Al salir de la jefatura de policía, Frank dobló a la izquierda en la calle Suffren Raymond y, tras recorrer unos metros, salió al bulevar Albert Premier, el paseo que bordea el puerto. Una grúa se movía indolente contra un fondo de cielo azul. La cuadrilla de operarios todavía estaba trabajando para desmontar las estructuras de los boxes y cargarlas en camiones.
Todo se desarrollaba según las reglas.
Cruzó el bulevar y se detuvo en la Promenade del puerto a mirar las embarcaciones ancladas. En el muelle no quedaba rastro de lo sucedido el día anterior.
Habían remolcado el Forever; con toda seguridad se hallaba en alguna parte donde la policía pudiera analizarlo y proseguir las investigaciones. El Baglietto y el otro barco embestido continuaban allí, flotando sin memoria, golpeando suavemente sus defensas cuando el movimiento de las olas los acercaba. Las vallas habían sido retiradas. No había nada que ver.
El bar del puerto había vuelto a su actividad normal. Sin duda lo ocurrido había aumentado incluso la afluencia de clientes, de curiosos ávidos de ver el lugar donde había ocurrido el doble asesinato. Quizá el joven tripulante que había descubierto los cadáveres estaba ahora allí, disfrutando de su momento de popularidad y contando lo que había visto. O tal vez, mudo ante un vaso, trataba de olvidarlo.
Frank se sentó en el muelle de piedra.
Un niño pasó a toda velocidad en unos rollers, seguido por una niña más pequeña que apenas patinaba y que con voz quejumbrosa le pedía que la esperara. Más allá, un hombre aguardó con paciencía que su labrador negro terminara de hacer sus necesidades; después sacó del bolsillo una bolsa de plástico y una palita y recogió el producto de la incivilidad canina para ir a echarlo con diligencia a un cubo de basura.
Gente normal. Personas que vivían como tantas otras, como todas, quizá con más dinero, quizá con más felicidad o con la ilusión de poder procurársela más fácilmente. Tal vez todo era mera apariencia. Por muy dorada que fuera, una jaula era siempre una jaula, y cada uno era artífice de su propio destino. Cada uno construía o destruía su propia vida según las reglas que se había fijado. O que se negaba a fijarse. Nadie se salvaba.
Un barco salía del puerto; desde la proa, una mujer rubia, con un traje azul, agitó la mano para saludar a alguien en la orilla. De lejos se parecía a Harriet.
Frank sintió que una oleada de calor febril le subía del estómago hasta la cara. En un instante, otro mar se superpuso al mar, otro reflejo al reflejo, el recuerdo a la mirada.
Cuando al fin salió del hospital, él y Harriet alquilaron un chalet en la costa de Georgia, en un lugar aislado. Era una casa de madera, con techo de tejas rojas, construida entre las dunas a un centenar de metros del mar. En la parte delantera había una galería con grandes ventanas correderas, que en verano podían abrirse para convertirla en un patio.
De noche oían el viento que soplaba entre la escasa vegetación y el rumor de las olas del océano que rompían en la orilla. En la cama, Frank sentía a su mujer apretarse contra él antes de dormirse, como si tuviera una intensa necesidad de reafirmar su presencia, como si no lograra convencerse de que él realmente estaba allí con ella, vivo.
Pasaban el día en la playa, tomando el sol y nadando. Aquella parte de la costa estaba casi desierta. Los que buscaban el mar y la agitación de los balnearios concurridos iban a otros lugares, a los sitios de moda, donde podían ver a culturistas entrenándose o a muchachas jóvenes de pechos y nalgas operados que pasaban contoneándose, como si estuvieran haciendo una prueba para Los vigilantes de la playa.
Allí, tendido en su toalla, Frank podía exponerse al sol sin avergonzarse de su cuerpo flaco, de las muchas cicatrices rojizas y de la marca dolorida de la operación de tórax que había permitido quitarle la esquirla que por poco le había costado la vida.
De vez en cuando Harriet, tendida a su lado, recorría con los dedos la piel sensible de las cicatrices, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Nunca hablaban de lo ocurrido. A veces se hacía el silencio entre ellos, cuando los dos pensaban en lo mismo —aunque de distinta forma—, cuando recordaban el sufrimiento de los meses anteriores y el precio que habían pagado.
Entonces no tenían valor para mirarse a los ojos. Cada uno giraba la cabeza hacia su pedazo de mar hasta que uno de los dos, siempre en silencio, encontraba la fuerza de volverse y abrazar al otro.
De cuando en cuando bajaban a aprovisionarse a Honesty, una aldea de pescadores, el centro habitado más cercano. Parecía más un pueblo de Escocia que de Estados Unidos; era tranquilo, sin ningún ansia de turismo, con casas de ladrillo y madera muy similares entre sí, que bordeaban la calle que seguía la línea de la playa y el malecón de cemento que contenía las olas durante los temporales invernales.
Almorzaban en un restaurante con grandes ventanas, cerca del embarcadero, con un suelo de madera que hacía resonar los pasos de los camareros. Bebían vino blanco tan frío que empañaba las copas y comían bogavante recién pescado; se ensuciaban los dedos y se salpicaban al utilizar las pinzas. Solían reír como chiquillos. Harriet trataba de no pensar en nada, y lo mismo hacía Frank.
No habían vuelto a hablar de ello, hasta el día de la llamada.
Estaban en casa, y Frank estaba cortando las verduras para la ensalada. Del horno salía un delicioso aroma a pescado y a patatas asadas. Fuera, el viento levantaba la arena de las dunas y el mar estaba salpicado de espuma blanca. Las velas solitarias de dos tablas de windsurf cortaban veloces las olas, y había un gran todoterreno aparcado en la playa. Harriet, que estaba en la galería, no había oído sonar el teléfono por culpa del viento. Frank se asomó por la puerta de la cocina con un gran pimiento rojo en la mano.
—Harriet. Teléfono. Responde tú, por favor, que yo tengo las manos ocupadas.
Su mujer fue hasta el viejo aparato colgado en la pared, que continuaba sonando con un ruido antiguo, y descolgó. Frank se quedó mirándola.
—¿Diga?
Apenas le respondieron su expresión cambió, como cuando se recibe una mala noticia. Su sonrisa se desvaneció y guardó silencio por un instante. Después dejó el auricular junto al aparato y miró a Frank con una intensidad que atormentaría sus noches durante mucho tiempo.
—Es para ti. Homer.
Volvió la espalda y regresó a la galería, sin añadir nada. Frank fue hasta el aparato y cogió el auricular, todavía tibio por la mano de su mujer.
—¿Sí?
—Frank, soy Homer Woods. ¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Bien de verdad?
—Sí.
Si Homer se percató de que le hablaba de modo telegráfico, no lo dio a entender. Continuó como si la última conversación entre ambos hubiera tenido lugar hacía solo diez minutos.
—Los hemos cogido.
—¿A quiénes?
—A los Larkin. Esta vez los hemos sorprendido con las manos en la masa. Sin explosivos de por medio. Hubo un tiroteo y pillamos a Jeff Larkin. Encontramos una montaña de droga y otra de dólares, todavía más grande. Y papeles. Se han abierto nuevas perspectivas que prometen mucho. Con un poco de suerte, tenemos bastante material para encerrarlos durante mucho tiempo.
—Bien.
Ya antes había respondido con el mismo monosílabo, con el mismo tono, pero su jefe no lo notó.
Se imaginaba a Homer Woods en su despacho de madera oscura, sentado al escritorio con el teléfono en la mano, los ojos azules detrás de las gafas de montura de oro, inmutable como su terno gris y la camisa Oxford azul.
—Frank, hemos llegado a los Larkin gracias sobre todo a tu trabajo y al de Cooper. Aquí todos lo saben, y yo tenía que decírtelo. ¿Cuándo piensas volver?
—Francamente, no lo sé. Pronto, creo.
—Vale. No es mi intención presionarte. Pero recuerda lo que te he dicho.
—De acuerdo, Homer. Te lo agradezco.
Colgó y buscó a Harriet. Estaba otra vez sentada en la galería, mirando a dos jóvenes que habían desmontado sus tablas de windsurf y las cargaban en el techo del todoterreno.
Se sentó en silencio junto a ella. Se quedaron unos momentos mirando la playa, hasta que el coche de los muchachos se alejó, como si aquella presencia extraña, aunque lejana, fuera en sí misma un impedimento para toda conversación.
Fue Harriet la que rompió el silencio.
—Te ha preguntado cuándo piensas volver, ¿no es cierto?
—Sí.
Nunca se habían mentido, y Frank no pensaba empezar aquel día.
—¿Y tú quieres?
Frank se volvió hacia ella, pero Harriet evitó encontrar su mirada. También él miró de nuevo el mar y las olas blancas de espuma que se perseguían bajo el viento.
—Harriet, soy policía. No he elegido esta vida por necesidad, sino porque me gustaba. Siempre he deseado hacer lo que hago, y no sé si me adaptaría a otra cosa. Ni siquiera sé si sería capaz. Hay un proverbio italiano que siempre me repetía mi abuela: «El que nace cuadrado no muere redondo».
Se levantó y apoyó una mano en la espalda de su mujer, que se había puesto ligeramente tensa.
—No sé cuál de las dos formas es la mía, Harriet, pero sé que no la quiero cambiar.
Entró en la casa; cuando se volvió a mirarla, Harriet ya no estaba Vio sus huellas en la arena, delante de la casa, que se dirigían hacia las dunas. Desde lejos, la vio caminar a lo largo de la orilla, una minúscula figura con el pelo agitado por el viento. La siguió con la mirada hasta que otras dunas la ocultaron de la vista. Frank pensó que querría estar sola y que en el fondo era justo que así fuera. Entró en la casa y se sentó a la mesa, ante una comida que ya no tenía ganas de comer.
De pronto se dio cuenta de que ya no estaba tan seguro de lo que acababa de decirle. Tal vez hubiera otra vida posible para ambos. Tal vez fuera cierto que el que nacía cuadrado no podía volverse redondo, pero uno podía suavizar las aristas, redondearlas, de modo que nadie se lastimara.
Sobre todo las personas que uno amaba.
Se concedió una noche para reflexionar. A la mañana siguiente volvería a hablar con ella. Seguro que juntos encontrarían una solución.
Pero para ellos no hubo una mañana siguiente.
Frank esperó el regreso de Harriet hasta avanzada la tarde. Entonces, mientras el sol se ponía y alargaba la sombra de las dunas como dedos oscuros sobre la playa, vio dos siluetas que se acercaban lentamente por la orilla. Entornó los ojos para protegerlos del reflejo del sol del crepúsculo. Las figuras todavía estaban demasiado lejos para poder distinguirlas. A través de la ventana abierta Frank veía las huellas de las personas que se aproximaban; quedaban marcadas detrás de ellos a cada paso, dejando un rastro que partía de las dunas. Su ropa aleteaba al viento, sus contornos eran temblorosos, como el vapor que se eleva del asfalto. Cuando se hallaban lo bastante cerca como para verlas mejor, Frank se dio cuenta de que uno de ellos era el sheriff de Honesty.
Sintió que la inquietud crecía en su interior como un siniestro presagio. Al fin se encontró frente a aquel hombre, que parecía más un contable que un policía, y su preocupación se convirtió en aterradora realidad. Con el sombrero en la mano y desviando la mirada, el sheriff lo puso al corriente de todo lo que había sucedido.
Hacía un par de horas, unos pescadores que navegaban costeando el litoral a doscientos metros de la orilla habían avistado desde su embarcación a una mujer cuya descripción coincidía con la de Harriet. Se hallaba de pie en la cima de un arrecife que interrumpía la larga sucesión de dunas que bordeaban la playa. Estaba sola, mirando hacia el mar. Cuando los hombres llegaron más o menos a su altura, la mujer se arrojó al agua. Al ver que no volvía a la superficie, de inmediato acercaron la embarcación a la costa para tratar de socorrerla. Uno de los pescadores se zambulló varias veces, pero, a pesar de sus esfuerzos, no lograron encontrarla. Enseguida avisaron a la policía, que comenzó la búsqueda, en vano hasta aquel momento.
El mar devolvió el cuerpo de Harriet dos días después, cuando las corrientes lo arrastraron hasta la playa de una bahía, a pocos kilómetros al sur de la casa.
Mientras procedía a la identificación, Frank se sintió como un asesino frente al cadáver de su víctima. Contempló el rostro de su mujer, tendida sobre la mesa del depósito de cadáveres, y con un movimiento de la cabeza confirmó, al mismo tiempo, la identidad de Harriet y su propia condena. Gracias al testimonio de los pescadores casi no hubo investigación, pero ello no sirvió para liberar a Frank de los remordimientos.
Había estado tan absorto en sí mismo que no había notado la profunda depresión en que había caído Harriet. No lo había notado nadie, pero eso no atenuaba en nada su culpa. Él habría podido comprender qué era lo que atormentaba a su mujer. Él debería haberlo comprendido. Ahora se daba cuenta de que había habido muchas señales de lo que le ocurría, pero él solo se compadecía de sí mismo y no les había hecho caso. La discusión después de la llamada de Homer había sido el golpe de gracia.
En definitiva, no era ni cuadrado ni redondo, simplemente era ciego.
Se marchó de aquel lugar dejando el cuerpo de su mujer encerrado en un ataúd; ni siquiera pasó por el chalet a hacer las maletas.
Desde entonces no había conseguido derramar una sola lágrima.
—¡Mamá, mira! ¡Un hombre llorando!
La voz infantil le sacó del trance en que había caído. A su lado, una niña de pelo rubio y con un vestido azul fue apartada de un tirón por la madre, que le miró y sonrió, incómoda. Se alejó deprisa, llevando a la hija de la mano.
Frank no se había dado cuenta de que estaba llorando. Ni siquiera sabía desde cuándo lo estaba haciendo.
Sus lágrimas llegaban de muy lejos. No eran la salvación, no eran el olvido; simplemente un alivio, una pequeña tregua para poder respirar un instante, para sentir por un momento el verdadero calor del sol, ver el verdadero color del mar, oír los latidos de su corazón sin tener que escuchar también el sonido de un tambor de muerte.
Estaba pagando el precio de su extravío.
El mundo entero estaba pagando ese precio.
Se lo había repetido durante horas, después de la muerte de Harriet, sentado en un banco del jardín de la clínica St. James, donde le habían internado, pues estaba al borde de la locura. Lo había comprendido meses después, tras el desastre del World Trade Center, cuando vio por televisión aquellas torres que caían como solo pueden caer las ilusiones. Hombres que se lanzaban en aviones contra rascacielos en nombre de Dios, mientras alguien, cómodamente sentado en una oficina, pensaba ya en cómo aprovechar esa locura en la Bolsa. Hombres que se ganaban la vida fabricando y vendiendo explosivos, y que para Navidad daban a sus hijos regalos comprados con el producto de la muerte y la mutilación de otros niños. La conciencia era un accesorio cuyo valor fluctuaba según el precio del barril de petróleo. Y en medio de todo eso, nada tenía de sorprendente si de tiempo en tiempo surgía algún solitario extraviado que escribía su destino con letras de sangre.
«Yo mato…».
El remordimiento por la muerte de Harriet habría sido un compañero de viaje lo bastante cruel para no abandonarlo jamás; en sí mismo, habría sido castigo suficiente para el resto de sus días.
No podía olvidarlo. No podría olvidarlo ni aunque viviera una eternidad. Y no podría perdonarse aunque su vida durara el doble de la eternidad.
No podía poner fin a la locura del mundo. Solo podía poner fin a la suya, con la esperanza de que aquéllos que aún eran capaces siguieran su ejemplo. Y borraran para siempre aquellas inscripciones de muerte. Se quedó un rato sentado en la piedra, llorando, indiferente a la curiosidad de los transeúntes, hasta que se dio cuenta de que no tenía más lágrimas.
Entonces se levantó y fue con paso lento hacia la jefatura de policía.