derrotado.
La primera impresión que Frank había tenido de ese hombre, en el fondo, había sido correcta. En el desempeño de su trabajo, había adquirido con el tiempo un instinto casi animal para reconocer a la gente. Todavía no lo había perdido. Al parecer, no bastaba con decidir dejar de ser un perro para dejar de serlo.
«El que nace cuadrado no muere redondo…».
Y esto valía tanto para él como para Bikjalo o cualquier otro.
Hulot abrió la puerta del Peugeot pero permaneció un momento de pie contemplando la fantástica vista de la costa. Daba la impresión de no tener ganas de volver a la investigación. Se volvió hacia Frank. El estadounidense vio en sus ojos la necesidad de un descanso sereno, sin sueños. Sin figuras de negro, voces que susurraran al oído «Yo mato…» y que provocaban un despertar poblado de fantasmas aún peores que los del sueño.
—Has estado muy bien con el muchacho… Con él y conmigo.
—¿A qué te refieres?
—Sé que me estoy apoyando bastante en ti en esta investigación. No creas que no me doy cuenta. Cuando te pedí que colaboraras intenté convencerme de que era para ayudarte a ti, cuando en realidad me sirve sobre todo a mí.
En un lapso muy breve, los papeles de ambos parecían haberse invertido, con esos pequeños o grandes hechos imprevistos que la vida presenta continuamente de manera bastante sarcástica.
—No es así, Nicolas. Al menos no es exactamente así. Quizá la locura de ese hombre al que perseguimos sea contagiosa y nos está volviendo locos también a nosotros. Pero si éste es el camino para cogerle, debemos recorrerlo hasta que todo haya terminado.
Hulot se sentó al volante y encendió el motor.
—En lo que has dicho hay un riesgo implícito…
—¿Cuál?
—Que, una vez aceptada la locura, uno ya no consiga librarse de ella. Lo has dicho tú mismo, no hace mucho, ¿recuerdas, Frank? Somos pequeños dinosaurios, solo pequeños dinosaurios…
Cerró la puerta y puso el coche en marcha. La verja automática se abrió, activada por el agente que se hallaba fuera, en la calle. Frank se quedó mirando cómo el coche salía por la rampa y desaparecía. Durante toda la conversación con Nicolas, los agentes que le habían acompañado hasta allí habían permanecido a un lado, hablando entre ellos, de pie junto al coche. Frank se sentó en el asiento posterior. Los policías subieron también y el agente sentado en el asiento del acompañante lo miró en silencio, con expresión interrogativa.
—Volvemos a Parc Saint-Roman. Sin prisa —dijo Frank al cabo de un instante de vacilación.
Necesitaba estar solo un rato, para reflexionar. No había olvidado al general Parker y sus intenciones; solo lo había dejado a un lado de momento. Necesitaba saber un poco más de él y de Ryan Mosse antes de tomar una decisión y saber qué actitud adoptar. Esperaba que Cooper ya hubiera reunido la información que necesitaba, aunque todavía era pronto.
El coche avanzó. Subida, verja, calle. Izquierda. Otra multitud de periodistas entre las matas, al acecho. Frank los miró atentamente mientras volvían a la actividad, como perros atentos al paso de otro perro. También estaba el pelirrojo que hacía un rato había metido la cabeza en el coche del comisario. Cuando Frank pasó delante de ellos, el reportero, apostado al lado de un Mazda descapotable, le devolvió la mirada, pensativo.
Frank se dijo que pronto los periodistas comenzarían a perseguirlo también a él, en cuanto supieran quién era y qué hacía allí. No había ninguna duda de que no tardarían en enterarse de qué papel desempeñaba él en aquel asunto. Hasta aquel momento seguían concentrados en bocados más suculentos, pero tarde o temprano alguno de ellos iría tras él. Sin duda muchos tendrían algún contacto en la policía, lo que la prensa llama «una fuente fiable».
Los reporteros desfilaron delante de la ventanilla del coche; eran la vanguardia de un mundo que, antes que nada, quería saber la verdad. Y el mejor periodista no era el que lograba averiguarla, sino el que conseguía hacer que la suya fuera la más creíble.
A marcha lenta, como había solicitado Frank, el coche cogió en sentido opuesto el camino que habían recorrido para llegar hasta la casa de Jean-Loup. Mientras bajaban, Frank vio por primera vez a la mujer y al niño.
Salieron casi corriendo de una calle sin asfaltar que se encontraba a un centenar de metros de donde se hallaban los periodistas, a la izquierda. Frank reparó en ellos porque la mujer llevaba al niño de la mano y parecía asustada. Se detuvo al principio de la calle y miró a su alrededor como si se encontrara en un lugar desconocido y no supiera adonde ir. Mientras el coche los pasaba, Frank tuvo la clara impresión de que la mujer huía de algo. Tendría poco más de treinta años; llevaba unos cómodos pantalones deportivos a cuadros, en varias tonalidades de azul, y una blusa delicada, azul oscuro, de tela tornasolada, por fuera de los pantalones. Ese color destacaba el magnífico y largo cabello rubio que le llegaba casi hasta los hombros. La tela y el pelo combinaban armoniosamente y parecían competir buscando reflejos extraños bajo el sol de mayo. Era alta, y de movimientos armoniosos pese a andar deprisa.
El niño, de unos diez años, parecía alto para su edad. Llevaba vaqueros y una camiseta de algodón roja; miraba, inseguro, con sus ojos azules un poco extraviados, a la mujer que lo sostenía de la mano.
Frank volvió la cabeza y apoyó la frente en el cristal de la ventanilla, para no perderlos de vista. Entonces vio al capitán Ray Mosse, del ejército de Estados Unidos, que llegaba corriendo y se detenía ante la mujer y el niño. Cogió a ambos del brazo y los obligó a seguirlo por la misma calle de donde venían. Frank apoyó una mano en el hombro del conductor.
—Deténgase.
—¿Cómo?
—Deténgase aquí un instante, por favor.
El conductor frenó y paró con suavidad el coche a la derecha. Los dos agentes se miraron. El que iba sentado en el lugar del acompañante se encogió de hombros. Estadounidenses…
Frank bajó, cruzó y cogió una callejuela que conducía a una casa algo apartada de las demás. Vio la espalda de tres personas. Un hombre robusto que empujaba con firmeza a una mujer y a un niño.
—¿Esto forma parte de sus investigaciones, capitán Mosse?
Al oír la voz, el hombre se puso tenso, con lo que obligó a que la mujer y el niño se detuvieran bruscamente. Volvió la cabeza y al ver a Frank no se mostró en absoluto sorprendido.
—¡Ah, pero si es nuestro agente especial del FBI! ¿Qué pasa, boy scout? ¿Vas a hacer tu buena acción del día? Si vas a la plaza del Casino y tienes un poco de paciencia, con suerte encontrarás a una ancianita a la que puedas ayudar a cruzar la calle…
Frank avanzó hacia el trío. La mujer, de ojos azules como los del niño, lo miraba con una mezcla de esperanza y curiosidad. Le impresionó la belleza de aquellos ojos y se asombró de que le impresionara.
El niño forcejeó para soltarse.
—Me haces daño, Ryan.
—Ve a casa, Stuart. Y no te muevas de allí.
Mosse le soltó. Stuart se volvió hacia la mujer, que asintió con la cabeza.
—Ve, Stuart.
El niño dio dos pasos hacia atrás sin dejar de mirarlos; después se dio la vuelta y corrió hacia la verja pintada de verde.
—También tú, Helena. Ve a casa y descansa.
Mosse apretó con fuerza el brazo de la mujer; Frank vio que los músculos se le tensaban bajo la camisa. El capitán la obligó a apartar la vista de Frank.
—Mírame. ¿Has entendido lo que he dicho, Helena?
La mujer ahogó un gemido de dolor. Hizo una leve afirmación con la cabeza. Cuando la soltó, ella lanzó una última mirada desesperada hacia Frank; luego se volvió y siguió al niño por el mismo camino. La verja verde se abrió y se cerró tras ellos.
«Como la verja de una prisión», pensó Frank.
Los dos hombres quedaron frente a frente. Por la manera en que Mosse lo miraba, Frank supo perfectamente cuál era la forma de pensar del capitán, sin duda la misma que la de Parker. Quien no estaba con ellos estaba contra ellos. Quien no los seguía era su enemigo y debía asumir las consecuencias.
Una breve ráfaga de viento agitó las matas que flanqueaban la calle. Cesó enseguida, y el follaje volvió a su inmovilidad, acentuando así la tensión entre los dos hombres.
—Veo que te las apañas muy bien con las mujeres y los niños… Pero no creo que sea suficiente para alguien que ha venido aquí con miras mucho más ambiciosas… ¿No te parece, capitán Mosse?
Frank sonrió, y el otro le devolvió la sonrisa. Una sonrisa de burla.
—Me parece que también tú sabes apañártelas con las mujeres, ¿verdad, Frank? Ah, disculpa, olvidaba que Frank te resulta excesivamente familiar… ¿Cómo querías que te llamaran? Ah, sí, señor Ottobre…
Pareció reflexionar sobre lo que acababa de decir y se movió un poco hacia un lado. Ese movimiento, en realidad, tenía la finalidad de permitirle plantarse con firmeza sobre sus piernas, como si esperara un ataque de un momento a otro.
—Muy bien, señor Ottobre. Creo que para ti las mujeres son la excelente excusa para esconderte. No se puede esperar nada señor Ottobre. Cerrado por defunción. Quizá tu muj…
Frank avanzó tan rápidamente que el otro, aunque lo esperaba no lo vio venir. El puño le golpeó en plena cara; se desplomó en el suelo; un hilo de sangre le salía de la boca. Sin embargo, no pareció muy afectado. Sonrió otra vez, con un brillo triunfal en los ojos.
—Lo lamento, pero no tendrás mucho tiempo para pensar en el error que has cometido.
Se puso en pie con agilidad y casi al mismo tiempo le asestó una patada, un velocísimo maegeri con la pierna izquierda. Frank eludió el golpe atajándolo con el antebrazo, por lo que perdió un poco el equilibrio. De inmediato se dio cuenta del error que había cometido. Mosse era un magnífico luchador; la patada había conseguido su objetivo. El capitán se deslizó hasta el suelo y con la pierna derecha barrió las piernas de Frank, que cayó pesadamente. A duras penas logró darse la vuelta y amortiguar el golpe con el hombro. Frank pensó que hace tiempo no se habría dejado sorprender así. Hace tiempo no habría…
Mosse se le echó encima como un rayo. Le inmovilizó las piernas con las suyas y lo bloqueó con una llave con el brazo derecho. En su mano izquierda apareció como por arte de magia un cuchillo militar, que apuntaba a la garganta de Frank. Los dos permanecieron inmóviles, tensos, como una escultura caída en el suelo. Parecían esculpidos en mármol. El capitán tenía los ojos brillantes, encendidos por el combate. Frank se dio cuenta de que aquello le gustaba, que luchar era su razón de ser. Era una de esas personas para las que un enemigo vale más que un tesoro.
—Y bien, señor Ottobre, ¿qué piensas ahora? Y sin embargo dicen que eres hábil… ¿Tu instinto de boy scout no te ha dicho que es mejor no meterse con los que son más grandes que tú? ¿Qué pasa con tu olfato, señor Ottobre?
La mano que sostenía el cuchillo se movió, y Frank notó que la punta le penetraba en una fosa nasal. Temió que Mosse quisiera cortársela y le acudió a la mente la imagen de Jack Nicholson en Chinatown. Se preguntó si también Mosse habría visto esa película; la incongruencia de ese pensamiento le hizo sonreír. Esto pareció irritar aún más a su adversario, y notó que la hoja avanzaba hacia el cartílago de la fosa nasal.
—Ya basta, Ryan.
La orden, seca, llegó desde atrás; la presión de la hoja disminuyó de inmediato. Frank reconoció la voz del general Parker. Sin volverse, después de una última e imperceptible presión del brazo contra su cuello, Mosse soltó la presa. Esa presión quería decir que el enfrentamiento entre ellos no había terminado; solo quedaba aplazado.
«Un soldado no llora. Un soldado no olvida. Un soldado se venga».
El capitán se levantó y se sacudió el polvo de los livianos pantalones de verano. Frank se quedó un instante mirando a los dos hombres que lo amenazaban, uno al lado del otro, muy similares físicamente porque, en realidad, eran iguales. A la mente de Frank acudió el recuerdo de su abuela italiana y sus omnipresentes proverbios.
«Dime con quién andas y te diré quién eres».
No era casualidad que el general y el capitán fueran inseparables, que tuvieran los mismos propósitos y con toda probabilidad los mismos métodos para alcanzarlos. Lo que acababa de suceder allí no significaba nada, no había ni vencedor ni vencido. No había sido más que una fanfarronada, excrementos con los que Mosse había marcado el territorio. Frank temía más lo que podría suceder a continuación.
—Debería utilizar otra orden para su doberman, general. Dicen que platz es más eficaz.
Mosse se puso rígido, pero Parker lo frenó con un movimiento del brazo.
Tendió la otra mano a Frank. Sin dignarse mirarlo, Frank se levanto solo y se sacudió la ropa. Un poco jadeante, se plantó frente a los dos hombres; a los ojos azules y fríos de Parker y a la mirada del capitán Mosse, que ahora había perdido todo brillo y reflejaba de nuevo el limbo en que vivía su mente.
Una gaviota pasó planeando sobre ellos. Voló hacia el mar por cielo azul, lanzando su grito ronco, como una burla.
Parker se dirigió a Mosse.
—Ryan, por favor, ¿quieres ir a la casa a controlar que Helena no haga alguna otra tontería? Te lo agradezco.
Mosse lanzó una última mirada a Frank. Por un instante sus ojos relampaguearon.
«Un soldado no olvida».
Se dio la vuelta y se dirigió a la casa. Frank, viéndolo alejarse, pensó que Mosse habría andado de la misma forma aunque el camino estuviera cubierto de cadáveres humanos, y que probablemente, si Ryan Mosse hubiera encontrado la inscripción «Yo mato…» escrita con sangre, él habría escrito debajo: «Yo también…».
Era un hombre sin piedad, y más le valdría no olvidarlo.
—Debe disculpar usted al capitán Mosse, señor Ottobre.
En la voz del general no había rastro de ironía, pero Frank no se hizo ilusiones. Sabía muy bien que en otro momento, en otras circunstancias, todo habría sido distinto. La orden de Parker no habría llegado y Ryan no se habría detenido.
—Él… cómo decirlo… a veces se preocupa en exceso por la suerte de nuestra familia. A veces se excede un poco, lo admito, pero es una persona de confianza y muy apegada a nosotros.
Frank no lo dudaba. Solo albergaba dudas con respecto a cuáles serían los límites de los excesos del capitán, límites seguramente trazados por el general. Según Frank, debían de ser bastante flexibles.
—La mujer que ha visto hace un rato es mi hija, Helena. La hermana mayor de Arijane. El niño que la acompañaba es Stuart, mi nieto. Su hijo. Ella…
La voz de Parker se suavizó, y hasta apareció una nota de tristeza.
—Verá… para decirlo sin rodeos… ella sufre una forma grave de agotamiento nervioso. Muy grave. La muerte de Arijane ha sido el golpe de gracia. Hemos tratado de ocultárselo, pero ha sido imposible.
El general bajó la cabeza. A pesar de todo, a Frank le costaba verlo en el papel de padre viejo y abatido. No se le escapó que había definido al niño ante todo como su nieto, y después como hijo de Helena. Tal vez el sentido de la jerarquía y la disciplina formaban parte no solo de su vida pública sino también de su vida privada. Con cierto cinismo, Frank se preguntó si la presencia de la hija y el nieto en Montecarlo no sería una pantalla para esconder las reales intenciones de Parker.
—Arijane era distinta, más fuerte. Una mujer con un carácter de acero. Era hija mía. Helena, en cambio, ha salido a la madre y es frágil. Muy frágil. A veces hace cosas de las que no se da cuenta, como hoy. Una vez se fugó y vagó durante dos días antes de que lográramos encontrarla, en un estado penoso. Y esta vez habría sido igual. La tenemos constantemente vigilada, para evitar que corra ningún peligro, tanto por ella como por los demás.
—Lo lamento por su hija, general. Por Helena y sobre todo por Arijane, aunque eso no cambia en absoluto mi opinión sobre usted y sus intenciones. Quizá en su lugar me comportaría de la misma manera, no lo sé. Pero formo parte de esta investigación y haré todo lo posible por atrapar a ese asesino; de eso puede estar seguro. Y de la misma manera haré todo lo posible por impedir que usted siga adelante por su camino, sea el que fuere.
Parker no tuvo la reacción violenta de la noche anterior. Tal vez ya había archivado la negativa de Frank a colaborar, con la inscripción «Tácticamente irrelevante».
—Me doy por enterado. Es usted un hombre de carácter, pero no le sorprenderá saber que yo también lo soy. Por lo tanto, le aconsejo que preste mucha atención si cruza ese camino mientras esté pasando yo, señor Ottobre.
Esta vez sí había cierta ironía, y Frank se dio cuenta. Sonrió.
—Tendré en cuenta su consejo, general, pero espero que no le moleste si mientras tanto continúo la investigación a mi manera. De todos modos le agradezco, señor Parker…
Ironía con ironía.
Frank se dio la vuelta y recorrió los pocos metros que le separaban de la calle principal. Sentía en la espalda la mirada fija del general. A su derecha se entreveía, más allá de los setos y la vegetación de los jardines, el tejado de la casa de Jean-Loup. Mientras cruzaba la calle para volver al coche que lo esperaba, Frank se preguntó si el hecho de que Parker hubiera alquilado una casa a pocos metros de la del locutor era una mera coincidencia o una acción premeditada.