Frank Ottobre se despertó y tomó conciencia de su cuerpo, tendido entre las sábanas de una cama que no era la suya, en una casa que no era la suya, en una ciudad que no era la suya.
Un instante después, el recuerdo se filtró en su cabeza como el sol entre las persianas; el dolor seguía intacto, como la noche anterior. Si todavía había un mundo y en ese mundo había una forma de olvidar, su mente le prohibía ambas cosas. Comenzó a sonar el teléfono inalámbrico apoyado en la mesilla de noche, a su izquierda. Ottobre se volvió en la cama y tendió la mano hacia el aparato y su titilante señal roja.
—¿Diga?
—Hola, Frank.
Cerró los ojos y enseguida vio el rostro que le evocaba esa voz. Nariz roma, pelo color arena, ojos grises, olor a loción para después de afeitar, andar indolente, gafas oscuras en ocasiones, y un traje gris que era casi un uniforme.
—Hola, Cooper.
—Ya sé que para ti es temprano, pero estoy seguro de que ya estabas despierto.
—Ya… ¿Qué sucede?
—Aquí, en este momento, prácticamente de todo. La locura total. Estamos de servicio durante las veinticuatro horas. Si fuéramos el doble de los que somos, todavía necesitaríamos el doble de hombres para hacerle frente. Todos realizan un gran esfuerzo por simular que no ha sucedido nada, pero tienen miedo. Y no podemos reprochárselo, porque nosotros también tenemos miedo.
Una breve pausa.
—¿Y cómo estás tú?
«Sí, ¿cómo estoy yo?».
Frank se planteó la pregunta como si en ese preciso instante hubiera recordado que estaba vivo.
—Bien, supongo. Me divierto con la jet set de Montecarlo. El único peligro es que, entre tantos millonarios, corro el riesgo de creerme rico también yo. Me iré cuando me den ganas de comprarme un yate de cuarenta metros y encima me parezca algo normal.
Se levantó de la cama, desnudo, fue al baño en penumbras, con el teléfono pegado a la oreja, y se puso a orinar.
—Si consigues comprarlo, cuéntame cómo lo has hecho; quizá pruebe yo también.
Cooper no se había dejado engañar por su ironía, pero prefería seguirle el juego. Frank se lo imaginó sentado en su despacho, con una sonrisa tensa y, pintada en el rostro, la pena que sentía por él. Cooper era el de siempre. Él, en cambio, era un hombre que se estaba yendo a pique, y ambos lo sabían.
Otro instante de silencio; después, a Frank casi le pareció oír con claridad el silbido con que se deshinchaba el fingido buen humor de Cooper. Su voz se volvió más dura, más ansiosa.
—Frank, ¿no crees…?
Ya sabía lo que iba a decirle, y le interrumpió enseguida.
—No, Cooper. Todavía no. No quiero volver. Es demasiado pronto.
—¡Frank, Frank, Frank! Ya ha pasado casi un año. ¿Cuánto tiempo crees que necesitarás para…?
En la cabeza de Frank, las palabras del amigo se perdieron en el enorme espacio que se abría entre Montecarlo y Estados Unidos. Oía solo las voces de sus pensamientos.
«Sí, ¿cuánto tiempo, Cooper? ¿Un año, cien años, un millón de años? ¿Cuánto necesita un hombre para olvidar que destruyó dos vidas?».
—Además, Homer ha dicho claramente que puedes volver al servicio cuando quieras, si eso te sirve de algo. En todo caso, nos serviría a nosotros. Sabe el cielo cuánto necesitamos a gente como tú en este momento… ¿No crees que estar aquí y volver a sentirte parte de algo…, llegar al final de todo esto…?
De pronto la voz de Frank fue como una hoja muy afilada que cortaba cualquier tentativa de acercamiento:
—Cooper, al final de todo esto hay una sola cosa.
El silencio de Cooper daba a entender que había una pregunta que gritaba en su cabeza, y que temía formularla, incluso en susurros. Al fin recuperó la voz, y la distancia que separaba Montecarlo de Estados Unidos no era nada comparada con la que se abría entre ambos.
—¿Qué es, Frank? Por el amor de Dios…
—Dios no tiene nada que ver aquí. Es algo que me atañe a mí. A mí y solo a mí. Y tú sabes que es una lucha sin prisioneros.
Se apartó el teléfono de la oreja y se quedó mirando en la penumbra el dedo que presionaba la tecla para cortar la comunicación.
Alzó la vista hacia el cuerpo desnudo que se reflejaba en el gran espejo del cuarto de baño. Unos pies descalzos sobre el mármol frío del suelo; unas piernas musculosas; los ojos apagados, y el tórax, con cicatrices rojizas que lo atravesaban.
Movida como por voluntad propia, la mano derecha se alzó con lentitud para tocarlas. Sin hacer nada por reprimirlo, dejó que llegara el soplo cotidiano de muerte que habitaba en él.
Cuando se despertó, lo primero que vio fue el rostro de Harriet. Después, lentamente, también el de Cooper emergió de la niebla. Cuando logró enfocar el cuarto, vio a Homer Woods, sentado, impasible, en un pequeño sillón apoyado contra la pared frente a la cama; el pelo peinado hacia atrás; sus ojos azules le miraban sin expresión detrás de unas gafas con montura de oro.
Volvió la cabeza hacia su mujer y se dio cuenta, como en un sueño, de que se encontraba en una habitación de hospital. Distinguió la luz verdosa que se filtraba por las persianas venecianas, un ramo de flores en la mesa, los tubos que salían de su brazo, el bip monótono de un aparato; todo giraba. Trató de hablar, pero la voz no salía.
Harriet se inclinó y acercó su cara a la de él. Le apoyó una mano en la frente. Él sintió la mano pero no oyó las palabras, porque volvió a hundirse en ese lugar profundo del que apenas había emergido.
Cuando al fin volvió en sí y pudo hablar y saber, Homer Woods estaba allí, de pie al lado de Harriet.
Pero Cooper no.
La luminosidad de la estancia parecía distinta, pero era todavía —o de nuevo— luz de día. Frank se preguntó cuántas horas habían pasado desde su último despertar, y si Homer había permanecido allí todo aquel tiempo. Tenía el mismo traje, y también la misma expresión. Aunque Frank recordó que nunca le había visto otro traje ni otra expresión. Tal vez en su casa tenía un armario lleno de trajes y de expresiones todos iguales. En la oficina lo llamaban «Mister Husky» por sus ojos azules, que parecían de vidrio, como los de un husky.
Harriet volvió a ponerle una mano en la frente; una lágrima bajaba por su rostro. Una lágrima que parecía formar parte de ella, como si estuviera allí desde el principio de los tiempos.
—Hola, amor. Bienvenido.
Se levantó de la silla junto a la cama y posó sus labios sobre los de él, en un suave beso salado. Frank aspiró su aliento como un marinero el perfume de la costa, el aire del hogar al que regresa.
Con discreción, Homer retrocedió un paso.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? —preguntó Frank con una voz afónica que no le parecía la suya. Sentía un dolor raro en la garganta y no recordaba nada. La última imagen que conservaba era la de una puerta que él abría de una patada mientras sus manos apuntaban el arma hacia el interior de una habitación. Después, un relámpago y un trueno y la sensación de que una mano enorme lo lanzaba por el aire, hacia una oscuridad sin dolor.
—Estás en el hospital. Has estado en coma durante una semana. Nos has dado un buen susto.
Ahora la lágrima parecía incrustada en el rostro de su mujer, como una arruga de la piel. Resplandecía como su dolor.
Ella se apartó un poco y miró de soslayo a Homer, dejándole tácitamente el resto de la explicación. Él se acercó a la cama y contempló a Frank a través del filtro de las gafas.
—Los dos Larkin habían hecho correr el rumor de que aquella noche habría un importante intercambio entre ellos y sus contactos. Un gran intercambio de mercancía y dinero, en un almacén abandonado. Lo habían tramado así para atraer a Harvey Lupe y a su banda; querían tentarlos a irrumpir en el lugar y llevárselo todo, las drogas y la pasta. El almacén estaba lleno de explosivos. La idea era desembarazarse de una vez por todas de sus principales rivales, con unos bonitos fuegos artificiales. Pero, en lugar de Lupe y sus secuaces, llegasteis tú y Cooper. Él todavía estaba fuera, en el lado sur, cuando tú entraste por la parte de las oficinas. Cuando estalló el edificio, Cooper quedó parcialmente protegido por la estructura de un andamio y logró salir casi ileso; solo sufrió unos rasguños y unas quemaduras superficiales. Tú, en cambio, recibiste el mayor impacto de la explosión; fue una verdadera suerte que los Larkin fueran buenos traficantes pero pésimos pirotécnicos. Estás vivo de milagro. Ni siquiera puedo reprocharte que no esperaras a los refuerzos: si hubierais entrado todos juntos habría sido una matanza.
Ahora lo sabía todo, pero todavía no recordaba nada. Solo podía pensar en que él y Cooper habían trabajado durante dos años para atrapar a los Larkin, pero que, al final, los Larkin, sin querer, los habían atrapado a ellos.
Más exactamente, a él.
—¿Qué tengo? —preguntó Frank, que recibía, sensaciones muy confusas de su cuerpo y veía, como si perteneciera a otro, su pierna derecha escayolada.
Le respondió un médico, que entró en la habitación a tiempo de oír la pregunta. Tenía el pelo precozmente salpicado de canas, pero el rostro y la actitud eran de un chaval. Le sonrió, ladeando la cabeza en un gesto ceremonioso.
—Buenos días, estimado señor. Soy el doctor Foster, uno de los responsables de que siga usted en este mundo. Espero que no me odie por ello. Yo le diré qué es lo que tiene. Unas costillas fracturadas, una lesión en la pleura, una pierna con fractura doble, agujeros de diversas características por todas partes, heridas serias en el tórax, traumatismo craneal. Y hematomas en todo el cuerpo, por lo que casi se le podría confundir con una persona de color. Además, tiene… o, mejor dicho, tenía… una esquirla de metal que se detuvo a un milímetro del corazón y que nos hizo sudar la gota gorda para quitársela.
Mientras hablaba había levantado el historial clínico colgado al pie de la cama; se acercó a la cabecera y pulsó un botón. Frank sintió el olor de su camisa recién lavada.
—Y ahora, si los presentes nos disculpan, creo que es hora de echar un vistazo a lo que hemos hecho para remediar el desastre.
Harriet y Homer Woods se encaminaron hacia la puerta en el mismo momento en que entraba una enfermera negra que empujaba un carrito cargado de material médico. Harriet, antes de salir, dirigió una mirada inquieta al monitor que controlaba el ritmo cardíaco de su esposo, como si juzgara que su presencia era indispensable para hacer funcionar a ambos. Luego volvió la cabeza y cerró la puerta.
Mientras el médico y la enfermera se atareaban alrededor de su cuerpo lleno de vendas y drenajes, Frank pidió un espejo. La enfermera, sin hacer comentarios pero sonriendo, cogió el que se hallaba colgado junto a la puerta y se lo puso delante.
Con una extraña ausencia de emoción, vio el rostro pálido y los ojos sufrientes de Frank Ottobre, agente especial del FBI, todavía vivo.
Espejo sobre espejo, ojos sobre ojos.
El presente se superpuso al recuerdo y, en el gran espejo del cuarto de baño, Frank reencontró su tiempo presente y sus ojos actuales, mientras se preguntaba si en verdad había valido la pena que todos aquellos médicos hubieran hecho tanto solo para devolverle esa vida.
Volvió a la alcoba y encendió la luz. Buscó el botón de las persianas en la hilera de interruptores que había al lado de la cama. Lo pulsó y, con un leve zumbido, la persiana comenzó a levantarse; la luz del sol se mezcló con la luz eléctrica.
Fue a la puerta cristalera, apartó las cortinas, tiró de la manija de la puerta corredera y el cristal se abrió suavemente.
Salió a la terraza.
A sus pies se extendía Montecarlo, cubierta de oro e indiferencia. Frente a él, bajo el sol que comenzaba a salir, un mar azul reflejaba el cielo sin verlo. Volvió a pensar en la conversación con Cooper. Del otro lado de ese mar, su país estaba en guerra. Una guerra que le concernía a él, a otros hombres como él, y a todos los que aspiraran a vivir bajo la luz del sol, sin sombras y sin miedos. Y él debería estar allí, para defender ese mundo y a esa gente.
En otro momento, lo habría hecho; en otro momento, habría estado en la primera fila con Cooper, Homer Woods y todos los demás. Ahora ese momento había pasado. Casi había dado la vida por su país, y las cicatrices que tenía encima lo testimoniaban.
Y Harriet…
Un soplo de brisa fresca llegó del mar y le hizo tiritar. Se dio cuenta de que todavía estaba desnudo. Mientras volvía a entrar se preguntó qué podría hacer el mundo por Frank Ottobre, agente especial del FBI, cuando ni él sabía qué hacer consigo mismo.