Frank Ottobre y el comisario Hulot no habían dormido nada.
Habían pasado la noche delante de la cubierta muda de un disco, escuchando una y otra vez una cinta que no les había dicho gran cosa. Habían elaborado y descartado todas las hipótesis y habían pedido ayuda a cualquiera que supiera algo de música. También Rochelle, un inspector fanático de los equipos de alta fidelidad y poseedor de una increíble discoteca, se había concentrado en los dedos ágiles de Carlos Santana que atormentaban las cuerdas de una guitarra.
Habían navegado por internet, buscando en todos los sitios posibles alguna indicación que pudiera servirles para descifrar el mensaje del asesino.
Nada.
Estaban frente a una puerta cerrada y no lograban encontrar la llave. Fue una noche de muchos cafés y, por mucho azúcar que le pusieran, de sabor amargo en la boca. El tiempo pasaba y, con él, las esperanzas se desvanecían.
Del otro lado de la ventana, más allá de los tejados, el cielo se iba volviendo azul. Hulot se levantó del escritorio y fue a mirar por la ventana. En la calle el tráfico aumentaba poco a poco. Para la gente común aquélla sería una nueva jornada de trabajo después de una noche de sueño. Para ellos, otro día de espera después de una noche de pesadilla.
Frank, sentado con una pierna sobre el apoyabrazos de su sillón, parecía muy ocupado contemplando el techo. Hulot se apretó el puente de la nariz y soltó un suspiro de cansancio e impotencia.
—Claude, hazme un favor.
—Diga, comisario.
—Ya sé que no eres camarero, pero eres el más joven y debes pagar por ello. Ve a ver si es posible conseguir un café un poco mejor que el de las máquinas.
Morelli sonrió.
—No veía la hora de que me lo pidiera. También a mí me apetece un café como es debido.
Mientras el inspector salía del despacho, Hulot se pasó la mano por el pelo canoso, más ralo en la nuca.
Cuando llegó la llamada supieron que habían fracasado.
Hulot se llevó el receptor a la oreja y le pareció que aquel pedazo de plástico pesaba cien kilos.
—Hulot —dijo, lacónico.
Escuchó lo que le decían y palideció.
—¿Dónde?
Otra pausa.
—Está bien, llegamos enseguida.
Nicolas reapareció y escondió el rostro entre las manos.
Durante la conversación, Frank se había puesto de pie. El cansancio parecía haber desaparecido en un instante; de pronto mostraba la tensión de un perro de caza ante una presa. Miraba a Hulot con la mandíbula apretada; los ojos, un poco enrojecidos, eran dos grietas.
—Tenemos un cadáver, Frank, en el aparcamiento subterráneo que está frente al casino. Sin cara, como los otros dos.
Hulot se levantó del escritorio y se dirigió hacia la puerta, seguido por Frank. Por poco no se tropezaron con Morelli, que entraba con una bandeja y tres tazas.
—Comisario, aquí está el caf…
—Morelli, deja el café y llama un coche. Han encontrado otro cadáver. ¡Deprisa!
Tras salir del despacho, Morelli se dirigió a un policía que pasaba por el pasillo.
—Dupasquier, rápido, un coche abajo. Volando.
Bajaron en un ascensor que parecía venir de la cima del Himalaya.
Salieron y en el patio encontraron un coche que los esperaba con el motor en marcha y las puertas abiertas. Todavía no habían acabado de cerrarlas cuando el vehículo ya arrancaba.
—A la plaza del Casino. Conecta la sirena, Lacroix, y no te preocupes por los neumáticos —dijo Hulot al chófer, un muchacho joven de aspecto despierto, que no se hizo rogar y partió con un chirrido de caucho.
Recorrieron la subida de Sainte-Dévote y llegaron a la plaza con el estridente silbido de la sirena, entre cabezas que se daban vuelta a su paso. La pequeña muchedumbre de curiosos que se apiñaba frente a la entrada del aparcamiento parecía la réplica de la que había ocupado el puerto unos días atrás. Delante del casino se extendía la mancha de color de los jardines públicos, llena de macizos de flores y palmeras. A la izquierda, en el gran parterre de la rotonda frente al hotel de París, un hábil jardinero componía con flores la fecha del día. Frank pensó que, para la nueva víctima, alguien la había compuesto con sangre.
El coche patrulla se abrió paso con ayuda de los agentes, entre decenas de ojos que miraban ansiosos intentando distinguir el rostro de quienes iban dentro. Entraron en el aparcamiento y bajaron con un chirrido de neumáticos hasta el penúltimo nivel, donde esperaban otros dos coches con las luces giratorias encendidas, que lanzaban estelas luminosas contra los muros y los techos.
Frank y el comisario se apearon como si los asientos quemaran. Hulot habló con un agente y señaló los otros coches.
—Dígales que apaguen esas luces; si no, en cinco minutos estaremos todos ciegos.
Se acercaron al gran Bentley oscuro aparcado contra el muro. Apoyado contra el cristal de la ventanilla manchada de sangre estaba el cadáver de un hombre.
Al verlo, Hulot apretó los puños hasta que los nudillos le quedaron blancos.
—¡Hostia! ¡Hostia! ¡Hostia! —exclamó, como si ese acceso de ira pudiera de algún modo cambiar el horror que contemplaba.
—Es él, maldita sea.
Frank sintió que el cansancio de la noche en blanco se convertía en desaliento. Mientras ellos se hallaban en el despacho tratando desesperadamente de descifrar el mensaje de un loco, había dado un nuevo golpe.
Hulot se volvió hacia los policías que estaban a sus espaldas.
—¿Quién lo ha encontrado?
Se acercó un uniformado.
—He sido yo, comisario. O, mejor dicho, he sido el primero en llegar. Estaba aquí para trasladar un coche, y he oído gritar a la muchacha…
—¿Qué muchacha?
—La que ha encontrado el cuerpo. Está sentada en su coche, trastornada, llorando sin parar. Trabaja en el banco ABC, aquí arriba. Mientras aparcaba su coche ha chocado contra el Bentley, ha bajado a comprobar los daños y entonces lo ha visto…
—¿Nadie ha tocado nada?
—No, no he dejado que se acercara nadie. Esperábamos que llegaran ustedes.
—Bien.
Frank fue al coche a buscar un par de guantes de látex y se los puso mientras volvía junto a la limusina. Probó la cerradura de la puerta delantera, del lado del conductor. La cerradura saltó. El coche no estaba cerrado con llave.
Entró en el vehículo y observó el cadáver. El hombre llevaba una camisa blanca tan empapada de sangre que apenas se veía el color original. Los pantalones eran negros, probablemente de un traje de etiqueta. La tela estaba muy rasgada, producto de numerosas puñaladas. Al lado del cadáver, sobre el asiento de piel, la inscripción, trazada con sangre.
«Yo mato…».
Asomándose por encima del asiento de cuero acolchado, cogió el cuerpo por la espalda e intentó levantarlo para apoyarlo contra el respaldo, de modo que no resbalara. En ese momento oyó que algo caía con un ruido sordo en el suelo del coche.
Bajó, fue a abrir la otra puerta, del lado del cadáver, y se puso en cuclillas. Hulot, de pie tras él, se inclinó hacia delante para ver mejor, con los brazos a la espalda. No llevaba guantes y no quería tocar nada.
Desde su posición, Frank vio enseguida lo que había oído caer en la moqueta del coche. Casi oculta bajo el asiento delantero había una cinta VHS; con toda probabilidad estaba en el regazo del cadáver y el movimiento la había desplazado. Cogió un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y lo introdujo en uno de los dos agujeros. La levantó y se quedó observándola un instante; luego cogió una bolsa de plástico, puso dentro la cinta de vídeo y la cerró herméticamente.
Durante esa operación vio que el muerto estaba descalzo y tenía unas marcas profundas en las muñecas. Frank cogió una mano y probó la flexibilidad de los dedos. Levantó los pantalones para comprobar si también tenía marcas en los tobillos.
—A este desdichado lo inmovilizaron con algo muy resistente, tal vez alambre metálico. A juzgar por la coagulación de la sangre y la movilidad de los miembros, no ha muerto hace mucho. Y no ha muerto aquí.
—Por el color de las manos, yo diría que ha muerto desangrado a causa de las heridas.
—Exacto. Si hubiera muerto aquí, habría mucha más sangre en los asientos, en el suelo del coche y en la ropa. Además, me parece el lugar menos apropiado para el trabajo que debía hacer el asesino. No, a este pobre hombre lo han asesinado en otra parte y después lo han metido en el coche.
—Pero ¿por qué tomarse tantas molestias?
Hulot retrocedió para permitir que Frank se levantara.
—Quiero decir, ¿por qué correr el riesgo de transportar un cadáver de un lado para otro, de noche, en coche, y correr el riesgo de ser descubierto?
Frank miró a su alrededor, perplejo.
—No lo sé. Pero es una de las cosas que debemos descubrir.
Guardaron silencio unos instantes; contemplaron el cadáver apoyado en el respaldo, con los ojos desmesuradamente abiertos en el espacio estrecho de su lujoso ataúd.
—A juzgar por lo que queda del traje y del coche, debía de ser un tío rico.
—Veamos a nombre de quién está esta carroza.
Rodearon el Bentley y abrieron la puerta del acompañante. Frank pulsó un botón del salpicadero para abrir la guantera. La portezuela se deslizó hacia fuera sin ruido. Cogió un estuche de piel en el que había varios documentos, entre ellos el permiso de circulación del vehículo.
—Aquí está. El coche está a nombre de una sociedad, la Zen Electronics.
—¡Santo cielo! Alien Yoshida…
La voz del comisario reflejaba estupefacción.
—El dueño de Sacrifiles.
—Mierda, Nicolas. Ahí tenemos el significado del indicio.
—¿A qué te refieres?
—El tema de Santana, el que hemos oído una y otra vez. El disco se grabó en vivo en Japón. Yoshida era mitad estadounidense, mitad japonés. ¿Y recuerdas las canciones de Santana? Hay una que se titula «Soul Sacrifice», ¿entiendes? ¡Sacrifice! Es un juego de palabras con «Sacrifiles». Y, si no me equivoco, en Lotus hay una canción que se titula «Kioto». No me sorprendería que Yoshida haya tenido algo que ver también con esa ciudad.
Hulot señaló el cadáver.
—¿Tú dices que es él? ¿Que éste es Alien Yoshida?
—Apostaría todo el oro de Fort Knox. Y me viene otra cosa a la cabeza…
Hulot lo miraba, perplejo. En la mente de Frank iba abriéndose camino una idea descabellada.
—Nicolas, si Yoshida ha sido asesinado en otra parte y después lo han transportado para que se lo encontrara en la plaza del Casino de Montecarlo, ha sido por un motivo muy preciso.
—¿Cuál?
—¡Este hijoputa quiere que nosotros nos ocupemos de la instigación!
Hulot pensó que, si lo que decía Frank era cierto, no había límite a la locura de aquel hombre, así como tampoco tenía límite su sangre fría. Tuvo un mal presagio; por lo que les esperaba, por el asesino con que se enfrentaban, por los muertos que ya cargaban a la espalda.
Un ruido de neumáticos anunció la llegada de la ambulancia y del coche del médico forense. Casi enseguida apareció por la rampa también el furgón de la brigada científica.
Hulot se apartó para ir a recibirlos. Frank permaneció solo junto a la puerta abierta. Mientras reflexionaba, su mirada se paró en el estéreo del coche. Asomaba algo. Lo sacó.
Era un casete completamente rebobinado. Lo miró durante un instante y luego lo introdujo en el equipo, que se puso en marcha. Todos los que se hallaban cerca pudieron oír claramente las notas burlonas de «Samba pa ti».