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Jochen Welder accionó el mando del cabrestante eléctrico y mantuvo pulsado el botón para hacer descender el ancla y un largo de cadena suficiente para fondear el Forever. Concluida la maniobra, apagó el motor. La embarcación, un espléndido velero de dos mástiles de veintidós metros, diseñado por su amigo Mike Farr y construido expresamente para él en el astillero Beneteau, comenzó a virar despacio. Empujado por una brisa ligera que soplaba en dirección a tierra, siguió la corriente, y quedó con la proa hacia el mar abierto. Arijane, que se había encargado de controlar el descenso del ancla, fue hacia él; atravesó el puente con paso desenvuelto, apoyándose solo de vez en cuando en la borda para amortiguar el efecto del leve balanceo de las olas. Jochen, con los ojos entornados, la contemplaba mientras se aproximaba, y admiró por enésima vez su figura esbelta, atlética, vagamente andrógina. Con una sensación de calor en la boca del estómago, absorbió la solidez de su cuerpo y el encanto de sus gestos. Sintió que el deseo ascendía como un pequeño dolor y pensó con gratitud en las casualidades del destino: le había ofrecido una mujer que ni siquiera de haber podido hacerla él con sus propias manos se habría acercado tanto a su ideal de perfección.

Todavía no había tenido el valor de decirle que la amaba.

Ella lo alcanzó cerca del timón, le pasó los brazos alrededor del cuello y le dio en la mejilla un beso suave. Jochen sintió el calor de su aliento y el aroma natural de su cuerpo, y pensó una vez más que no existe mejor perfume que el de una piel que huele bien. La de ella sabía a mar y a secretos por descubrir, poco a poco, sin prisa. La sonrisa de Arijane resplandeció en el contraluz del crepúsculo y Jochen, más que verlo, imaginó el reflejo centelleante de sus ojos.

—Bajaré a ducharme. Después, si quieres, puedes ducharte tú también, y sobre todo podrías afeitarte esta barba. Quizá entonces acepte cualquier propuesta que quieras hacerme después de cenar…

Jochen esbozó una sonrisa cómplice y se pasó una mano por el mentón, cubierto por una barba de dos días.

—Qué extraño, creía que a las mujeres os gustaban los hombres con la barba un poco descuidada…

Imitó la voz de los actores de las películas de aventuras de la década de los cincuenta.

—Ésos que os rodean la espalda con un brazo y con el otro navegan hacia el horizonte.

Arijane, siguiendo el juego, anduvo hacia la escalera con el contoneo de una diva del cine mudo.

—No me cuesta nada imaginarme un viaje hacia el horizonte contigo, mi héroe, pero no creo que cambie mucho si me ahorras que lo haga con las mejillas ardiendo.

Desapareció como una actriz detrás de bastidores después de un golpe de efecto.

—Arijane Parker, tus adversarios te toman por una gran ajedrecista, pero ninguno de ellos sabe qué eres en realidad…

Ella asomó la cabeza un instante, curiosa.

—¿O sea?

—¡La comedianta más hermosa que he conocido!

—¡Vale! Por eso soy tan buena jugadora de ajedrez; porque no me tomo nada en serio.

Y desapareció de nuevo. Jochen vio en el puente el reflejo de la luz encendida, y poco después oyó el agua de la ducha.

La sonrisa no se borraba de su cara.

Había conocido a Arijane hacía unos meses, en ocasión del Gran Premio de Brasil, en una recepción organizada por uno de los patrocinadores del equipo, una multinacional de ropa de deporte. Por lo general trataba de evitar los compromisos mundanos, en especial cuando se avecinaba una carrera, pero esa vez se trataba de un evento a beneficio del Unicef, y no había podido negarse.

Bastante incómodo, vagaba por los salones llenos de gente; le sentaba tan bien el esmoquin que nadie habría podido imaginar que lo había alquilado para la ocasión. En la mano, una copa de champán que no terminaba de beber; en el rostro, un aburrimiento que no conseguía disimular.

—¿Es usted siempre tan divertido, o está haciendo hoy un esfuerzo especial?

Se dio la vuelta al oír el sonido de la voz y se encontró con la sonrisa y los ojos verdes de Arijane. También ella llevaba un esmoquin de hombre, con una camisa abierta, sin la clásica pajarita. En los pies, un simple par de zapatillas de deporte blancas. Con esa ropa y el pelo negro y corto, parecía una versión elegante de Peter Pan. Jochen, que había visto muchas veces su foto en los periódicos, reconoció enseguida a Arijane Parker, la excéntrica muchacha de Boston que había salido del anonimato poniendo entre la espada y la pared a los mejores campeones de ajedrez del mundo. Le había hablado en alemán, y Jochen había respondido en el mismo idioma.

—Como alternativa me habían propuesto fusilarme. Pero, como tengo unos compromisos para el fin de semana, no tuve más remedio que aceptar esto.

Con un movimiento de cabeza señaló el salón lleno de gente. La sonrisa de Arijane se acentuó y su expresión divertida dio a Jochen la sensación de haber superado un examen. Ella tendió una mano.

—Arijane Parker.

—Jochen Welder.

Al estrecharle la mano, Jochen tuvo la clara sensación de que aquel gesto tenía un significado particular, que en las miradas que intercambiaban había algo que las simples palabras no podían expresar. Luego salieron a la gran terraza, que parecía suspendida en el respiro silencioso de la noche brasileña.

—¿Cómo es que hablas tan bien el alemán?

—La segunda mujer de mi padre, que casualmente es mi madre, es de Berlín. Por suerte siguió casada con él el tiempo suficiente para enseñármelo.

—¿Y por qué la dueña de una cabeza tan hermosa decide tenerla inclinada durante horas y horas sobre un tablero?

Arijane arqueó una ceja y le devolvió la pelota, respondiendo a su pregunta con otra pregunta:

—¿Por qué el dueño de una cabeza tan interesante decide esconderla en esa especie de cazuela en la que acostumbráis ponerla los pilotos?

Léon Uriz, el representante del Unicef que había organizado la velada, llegó en ese momento para reclamar su presencia en el gran salón. Jochen dejó a Arijane de mala gana y lo siguió, decidido a regresar cuanto antes para responder a la pregunta. Antes de cruzar el umbral de las grandes puertas de cristal se volvió a mirarla. Estaba de pie cerca de la balaustrada, observándole, con una mano en el bolsillo. Con una sonrisa y un gesto cómplice levantó hacia él la copa de champán que sostenía en la otra mano.

Al día siguiente, después de los entrenamientos libres del jueves, fue a verla al torneo. Su llegada provocó sensación entre el público y los periodistas. Resultaba evidente que la presencia de Jochen Welder, dos veces campeón del mundo de Fórmula Uno, en una partida de Arijane Parker no podía ser fruto de la casualidad, ni tampoco de un súbito interés por el ajedrez. Ella estaba sentada ante el tablero, separada del jurado y el público por una barrera de madera. Volvió la cabeza al oír los murmullos y, al verle, su expresión no cambió en absoluto, como si no le hubiera reconocido. Un instante después, su mirada se fijó otra vez en el tablero que la separaba de su adversario. Jochen admiró su concentración, su cabeza inclinada sobre el juego, la seductora incongruencia de esa figura delgada de mujer en un ambiente en general muy masculino. A partir de ese momento, Arijane cometió algunos errores incomprensibles. Él no entendía nada de ajedrez, pero lo intuyó por los comentarios del apasionado público que colmaba la sala. De golpe, ella se levantó y echó el rey sobre el tablero, en señal de rendición. Sin mirar a nadie, con la cabeza baja, salió por la puerta de madera que se abría al fondo de la sala. Jochen intentó alcanzarla, pero ella desapareció sin dejar rastro.

Las pruebas cronometradas y las obligaciones previas a la competición le impidieron buscarla, pero la mañana del Gran Premio, poco después de la rueda de prensa de los pilotos, se la encontró por sorpresa en el box. Mientras controlaba la ejecución de las modificaciones del coche que había propuesto a los mecánicos después de los ejercicios de calentamiento, la voz de Arijane lo sorprendió como en el primer encuentro.

—Debo decir que el mono no te sienta tan bien como el esmoquin, pero al menos es más alegre.

Se dio la vuelta y la vio frente a él; sus brillantes ojos verdes y el pelo medio oculto bajo una gorra. Llevaba una camiseta liviana, debajo de la cual se adivinaban los senos, y un pantalón corto, rojo, como casi todos los que allí estaban. Alrededor del cuello llevaba un cordón del que pendía un pase de la federación y un par de gafas de sol sostenidas por una tira de plástico. La sorpresa le había paralizado, tanto que Alberto Regosa, su ingeniero de pista, le soltó con tono burlón:

—¡Eh, Jochen! ¡Si sigues con la boca abierta no podrás abrocharte el casco!

Apoyó una mano en la espalda de Arijane y respondió al mismo tiempo a ella y a la broma del amigo.

—Ven, salgamos de aquí. Podría presentarte a este individuo, pero no vale la pena, ya que mañana deberá buscarse otro trabajo.

La acompañó fuera del box mientras, con el dedo medio de la mano derecha oculta tras la espalda, contestaba a la broma del ingeniero. Después miró con descaro las hermosas piernas que dejaba ver el pantalón corto.

—La verdad, tampoco a ti te quedaba mal el esmoquin, pero prefiero esto. Siempre pesa una sombra de legítima sospecha sobre las piernas de una mujer con pantalones.

Los dos rieron; después, Jochen le explicó brevemente el ajetreo de la actividad del mundo de las carreras automovilísticas, que Arijane desconocía por completo. Le aclaró quién era quién y qué era esto y aquello; a ratos debía alzar la voz para imponerse al rugido de algún motor. Cuando llegó el momento de colocarse en la parrilla de salida, la invitó a presenciar la carrera desde el box.

—Me temo que ahora debo ir a ponerme la cazuela en la cabeza, como dices tú. Nos vemos después.

Antes de alejarse la confió al cuidado de Greta Ringer, la jefa de prensa del equipo. Luego subió a su coche y mientras los mecánicos le abrochaban el cinturón de seguridad levantó la cabeza y la miró. A través de la abertura del casco, los ojos de ambos volvieron a hablarse, en un idioma que por un instante le hizo olvidar la emoción de la competición. Para él la carrera concluyó enseguida, después de una decena de vueltas. Empezó bien, pero luego, cuando iba en cuarto lugar, la suspensión trasera, punto débil de su coche, cedió de golpe y dio una vuelta sobre sí mismo a la salida de una curva difícil. Chocó con violencia contra las barreras de protección, rebotó hacia el centro de la pista y al fin se detuvo, con su Klover F109 casi destrozado. Por radio avisó al equipo que todo estaba bien, y volvió a pie. Al llegar al box buscó a Arijane con la mirada, pero no la encontró. Solo después de haber explicado el motivo del accidente al director del equipo y a los técnicos pudo salir a buscarla. Estaba en la caravana, sentada junto a Greta, que se alejó discretamente cuando le vio llegar. Arijane se levantó y le rodeó el cuello con los brazos.

—Puedo aceptar que tu presencia me haga perder la semifinal de un torneo importantísimo, pero creo que me costará mucho más sentir que muero un poco cada vez que tú arriesgues la vida en estos circuitos. Ahora puedes besarme, si quieres…

Desde ese día no se separaron.

Jochen encendió un cigarrillo y se quedó solo, sentado en la penumbra, fumando y contemplando las luces de la costa. Había anclado el barco a poca distancia de Cap Martin, frente a Roquebrune y bajo la gran «V» azul que brillaba en la montaña: la insignia del Vista Palace, el gran hotel de lujo construido al borde de un abismo. A la izquierda resplandecía Montecarlo, hermosa y artificial como una dentadura nueva, inmersa en sus luces inmerecidas y en el dinero que no le pertenecía. Habían pasado tres días desde el Gran Premio y, después de las multitudes del fin de semana de la competición, la ciudad volvía rápidamente a su normalidad plastificada. Donde poco antes habían rugido los coches de carrera se reanudaba el tráfico perezoso y ordenado bajo el sol de mayo; pero el verano que se avecinaba en Montecarlo no habría de ser como los anteriores, ni para él ni para los demás.

Jochen Welder, a los treinta y cuatro años, se sentía viejo y tenía miedo.

El miedo era algo que conocía bien, un compañero habitual para todo piloto de Fórmula Uno, con el que se acostaba la víspera de cada carrera, fuera quien fuese la mujer que en ese momento compartiera su cama y su vida. Había aprendido incluso a reconocer su olor, en los monos impregnados de sudor colgados a secar en el box. Durante mucho tiempo había enfrentado y dominado su miedo, durante mucho tiempo lo había olvidado cada vez que se ponía el casco o subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad, esperando la oleada de adrenalina que invadía sus venas. Ahora era distinto; ahora tenía miedo del miedo. Ése que sustituye el instinto con el razonamiento, que te hace despegar el pie del acelerador un segundo antes de lo necesario, y que un segundo antes de lo necesario te hace encontrar el pedal del freno. Ése que de golpe te deja mudo y habla solo a través de un cronómetro, que muestra cuan breve es un segundo para un hombre común y cuan largo, en cambio, para un piloto.

A su lado sonó el teléfono móvil. Estaba convencido de haberlo apagado; lo miró y tuvo la tentación de hacerlo en ese momento. Después, con un suspiro, lo sacó del estuche y pulsó el botón para iniciar la comunicación.

—¿Dónde diablos te has metido, hombre?

La voz de Roland Shatz, su mánager, salió del aparato tan sonora como la de un presentador de un concurso televisivo. Jochen esperaba la llamada, pero aun así lo cogió un poco por sorpresa.

—De paseo… —respondió evasivo.

—¡De paseo, y una mierda! ¿No sabes el revuelo que hay?

No lo sabía, pero podía imaginárselo fácilmente. Al fin y al cabo, un piloto que, teniendo una carrera ya casi ganada, la perdía por un error en la última curva siempre era objeto de airados comentarios en la prensa deportiva de todo el mundo. Sin darle tiempo a responder, Roland continuó con el mismo tono:

—El equipo ha intentado cubrirte de todas las formas posibles frente a los periodistas, pero Ferguson está furioso. En todo el Gran Premio no has hecho ni un solo adelantamiento; te has colocado delante solo porque los otros se salieron de la pista o tuvieron problemas de motor… ¡Así vas a echar por la borda toda una carrera! El titular más benévolo dice: «En Montecarlo, Jochen Welder pierde la carrera y el prestigio».

Intentó una débil protesta.

—Te dije que había algo en la suspensión…

El manager ni siquiera le permitió terminar.

—¡Un carajo! Los informes de telemetría cantan mejor que Pavarotti. El coche estaba perfecto, y lo ha demostrado el motor de Malot, que resistió bien aunque en la parrilla él partió muy por detrás de ti.

Francois Malot era el segundo piloto de la escudería, un osado joven de mucho talento al que Ferguson, el director deportivo del Klover F1 Racing Team, consentía y favorecía desde hacía tiempo. Todavía no poseía la experiencia necesaria, pero era brillante en los entrenamientos y tenía coraje y temeridad para dar y regalar. Los profesionales del circuito estuvieron observando sus progresos desde su debut en Fórmula Tres, hasta que Ferguson les ganó de mano a todos al ofrecerle un contrato por dos años. El propio Shatz no había ahorrado esfuerzos para ocuparse de sus intereses al mismo tiempo que de los de Jochen. Así era la ley del mundo del deporte, y de la Fórmula Uno en particular; un planeta pequeñísimo donde el sol sale y se pone con una rapidez despiadada.

El tono de Roland cambió de pronto; su voz reflejaba la amistad que le ligaba a Jochen, más allá de las simples relaciones de trabajo. Aun así, daba la impresión de que él solo interpretaba al policía bueno y al policía malo de los interrogatorios hollywoodienses.

—Jochen, tenemos problemas. La semana próxima está prevista una sesión privada de prueba en Silverstone, con la Williams y la Jordan. Si he entendido bien, no te han convocado. Prefieren que Malot y Barendson hagan las pruebas de la nueva suspensión. Sabes qué significa, ¿verdad?

Claro que lo sabía. Conocía demasiado bien el mundo de las carreras para no saberlo. Cuando un piloto no está al corriente de las últimas novedades técnicas del equipo, lo más probable es que sea porque los responsables no quieran darle la posibilidad de pasar valiosas informaciones a una escudería rival. Es decir, no le renovarán el contrato.

—¿Qué esperas que te diga, Roland?

—Nada, no espero que me digas nada. Solo quiero que, cuando corras, uses el cerebro y el pie como siempre has sabido hacerlo.

Un instante de silencio casi imperceptible.

—Estás con esa chica, ¿verdad?

A pesar suyo, Jochen sonrió.

Roland no tenía ninguna simpatía por Arijane, a quien ni siquiera se dignaba nombrar: apenas la mencionaba como «esa chica». Por otra parte, ningún manager sentía simpatía por una mujer a la que creía responsable de los malos resultados de un piloto suyo. Decenas de mujeres habían pasado por la vida de Jochen, y Shatz las había valorado como lo que eran: el complemento inevitable de una estrella del deporte que, como él, era el centro de la atención; una constelación de pequeñas y hermosas lunas que brillaban con la luz del campeón. Sin embargo, extrañamente, había levantado las antenas ante la aparición de Arijane, y se había puesto a la defensiva. Tal vez había llegado el momento de explicarle que Arijane no era la causa de su mal sino, en todo caso, el síntoma. Jochen habló con el tono de un padre amable que debe convencer a un niño terco para que se lave también el interior de las orejas.

—Roland, ¿no se te ha pasado por la cabeza que quizá la película ha llegado al final? Tengo treinta y cuatro años. A mi edad, muchos pilotos ya se han retirado, y los que todavía corren parecen la caricatura de lo que fueron.

Omitió adrede mencionar a los que habían muerto. Pero pensó en ellos; nombres, caras, ojos y risas de hombres jóvenes que de golpe se habían convertido en cuerpos envueltos en una carrocería retorcida, un casco echado hacia delante, una ambulancia nunca lo bastante veloz, un helicóptero nunca lo bastante rápido, un médico nunca lo bastante hábil.

Las palabras de Roland reflejaban una actitud rebelde.

—Pero ¿qué dices, Jochen? Sé tan bien como tú cómo es la Fórmula Uno, pero tengo un montón de propuestas de Estados Unidos. Todavía te quedan muchos años por delante para divertirte y ganar un montón de dinero sin correr riesgos.

Jochen no tuvo valor para frenar el ímpetu empresarial de Roland. Sin duda el dinero no era el incentivo capaz de cambiar su estado de ánimo; poseía dinero suficiente para dos generaciones. Lo había ganado arriesgando el pellejo a lo largo de todos aquellos años, y no había sucumbido, como tantos de sus colegas, a la tentación de comprarse un avión personal, un helicóptero, o a poseer casas esparcidas por todo el mundo. Renunció a explicar a Roland que el problema era otro: que por desgracia ya no se divertía. Por algún motivo, la cuerda se había roto. Por suerte, no había sucedido mientras él estaba haciendo equilibrios encima de ella.

—Vale. Podemos hablarlo luego.

Shatz comprendió que de momento no debía insistir.

—De acuerdo. Pero trata de estar en forma para España. El mundial todavía no ha terminado, y un par de bonitas carreras te ayudarán a ver las cosas de otro modo. Mientras tanto, ¡diviértete, donjuán!

Roland cortó la comunicación y Jochen se quedó mirando el aparato, casi como si pudiera ver, en la pantalla, el rostro preocupado de su manager.

—¡Fantástico! Apenas me alejo un momento y ya te pones a hablar por teléfono. ¿Debo sospechar que hay otra mujer en tu vida?

Arijane salió de la cabina y se le acercó, secándose el pelo con una toalla.

—Era Roland.

—¡Ah!

Ese monosílabo resumía toda la situación.

—No le resulto simpática, ¿verdad?

Jochen la atrajo hacia sí y rodeó su delgada cintura con los brazos. Apoyó la mejilla en su vientre y habló sin mirarla a la cara.

—No es ése el problema. Roland tiene sus preocupaciones, como todos, pero es un amigo y confío plenamente en su buena fe.

Arijane le acarició el cabello.

—¿Se lo has dicho?

—No, he preferido no hablarlo por teléfono. Creo que se lo diré, a él y a Ferguson, en Barcelona, la semana próxima. De todos modos, haré el anuncio oficial de mi retirada al final de la temporada. No quiero que los periodistas me persigan todavía más que ahora.

La historia de Jochen y Arijane había sido un bocado muy apetitoso para la prensa de todo el mundo. Hacía meses que sus caras ocupaban las portadas de las revistas, y los cronistas de sociedad habían disfrutado inventando todo lo posible.

Jochen levantó la cara y buscó la mirada de Arijane. Su voz era un susurro emocionado.

—Te amo, Arijane. Te amaba ya antes de conocerte, y no lo sabía.

Ella no respondió. Se limitó a mirarlo bajo el reflejo de la luz de la cabina. Jochen sintió un pequeño escalofrío de inquietud; pero ya lo había dicho, y no podía ni quería volver atrás.