Tercer carnaval

El hombre cierra tras de sí la pesada puerta hermética.

La hoja vuelve a su lugar en silencio; encaja con precisión en la jamba de metal y se confunde con la pared. El volante de cierre, parecido al de un submarino, gira con facilidad entre sus manos. El hombre es fuerte, pero se nota que el mecanismo se engrasa con frecuencia para asegurar un perfecto funcionamiento. El hombre actúa meticulosamente. En el lugar en que se encuentra reinan el orden y la limpieza.

Está solo, encerrado en su refugio secreto, que excluye a los demás seres humanos, la luz del día y la fluidez del pensamiento. En su mente se agolpan y encuentran su exacto lugar la actitud furtiva del animal que vuelve a su guarida y la lúcida concentración del predador que ha identificado a su víctima, el rojo sangre del crepúsculo, voces que gritan y voces que susurran, paz y guerra.

La habitación es rectangular y bastante amplia. La pared de la izquierda está ocupada por entero por una estantería llena de aparatos electrónicos. Hay un equipo completo de grabación, compuesto por dos unidades Alesis de ocho pistas conectadas a un ordenador Macintosh. La instalación está formada por diversas máquinas para la manipulación del sonido, montadas en cascada a la derecha de la pared: compresores, filtros Focus Rite y Pro Tools, algunos racks de efectos musicales Roland y Korg. Y un escáner, con el que se pueden captar comunicaciones de radio de todas las frecuencias, incluida la de la policía.

Al hombre le gusta escuchar esas voces. Se mueven de una parte a otra del espacio; pertenecen a personas sin rostro y sin cuerpo; son la fantasía y la libertad de imaginar, son su voz en la cinta y su voz en la cabeza…

El hombre levanta la caja de cierre hermético que había dejado en el suelo para cerrar la puerta. A la derecha, contra la pared de metal, hay un tablón de madera sobre dos caballetes. Deposita allí la caja y se sienta en una silla, cuyas ruedas le permiten llegar con un simple movimiento a la pared opuesta, donde se hallan los mandos del equipo de grabación. Enciende frente a él una lámpara que, sumada al neón del techo, arroja una luz potente sobre la mesa donde se dispone a trabajar.

El hombre nota que la emoción acelera poco a poco los latidos de su corazón mientras acciona uno a uno los cierres de la maleta.

La noche no ha transcurrido en vano. El hombre sonríe. Fuera, en un día como cualquier otro, hay hombres que lo están buscando.

Perros de trapo con ojos de vidrio, inmóviles en el escaparate centelleante de su mundo canino. Otras voces en el aire, que se persiguen en vano, como vano es el sentido de su carrera.

Aquí, en la tranquilizadora penumbra, el hogar vuelve a ser el hogar; la justicia recupera su esencia; el paso, su eco. Aquí el espejo que no se ha hecho añicos refleja la piedra que cae al suelo, arrojada inútilmente. Sonríe y sus ojos brillan como estrellas que anuncian la realización de una antigua profecía. En el silencio absoluto, solo su mente percibe la música solemne que flota en el aire mientras él levanta lentamente la tapa de la maleta.

En el espacio limitado de su lugar secreto se esparce el olor de la sangre y del mar. El hombre siente que la angustia le aprieta el estómago. De pronto, el latido triunfal de su corazón se convierte en el tañido de una campana de muerte.

Se levanta con brusquedad, hunde las manos en la maleta y, con gestos delicados de coleccionista, extrae lo que queda de la cara de Jochen Welder, que gotea sangre y agua de mar. El cierre hermético no ha resistido y se ha filtrado agua salada. Inspecciona con cuidado los daños que ha causado la sal. En todos los puntos donde la ha tocado el agua marina, la piel está cocida y manchada de blanco. Los cabellos están resecos y enmarañados.

El hombre deja caer su trofeo en la maleta como si de repente le diera asco. Se desploma en la silla y se coge la cabeza con las manos sucias de sangre y sal. Indiferente, se pasa los dedos por el pelo y la frente y se inclina bajo el peso de la derrota.

Todo en vano. El hombre siente que la rabia llega desde lejos; es como el rumor de una carrera entre la hierba alta, el aliento ansioso, el trueno que retumba sobre los tejados entre murmullos de miedo.

Su ira estalla. Se levanta de golpe, coge la maleta, la levanta sobre su cabeza y la arroja contra la pared de metal, que resuena como un diapasón afinado con los repiques de muerte que el hombre lleva dentro. La maleta rebota y cae en el centro de la habitación. Gira sobre sí misma y queda de costado; la tapa está casi suelta por la violencia del choque contra la pared. Los pobres restos de Jochen Welder y de Arijane Parker se esparcen por el suelo. El hombre los mira con desprecio, como se mira un cubo de basura volcado en un callejón.

El acceso de ira dura poco. Pronto la respiración vuelve a la normalidad, el corazón se calma, las manos caen a los costados, rozando la tela de los pantalones. Los ojos vuelven a ser los del sacerdote que escucha en el silencio voces proféticas que solo él puede oír.

Habrá otra noche. Y muchas otras noches más. Y mil rostros de hombres cuya sonrisa apagará como una vela dentro de una estúpida calabaza vacía.

Se sienta de nuevo y empuja la silla hacia la pared cubierta de aparatos electrónicos. Busca en la estantería que rodea toda la habitación, atestada de discos de vinilo y CD. Saca uno y lo introduce en el equipo, casi con frenesí. Pulsa la tecla de inicio y una música de cuerdas se difunde por el lugar.

Es un sonido melancólico, que evoca el viento frío del otoño cuando sopla a ras de tierra y obliga a las hojas que descansan en el suelo a bailar una mórbida danza.

El hombre se relaja contra el respaldo de la silla. Sonríe otra vez. Su desaliento ya está olvidado, disuelto en la dulzura de la música.

Habrá otra noche. Y muchas otras noches todavía. Insinuante como la melodía que flota en espiral por la habitación, con la música llega la voz.

«¿Eres tú, Vibo?».