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Mientras bajaba hacia el puerto a pie, Frank vio el grupo de curiosos que observaba los coches de policía y los hombres de uniforme atareados en las embarcaciones atracadas en el muelle. Oyó a su espalda el sonido de una sirena que iba aumentando de volumen. Aminoró un poco el paso. Tamaño despliegue de fuerzas debía de significar algo más grave que lo que él alcanzaba a ver, un simple choque entre dos yates.

Además, estaban los periodistas. Frank tenía la suficiente experiencia para reconocerlos a primera vista. Merodeaban olfateando y buscando noticias con un frenesí que solo algo importante podía provocar. La sirena, que al principio sonaba lejana como un presentimiento, se convirtió en una realidad ensordecedora.

Dos coches de policía surgieron de golpe de la Rascasse, bordearon el muelle y frenaron delante de las vallas, que un agente se apresuró a retirar para dejarlos pasar. Los vehículos se detuvieron detrás de una ambulancia que estaba aparcada cerca del muelle, con las puertas posteriores abiertas.

A Frank le parecieron las fauces abiertas de una bestia dispuesta a engullir a su presa.

De los automóviles salieron varios hombres, algunos de uniforme, dos o tres de paisano. Se dirigieron a la popa de un gran yate anclado un poco más allá. De pie ante la pasarela, Frank vio al comisario Hulot. Los recién llegados se detuvieron un momento a hablar con él, y luego subieron juntos al puente del barco encajado entre los otros dos.

Frank rodeó con lentitud la muchedumbre y fue a apoyarse en el muro del lado derecho del bar. Desde allí podía observar con comodidad toda la escena.

De la cabina del dos mástiles subieron unos hombres, que transportaban a duras penas, sobre el puente inclinado, dos grandes bolsas de plástico herméticamente cerradas. Frank reconoció de inmediato los contenedores para cadáveres.

Siguió con los ojos el transporte de los cuerpos hasta la ambulancia, con una extraña indiferencia. Antes, las escenas de crímenes eran su habitat natural. Ahora contemplaba el espectáculo como algo que no le concernía, sin ese sentimiento de desafío que experimenta todo policía en presencia de un crimen, sin el estremecimiento de horror que provoca la muerte violenta en la gente común.

Mientras las puertas de la ambulancia se cerraban sobre su carga, el comisario Hulot y sus acompañantes bajaron en fila india la pasarela del Baglietto.

Hulot se encaminó enseguida hacia la pequeña multitud de periodistas que a duras penas conseguían retener dos agentes. Había reporteros de la prensa gráfica, cronistas de emisoras de radio, representantes de la televisión. El comisario llegó a ellos como un huracán sobre un cañaveral. Desde lejos, Frank imaginó el entrecruzamiento de preguntas, los micrófonos tendidos con movimientos espasmódicos hacia la boca del policía, con la esperanza de arrancarle alguna información, aunque solo fueran fragmentos a los que pudieran agregarse palabras que avivaran el interés del público. Cuando los periodistas no podían ofrecer la verdad, se contentaban con despertar la curiosidad.

Mientras hacía frente a la prensa, Hulot giró la cabeza hacia su lado y Frank se dio cuenta de que le había visto. El comisario abandonó a los periodistas con la expresión del policía que repite incansablemente «sin comentarios». Se marchó perseguido por un revuelo de preguntas que no podía o no quería responder. Se detuvo cerca de una valla e hizo señas a Frank para que se aproximara. De mala gana, el estadounidense se apartó de la pared, se abrió paso entre la gente, llegó ante Hulot y se detuvo del otro lado de la barrera de hierro.

Los dos se miraron. Sin duda no hacía mucho que el comisario se había levantado, pero ya se le veía cansado, como si hiciera más de cuarenta y ocho horas que no dormía.

—Hola, Frank. Ven conmigo un momento.

Hizo una seña al agente apostado cerca de ellos, que apartó la barrera para permitirles pasar, y se sentaron a una mesa de la terraza del Restaurant du Port, bajo una sombrilla. Hulot dejó vagar su mirada por el lugar, como si aún no lograra entender qué pasaba. Frank se quitó las Ray-Ban y esperó.

—¿Y bien?

—Dos muertos, Frank. Salvajemente asesinados —dijo sin mirarle.

Una pausa. Después volvió la cara hacia él.

—Y no se trata de dos muertos cualesquiera. Jochen Welder, el piloto de Fórmula Uno. Y Arijane Parker, su amiga del momento, una campeona de ajedrez bastante famosa.

Frank no dijo nada. Presentía que Hulot no había terminado.

—Ya no tienen cara. El asesino los ha desollado como a animales. Es un espectáculo horrible. Jamás en mi vida había visto tanta sangre.

Mientras tanto, la partida quejumbrosa de la ambulancia y del furgón de la policía científica hicieron comprender a los curiosos que ya no había nada más que ver, y fueron alejándose poco a poco, vencidos por el calor y llamados por otras ocupaciones. También los periodistas, que ya habían recogido todo lo que era posible obtener, iban dispersándose.

Hulot hizo una nueva pausa. Miró a Frank a los ojos, y en silencio dijo muchas cosas.

—¿Quieres echar una ojeada?

Frank quería decir no. Dentro de él, todo decía no. Nunca más quería ver huellas de sangre o muebles volcados, ni tocar la garganta de un hombre tendido en el suelo para comprobar que estaba muerto. Él ya no era policía, ni siquiera era ya un hombre. No era nada.

—No, Nicolas. No quiero.

—No te lo pido por ti. Te lo pido por mí.

Frank Ottobre miró a Nicolas Hulot como si le viera por primera vez, aunque le conocía desde hacía años. En el pasado habían colaborado en una investigación conjunta entre el Bureau y la Sûreté Publique, una historia de blanqueo internacional de dinero ligado al tráfico de drogas y al terrorismo. La policía monegasca, por su naturaleza y su eficiencia, mantenía vínculos constantes con las policías de todo el mundo, incluido el FBI. Frank, que hablaba muy bien tanto el francés como el italiano, había sido el encargado de seguir la investigación en el lugar. Se había sentido bien con Hulot, y enseguida se habían hecho amigos. Después de eso habían permanecido en contacto y, un verano, Frank y Harriet habían pasado unas vacaciones en Europa, en casa de Hulot y su esposa. A su vez, los Hulot estaban planeando un viaje a Estados Unidos cuando sucedió «lo de Harriet»…

Frank pensó que todavía no lograba dar nombre a los hechos, como si bastara con no mencionar la noche para que la oscuridad no llegara. En su cabeza, lo que había ocurrido era todavía «lo de Harriet».

Cuando se enteró, Hulot le llamó casi todos los días, durante meses. Hasta que al fin le convenció para que abandonara su reclusión y fuera a pasar algún tiempo en la Costa Azul, en su casa. Con la discreción de los verdaderos amigos, le procuró el piso que ahora ocupaba en Montecarlo, propiedad de André Ferrand, un hombre de negocios que pasaría algunos meses en Japón.

Ahora Hulot lo miraba como un marinero en dificultades mira a un salvavidas. Frank se preguntó quién de los dos era el marinero, y quién el socorrista. Eran dos hombres solos contra la fantasía cruel de la muerte.

Volvió a ponerse las gafas y se levantó con brusquedad, antes de que le dominara el impulso de volverle la espalda y huir.

—Vamos.

Como un autómata siguió al amigo hasta el Forever; notaba que el corazón le latía cada vez más fuerte. El comisario le indicó los peldaños que llevaban al interior del dos mástiles y le dejó pasar primero. Vio que el amigo se había fijado en el detalle del timón bloqueado pero no había dicho nada. Cuando llegaron al interior Frank miró a su alrededor, moviendo los ojos tras las gafas oscuras.

—Un barco de lujo, al parecer. Todo informatizado. Preparado para un navegante solitario.

—Ya. Por cierto que al propietario no le faltaba dinero. Pensar que se lo ganó arriesgando el pellejo durante años en un coche de carreras, para después terminar así…

Frank vio las pisadas del asesino, y también las que había dejado la brigada científica en su afán de encontrar otras huellas, más engañosas y menos evidentes. Había rastros de los que habían tomado huellas digitales, hecho mediciones y registros minuciosos. Aunque habían abierto todos los ojos de buey, todavía flotaba en el aire el olor a muerte.

—Los dos cuerpos fueron encontrados allí, en la habitación, acostados el uno junto al otro. Las huellas de pisadas corresponden a suelas de caucho. De un traje de submarinismo, tal vez. No hay huellas digitales. El asesino llevaba guantes y no se los quitó en ningún momento.

Frank recorrió el pasillo, hasta la cabina, y se detuvo en el umbral. Fuera todo estaba en calma, pero dentro era un infierno. A menudo había visto escenas como aquélla. Había visto sangre salpicada hasta el techo, había visto auténticas matanzas. Pero en aquellas ocasiones se trataba de hombres que peleaban contra otros hombres, de forma despiadada, por motivos humanos: poder, dinero, mujeres o cosas semejantes. Eran criminales que luchaban contra otros criminales. En todo caso, hombres contra hombres.

Lo que observaba allí, en cambio, era la batalla de un individuo con sus demonios más íntimos, ésos que devoran la mente como la herrumbre devora el hierro. Nadie mejor que Frank para comprenderlo.

Notó que le costaba respirar y volvió sobre sus pasos. Hulot esperó a que se acercara y reanudó su relato.

—En el puerto de Fontvieille, donde estaban anclados, nos han dicho que Jochen Welder y Arijane Parker salieron al mar ayer por la mañana. Como no regresaron, suponemos que decidieron echar anclas en algún lugar de la costa. No demasiado lejos, probablemente, ya que no tenían mucho combustible. El desarrollo del crimen no está del todo claro, pero tenemos una hipótesis bastante verosímil. Hemos encontrado un albornoz en el puente. Quizá la joven salió a tomar el aire, tal vez se dio un baño en el mar. El asesino debió de llegar desde tierra, a nado. De cualquier modo, la sorprendió, la arrastró bajo el agua y la ahogó. El cuerpo de la mujer no presenta heridas. Después, el asesino atacó a Welder en el puente y le apuñaló. Arrastró los dos cadáveres hasta la habitación y allí, con toda calma, realizó este… este trabajo, ¡santo Dios! Para terminar, llevó la embarcación hacia el puerto, bloqueó el timón de modo que apuntara al muelle, y se fue como había llegado.

Frank guardó silencio. A pesar de la penumbra, no se había quitado las gafas. Con la cabeza inclinada, parecía observar la línea de sangre que pasaba entre ellos.

—¿Qué piensas?

—Si las cosas han ocurrido como tú dices, el tipo debió de actuar con mucha sangre fría.

Quería irse de allí, quería volver a su casa, quería no haber visto lo que había visto, quería no decir lo que estaba diciendo. Quería volver al muelle y proseguir con tranquilidad, bajo el sol, su paseo hacia la nada. Quería respirar sin darse cuenta de que lo hacía. Sin embargo, siguió hablando.

—Si llegó a nado hasta el barco, significa que no lo hizo en un ataque de locura sino que fue algo premeditado y preparado con cuidado. Sabía dónde estaban sus dos víctimas, y es muy probable que no las eligiera al azar, que fueran exactamente ellos a quienes quería matar.

El otro asintió como si acabara de oír algo que también él había pensado.

—Eso no es todo, Frank. Ha dejado esta especie de comentario sobre lo que ha hecho.

Hulot se apartó con un movimiento casi teatral, para revelar lo que había a su espalda. Ante los ojos de Frank apareció la mesa de madera y la inscripción delirante que parecía trazada por la mano de Satanás.

«Yo mato…».

Frank se quitó las gafas, como si la penumbra le impidiera comprender el significado de aquellas palabras.

—Si todo ha ocurrido según tu hipótesis, esta inscripción no es solo un comentario de lo que hizo, Nicolas. Significa que lo hará otra vez.