La madre de Pierrot era una mujer gris con un vestido gris.
Sentada en una silla de la sala de reuniones, miraba con ojos aturdidos a los hombres que rodeaban a su hijo. La habían despertado en plena noche, y se había asustado mucho cuando por el intercomunicador le habían dicho que era la policía. Luego le pidieron que despertara a Pierrot, los hicieron vestir deprisa y los metieron en un coche que partió a una velocidad que les dio miedo.
Habían dejado atrás el edificio de apartamentos donde vivían. A la mujer le preocupaban los vecinos; menos mal que a esa hora de la noche nadie los había visto salir en un coche patrulla, como dos delincuentes. Su vida era ya bastante triste, cargada de habladurías y murmullos a su paso, como para añadirle otros.
El comisario, que era el más viejo del grupo y tenía cara de buena persona, la tranquilizó: no tenía nada que temer; necesitaban a su hijo para algo muy importante. Ahora que se encontraban allí, ella se preguntaba para qué podría servir la ayuda de alguien como Pierrot, el hijo al que ella quería como si fuera un genio pero que la gente consideraba a duras penas un idiota.
Miró ansiosa a Robert Bikjalo, el director de Radio Montecarlo el que permitía que su hijo trabajara allí, en un lugar seguro, y se ocupara de lo que más amaba en el mundo: la música. ¿Qué tenía que ver la policía? Rogó que la ingenuidad de Pierrot no le hubiera hecho cometer alguna tontería. No habría soportado que le quitaran a su hijo… La idea de quedarse sola, sin él, y de que él se hallara en alguna parte sin ella, la aterrorizaba. Sintió que los dedos fríos de la ansiedad le cogían y le apretaban el estómago. Con tal que…
Bikjalo le dirigió una sonrisa tranquilizadora, intentando confirmarle que todo estaba bien.
La mujer se volvió y observó al hombre más joven, de rostro duro y barba crecida, que hablaba francés con un ligero acento extranjero; se había puesto en cuclillas para estar a la altura de la cara de Pierrot, que estaba sentado en una silla. El hijo le miraba con curiosidad y escuchaba lo que le decía.
—Disculpa por haberte despertado a estas horas, Pierrot, pero necesitamos tu ayuda para una cosa importante. Una cosa que solo tú puedes hacer…
La mujer se relajó. La cara de ese hombre infundía temor, pero su voz era tranquilizadora y amable. Pierrot le escuchaba sin miedo, y hasta parecía orgulloso de aquella aventura nocturna fuera de programa, del viaje en coche patrulla y de verse convertido de pronto en el centro de atención.
La madre experimentó una profunda sensación de ternura y protección por ese extraño hijo que vivía en un mundo propio, hecho de música y pensamientos puros. Donde también las «palabras sucias», como las llamaba él, tenían el sentido ingenuo de un juego de niños.
El hombre más joven continuó con su voz mesurada:
—Ahora te haremos oír una canción, una música. Escúchala atentamente. Fíjate si la reconoces y si puedes decirnos qué es o en qué disco está. ¿De acuerdo?
Pierrot guardó silencio. Después asintió de modo casi imperceptible.
El hombre se levantó y pulsó una tecla de la grabadora que estaba a su espalda. Las notas de una guitarra invadieron la sala. La mujer observó la cara de su hijo, tensa por la concentración, mientras escuchaba, absorto, el sonido que salía de los altavoces. Pocos segundos después la música terminó. El hombre volvió a ponerse en cuclillas junto a Pierrot.
—¿Quieres volver a oírla?
Siempre en silencio, el muchacho hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—¿La reconoces?
Pierrot volvió los ojos hacia Bikjalo, como si para él fuera el único referente.
—Está —dijo en voz baja.
El director se acercó.
—¿Quieres decir que la tenemos?
De nuevo Pierrot hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como para dar mayor peso a sus palabras.
—Sí, está, en el salón…
—¿Qué salón? —preguntó Hulot.
—El salón es el archivo. Está abajo, en el semisótano. Es el lugar donde trabaja Pierrot. Allí hay miles de discos y CD y él los conoce todos, uno por uno.
—Si sabes en qué lugar del salón está, ¿quieres ir a buscárnosla? —preguntó Frank con suavidad. El muchacho les estaba brindando un servicio impagable y no quería asustarlo.
Pierrot volvió a mirar al director, pidiéndole permiso.
—Ve, Pierrot. Tráenosla, por favor.
Pierrot se levantó de la silla y atravesó la sala con su cómico andar balanceante. Desapareció por la puerta seguido por los ojos ansiosos y maravillados de la madre.
El comisario Hulot se acercó a la mujer.
—Señora, me disculpo otra vez por la forma grosera en que la hemos despertado y traído aquí. Espero que no se hayan asustado mucho. No puede imaginar lo útil que podría sernos su hijo esta noche. Le agradecemos muchísimo haberle permitido ayudarnos.
La mujer, orgullosa de su hijo, se cerró con gesto cohibido el cuello del sencillo vestido que se había puesto apresuradamente sobre el camisón.
Poco después Pierrot volvió, tan silenciosamente como se había ido. Llevaba bajo el brazo la cubierta un poco gastada de un disco de 33 revoluciones. Llegó ante ellos y la apoyó en la mesa. Retiró del interior el disco de vinilo, con un cuidado reverente, para no tocar los surcos.
—Es éste. Aquí está —dijo Pierrot.
—¿Quieres dejárnoslo escuchar, por favor? —preguntó al joven, con la misma voz atenta.
El muchacho se acercó al equipo y lo manipuló como un experto. Pulsó un par de teclas, levantó la tapa del tocadiscos y puso el disco en la bandeja. Empujó la tecla de inicio. El plato comenzó a girar. Pierrot cogió delicadamente el cabezal de la aguja y lo apoyó en el disco.
Del aparato salieron las mismas notas que un desconocido les había hecho oír hacía solo un rato, como un desafío sarcástico a que intentaran detener sus pasos aquella noche.
Hubo un momento de entusiasmo general. Todos, de algún modo, encontraron la forma de elogiar el pequeño triunfo personal de Pierrot, que los miraba con una amplia sonrisa dibujada en su cara inocente.
La madre lo contemplaba con una devoción que aquel éxito había reavivado. Un instante, apenas un instante en que el mundo parecía haberse acordado de su hijo y le había dado un reconocimiento que hasta entonces le había negado.
Se echó a llorar. El comisario apoyó una mano en su hombro.
—Gracias, señora. Su hijo ha estado grandioso. Ahora los llevarán a su casa en uno de nuestros coches. ¿Mañana trabaja usted?
La mujer alzó la cara cubierta de lágrimas, sonreía, cohibida por aquel instante de debilidad.
—Sí, trabajo de sirvienta para una familia de italianos que viven aquí, en Montecarlo.
El comisario le sonrió a su vez.
—Dele el nombre de esa familia al señor de la chaqueta marrón, el inspector Morelli. Trataremos de conseguirle unos días de vacaciones pagadas para compensarla por la molestia de esta noche. Así podrá estar un poco con su hijo, si quiere…
El comisario se volvió hacia Pierrot.
—En cuanto a ti, chaval, ¿te gustaría pasar un día en un coche de la policía, hablar por radio con la central y ser un policía honorario?
Quizá Pierrot no supiera qué era un policía honorario, pero ante la idea de pasear en un coche patrulla sus ojos se iluminaron.
—¿Me daréis también las esposas? ¿Y podré hacer sonar la sirena?
—Claro, cuanto quieras. Y tendrás un bonito par de esposas brillantes solo para ti, siempre que nos prometas que antes de arrestar a alguien nos pedirás permiso.
Hulot hizo una señal a un agente para que se encargara de llevar a su casa a Pierrot y a su madre. Mientras salían, oyó que el muchacho decía a la mujer:
—Ahora que soy «policía en horario», arrestaré a la hija de la señora Narbonne, que siempre se burla de mí; la pondré en prisión y…
Nunca supieron el destino que esperaba a la pobre hija de la señora Narbonne, porque dejaron de oír la voz de Pierrot cuando los tres llegaron al final del pasillo.
Frank, apoyado en la mesa, miraba pensativo la cubierta del disco que el muchacho había sacado del archivo.
—Carlos Santana. Lotus. Grabación en directo hecha en Japón en 1975…
Morelli cogió la tapa en sus manos y la observó atentamente, girándola en los dos sentidos.
—¿Por qué este hombre nos ha hecho oír una canción extraída de un disco grabado en Japón hace casi treinta años? ¿Qué nos quiere decir?
Por la ventana, Hulot miraba el coche que se alejaba con Pierrot y su madre. Se dio la vuelta y consultó la hora. Las cuatro y media.
—No lo sé, pero debemos tratar de comprenderlo lo antes posible.
Hizo una pausa que expresaba el pensamiento de todos. Si no es ya demasiado tarde…