—Merde!
Nicolas Hulot arrojó el periódico que tenía en las manos sobre la pila que ya llenaba el escritorio. Todos, franceses e italianos, publicaban la noticia del doble homicidio. A pesar de los esfuerzos por mantener en secreto ciertas informaciones, se había filtrado todo. Las características de los crímenes bastaban de por sí para despertar la voracidad de los reporteros, como si fueran pirañas devorando una res. Pero, además, las víctimas eran dos personas famosas, por lo que los titulares derrochaban creatividad. Un campeón del mundo de Fórmula Uno y su amiga, una ajedrecista de renombre mundial.
Era una mina de oro que cualquier periodista excavaría con sus propias manos.
Un reportero especialmente hábil había logrado reconstruir paso a paso los acontecimientos, tal vez gracias al testimonio, probablemente bien remunerado, del joven tripulante que había descubierto los cuerpos. En cuanto al detalle de la inscripción sobre la mesa, la fantasía de los cronistas se había echado a volar con particular empeño.
Cada uno daba su interpretación personal pero dejaba abierta las puertas a la imaginación de los lectores.
«Yo mato…».
El comisario cerró los ojos, pero la imagen que aparecía en su mente no cambió. No lograba sacarse de la cabeza las dos palabras trazadas en la madera con la sangre de las víctimas. Esas cosas no sucedían en la realidad. Eran solo invenciones de los escritores para vender libros. Eran tramas de películas que algún guionista de éxito escribía cómodamente en su casa en una playa de Malibú mientras tomaba una copa. Eran hechos que investigaban policías estadounidenses con la cara de Bruce Willis o John Travolta, de físico atlético y pistola fácil, no un comisario monegasco ya más cercano a la jubilación que a la gloria.
Se levantó y fue hacia la ventana, con el andar de un hombre abrumado por el cansancio de un largo viaje.
Lo habían llamado de todos los niveles jerárquicos del principado, uno tras otro. A todos había dado las mismas respuestas, ya que todos le planteaban las mismas preguntas. Miró el reloj. De inmediato habría una reunión para coordinar las investigaciones policiales. Además de Luc Roncaille, el director de la Süreté, estaría Alain Durand, el procurador general de Mónaco, que había decidido hacerse cargo de la investigación, en su calidad de juez de instrucción. También, al parecer, asistiría el asesor del Interior. Solo faltaba el príncipe, que, según el ordenamiento interno, era el jefe constitucional de las fuerzas policiales, pero todavía no se había dicho nada…
Se enfrentaría a todos ellos con lo único que tenía por el momento: poca información y mucha diplomacia.
Oyó que llamaban a la puerta y se dio la vuelta.
—Adelante.
La puerta se abrió y entró Frank, con la expresión de alguien que querría estar en otra parte.
Hulot se sorprendió de verle entrar, pero sintió un instintivo alivio. Sabía que esa visita era un gesto de gratitud, y también de solidaridad en medio de todas aquellas dificultades. Sin duda, Frank Ottobre, el Frank de antaño, habría sido el hombre ideal para llevar aquella investigación, pero Hulot sabía que su amigo no quería volver a ser policía, nunca más.
—Hola, Frank.
—Hola, Nicolas, ¿cómo estás?
Hulot tuvo la impresión de que Frank había hecho esa pregunta para evitar que se la hicieran a él.
—¿Que cómo estoy? Pues ya puedes imaginártelo. Me ha caído en la cabeza un meteorito, cuando no estaba preparado ni para soportar una piedra. Estoy en una situación muy delicada. Los tengo a todos encima, como perros que han confundido mi trasero con un zorro.
Frank, sin responder nada, se sentó en el sillón que había frente al escritorio.
—Estamos esperando los resultados de la autopsia y los informes de la brigada científica, aunque al parecer serán poco o nada significativos. Los expertos han registrado el barco centímetro a centímetro, y no ha aparecido nada. Hemos hecho el análisis caligráfico de la inscripción de la mesa, pero tampoco tenemos resultados de momento. Estamos todos rezando para que no sea realmente lo que parece…
Observaba el rostro de su amigo por si veía el menor signo de interés. Sabía que la historia de Frank era un peso muy difícil de cargar. Desde la muerte de su esposa, en circunstancias muy traumáticas, parecía dominado por un deseo sistemático de autodestrucción, como si se sintiera culpable de todos los males del mundo.
Hulot había visto personas que habían caído en el alcohol, o en cosas peores, y gente que se había quitado la vida en un intento desesperado de poner fin a sus remordimientos. Frank, en cambio, se mantenía lúcido, íntegro, como si no se permitiera olvidar, como si quisiera cumplir cada día una condena sin atenuantes. La sentencia se había pronunciado, y él era, al mismo tiempo, el juez y el condenado.
Hulot se sentó y apoyó los codos sobre el escritorio. Frank guardaba silencio, inexpresivo, con las piernas cruzadas sobre el sillón. El comisario continuó como si ello le produjera un enorme cansancio.
—No tenemos nada. Nada de nada. Es probable que nuestro hombre llevara un traje de submarinismo, con aletas, guantes y capucha, y no se lo haya quitado en ningún momento. Por lo tanto, no ha dejado ninguna huella digital ni orgánica, es decir, ni vello, ni cabellos. Las marcas de pies y manos son tan normales que podrían pertenecer a millones de personas.
Hulot hizo una pausa. Los ojos de Frank parecían dos pedazos de carbón, oscuros como la mina de la que debían de haberse extraído.
—Hemos iniciado las investigaciones sobre las víctimas. Pero ya te imaginas la cantidad de gente que deben de haber conocido dos personas como ellas; con la vida que llevaban, siempre de aquí para allá…
De golpe la actitud del comisario cambió, se le había ocurrido una idea.
—¿Por qué no me ayudas, Frank? Podría llamar a tu jefe y pedirle que mueva los hilos que haga falta para que te incorpores a la investigación; eres una persona preparada e informada sobre los hechos. Ya ha sucedido antes, en realidad. Además, una de las víctimas era ciudadana estadounidense… Tienes exactamente la experiencia que se necesita en un caso como éste. Hablas italiano y francés a la perfección, conoces los métodos de investigación y la mentalidad de las policías europeas. Conoces a la gente de esta región. Eres el hombre indicado en el lugar indicado.
La voz resbaló sobre el rostro de Frank como el viento que lleva un temporal, pero las nubes de sus ojos pertenecían a otra tempestad.
—No, Nicolas. Tú y yo ya no tenemos los mismos recuerdos. Yo ya no soy lo que era. Ni lo seré nunca más.
El comisario se levantó del sillón, rodeó el escritorio y se apoyó en él, de pie frente a Frank. Se inclinó ligeramente hacia él, como si quisiera dar más fuerza a sus palabras.
—¿Nunca se te ha ocurrido pensar que lo que le pasó a Harriet no fue culpa tuya? ¿O, al menos, no del todo?
Frank volvió los ojos hacia la ventana. Apretó la mandíbula como si quisiera retener con los dientes una respuesta que ya había dado demasiadas veces. Su silencio aumentó la exasperación de Hulot, que levantó el tono de voz.
—¡Por Dios, Frank! Has visto con tus propios ojos lo que ha sucedido. En algún lugar ahí fuera hay un asesino que ya ha asesinado a dos personas y podría volver a hacerlo. No sé qué tienes exactamente en la cabeza, pero ¿no crees que ayudar a encerrar a ese maníaco podría servirte para que te sintieras mejor? ¿No piensas que ayudar a los otros podría ser un modo de ayudarte también a ti mismo? ¿Darte la energía de volver a tu casa?
Frank devolvió la mirada a su amigo. Los suyos eran los ojos de un hombre que podía ir a cualquier lugar y sentir que no pertenecía a ninguno.
—No.
Ese monosílabo, pronunciado con voz tranquila, permaneció entre ambos como un muro. Por un instante quedaron inmóviles, como el fotograma de una película cuyo final desconocían.
Llamaron a la puerta y, sin esperar respuesta, entró Claude Morelli.
—Comisario…
—¿Qué hay, Morelli?
—Ha venido un tío de Radio Montecarlo…
—Dile que de momento no recibo periodistas. Habrá una conferencia de prensa más adelante, cuando lo decida el director.
—No, comisario. Éste no es periodista; lleva un programa musical nocturno. Ha venido con el director de la radio. Dicen que han leído los periódicos y que es posible que tengan alguna información sobre el asunto del puerto.
Hulot no supo cómo reaccionar. Cualquier pista sería un regalo del cielo. Pero temía que comenzara un desfile de mitómanos convencidos de saberlo todo sobre el doble homicidio, o dispuestos a confesar que eran ellos los asesinos. Aun así, no podía descartarse ninguna ayuda.
Ninguna.
Volvió a su lugar detrás del escritorio.
—Hazlos entrar —dijo.
Morelli salió. Como si fuera una señal convenida, Frank se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de que la alcanzara, ésta se abrió y volvió a entrar Morelli, acompañado por dos hombres. Uno era joven, de unos treinta años, de pelo largo y negro; el otro, de unos cuarenta y cinco años. Frank los miró sin prestarles mucha atención y se apartó para permitirles entrar. Aprovechó la ocasión para pasar por la puerta todavía abierta.
La voz de Nicolas Hulot le atajó:
—Frank, ¿estás seguro de que no quieres quedarte?
Sin decir una palabra, Frank Ottobre salió y cerró la puerta a sus espaldas.