Al bajar del coche, el comisario Nicolas Hulot, de la Sûreté Publique del principado de Mónaco, vio el barco de vela encajado entre los otros dos, ligeramente inclinado hacia un lado.
Mientras avanzaba por el muelle, el inspector Morelli fue a su encuentro recorriendo el puente del Baglietto, embestido por el dos mástiles. Cuando se reunieron, el comisario se sorprendió de verle tan trastornado. Morelli era un excelente policía. Había hecho cursos de adiestramiento con el Mossad, el servicio secreto israelí. Había visto de todo. Sin embargo, estaba pálido y mientras le hablaba le costaba sostenerle la mirada, como si lo que pasaba fuera culpa suya.
—¿Y bien, Morelli?
—Es una carnicería, comisario. En mi vida había visto nada semejante…
Soltó un largo suspiro y por un segundo Hulot tuvo la impresión de que iba a vomitar.
—Claude, cálmate y cuéntame. ¿Qué entiendes por «carnicería»? Me han dicho que se trata de un homicidio.
—Dos, comisario. Hay un cuerpo de hombre y uno de mujer… o al menos lo que queda de ellos.
El comisario Hulot se volvió para mirar a la multitud de curiosos reunida detrás de las vallas que delimitaban la zona. Tuvo un mal presentimiento. El principado de Mónaco no era un lugar donde sucedieran aquellas cosas. Su policía era una de las más eficientes del mundo y el índice de criminalidad era tan bajo que solo existía allí y en los sueños de todo ministro del Interior. Había un policía por cada sesenta habitantes, y discretas cámaras de vídeo en todas partes. Todo se hallaba bajo control. Allí las personas se enriquecían o se arruinaban, pero no se mataban las unas a las otras. No había robos, ni homicidios, ni hampa.
En Montecarlo, por definición, nunca sucedía nada.
—¿Alguien ha visto algo?
Morelli señaló con la mano a un hombre de unos treinta años que estaba sentado en la terraza del bar, entre un agente y un ayudante del médico forense. El local, que por lo general a esa hora rebosaba de gente y ropa de marca, estaba semidesierto. Habían retenido a todos los que podían ser útiles como testigos, pero se había prohibido la entrada a los clientes. El propietario, de pie en la entrada junto a una camarera de busto abundante, se retorcía nerviosamente las manos.
—Aquel muchacho es el marinero del Baglietto, el barco que embistió el dos mástiles. Se llama Roger no sé qué. Después de la colisión, subió a bordo para increpar a los tripulantes. No encontró a nadie en cubierta, de modo que bajó a la cabina, y allí los encontró. Todavía está conmocionado, pero dudo que sepa algo más. El agente Delorme, que es nuevo, subió a la embarcación después de él. Ahora está sentado en el coche; su estado no es mucho mejor.
El comisario volvió a mirar a los curiosos apiñados entre las vallas y el bulevar Albert Premier, donde una cuadrilla de operarios terminaba de desmontar la estructura de los boxes y de las tribunas erigidas para el Gran Premio. Iba a echar de menos el bullicio de la carrera, la agitación de la multitud y las pequeñas molestias que todo aquello implicaba a veces.
—Pues bien, vayamos a ver.
Subieron a la pasarela inestable del Baglietto y desde allí, gracias a otra pasarela tendida entre los puentes de las dos embarcaciones, pasaron al Forever. Hulot vio enseguida el timón bloqueado con el bichero, y luego el rastro de sangre ya coagulada que recorría el suelo de teca, descendía y desaparecía en las sombras de la cabina. A pesar de que el sol ya calentaba con fuerza, de pronto sintió que tenía las puntas de los dedos heladas.
¿Qué diablos había sucedido en ese barco?
Morelli le señaló los peldaños que llevaban a la cabina.
—Si no le molesta, le espero aquí, comisario. Con una vez me basta y me sobra por hoy.
Mientras bajaba los escalones revestidos con madera antideslizante, casi chocó con el doctor Lassalle, el médico forense, que se disponía a subir. El cargo que Lassalle desempeñaba en el principado era una sinecura, y su experiencia profesional era extremadamente limitada. Hulot no sentía por él ninguna estima, ni como persona ni como profesional. Había obtenido su puesto gracias a los contactos y las relaciones de su mujer, y disfrutaba de un buen salario y un cómodo tren de vida casi sin hacer nada. Para Hulot, era solo un médico «decorativo», que apenas cumplía con su trabajo. Su presencia allí solo significaba que era el único profesional disponible en aquel momento.
—Buenos días, doctor Lassalle.
—Buenos días, comisario.
El médico parecía aliviado de verle. Resultaba evidente que se encontraba ante una situación que le superaba.
—¿Dónde están los cuerpos?
—Allí. Vaya usted a ver.
Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, Hulot vio que el rastro de sangre continuaba por el suelo y desaparecía detrás de una puerta abierta. A su derecha había una mesa plegable abierta, donde alguien había escrito dos palabras con sangre:
«Yo mato…».
Hulot sintió que las manos se convertían en dos pedazos de hielo. Se obligó a respirar profundamente por la nariz para calmarse. Le llegó entonces el olor dulzón de la sangre y de la muerte, ese olor que atrae angustia y moscas.
Siguió el rastro de sangre y entró en la cabina que se abría a la izquierda. Cuando fue hacia la puerta y vio lo que había en el interior, el frío de las manos se apoderó de todo su cuerpo, y lo convirtió en un único bloque de hielo.
Tendidos en la cama, uno al lado del otro, estaban los cadáveres de un hombre y una mujer, completamente desnudos. El cuerpo de la mujer no presentaba heridas aparentes, pero en el del hombre, a la altura del corazón, se veía una gran mancha rojiza que había empapado de sangre la sábana. Había sangre por todas partes: en las paredes, en las almohadas, en el suelo. Parecía imposible que aquellos dos pobres cuerpos sin vida pudieran contener tanta sangre.
El comisario se obligó a mirar las caras de los dos muertos. Pero ya no las había. El asesino había quitado por completo la piel de la cabeza, cuero cabelludo incluido, igual que se desuella un animal.
Se quedó un momento observando, impresionado, los ojos desmesuradamente abiertos hacia un techo que no veían, los músculos faciales enrojecidos de sangre coagulada, los dientes expuestos en una sonrisa macabra que la ausencia de labios no apagaría jamás.
Hulot tuvo la sensación de que su vida iba a detenerse allí para siempre, que él permanecería eternamente de pie en el umbral de aquella cabina, ante aquel espectáculo de horror y muerte. Por un instante rogó al cielo que la persona capaz de cometer semejante carnicería hubiera tenido al menos la misericordia de matar a esos dos desafortunados antes de infligirles tan atroz suplicio.
Se recobró a duras penas y fue a la cocina, donde Lassalle le esperaba. Morelli había hecho acopio de valor y había bajado; se hallaba de pie junto al médico y escrutaba el semblante del comisario para ver sus reacciones.
Hulot se dirigió primero al médico.
—¿Su opinión, doctor?
Lassalle se encogió de hombros.
—La muerte tuvo lugar hace algunas horas. El rigor mortis apenas ha comenzado, como parecen confirmarlo las manchas hipostáticas. Presumiblemente, el hombre murió por arma blanca, de un golpe limpio que le atravesó el corazón. En cuanto a la mujer, aparte de… —El médico hizo una pausa para tragar saliva—. Aparte de las mutilaciones, no se observan heridas, al menos en la parte frontal. No he movido los cuerpos, porque estamos esperando a la policía científica. Sin duda la autopsia aclarará muchas cosas.
—¿Se sabe quiénes eran las dos víctimas?
Esta vez fue Morelli quien respondió.
—En el libro de navegación la embarcación está a nombre de una sociedad de Montecarlo. Todavía no lo hemos investigado.
—Los de la científica nos echarán la bronca. Con toda la gente que ha entrado y salido de este barco, la escena del crimen se ha contaminado, y quién sabe cuántas cosas se habrán perdido.
Hulot miró el suelo, el rastro de sangre. Aquí y allá había huellas de pisadas que no había visto antes. Cuando volvió la mirada hacia la mesa, le sorprendió darse cuenta de que lo hacía con la absurda esperanza de que la horrible inscripción ya no estuviera allí.
Oyó dos voces alteradas que provenían de cubierta. Subió los pocos escalones y se encontró de golpe en otro mundo, de sol, de luz, de vida, de aire fresco y salobre, sin ese olor a muerte que se respiraba abajo.
De pie en el puente, un agente se esforzaba por detener a un hombre de unos cincuenta y cinco años que gritaba en francés con fuerte acento alemán y que intentaba pasar el cordón policial.
—¡Déjeme pasar, le digo!
—No se puede; está prohibido. No puede pasar nadie.
El hombre se debatía con fuerza contra el agente que le sujetaba los brazos. Tenía la cara roja y su actitud era casi histérica.
—¡Le digo que tengo que pasar! Tengo que saber qué ha suc…
Cuando vio al comisario, el agente mostró una visible expresión de alivio.
—Disculpe, comisario, pero no hemos conseguido detenerle abajo.
Hulot le hizo un gesto para indicar que estaba todo en orden, y el agente soltó la presa. El hombre se acomodó el terno con expresión ultrajada y fue directo hacia el comisario; mostraba de forma ostensible su satisfacción de poder, al fin, hablar con alguien de igual jerarquía. Se detuvo ante él y se quitó las gafas de sol para mirarle directamente a los ojos.
—Buenos días, comisario. ¿Puedo saber qué está pasando en este barco?
—¿Y yo puedo saber con quién estoy hablando?
—Me llamo Roland Shatz y le garantizo que es un nombre con cierto peso. Soy amigo del propietario de esta embarcación. Exijo una respuesta.
—Señor Roland Shatz, yo me llamo Hulot y es probable que mi nombre pese mucho menos que el suyo, pero soy comisario de la policía. Eso significa que, en este barco, el que hace las preguntas y exige respuestas, hasta nueva orden, soy yo.
Hulot vio con claridad la cólera en los ojos de su interlocutor. Shatz se le acercó un poco más y su voz se volvió baja y sibilante.
—Señor comisario… —dijo a pocos centímetros de su cara. Había un desprecio infinito en sus palabras—. Esta embarcación pertenece a Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, de quien soy el manager y amigo personal. También soy amigo personal de su alteza el príncipe Alberto, por lo que usted me dirá de inmediato qué ha sucedido en este barco y a sus ocupantes.
Hulot dejó que estas palabras quedaran flotando un instante entre ellos. Después su mano saltó con la velocidad del rayo, agarró a Shatz por el nudo de la corbata y la retorció hasta cortarle la respiración. La cara del otro se puso violácea.
—Ah, ¿así que quiere usted saber? Pues bien, ¡entonces venga a ver qué ha pasado, cabrón!
Estaba furioso. Sacudió con violencia al manager y le obligó a seguirle hasta la cabina.
—¡Venga, amigo personal del príncipe Alberto! ¡Venga a ver con sus propios ojos qué ha pasado en este barco!
Se detuvo ante la puerta de la cabina y por fin le soltó. Le señaló con la mano los dos cuerpos tendidos en la cama.
—¡Mire!
Roland Shatz recobró la respiración, para volver a perderla al instante. Cuando tomó conciencia de la escena que tenía ante sí, su rostro adquirió una palidez mortal. El blanco de sus ojos brilló como un breve relámpago en la penumbra, y luego cayó al suelo, desmayado.