Hulot llegó poco después, al mismo tiempo que Bikjalo. El director parecía algo turbado. Entró en la emisora a unos pasos del comisario, como si distanciarse de él significara automáticamente distanciarse de toda aquella historia. Quizá acababa de darse cuenta de lo que significaba. En la radio había hombres armados dando vueltas; en el aire flotaba una tensión nueva, desconocida. Había una voz, y con esa voz había llegado la sensación de la muerte.
Frank esperaba apoyado en la pared de madera clara, delante de la puerta de la sala de reuniones. A su lado estaba Morelli. Los dos parecían hijos del mismo silencio. Entraron juntos en la estancia, donde todos los demás estaban sentados alrededor de la larga mesa, esperando. El ligero murmullo de los comentarios se interrumpió. Las grandes cortinas estaban recogidas; las ventanas estaban abiertas. De fuera llegaban los rumores ahogados del tranquilo tráfico nocturno de Montecarlo.
Hulot se colocó a la derecha de Frank, dejándole de forma tácita la misión de dirigir la reunión. Llevaba la misma camisa y no parecía más descansado que al marcharse, hacía solo un rato.
—Ya estamos todos. Aparte del comisario y del señor Bikjalo, que han escuchado la emisión en sus casas, esta noche estábamos todos aquí. Todos hemos oído lo que ha pasado. Los elementos de que disponemos no son muchos. Desgraciadamente, no ha sido posible averiguar de dónde provenía la llamada…
Frank hizo una pausa. El joven negro y su colega, que estaban sentados con aire abatido, se movieron incómodos en sus sillas.
—No es culpa de nadie. Por cierto que el hombre que ha llamado no improvisa y sabe qué hacer para evitar que lo localicen. La técnica que por lo general usamos para este fin hoy se ha utilizado contra nosotros. Por eso, no hay ninguna ayuda en este sentido. Pienso que, antes de formular hipótesis, quizá pueda proporcionarnos algún indicio volver a escuchar la grabación.
El doctor Cluny asintió con la cabeza, y esto pareció resumir el parecer de todos.
Frank se dirigió a Barbara, que se hallaba de pie al fondo de la sala, apoyada en un mueble en el que había un equipo de sonido.
—Barbara, ¿puede poner la cinta?
La joven pulsó una tecla y la estancia volvió a llenarse de fantasmas. Oyeron una vez más la voz de Jean-Loup, del mundo de los vivos, y la del hombre, desde un lugar en las sombras. La grabación llegó hasta las últimas palabras:
—Yo mato…
Al final Bikjalo dejó escapar un comentario liberador:
—¡Este hombre está loco!
El doctor Cluny se sintió obligado a hacer un comentario profesional. Su mirada de miope se ocultaba tras las gafas de montura de carey y oro. La nariz afilada y ligeramente aguileña parecía el pico de un búho sabio. El psicopatólogo se dirigió a Bikjalo, pero hablaba para todos.
—En sentido estricto, sin duda se trata de un loco. Pero tengamos en cuenta que este individuo ya ha matado a dos personas de una manera espantosa, lo que demuestra una furia interior explosiva, pero también una lucidez que raramente se encuentra en la ejecución de un crimen. Llama y no es posible descubrirle. Mata y no deja rastros de ningún tipo, salvo algunas marcas insignificantes. Es un hombre al que no hay que subestimar, porque él no nos subestima. Nos desafía, pero no nos subestima.
Se quitó las gafas, que dejaron dos manchas rojas en el puente de la nariz. Probablemente Cluny nunca usaba lentillas. Volvió a ponérselas enseguida, como si se sintiera incómodo sin ellas.
—Sabía perfectamente que nosotros estaríamos aquí —prosiguió—; sabe que la caza ha comenzado; no es casual que haga referencia a los perros. Es un hombre inteligente, tal vez de cultura superior a la media. Y sabe que nosotros andamos a tientas en la oscuridad, porque nos falta el elemento clave de casi cualquier delito…
Hizo una pausa. Frank notó que Cluny era decididamente hábil para atraer la atención sobre lo que decía. Bikjalo debía de pensar lo mismo, porque le miraba con interés casi profesional. El psicopatólogo continuó:
—El móvil nos es totalmente desconocido. No sabemos cuál es el resorte que ha empujado a este hombre a matar y a hacer lo que ha hecho luego. Es solo un ritual que para él tiene un significado preciso, aunque no lo conozcamos. Su locura por sí sola no puede proporcionar un indicio, porque no es evidente. Este hombre vive entre nosotros, como una persona normal; hace las cosas que hacen todas las personas normales: toma un aperitivo, compra el periódico, va al restaurante, escucha música. Sobre todo escucha música. Éste es el motivo por el que llama aquí, a un programa que ofrece ayuda a las personas que tienen problemas. Aquí él encuentra una ayuda que no quiere recibir, y la música que le gusta escuchar.
—¿Por qué dice usted «ayuda que no quiere recibir»? —preguntó Frank.
—Su no al ofrecimiento de ayuda ha sido perentorio. Ya ha decidido que nadie puede ayudarle, sea cual sea su problema. El trauma que arrastra debe de haberle condicionado hasta tal extremo que ha hecho estallar la furia latente que sujetos como él llevan dentro desde la infancia. Odia al mundo, y es muy probable que crea que el mundo está en deuda con él. Debe de haber padecido humillaciones terribles, al menos desde su punto de vista. La música debe de ser uno de los pocos refugios de su vida. De hecho, los únicos indicios que nos llegan de él hablan el lenguaje de la música. Ese fragmento musical es un mensaje. Nos ha dado otra pista, que guarda relación con la que nos dio en la primera llamada. Es un desafío, pero es también un ruego inconsciente. En el fondo, nos pide que le detengamos, si podemos, porque él solo no se detendrá jamás.
—Barbara, ¿podemos volver a escuchar la parte de la grabación donde está la música?
—Por supuesto.
La joven pulsó un botón. Casi de inmediato la sala se llenó con las notas de una guitarra, perdida en una versión de «Samba pa ti» menos rigurosa, más suelta que de costumbre. Se oía una ovación del público al sonar las primeras notas, como en un concierto en directo, cuando un cantante toca los primeros acordes y los espectadores los reconocen de inmediato.
Cuando terminó, Frank miró a los presentes.
—Les recuerdo que en la primera llamada el fragmento musical era un indicio para saber quiénes serían sus víctimas. Pertenecía a la banda sonora de una película que cuenta la historia de un piloto de carreras y su compañera. Un hombre y una mujer. Como Jochen Welder y Arijane Parker. ¿Alguien tiene alguna idea de qué puede significar este nuevo fragmento?
Desde el otro extremo de la mesa, Jacques, el encargado de sonido, carraspeó, como si le costara tomar la palabra en aquel contexto.
—Yo diría que es una canción que conocemos todos…
—No hay que dar nada por sentado —le reprendió Hulot con amabilidad—. Imagine, aunque le parezca una tontería, que en esta sala nadie sabe nada de música. A veces ciertos indicios llegan de donde menos se espera.
Jacques se sonrojó un poco y levantó la mano derecha para disculparse.
—Quería decir que la canción es muy famosa. Se trata de «samba pa ti», de Carlos Santana. Tiene que ser una actuación en directo, puesto que hay público. Y debe de ser un público muy numeroso, como el de un estadio, por la intensidad de la respuesta, aunque a veces las grabaciones en directo se completan posteriormente en el estudio y se añaden aplausos previamente grabados.
Laurent encendió un cigarrillo. El humo voló hacia la ventana y desapareció en la noche. Permaneció suspendido en el aire el ligero olor a azufre de la cerilla.
—¿Eso es todo?
Jacques se ruborizó de nuevo y guardó silencio. Hulot lo sacó del apuro. Lo miró sonriendo.
—Gracias, chaval, eso ya es un excelente comienzo. ¿Alguien puede añadir algo? ¿Esta canción tiene algún significado particular? ¿Se la ha asociado, a lo largo del tiempo, con algún acontecimiento extraño, algún personaje específico, alguna anécdota?
Muchos de los presentes se miraron, intentando ayudarse recíprocamente a recordar.
Frank propuso otro camino.
—¿Alguno de ustedes reconoce esta interpretación? Si se trata, como parece, de una grabación en directo, ¿tienen ustedes idea de dónde se realizó? ¿O en qué disco se encuentra? ¿Jean-Loup?
El locutor estaba sentado en silencio al lado de Laurent, absorto, como si aquella conversación no le concerniera. Todavía parecía turbado por la charla telefónica con la voz desconocida. Alzó la mirada y negó con la cabeza.
—¿Es posible que sea una grabación pirata? —preguntó Morelli.
Barbara hizo un gesto negativo.
—No creo. El sonido es antiguo, tanto técnica como artísticamente. Es una grabación vieja, hecha en analógico, no en digital. Es un disco de vinilo, de 33 revoluciones; se oyen los ruidos de fondo. Pero la calidad es buena. No parece la grabación de un aficionado, teniendo en cuenta las limitaciones técnicas de la época. Yo creo que se trata de un elepé comercial convencional, a menos que sea una vieja maqueta que nunca llegó a convertirse en disco.
—¿Una maqueta? —preguntó Frank, mirando a la joven.
No podía menos que compartir la admiración de Morelli. Barbara tenía un cerebro de primer orden, además de un cuerpo soberbio. Si el inspector quería probar suerte, le convendría ponerse a su altura.
—Una maqueta es una prueba de grabación que se hacía como paso previo a la producción del disco, antes de la era de los CD —aclaró Bikjalo por ella—. En general se hacían pocas copias, en materiales fácilmente deteriorables, que se usaban para controlar la calidad de grabación. Algunas maquetas se han convertido en objetos de culto y son muy buscadas por los coleccionistas. Sin embargo, una de sus características era que, cada vez que se utilizaban, empeoraba la calidad del sonido en progresión geométrica. No, yo no diría que en este caso se trate de una maqueta.
De nuevo se hizo el silencio, como para confirmar que ya se había dicho todo lo que se podía decir.
Hulot se levantó, indicando que la reunión había concluido.
—Señores, es inútil que les recuerde la importancia que el menor indicio puede tener en este caso. Tenemos a un asesino en libertad que de algún modo juega con nosotros proporcionándonos indicios de lo que parece ser su único objetivo: matar de nuevo. Cualquier cosa que se les ocurra, a cualquier hora del día o de la noche, no tengan reparo en llamarnos, a mí, a Frank Ottobre o al inspector Morelli. Antes de marcharse, apunten los números.
Se levantaron todos. Uno a uno salieron de la sala. Los dos técnicos de la policía se fueron primero, como si quisieran evitar el enfrentamiento directo con Hulot. Los otros esperaron para que Morelli les diera una tarjeta con los números de teléfono. El inspector se entretuvo un poco más al dárselos a Barbara, que no pareció molesta por ello. En otra situación, Frank habría considerado que el interés del policía era una falta, pero en aquel momento le pareció una revancha que se tomaba la vida.
Lo dejó pasar.
Se acercó a Cluny, que hablaba en voz baja con Hulot.
Los dos se apartaron ligeramente para hacerlo partícipe de la conversación.
—Quería hacerles notar —dijo el psicopatólogo— que en la llamada hay un indicio importante para evitarnos confusiones o Pérdidas de tiempo…
—¿Cuál? —preguntó Hulot.
—El sujeto nos ha dado la prueba de que no se trataba de una broma y que es realmente él quien ha asesinado a esos dos pobres desdichados del barco.
Frank asintió con la cabeza.
—«No es mi mano la que lo ha escrito»…
—Exacto. Solo el verdadero asesino podía saber que el mensaje se escribió de forma mecánica y no a mano. No lo he comentado delante de todos porque me parece que es una de las pocas cosas relativas a la investigación que no es de dominio público.
—Exacto. Gracias, doctor Cluny. Buen trabajo.
—De nada. Hay algunos análisis que debo hacer. Lenguaje, tensión vocal, sintaxis y cosas así. Continuaré estudiándolo hasta que surja algo. Hágame llegar una copia de la cinta.
—La tendrá. Buenas noches.
El psicopatólogo salió de la sala.
—¿Y ahora? —preguntó Bikjalo.
—Ustedes ya han hecho lo que podían —respondió Frank—. Ahora nos toca a nosotros.
Jean-Loup parecía trastornado. Sin duda habría preferido prescindir de aquella experiencia que había vivido. Quizá lo sucedido no era tan excitante como había imaginado.
«La muerte nunca es excitante; la muerte es sangre y moscas», pensó Frank.
—Has estado muy bien, Jean-Loup. Yo no lo hubiera hecho mejor. La costumbre no sirve de nada. Cuando hay que vérselas con un asesino, siempre es la primera vez. Ahora ve a tu casa y trata de no pensar en ello…
«Yo mato…».
Todos sabían que aquella noche no habría lugar para el sueño. No mientras alguien salía de su casa en busca de un pretexto para desahogar su ferocidad y de otra presa para aliviar su locura. Los susurros que sonaban en su cabeza se volvían gritos que podían mezclarse con los alaridos de una nueva víctima.
Jean-Loup bajó los hombros, derrotado.
—Gracias. Sí, creo que iré a casa.
Se despidió y salió, cargado con un fardo lo bastante pesado para inclinar espaldas más robustas. En el fondo era solo un hombre poco más que un joven, que emitía música y palabras por la radio.
Hulot se dirigió hacia la puerta.
—Bien, vámonos nosotros también. Aquí ya no podemos hacer nada, por el momento.
—Os acompaño. Yo también salgo. Voy a casa, aunque creo que esta noche será difícil dormir… —dijo Bikjalo al tiempo que cedía el paso a Frank.
Cuando llegaron a la puerta, oyeron que alguien marcaba desde fuera el código de la cerradura. La puerta se abrió y apareció Laurent. Parecía muy agitado.
—Menos mal que todavía estáis aquí —dijo—. Se me ha ocurrido una idea. ¡Ya sé quién puede ayudarnos!
—¿Con qué? —preguntó Hulot.
—Con la música. Sé quién puede ayudarnos a identificarla.
—¿Quién?
—¡Pierrot!
A Bikjalo se le iluminó el rostro.
—¡Claro, Rain Boy!
Hulot y Frank se miraron.
—¿Rain Boy?
—Es un joven que viene a la emisora a echar una mano y se ocupa del archivo —explicó el director—. Tiene veintidós años, pero el cerebro de un niño. Es el protegido de Jean-Loup, y el chaval se desvive por él; se arrojaría al fuego si él se lo pidiera. Lo llamamos Rain Boy porque es como el personaje de Dustin Hoffinan en la película Rain Man. Tiene limitaciones notables, pero cuando se trata de música es un verdadero ordenador. Es su único don, pero es fenomenal.
Frank miró la hora.
—¿Dónde vive ese tal Pierrot?
—No lo sé con exactitud. Su apellido es Corbette y vive con su madre en las afueras de Menton, me parece. El marido era un cabrón que los abandonó en cuanto supo que el hijo era deficiente. ¿Alguien tiene la dirección o el número de teléfono?
Laurent se dirigió deprisa al ordenador del escritorio de Raquel.
—Responde el contestador automático, tanto en el número de la casa como en el móvil de la madre.
El comisario Hulot miró el reloj.
—Lo lamento por la señora Corbette y su hijo, pero creo que esta noche tendrán un despertador fuera de programa…