Cuando Alien Yoshida vuelve en sí, tiene la mirada nublada y le duele la cabeza.
Trata de mover un brazo, pero no lo logra. Aprieta los párpados para recuperar la nitidez de la visión. Vuelve a abrir los ojos y descubre que se halla en un sillón, en medio de la estancia. Tiene las manos y las piernas atadas con alambre metálico. Su boca está cubierta con un pedazo de cinta adhesiva.
Frente a él, sentado en una silla, hay un hombre que le mira en silencio. Un hombre del que no se ve absolutamente nada.
Viste una especie de bata común de trabajo, de tela oscura, por lo menos cuatro o cinco tallas más grande que la que le corresponde. Tiene la cara oculta por un pasamontañas negro, y la parte descubierta, a la altura de los ojos, está protegida por un par de grandes gafas oscuras de espejo. En la cabeza, un sombrero negro de alas bajas. Las manos están cubiertas por guantes, también negros.
La mirada aterrorizada de Yoshida recorre la figura. Bajo la bata, los pantalones, negros como todo el resto, comparten la misma característica que las otras prendas: son mucho más grandes que el aparente tamaño del hombre. Caen, largos, sobre los zapatos de tela, formando pliegues, como los de los adolescentes que visten según la moda hip-hop.
Yoshida ve algo extraño: a la altura de las rodillas y de los codos hay unos rellenos que tensan la tela de la ropa, como si la persona sentada frente a él tuviera las piernas y los brazos más abultados de lo normal.
Permanecen en silencio durante un tiempo que a Yoshida le parece interminable; el hombre no se decide a hablar, y él no puede hacerlo.
¿Cómo lo ha hecho para entrar? Aunque Yoshida se hallaba solo en casa, la propiedad tiene un servicio de vigilancia infranqueable, compuesto por hombres armados, perros y cámaras. ¿Cómo ha logrado superar esas barreras?
Y, sobre todo, ¿qué quiere de él? ¿Dinero? Si éste es el problema, puede darle cuanto quiera. Cualquier cosa que desee. No hay nada que el dinero no pueda comprar. Nada. Si al menos pudiera hablar…
El hombre continúa mirándole en silencio, sentado en la silla.
Yoshida emite un gemido indistinto, sofocado por la cinta adhesiva que le presiona la boca. La voz del hombre sale de esa mancha oscura que es su cuerpo.
—Hola, señor Yoshida.
La voz es cálida y armoniosa, pero, extrañamente, al hombre atado en el sillón le parece más dura y cortante que el hilo metálico que le aprieta las piernas y los brazos.
Abre de par en par los ojos y de nuevo emite un gemido indistinto.
—No se esfuerce por tratar de comunicarse mucho, no logro entenderle. Y en todo caso lo que podría decirme no reviste ningún interés para mí.
El hombre se levanta de la silla con movimientos antinaturales, a causa de la ropa enorme y las extrañas prótesis de las rodillas y los codos.
Se coloca a su espalda. Yoshida trata de girar la cabeza para vigilarle. Oye de nuevo la voz, que le llega desde un punto situado detrás de él.
—Tiene usted aquí un hermoso lugar, un lugar discreto, donde gozar de sus pequeños placeres privados. En la vida hay placeres que rara vez se pueden compartir con alguien. Yo le entiendo, señor Yoshida. Creo que nadie mejor que yo puede entenderle…
Mientras habla, el hombre vuelve frente a él. Señala con un gesto el espacio que los rodea.
La estancia rectangular en que se encuentran no tiene ventanas. La aireación está garantizada por un sistema de ventilación cuyas bocas se abren en los muros casi a la altura del techo. En el fondo, apoyada contra la pared, hay una cama con sábanas de seda, encima de la cual pende un cuadro, única concesión a la simplicidad casi monacal de la habitación. Las dos paredes laterales están cubiertas de espejos, para evitar la sensación de claustrofobia y dar la ilusión óptica de un espacio más grande.
Frente a la cama, una serie de pantallas de cristal líquido, dispuestas según un esquema de multivisión y conectadas a un grupo de videograbadoras VHS y DVD. De tal manera que al proyectar una película el espectador está rodeado por las imágenes y se siente en el centro de la acción.
Hay, además, videocámaras de filmación que captan todas las zonas de la estancia, de manera que no quede excluido ni un solo ángulo. También estas cámaras están conectadas al sistema de grabación y proyección.
—¿Es aquí dónde se relaja usted, señor Yoshida? ¿Es aquí dónde se olvida del mundo cuando quiere que el mundo se olvide de usted?
La voz cálida del hombre poco a poco transmite frío. Yoshida lo siente en las piernas y los brazos, que van perdiendo sensibilidad por la escasa circulación. Nota que el alambre metálico se clava en su carne, exactamente como esa voz lo hace en su cabeza.
Con sus movimientos artificiales, el hombre se inclina hacia una bolsa de tela apoyada en el suelo, al lado de la silla en la que estaba sentado. Saca un disco, un viejo elepé con la cubierta protegida por una funda de nailon.
—¿Le gusta la música, señor Yoshida? Ésta es celestial, créame. Es para verdaderos entendidos, como usted…
Se acerca al equipo de alta fidelidad situado contra la pared de su izquierda y lo examina. Se vuelve hacia Yoshida y la luz de la estancia se refleja brevemente en el espejo de las gafas.
—Felicitaciones; no ha olvidado nada. Había preparado una alternativa por si usted no tenía tocadiscos, pero veo que está muy bien equipado.
Conecta el aparato y pone el disco en el plato después de haberle quitado con cuidado la cubierta. Apoya la aguja en el vinilo.
Las notas de una trompeta salen de los altavoces y se esparcen en el aire. Es una música triste, tenue, evocadora, de una melancolía que quita el aliento, sufrimientos agudos que solo piden ser olvidados. Es la música sin memoria que la memoria desea para dejar de existir.
El hombre permanece un instante inmóvil, escuchando, la cabeza un poco ladeada. Yoshida imagina con sus ojos entrecerrados detrás de las gafas oscuras. Pero dura apenas un momento; después el hombre se recobra.
—Hermoso, ¿verdad? Robert Fulton, uno de los grandes. Quizá el más grande de todos. Y, como todos los grandes, un incomprendido…
Se acerca con curiosidad al tablero de los mandos de la instalación de vídeo.
—Espero entender algo. No quisiera que su equipo fuera demasiado complicado para mis escasos conocimientos, señor Yoshida… No, me resulta todo bastante claro.
Manipula unos botones y los monitores se encienden, con el habitual efecto de nieve cuando no hay una película. Unas manipulaciones más, y al fin las videocámaras empiezan a funcionar. En las pantallas aparece la figura de Yoshida, inmovilizado en el sillón, frente a una silla vacía.
El hombre parece complacido consigo mismo.
—Estupendo. Este equipo es extraordinario. Por otra parte, no esperaba menos de usted.
El hombre regresa frente a su prisionero, hace girar la silla y se sienta a horcajadas. Apoya los brazos deformados en el respaldo. Las prótesis de los codos tensan la tela de su bata.
—Se preguntará qué quiero de usted, ¿verdad?
Yoshida emite un nuevo gemido prolongado.
—Lo sé, lo sé. Si piensa que es su dinero lo que quiero, tranquilícese. El dinero no me interesa; ni el suyo ni el de ningún otro. Estoy aquí para hacer un intercambio.
Yoshida suelta un resoplido por la nariz. Menos mal. Sea quien sea este hombre, cualquiera que sea su precio, quizá haya una forma de llegar a un acuerdo. Si no quiere dinero, sin duda será algo que el dinero pueda comprar. No hay nada que el dinero no pueda comprar, se repite. Nada.
Se relaja en el sillón. La presión del alambre metálico parece algo menos fuerte, ahora que entrevé un atisbo de luz, una posibilidad de negociación.
—Estuve echando un vistazo a sus cintas mientras usted dormía, señor Yoshida. Me parece que usted y yo tenemos muchas cosas en común. A los dos, de algún modo, nos interesa la muerte de personas que nos son desconocidas. A usted, para su íntimo placer; a mí, porque debo hacerlo…
El hombre inclina la cabeza como si examinara la madera lustrosa de la silla. Yoshida tiene la impresión de que sigue un razonamiento propio, y que ese razonamiento, por un instante, le ha llevado lejos de allí. En su voz hay ese sentido de ineluctabilidad que es la esencia misma de la muerte.
—Aquí terminan las cosas en común entre nosotros. Usted lo hace por interpósita persona; yo estoy obligado a hacerlo solo. Usted mira cómo matan otros, señor Yoshida…
El hombre acerca su cara sin semblante.
—Yo mato…
De golpe Yoshida comprende que no tiene salida. Acuden a su mente las primeras páginas de todos los periódicos que han publicado el homicidio de Jochen Welder y Arijane Parker. Hace días que los informativos repiten los detalles escalofriantes de esos dos crímenes, incluida la firma con sangre dejada por el asesino en la mesa de un barco. Las mismas palabras que acaba de pronunciar el hombre sentado ahora frente a él. Lo invade el desaliento. Nadie vendrá en su rescate, porque nadie conoce la existencia de la habitación secreta. Aunque sus vigilantes le buscaran, al no encontrarle en la casa saldrían a buscarle fuera.
Yoshida vuelve a gemir y se mueve en la silla, presa del pánico.
—Usted tiene algo que me interesa, señor Yoshida, algo que me interesa mucho. Por eso le he hablado de un intercambio.
Se levanta y va a abrir el mueble que contiene las cintas VHS.
Saca una cinta virgen, le quita la envoltura y la coloca en la video-grabadora.
Pulsa el botón REC, para iniciar la grabación.
—Algo para mi propio placer, a cambio de algo que le dará placer a usted.
Con un movimiento fluido, introduce una mano en el bolsillo de la bata y al retirarla extrae un puñal que lanza un centelleo siniestro. Se acerca a Yoshida, que se agita salvajemente, olvidándose del alambre que le corta la carne. Con el mismo movimiento fluido le clava el puñal en un muslo. Los gemidos desesperados del prisionero se convierten en un grito de dolor sofocado por la cinta adhesiva que le tapa la boca.
—Esto es lo que se siente, señor Yoshida.
Este enésimo «señor Yoshida», pronunciado con voz sorda, suena en la estancia como un elogio fúnebre. El puñal manchado de sangre baja de nuevo, sobre el otro muslo de la víctima.
El movimiento es tan rápido que esta vez Yoshida casi no experimenta dolor, solo una sensación de frío en la pierna. Y enseguida, nota la humedad tibia de la sangre que gotea hacia la pantorrilla.
—Es extraño, ¿verdad? Quizá las cosas cambian cuando se ven desde una óptica distinta. Pero ya verá que al final quedará igualmente satisfecho. También esta vez obtendrá su placer.
El hombre, con fría determinación, continúa apuñalando a su víctima atada al sillón, mientras sus gestos se graban y se reflejan en las pantallas. Yoshida es apuñalado una y otra vez. Ve cómo la sangre forma grandes manchas rojas en su camisa blanca, al tiempo que el hombre alza y baja, en la habitación y en las pantallas, la hoja de su puñal, una y otra vez. Ve sus propios ojos, enloquecidos por el terror y por el dolor, llenando el espacio indiferente de las pantallas.
La música de fondo, entretanto, ha cambiado. La trompeta desgarra el aire con notas agudas sostenidas por un ritmo acentuado, Una sonoridad de percusiones étnicas que evoca rituales tribales y sacrificios humanos.
El hombre y su puñal prosiguen su ágil danza alrededor del cuerpo de Yoshida; en todas partes abre heridas por las que se cuela la sangre, sobre la tela de las ropas, sobre el suelo de mármol.
La música y el hombre se detienen al mismo tiempo, como en un ballet ensayado hasta el infinito.
Yoshida aún está vivo y consciente. Siente que la sangre y la vida fluyen de las heridas abiertas en todo su cuerpo, que ya no es más que dolor. Una gota de sudor baja por la frente y le quema el ojo izquierdo. El hombre le limpia la cara empapada con la manga de su bata ensangrentada. Un rastro rojizo, redondo como una coma, queda marcado en su frente.
Sangre y sudor. Sangre y sudor, como tantas otras veces. Y, sobre todo, la mirada impasible de las cámaras.
El hombre jadea bajo el pasamontañas de lana. Se acerca a la videograbadora y pulsa el botón para rebobinar la cinta. Cuando la ha vuelto al inicio pulsa PLAY.
En las pantallas, ante los ojos semicerrados de Yoshida y su cuerpo que se desangra lentamente, comienza todo otra vez. De nuevo la primera puñalada, la que le ha atravesado el muslo como un hierro candente. Y después la segunda, con su soplo frío. Y después las otras…
Ahora la voz del hombre es la del destino, morbosa e indiferente.
—Esto es lo que le ofrezco. Mi placer por su placer. Tranquilícese, señor Yoshida. Relájese y vea cómo muere…
Yoshida siente que la voz le llega como a través de un espacio lleno de algodón. Sus ojos están fijos en la pantalla. Mientras la sangre abandona poco a poco su cuerpo, mientras el frío va subiendo y ocupa cada célula, no consigue evitar sentir su enfermo placer.
Cuando la luz abandona sus ojos, ya no se sabe si está contemplando el infierno o el paraíso.