La cabeza del hombre emerge del agua no muy lejos de la proa del Forever. A través del cristal de sus gafas de bucear, identifica la cadena del ancla y braceando con lentitud la alcanza. La aferra con la mano derecha y se queda observando el barco, cuyo casco de fibra de vidrio refleja la luz de la luna llena. Su respiración es acompasada y tranquila.
La botella de cinco litros que carga a la espalda no permite inmersiones largas, pero es ligera, manejable y garantiza una autonomía suficiente para sus necesidades. Viste un mono de neopreno negro, anónimo, sin inscripciones ni accesorios de color, suficientemente grueso para brindarle una buena protección del frío durante el tiempo que permanezca en el agua. No puede usar una linterna, pero la claridad casi descarada del plenilunio le permite prescindir de ella sin dificultad. Intentando evitar el menor chapoteo, se desliza de nuevo bajo la superficie del agua, bordea la silueta del casco sumergido, cuya larga deriva, que se prolonga hacia las sombrías profundidades, se dibuja a contraluz. Luego emerge del lado de la popa de la elegante embarcación y se agarra a la escalerilla, que ha quedado baja.
Bien.
Esto le evitará inútiles acrobacias para subir a bordo. Desenrolla la cuerda que lleva alrededor de la cintura. Engancha un mosquetón a la escalerilla y ata al otro extremo de la cuerda el maletín con cierre hermético que ha traído consigo. Rápidamente comienza a quitarse la botella, las aletas y el cinturón de plomo, que deja atados a la escalerilla, a un metro por debajo de la superficie del agua.
No puede correr el riesgo de entorpecer sus movimientos, aunque conjetura que el factor sorpresa jugará a su favor: ya que es muy probable que los dos ocupantes del barco estén dormidos, debería resultarle bastante fácil cumplir con su cometido.
En el instante en que va a sacarse los plomos oye unos pasos sobre el puente. Se aparta de la escalerilla y se oculta a estribor, donde se vuelve invisible. Desde allí, entre las sombras, ve que la muchacha surge en lo alto de la escalerilla y permanece de pie allí, fascinada por el juego de la luz lunar sobre el mar en calma. Durante unos segundos, su albornoz blanco es un reflejo más; después, con un solo gesto felino, deja que se deslice hasta el suelo y queda desnuda bajo la luna.
Desde su puesto de observación, el hombre ve su perfil y admira su cuerpo esbelto y vigoroso, la línea perfecta de un pecho pequeño y firme; sigue con la mirada la curva de las nalgas, que se funde en las piernas largas y musculosas.
Con movimientos que parecen producir destellos de plata, la joven alcanza la escalerilla, extiende una pierna y con el pie prueba la temperatura del agua.
El hombre sonríe. Es la sonrisa afilada de un tiburón.
Le cuesta creer en su suerte.
Espera ardientemente que la joven no tema enfrentarse con el agua fría y sucumba a la tentación de un baño de mar bajo la luna llena. Como si hubiera leído su pensamiento, la muchacha se da la vuelta, comienza a bajar los peldaños y se desliza con suavidad en el agua; se estremece al contacto del mar frío, que le pone la carne de gallina y le endurece agradablemente los pezones.
Se aleja del barco nadando sin prisa, mar adentro, del lado opuesto al que se halla al acecho la figura con el mono negro. El movimiento silencioso con que el hombre se sumerge en el agua tiene la siniestra agilidad del predador que juega con su presa desprevenida, un juego cruel en el que siempre se apuesta a la muerte.
Ayudándose con las manos, el hombre vacía por completo sus pulmones valiéndose del respirador, para descender más velozmente; luego comienza a nadar en dirección a la muchacha. Muy pronto se encuentra debajo de ella; levanta la cabeza y la ve allá arriba, una mancha oscura a contraluz sobre la superficie del mar, moviendo los pies y las manos para mantenerse a flote. El hombre sube despacio; respira con bocanadas cortas para que las burbujas no delaten su presencia. Cuando la joven está al alcance de su mano, la agarra de los tobillos y tira con fuerza hacia abajo.
Arijane se da cuenta con estupor de la fuerza violenta que la arrastra bajo la superficie. La inmersión es tan súbita que ni siquiera tiene tiempo de llenar de aire los pulmones. De golpe se encuentra un metro bajo el agua, y casi enseguida nota que se afloja la presión en los tobillos. Patea instintivamente, para impulsarse hacia arriba, pero dos manos se apoyan con fuerza sobre sus hombros y la empujan más abajo, hacia el fondo, lejos de la superficie que brilla sobre su cabeza como una promesa sarcástica de aire y luz. Luego dos brazos rapaces le rodean el busto y le presionan el pecho; reconoce el contacto resbaladizo del neopreno de un traje de buzo que se adhiere a su espalda desnuda; nota un cuerpo desconocido junto al suyo, mientras el agresor le rodea la pelvis con las piernas para impedirle todo movimiento.
El terror le bloquea la razón con un muro de hielo.
Comienza a debatirse salvajemente, gimiendo, pero sus pulmones, ya con poco oxígeno, consumen en un instante todas sus escasas reservas. A medida que aumenta la necesidad de aire, Arijane siente que las fuerzas la abandonan poco a poco, mientras su cuerpo, inmovilizado por el apretón mortal de ese otro cuerpo agarrado con tenacidad al suyo, es arrastrado, de manera inexorable, hacia la noche sin luna del fondo del mar.
Se da cuenta de que está a punto de morir, de que alguien la está matando sin que se le conceda saber por qué. De sus ojos escapan lágrimas amargas, saladas, que van a confundirse con los millones de gotas anónimas del mar que, indiferente, la envuelve. Siente que la oscuridad de ese abrazo se dilata y comienza a formar parte de ella, como un frasco de tinta negra derramada en agua limpia. Una mano fría e implacable hurga con frenesí en cada parte de su cuerpo, dentro, fuera, como tratando de extinguir hasta la menor chispa de vida que encuentre, antes de alcanzar su joven corazón de mujer y detenerlo para siempre.
El hombre nota que el cuerpo que aferra se relaja de repente, en el instante mismo en que la vida lo abandona. Espera unos segundos y después gira el cadáver de frente a él, pasa los brazos por debajo de las axilas y comienza a mover los pies, enfundados en las aletas, para emerger al aire. A medida que se acerca a la superficie iluminada, el rostro de la joven deja de ser una mancha oscura y, poco a poco, va cobrando forma ante el cristal de las gafas. Aparecen las facciones delicadas, la nariz fina, la boca entreabierta, de la que salen unas últimas, pocas, burlonas burbujas de aire. Aparecen los espléndidos ojos verdes sin vida, fijos en la instantánea morbosa de la muerte, claramente visibles al aproximarse a esa luz que ya no pueden ver, que ya no les pertenece.
El hombre observa el rostro de la mujer a la que acaba de matar como un fotógrafo contempla cómo se revela una fotografía que le produce particular impaciencia. Cuando está totalmente seguro de la belleza de esa cara, el tiburón vuelve a sonreír.
Al fin la cabeza del hombre emerge del agua. Todavía sosteniendo el cadáver, se acerca a la escalerilla. Coge la cuerda que antes ha anudado a la estructura tubular y rodea el cuello de la muerta, para impedir que se hunda mientras él se quita la botella y el snorkel. El cuerpo se desliza bajo el agua y provoca un ligero remolino. El pelo de la joven flota a pocos centímetros de la superficie, siguiendo el chapoteo de las olas contra el casco, como los tentáculos de una medusa bajo la luz de la luna.
Se saca las aletas, la máscara y los plomos y los apoya con delicadeza sobre la cubierta, sin hacer el menor ruido. Una vez libre, se agarra con la mano izquierda a la escalerilla, suelta la cuerda que sujeta el cadáver y lo aferra con el brazo derecho. Sin esfuerzo aparente, sube los pocos peldaños de madera cargando el cuerpo de su víctima. Lo tiende sobre el puente, perpendicularmente a la eslora de la embarcación. Lo contempla durante un largo momento y luego se inclina para recoger el albornoz que la joven llevaba antes de su baño nocturno.
En un gesto de piedad tardía, lo extiende sobre la mujer acostada boca arriba, como para proteger aquel cuerpo, ya frío, del fresco de una noche que para ella no terminará jamás.
—¿Arijane?
La voz llega de improviso desde el interior de la embarcación. El hombre gira por instinto la cabeza en esa dirección. Tal vez el compañero de la joven se ha despertado porque ha tenido la sensación de estar solo en la cabina. Tal vez en la cama ha extendido una pierna para buscar el contacto de la piel de su amada y no lo ha encontrado, en la luminosidad blanquecina que esparce la claridad de la luna.
Al no obtener respuesta, sin duda saldrá a buscarla.
Cubierto por el mono negro, que lo convierte en una sombra más oscura que las que proyecta la luna, el hombre se levanta y va a esconderse detrás del mástil mayor.
Desde su lugar de observación ve aparecer primero la cabeza y después el cuerpo del dueño del barco, que ha salido al puente a buscar a su mujer. Está desnudo. El hombre escondido ve que gira la cabeza a un lado y a otro, y luego fija la mirada en la popa, donde ve a su amada, tendida detrás del timón, cerca de la escalerilla. Ella tiene la cara vuelta hacia el lado opuesto y parece dormida, cubierta sin cuidado con su albornoz blanco. Él avanza un paso hacia ella; luego nota el suelo mojado bajo los pies, baja la vista y advierte unas huellas húmedas. Quizá piensa que la joven ha querido darse un baño de mar, y siente una oleada de ternura por ese cuerpo que parece abandonado al sueño bajo la claridad de la luna. Tal vez la imagina nadando con fluidez en el silencio nocturno, tal vez ve su cuerpo mojado recubrirse de reflejos plateados al salir del agua… Se le acerca despacio, acaso con el deseo de despertarla con un beso, llevarla a la cabina y hacerle el amor. Se acurruca a su lado y apoya una mano en el hombro que asoma del albornoz. El hombre del mono negro oye con claridad sus palabras.
—Mi amor…
La mujer no da ninguna señal de haber oído. Su piel está helada.
—Mi amor, no puedes quedarte aquí con este frío…
Tampoco esta vez hay respuesta. Jochen siente que una extraña angustia le produce un agujero en el estómago. Coge con suavidad la cabeza de Arijane entre sus manos, gira el rostro hacia él y encuentra los ojos, la mirada sin vida. El movimiento hace salir un hilo de agua de la boca entreabierta. De inmediato se da cuenta de que está muerta, y un alarido silencioso le atraviesa la mente. Se pone en pie de un salto y en ese preciso instante siente un brazo húmedo contra la garganta. Una presión violenta le obliga a arquear la espalda e inclinarse hacia atrás.
Jochen es un hombre de estatura apenas superior a la media y su cuerpo es el de un deportista, entrenado por largas sesiones de gimnasio y muchas horas de jogging, indispensables para soportar la enorme exigencia física de un Gran Premio. Pero su agresor es más alto que él e igualmente vigoroso; además, cuenta con la ventaja de la sorpresa y el aturdimiento provocado por el hallazgo de la muerte de Arijane. El piloto alza las manos de forma instintiva y aferra el brazo negro que le aprieta la garganta y le corta la respiración; trata con todas sus fuerzas de aflojar la presión que le ahoga. Con el rabillo del ojo ve un reflejo centelleante a su derecha. Una fracción de segundo después, el cuchillo que empuña el agresor, afilado como una navaja, atraviesa el aire con un leve silbido y describe un rápido arco de arriba hacia abajo.
El cuerpo de Jochen se agita con un estremecimiento cuando la hoja penetra entre las costillas y le traspasa el corazón. Nota en la boca el sabor de su propia sangre y muere mientras en sus ojos se refleja la sonrisa gélida de la luna.
El hombre sigue haciendo presión con el cuchillo hasta que el cuerpo de Jochen se convierte en un peso muerto entre sus brazos. Solo entonces afloja la mano y sostiene a su víctima por las axilas para amortiguar la caída sobre el puente. Se detiene un instante a contemplar los dos cuerpos sin vida a sus pies, mientras respira despacio para calmar su jadeo. Después agarra el cadáver del hombre por los brazos y comienza a trasladarlo a la cabina.
Tiene poco tiempo y mucho trabajo que hacer antes de que salga el sol.
Lo único que echa de menos en ese momento es la música.