13

Frank miró la hora. Jean-Loup presentaba el último bloque de publicidad antes del final de la emisión. Laurent hizo un gesto a Barbara. La operadora de sonido desplazó los cursores para hacer fundir la voz del locutor con la cinta grabada.

Tenían cinco minutos de pausa.

Frank se levantó y estiró el cuerpo.

—¿Cansado? —preguntó Laurent mientras encendía un cigarrillo.

—No demasiado. Estoy acostumbrado a las esperas.

—¡Dichoso usted! Yo me estoy muriendo de ansiedad —dijo Barbara al tiempo que se levantaba y sacudía su cabellera roja. El inspector Morelli, sentado en una silla apoyada contra la pared, alzó la vista del periódico deportivo que estaba leyendo. De pronto parecía más interesado en el cuerpo de la joven bajo el ligero vestido veraniego que en los acontecimientos del Campeonato Mundial de Fútbol.

Laurent hizo girar su sillón para quedar frente a Frank.

—Quizá no sea asunto mío, pero hay algo que querría preguntarle.

—Pregunte. Después le digo si es asunto suyo o no.

—¿Qué se siente al hacer un trabajo como el suyo?

Frank le miró un instante como si no lo viera, y Laurent pensó que estaba pensando. No podía saber que en ese momento Frank Ottobre veía a una mujer tendida en la mesa de mármol de un deposito de cadáveres, una mujer que en las buenas y en las malas había sido su esposa. Una mujer que ninguna voz habría podido despertar.

—¿Qué se siente al hacer un trabajo como el mío?

Frank repitió la pregunta como si tuviera necesidad de oírla de nuevo antes de responder.

—Al cabo de un tiempo, solo se tienen ganas de olvidar.

Laurent giró de nuevo hacia sus aparatos, incómodo. Tal vez había hecho una pregunta estúpida. No lograba sentir simpatía por ese estadounidense de cuerpo atlético y ojos fríos como la escarcha, que se movía y hablaba como si fuera ajeno al mundo que lo rodeaba. Una actitud que excluía cualquier tipo de contacto. Era un hombre que no daba nada, precisamente porque no pedía nada. Sin embargo, estaba allí, a la espera, y ni siquiera él parecía saber qué esperaba.

—Éste es el penúltimo anuncio —dijo Barbara al tiempo que se sentaba de nuevo ante el mezclador. Su voz interrumpió ese momento de malestar. Morelli volvió a la crónica deportiva, pero continuó lanzando frecuentes miradas al pelo de la muchacha, que caía en cascada sobre el respaldo de la silla.

Laurent hizo una señal a Jacques, el operador de la consola. Fundido. Comenzó a sonar una música épica de Vangelis. Una luz roja se encendió en la cabina de Jean-Loup. Su voz volvió a sonar en la sala y en el aire.

—Son las once y cuarenta y cinco en Radio Montecarlo. Una noche acaba de comenzar. Estamos aquí con la música que queréis oír y las palabras que queréis escuchar. Nadie os juzga pero todos os escuchan. Esto es Voices. Llamadnos.

La cabina de dirección volvió a llenarse de una música lenta y rítmica, que evocaba las olas del mar. Detrás del cristal de su puesto de trabajo, Jean-Loup se movía tranquilo en un terreno que conocía a la perfección. En la cabina de dirección comenzó a relampaguear el LED de la línea telefónica. Extrañamente, Frank tuvo un escalofrío.

Laurent hizo un ademán hacia Jean-Loup, que asintió con un movimiento de cabeza.

—Alguien nos está llamando. ¿Diga?

Un instante de silencio, y después un ruido antinatural. De improviso, la música de fondo pareció convertirse en una marcha fúnebre. La voz que salió por los altavoces ya la habían oído todos; estaba grabada en una cinta e impresa en sus cabezas.

—Hola, Jean-Loup.

Frank se enderezó en la silla como si una descarga eléctrica le hubiera recorrido el cuerpo. Hizo chasquear los dedos en dirección a Morelli, que salió de pronto de su pereza, se levantó y cogió su walkie-talkie.

—¡Aquí está, muchachos! Todos alerta.

—Hola, ¿quién habla? —preguntó Jean-Loup.

En la voz distorsionada del teléfono se adivinaba una especie de sonrisa.

—Ya sabes quién soy, Jean-Loup. Soy uno y ninguno.

—¿Eres el que ya ha llamado una vez?

Morelli salió de la sala corriendo. Regresó poco después con el doctor Cluny, el psicopatólogo de la policía, que estaba en el pasillo, a la espera, como todos. El hombre cogió una silla y se sentó al lado de Frank. Laurent accionó el interfono, que permitía comunicarse directamente con los auriculares de Jean-Loup sin salir al aire.

—Hágale hablar lo más posible —dijo Cluny mientras se aflojaba la corbata y se desabrochaba el cuello de la camisa.

—Sí, amigo mío. He llamado una vez y llamaré más. ¿Los perros están ahí contigo?

La voz electrónica emitía estelas de fuego del infierno y la frialdad del mármol. La atmósfera de la sala parecía viciada, como si los acondicionadores, en vez de echar aire fresco, lo aspiraran.

—¿Qué perros?

Una pausa. Luego la voz.

—Los perros que me dan caza. ¿Están ahí contigo?

Jean-Loup levantó la cabeza y los miró; parecía perdido. Cluny se acercó un poco al micrófono del interfono.

—Sígale el juego. Dígale todo lo que quiera oír, pero hágale hablar…

Jean-Loup reanudó la conversación. Su voz parecía de plomo.

—¿Por qué me lo preguntas? Tú ya sabías que estarían aquí.

—Ellos no me importan. No son nada. Eres tú quien me importa.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me llamas a mí?

Otra pausa.

—Ya te lo he dicho: porque eres como yo, una voz sin rostro. Pero tú tienes suerte; de nosotros dos, tú eres el que puede levantarse por la mañana y salir a la luz del sol.

—¿Y tú no puedes hacerlo?

—No.

Ese monosílabo seco contenía una negación absoluta, una negativa que no admite réplicas, una renuncia total.

—¿Por qué? —preguntó Jean-Loup.

La voz cambió. Se volvió más leve, más blanda, como atravesada por ráfagas de viento.

—Porque alguien lo ha decidido así. Y yo no puedo hacer mucho…

Silencio. Cluny se volvió hacia Frank y susurró, sorprendido:

—Está llorando…

Después de una larga pausa, el hombre continuó.

—No puedo hacer mucho. Pero hay un solo modo de remediar el mal, y es combatirlo con el mismo mal.

—¿Por qué hacer el mal, cuando a tu alrededor hay gente que puede ayudarte?

Una nueva pausa. Un silencio, como si reflexionara, y luego de nuevo la voz, una condena rabiosa.

—He pedido ayuda, pero lo único que he obtenido es lo que me ha matado. Díselo a los perros. Díselo a todos. No habrá piedad porque no hay piedad, no habrá perdón porque no hay perdón, no habrá paz porque no hay paz. Solo un hueso para tus perros…

—¿Qué quieres decir?

Una pausa más larga. El hombre había recuperado el control de sus emociones. La voz fue de nuevo como un soplo de viento que venía de la nada.

—Amas la música, ¿verdad, Jean-Loup?

—Sí. ¿Y tú?

—La música no traiciona, la música es la meta del viaje. La música es el viaje mismo.

De golpe, como la vez anterior, sonó por el teléfono, lenta y persuasiva, la voz de una guitarra eléctrica. Pocas notas, suspendidas solares, el juego de un músico con su instrumento.

Frank reconoció las primeras notas de «Samba pa ti» domesticadas por los dedos y la fantasía de quien la tocaba. Solo la guitarra, en una introducción exasperada, alargada hasta el espasmo, a la que respondió un aplauso estrepitoso.

De repente, como había llegado, la música cesó.

—Éste es el hueso que te han pedido los perros. Ahora debo irme, Jean-Loup. Esta noche tengo cosas que hacer.

El locutor hizo la pregunta con voz temblorosa:

—¿Qué tienes que hacer esta noche?

—Ya sabes qué hago de noche, amigo mío. Lo sabes muy bien.

—No lo sé. Te lo ruego, dímelo.

Silencio.

—No es mi mano la que lo ha escrito, pero ya saben todos qué hago de noche…

Otra pausa que fue como el suspenso de un redoble de tambor.

—Yo mato…

La voz desapareció de la línea pero permaneció en sus oídos como un cuervo en los hilos del teléfono. Las últimas palabras fueron el relámpago de un flash. Por un instante sus caras y sus cuerpos se transformaron en un reflejo, como si hubieran perdido la profundidad que permite que el aire llegue a los pulmones.

Frank fue el primero en recobrarse.

—Morelli, llama a los muchachos y pregunta si han logrado algo. Laurent, ¿estamos seguros de que se ha grabado todo?

El director estaba apoyado en el tablero, con el rostro entre las manos. Barbara respondió por él.

—Sí. ¿Ahora puedo desmayarme?

Frank la miró. Su cara era una mancha blanca bajo una madeja de pelo rojo. Las manos le temblaban un poco.

—No, Barbara, ahora la necesito. Haga hacer enseguida una copia de la llamada; la necesito en cinco minutos.

—Ya está hecha. Había preparado una segunda grabadora en pausa; la he puesto en marcha un segundo después del inicio de la llamada. Basta con rebobinar la cinta.

Morelli echó a la joven una mirada de admiración, de modo tal que no le pasara inadvertida.

—Excelente. Muy hábil. ¿Morelli?

Morelli apartó los ojos de Barbara y se ruborizó, como si le hubieran sorprendido en falta.

—Ya viene uno de los técnicos. Por lo que he entendido, no creo que haya buenas noticias.

En ese momento entró en el estudio un joven de tez negra, de evidente origen africano. Frank se puso de pie.

—¿Y bien?

El técnico se encogió de hombros. En su cara oscura se reflejaba decepción.

—Nada. No hemos logrado localizar la llamada. Ese desgraciado debe de haber usado algún aparato muy eficaz…

—¿Móvil o teléfono fijo?

—No lo sabemos. También disponemos de una unidad de control por satélite, pero no hemos captado ninguna entrada de llamada, ni de un teléfono fijo ni de un móvil.

Frank se volvió hacia el psicopatólogo, que todavía estaba sentado en su silla, pensativo, atormentándose con los dientes la parte interior de la mejilla.

—¿Doctor Cluny?

—No sé; tengo que escuchar la cinta. Lo único que puedo decir es que nunca, en toda mi vida, había visto un sujeto parecido.

Frank extrajo el móvil de su chaqueta y marcó el número de Hulot. Después de una pequeña espera el comisario respondió. Seguramente no dormía.

—Nicolas, aquí estamos. Nuestro amigo ha vuelto a aparecer.

—He escuchado la emisión —dijo de inmediato el comisario—. Me estoy vistiendo. Llego enseguida.

—Bien.

—¿Todavía estáis en la radio?

—Sí, todavía estamos aquí, te esperamos.

Frank cerró el teléfono.

—Morelli, en cuanto llegue el comisario, reunión general. Laurent, también necesito su ayuda. Si no me equivoco, he visto una sala de reuniones cerca de la oficina del director. ¿Podemos hablar allí?

—Claro.

—Muy bien. Barbara, ¿se puede escuchar la cinta en esa sala?

—Sí, hay un DAT y todo lo que queramos.

—Perfecto. Hay poco tiempo; tenemos que volar.

En la confusión se habían olvidado por completo de Jean-Loup. Su voz llegó a través del interfono.

—¿Ya ha terminado todo?

A través del cristal le vieron apoyado en el respaldo de su sillón, firme, inmóvil. Frank pulsó el botón que le permitía hablar con él.

—No, Jean-Loup. Desgraciadamente esto es solo el comienzo. De todos modos, tú has estado muy bien.

En el silencio que siguió vieron que Jean-Loup apoyaba con lentitud los brazos sobre la mesa y escondía en ellos la cabeza.