Margherita Vizzini cogió la rampa de acceso al aparcamiento de Boulingrins, en la plaza del Casino. Había poca gente por allí a esa hora de la mañana; tanto los ricos como los desesperados todavía dormían, y para los turistas de paso era demasiado temprano. Los que circulaban eran personas que se dirigían al trabajo, como ella. Margherita pasó de la luz del sol, de las personas sentadas en el café de París para desayunar, de los macizos de flores coloridos y ordenados, a la penumbra calurosa y húmeda del aparcamiento. Detuvo su Fiat Stilo e insertó en la máquina su tarjeta de abonada. La barrera se levantó y ella avanzó a marcha lenta hacia el interior.
Venía todas las mañanas de Ventimiglia, Italia, donde vivía. Trabajaba en las oficinas de títulos del ABC, el Banco Internacional de Mónaco, en la plaza del Casino, justo enfrente de una tienda de Chanel.
Había sido una verdadera suerte encontrar ese puesto en Montecarlo. Y sobre todo, haberlo conseguido sin ninguna relación o recomendación. Después de obtener la licenciatura en economía y comercio con muy buenas calificaciones, le habían hecho diversas propuestas de trabajo, como sucede siempre a los estudiantes que destacan, pero la del ABC la había sorprendido.
Había ido a una entrevista sin abrigar muchas esperanzas pero, para su gran asombro, la habían elegido y contratado. El cargo presentaba varias ventajas: primero, un sueldo inicial sensiblemente más alto que el que hubiera cobrado en Italia; luego, el hecho de que, cuando se trabajaba en Montecarlo, las condiciones fiscales eran una historia muy distinta…
Margherita sonrió. Era una joven bonita, de pelo castaño, corto, y cara simpática, agradable. Un puñado de pecas en su pequeña nariz daban a su rostro la expresión picara de un elfo.
Un coche que daba marcha atrás para salir de su plaza la obligó a detener el suyo. Aprovechó ese momento para mirarse en el espejo retrovisor. Lo que vio la satisfizo.
Aquel día iría Michel Lecomte al banco, así que tenía que estar guapa.
«Michel…».
Al pensar en Michel y sus miradas tiernas experimentó una grata sensación de calor en la boca del estómago. Lo que los ingleses definen como tener «el estómago lleno de mariposas». Hacía ya un tiempo que había entre ambos un agradable juego de seducción, muy atrayente en su sutileza. Y ahora había llegado el momento de apretar un poco el acelerador.
El camino quedó libre. Enfiló por la rampa y comenzó a descender a la profundidad del aparcamiento, que ocupaba varios pisos bajo la plaza. Tenía su plaza de aparcamiento en la penúltima planta, en un espacio reservado para los empleados y funcionarios del banco.
Conducía con prudencia pero con desenvoltura. Bajó varios niveles; en algunos tramos los neumáticos rechinaban en el suelo brillante cuando ella viraba para tomar la curva de la rampa siguiente. Al fin llegó a su planta. El espacio reservado para ellos quedaba al fondo, detrás del muro divisorio.
Giró un poco a la izquierda para sortear el muro, y le sorprendió ver que el sitio estaba ocupado por una gran limusina, un brillante Bentley negro con cristales oscuros.
¡Qué extraño! Rara vez se veía esa clase de coches en el aparcamiento subterráneo. En general, esos vehículos los conducía un chófer vestido de oscuro, que, de pie junto a la puerta posterior abierta, ayudaba a subir y bajar a los pasajeros. O bien se dejaban con descuido ante las puertas del hotel de París y se encargaba a alguien que los aparcara en un lugar conveniente.
Probablemente pertenecía a un cliente del banco. El hecho de que fuera un Bentley excluía cualquier protesta, así que Margherita decidió aparcar en la plaza libre de al lado.
Quizá distraída por estos pensamientos, cometió un pequeño error de cálculo, y mientras maniobraba chocó contra la parte posterior izquierda de la limusina. Oyó el ruido de un faro de su coche que se rompía, mientras que la pesada berlina absorbía el golpe con una leve sacudida de la suspensión.
Margherita dio marcha atrás con suavidad, como si esta precaución pudiera anular el pequeño desastre que había causado. Luego miró con ansiedad la parte posterior del Bentley. Vio un arañazo en la carrocería, no muy grande pero bastante visible; había quedado con la marca del plástico gris de su parachoques.
Se secó las palmas de las manos en el volante.
Ahora debería ocuparse de todos los fastidiosos trámites que implicaba el incidente, y no digamos del embarazo de tener que confesar a un cliente del banco el daño que le había ocasionado.
Bajó de su coche y se acercó a la limusina, a la altura de la ventanilla posterior. Le pareció que dentro había alguien, una silueta borrosa que apenas distinguía debido a los cristales polarizados.
Acercó la cabeza, protegiéndose los ojos con las manos para evitar el reflejo. Sí, parecía que había alguien en el asiento posterior.
Le resultó extraño. Si así fuera, sin duda la persona se habría apeado al notar el choque.
Entornó los ojos. En ese momento la figura de dentro se inclino y se deslizó a un lado; la frente quedó apoyada contra la ventanilla.
Margherita vio con horror el rostro de un hombre, todo rojo de sangre; sus ojos sin vida la miraban muy abiertos; los dientes estaban completamente al descubierto, en una sonrisa de calavera.
Salto hacia atrás y, casi sin darse cuenta, comenzó a gritar.