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Roger salió al puente del Baglietto y respiró el aire fresco de la mañana. Eran las siete y media, y el día se anunciaba espléndido. Después de la semana del Gran Premio, los propietarios del yate en el que había embarcado de tripulante se habían ido y habían dejado la embarcación a su cuidado hasta el crucero estival, que por lo general duraba un par de meses. Él se quedaría en Montecarlo otros dos meses por lo menos, totalmente tranquilo, sin la presencia agobiante del armador y su esposa, una pelma tan cargada de joyas que bajo el sol era necesario mirarla con gafas oscuras.

Donatella, la camarera italiana del Restaurant du Port, estaba terminando de poner las mesas de la terraza. Pronto llegarían a desayunar los empleados de las oficinas y las tiendas del puerto. Roger la observó en silencio hasta que ella se percató de su presencia. Le sonrió y con un gesto imperceptible se abrió un poco más la blusa.

—Qué buena vida, ¿eh?

Roger se sumó enseguida al jueguecito de seducción que ambos practicaban desde hacía algún tiempo. Adoptó una expresión afligida.

—Sí, pero podría ser mucho mejor…

Donatella cruzó los pocos metros que separaban la terraza del restaurante y la popa de la embarcación y se detuvo debajo de donde se hallaba Roger. La blusa abierta dejaba entrever el surco entre los pechos; Roger lo recorrió con la mirada. La muchacha se dio cuenta pero no dio la menor señal de fastidio.

—¡Pues claro! Si en vez de usar tanto los ojos usaras mejor las palabras… Eh, pero ¿qué hace ese loco?

Roger giró la cabeza, siguió la mirada de la camarera y vio un Beneteau de dos mástiles que avanzaba directamente hacia los barcos anclados, a toda velocidad. En el puente no había nadie.

—Malditos imbéciles.

Dejó a Donatella, corrió a la proa del Baglietto y empezó a agitar los brazos con frenesí y a gritar:

—¡Eh, los del dos mástiles! ¡Prestad atención!

Del barco no llegó ninguna señal de vida. Continuaba su curso, la punta enfilada hacia el muelle, sin disminuir la velocidad. Ya estaba a pocos metros y el choque parecía inevitable.

—¡Eh, vosotros!

Roger lanzó un último grito desesperado y después se aferró a la barandilla, a la espera del impacto. Con un ruido seco, la proa del Forever golpeó al Baglietto en el costado izquierdo, se deslizó un poco más adelante y se encajó entre el casco del yate y el de la embarcación anclada al lado, inclinándose un poco. Por fortuna, el motor no tenía potencia suficiente para causar daños graves y las defensas ayudaron a amortiguar el golpe, pero, aun así, en el impecable barniz del yate quedó un largo rasguño parduzco. Roger, furioso, gritó en dirección al Forever.

—¿Estáis locos, idiotas?

No hubo respuesta. Roger saltó del puente del Baglietto a la proa del Forever, mientras una pequeña multitud de curiosos se reunía en el muelle. Cuando alcanzó la popa vio algo que le dejó perplejo. La barra del timón estaba bloqueada. Alguien la había trabado con un bichero, firmemente sujeto con una cuerda. Un rastro rojizo salía del puente y bajaba por la escalerilla que conducía a la cabina. Había algo extraño y siniestro en todo aquello, y Roger sintió frío en el estómago. Bajó con lentitud la escalera, siguiendo la línea, que terminaba en un charco más oscuro al pie de la mesa. A Roger se le puso la carne de gallina cuando se dio cuenta de que era sangre. Se acercó, con las piernas temblorosas. Sobre la mesa, alguien había escrito dos palabras con sangre:

«Yo mato…».

La amenaza que contenía la inscripción y los puntos suspensivos eran aterradores. Roger tenía veintiocho años y no era un héroe; sin embargo, algo más fuerte que él le empujó hacia la puerta de lo que probablemente era el dormitorio. Se detuvo un instante, con la boca seca por la tensión, ante la hoja entornada, y después la empujó con un gesto decidido.

Notó una tufarada de olor dulzón, que le cogió de la garganta y le provocó náuseas. Ni siquiera tuvo fuerzas para gritar. Durante los años que le quedaran de vida, aquella visión le provocaría pesadillas cada noche.

El policía que estaba subiendo a bordo y la gente reunida en el muelle le vieron salir al puente como loco, doblarse por encima de la borda y vomitar en el mar; su cuerpo se sacudía con violentas convulsiones histéricas.