25

El coche patrulla dejó atrás Montecarlo y cogió el camino hacia Beausoleil y la A 8, la autopista que une Mónaco con Niza y, del otro lado, con Italia. Sentado en el asiento de atrás, Frank abrió la ventanilla para que el aire entrara libremente. Releyó el mensaje del general y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Volvió a mirar por la ventanilla. El paisaje desfilaba ante sus ojos como una serie indistinta de manchas de color.

Parker era una complicación indeseada. Aunque sus intenciones fueran únicamente privadas, ese hombre representaba el Poder, con P mayúscula. Sus declaraciones no eran meros alardes. Muy al contrario. Realmente podía disponer de los medios a los que había hecho referencia.

Ello significaba que, además de las fuerzas policiales, habría otros hombres, más rudos en su manera de investigar. Estarían obligados al anonimato, sí, pero no estarían obligados a respetar los límites legales, y quizá por eso serían mucho más eficientes.

El hecho de que se movieran en un ámbito reducido y frágil como el principado de Mónaco no bastaría para frenar la sed de venganza de Nathan Parker. Era bastante viejo y no le importaban las consecuencias que podía tener en su carrera. Y, si las cosas eran como había dicho Cooper, era también lo bastante poderoso para cubrir a sus esbirros. Además, en el caso de que capturara al asesino, la prensa explotaría la historia de un padre destrozado que solo buscaba justicia; el único que había logrado algo donde todos los demás habían fracasado. Se convertiría en un héroe, y, en consecuencía, sería intocable. Estados Unidos, en aquel momento, tenía desesperada necesidad de héroes. Tanto la opinión pública como el gobierno estadounidense se pondrían de su lado. Las autoridades del principado se negarían a aceptarlo durante un tiempo, pero después se verían obligados a tragar. Game over. Y después estaba Jean-Loup. Otra patata caliente. Debía encontrar la forma de hacerle desistir de una decisión que, por otra parte, era más que razonable. Una cosa es ser popular por ser el locutor de un programa de radio de éxito, y otra muy distinta, saltar a la primera página de los periódicos por ser el interlocutor de un asesino. Eran motivos suficientes para destrozar los nervios de cualquiera. Jean-Loup no era un simple hombre del espectáculo; tenía cerebro y sabía usarlo. No era —o al menos no le había causado esa impresión— un monigote, como tantos otros personajes del mundo del espectáculo que Frank había conocido. Tenía todo el derecho de estar asustado.

Un asunto feo. Y el tiempo de que disponían se agotaba con suma rapidez, marcado minuto a minuto por un cronómetro que las altas autoridades del principado sostenían en sus manos y no cesaban de controlar.

El coche disminuyó la velocidad cerca de una casa situada a la derecha del camino. Era una construcción que se alzaba en la ladera; entre una fila de cipreses se vislumbraba el techo, que desde allí dominaba todo Montecarlo. Debía de tener una vista excepcional. Sin duda era la casa del locutor. En la calle se veían diversos coches aparcados y también un par de furgonetas que llevaban las siglas de emisoras de televisión. Un grupo de corresponsales y cronistas mantenía el lugar en estado de sitio. Un poco más allá había un coche patrulla. Al verlos llegar, cierta agitación se apoderó de los periodistas. El policía que iba sentado en el lugar del acompañante cogió el micrófono de la radio.

—Aquí Ducross. Estamos llegando.

La verja de hierro, que se veía pasada la curva, comenzó a abrirse.

Mientras el coche reducía la velocidad para entrar, los periodistas se acercaron para ver quién iba en el interior. Dos policías salieron del coche de vigilancia para impedirles que accedieran a la propiedad.

Bajaron por una rampa pavimentada con baldosas antideslizantes rojas y llegaron a la persiana metálica del garaje. Nicolas Hulot ya había llegado y le esperaba de pie en el patio. Le saludó a través de la ventanilla abierta.

—Hola, Frank. ¿Has visto el barullo de allí fuera?

—Lo he visto, sí. Es normal, diría. Me habría sorprendido lo contrario.

Frank bajó del coche y observó la construcción.

Jean-Loup Verdier debe de ganar bastante dinero para poder permitirse un lugar así.

Hulot sonrió.

—Hay una historia sobre esta casa. ¿No la has leído en los periódicos?

—No, es un placer que gustosamente te dejo a ti.

—Lo han publicado en casi todos. Jean-Loup la heredó.

—Felicitaciones a los parientes.

—No la heredó de un pariente. Parece un cuento, pero se la dejó una anciana viuda, bastante rica, a cuyo perro él salvó la vida.

—¿Al perro?

—Sí, en la plaza del Casino, hace algunos años. El perro de la señora en cuestión se había escapado y estaba cruzando la calle. Jean-Loup se lanzó a cogerlo cuando ya casi estaba bajo las ruedas de un coche. Por poco no le atropelló también a él. La mujer lo abrazó y lo besó, llorando de gratitud, y la cosa terminó allí. Unos años después, un notario citó a Jean-Loup y se encontró con que era dueño de esta casa.

—¡Qué historia! Creía que esas cosas solo sucedían en las películas de Walt Disney… A simple vista, diría que el regalo vale un par de millones de dólares.

—O tres, tal como están los precios de las casas en esta zona.

—Pues mejor para él. ¿Vamos a cumplir con nuestro deber?

Hulot indicó con la cabeza.

—Es allá. Ven.

Atravesaron el patio y pasaron ante una mata de buganvillas rojas que cubrían el lado derecho de la fachada. Más allá de las matas había una explanada en la que se había construido una piscina.

—Mmm, muy grande, lo bastante para no confundirla con una bañera.

Jean-Loup y Bikjalo estaban sentados a una mesa bajo una pérgola de vid americana, ante los restos del desayuno. La presencia del director era una prueba inequívoca de la crisis que atravesaba Jean-Loup. Tanta solicitud por parte de aquel hombre significaba que temía por su gallina de los huevos de oro.

—Hola, Jean-Loup. Buenos días, señor director.

Bikjalo se puso de pie con una expresión de alivio dibujada en el rostro. Habían llegado los refuerzos. Jean-Loup, en cambio, parecía molesto con su llegada y le costaba mirarlos.

—Buenos días, señores. Le estaba diciendo a Jean-Loup…

Frank lo interrumpió con cierta brusquedad. No quería abordar el tema de inmediato, para que Jean-Loup no se sintiera presionado. Era un momento delicado, y prefería ponerle cómodo antes de enfrentar la cuestión.

—¿Es café eso que veo en la mesa?

—Pues sí…

—¿Está reservado para los de la casa, o hay también para las visitas?

Al tiempo que Hulot y Frank se sentaban a la mesa, Jean-Loup fue a coger dos tazas de una mesa de servicio a su espalda. Mientras el locutor servía el café del termo, Frank lo observó atentamente. Se le notaba en la cara que había pasado la noche dando vueltas en la cama. Sufría una gran presión, y era comprensible. Pero no debía, no podía aflojar, y había que hacérselo entender.

Hulot se llevó la taza a los labios.

—Mmm, muy bueno. En la central deberíamos tener un café así.

Jean-Loup sonrió con desgana. Su mirada vagaba; evitaba detenerse en ellos, en especial en Frank. Bikjalo volvió a sentarse, en la más apartada. Con ese gesto parecía querer mantener la distancia y dejar la situación en manos de los recién llegados. La tensión se palpaba en el aire.

Frank decidió que había llegado el momento de coger el toro por los cuernos.

—Y bien, ¿cuál es el problema, Jean-Loup?

Finalmente el locutor encontró la fuerza para mirarlo a los ojos. A Frank le sorprendió no encontrar miedo, como había esperado sino cansancio y preocupación. Acaso era el temor de no lograr interpretar un papel que le quedaba grande. Pero no miedo. Jean-Loup apartó la vista y se preparó para pronunciar un discurso que quizá ya había pronunciado para sí mismo muchas veces:

—El problema es muy simple: no puedo.

Frank guardó silencio, esperando que Jean-Loup continuara. No quería darle la impresión de someterlo a un interrogatorio.

—Yo no estaba preparado para todo esto. Cada vez que oigo esa voz por el teléfono pierdo diez años de vida. Y cuando pienso que después de hablar conmigo ese hombre va… va…

Prosiguió como si le costara un enorme esfuerzo. Quizá a ningún hombre le guste mostrar sus debilidades, y en eso Jean-Loup era un hombre como todos los demás.

—… ese hombre va a hacer lo que hace… Eso… me destroza. Y me pregunto: ¿por qué yo? ¿Por qué tiene que hacerme esas llamadas justo a mí? Desde que ha comenzado esta historia ya no tengo vida. Vivo encerrado en mi casa, como un delincuente; no puedo asomarme a una ventana sin oír que los periodistas gritan mi nombre; no puedo sacar la nariz fuera sin que me rodee gente que me hace preguntas. No puedo más.

Bikjalo se sintió obligado a intervenir.

—Pero, Jean-Loup, ¡es una situación que se presenta una sola vez en la vida! En este momento tienes una popularidad increíble, eres una de las personas más conocidas de Europa. No hay canal de televisión que no te requiera, no hay periódico que no hable de ti. Cada día llegan a la radio propuestas de productores cinematográficos que quieren hacer una película sobre toda ésta…

Una mirada abrasadora de Hulot lo cortó en seco. Frank pensó que aquel hombre era un capullo de la peor clase. Un capullo codicioso. Con gusto le habría dado un puñetazo.

Jean-Loup se levantó de la silla con gesto imperioso.

—Quiero que me aprecien porque hablo con la gente, no porque hablo con un asesino. Y además, ya conocen ustedes a los periodistas. Cuando hayan agotado los argumentos, comenzarán a preguntarse lo mismo que me pregunto yo: ¿Por qué él? Si no logran encontrar una respuesta, la inventarán. Y me destruirán.

Frank conocía suficientemente los medios para compartir esa preocupación. Y tenía la suficiente estima por Jean-Loup para intentar convencerlo con mentiras.

Jean-Loup, las cosas son exactamente como dices. Te considero una persona demasiado inteligente para querer convencerte de lo contrario. Comprendo muy bien que no te sientas preparado para todo esto; por otra parte, ¿quién lo estaría? Yo he dedicado la mitad de mi vida a encerrar a criminales, y sin embargo creo que en tu lugar tendría las mismas preocupaciones y las mismas reacciones. Pero no puedes rendirte, no puedes hacerlo ahora.

Previendo una posible objeción, agregó:

—Sé que la culpa de todo esto también es nuestra. Si nosotros hubiéramos sido más hábiles, ya habría terminado todo. Pero, lamentablemente, no es así. Ese hombre todavía está libre, y mientras así sea solo querrá una cosa: seguir matando. Es preciso que lo detengamos.

—No sé si podré volver a sentarme ante un micrófono, simulando que no pasa nada, esperando oír esa voz.

Frank bajó la cabeza. Cuando volvió a levantarla, Hulot vio una expresión distinta en su rostro.

—En la vida hay cosas que buscas y otras que vienen a buscarte. No las has elegido, y ni siquiera las querrías, pero llegan y después ya no eres el mismo. En ese momento, hay dos soluciones: o escapas procurando dejarlas atrás, o te detienes y te enfrentas a ellas. Cualquier solución que elijas te cambia, y solo tú tienes la posibilidad de escoger, bien o mal. Tenemos a tres muertos, asesinados de una manera escalofriante. Si no nos ayudas, habrá otros. Si decides ayudarnos, puede que la situación te haga pedazos, pero después tendrás todo el tiempo y la fuerza para recuperarte. Si escapas, igualmente te hará pedazos pero, además, los remordimientos te perseguirán durante el resto de tu vida.

Jean-Loup se sentó lentamente en la silla. Incluso el cielo y el parecían haber callado.

—De acuerdo. Haré lo que me piden.

—¿Seguirás con el programa?

—Sí.

Hulot se relajó en su silla. Bikjalo no logró reprimir un gesto casi imperceptible de satisfacción. Para Frank, ese monosílabo, pronunciado a media voz, fue como el primer tic de un reloj que volvía a ponerse en funcionamiento.