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Jean-Loup Verdier pulsó el botón del mando a distancia y solo cuando se empezó a alzar la persiana metálica puso en marcha el motor, para no respirar el gas del tubo de escape en el espacio restringido del box. La luz de los faros penetró la pantalla negra de la oscuridad. Cuando la puerta se abrió por completo, apretó el acelerador y condujo despacio hacia fuera el Mercedes SLK. Apuntando el mando a distancia hacia la puerta con el brazo levantado por encima de la cabeza, pulsó la tecla para cerrar; mientras esperaba el «clang» de la puerta se quedó mirando el panorama que se abría ante el patio de su casa.

Montecarlo era un lecho de cemento sobre el mar. La ciudad casi no tenía forma; estaba envuelta en una ligera bruma que reflejaba las luces encendidas en la noche. Un poco más abajo, ya en territorio francés, podía ver los campos iluminados del Country Club donde probablemente se estaba entrenando alguna estrella del tenis internacional; a un costado se alzaba el Parc Saint-Roman, uno de los rascacielos más altos de la ciudad. Más allá, hacia Cap d’Ail, bajo la roca de la ciudad vieja, se adivinaba el barrio de Fontvieille, arrancado al mar metro a metro, pedazo a pedazo.

Encendió al mismo tiempo un cigarrillo y la radio, sintonizada en Radio Montecarlo. Mientras conducía el coche por la rampa que llevaba a la calle, accionó el mando a distancia para abrir la verja. Dobló a la izquierda y bajó lentamente hacia la ciudad, disfrutando del aire ya caliente de finales de mayo.

Por la radio sonaba «Pride», un tema de U2, con su inconfundible ritmo de guitarra de fondo. Sonrió. Stefania Vassallo, la locutora que realizaba la emisión de Radio Montecarlo a aquella hora, sentía una auténtica pasión por «The Edge», el guitarrista del grupo irlandés. No perdía la ocasión de incluir algún tema de ellos en su programa. En la radio le habían tomado el pelo durante meses por el aire soñador que llevaba como un maquillaje cuando al fin logró obtener una entrevista con sus ídolos.

Mientras recorría la carretera llena de curvas que llevaba desde Beausoleil hacia el centro, se puso a marcar el ritmo con el pie izquierdo, al tiempo que Bono, con voz ronca y melancólica, contaba historias de un hombre llegado in the name of love.

Había un anticipo de verano en el aire, con ese aroma particular que solo tienen las ciudades que están a orillas del mar. Olor a sal, pinos, romero, voluptuosidad y vanidad. Promesas y apuestas. No cumplidas las primeras, perdidas las segundas.

El mar, los pinos, el romero y el florecimiento del verano seguirían allí todavía durante mucho, mucho tiempo después de que él y sus semejantes, que se afanaban en aquel lugar y en otros parecidos, se hubieran perdido en el olvido.

Sin embargo, viajaba con el coche descubierto, con el pelo al viento, promesas en el corazón y buenas apuestas a la vida.

Había cosas peores en el mundo.

A pesar de la hora, circulaba solo por la carretera.

Cogió la colilla del cigarrillo entre el pulgar y el índice, la lanzó al aire y siguió por el espejo retrovisor la parábola luminosa. La vio caer sobre el asfalto y dispersarse en minúsculas chispas. La última bocanada de humo se perdió en la misma ráfaga de viento.

Cuando llegó al final de la bajada, permaneció un instante indeciso, pensando qué calle coger para llegar a la zona del puerto. Mientras recorría la rotonda optó por girar hacia el centro y seguir por el bulevar d’Italie.

Los turistas comenzaban a afluir al principado. El Gran Premio de Fórmula Uno, recién concluido, señalaba el principio del verano monegasco. De allí en adelante, los días, las tardes y las noches de la costa serían un vaivén de actores y espectadores. Por un lado, limusinas con chófer y pasajeros de aire suficiente y aburrido. Por otro, autobuses cargados de gente sudorosa iguales a los que se hallaban de pie ante los escaparates, con el reflejo de las luces en sus ojos. Sin duda algunos de ellos se preguntaban de dónde sacar tiempo para comprar aquella chaqueta, mientras que otros se preguntaban de dónde sacar el dinero. Eran el blanco y el negro, los dos extremos; en medio, se extendía una variada serie de matices de gris. Muchos vivían con el único fin de encandilar con falsas apariencias; otros, trataban de protegerse de ellas.

Jean-Loup pensó que las prioridades de la vida, al fin y al cabo, son bastante simples y reiterativas, y en pocos lugares del mundo era tan posible cuantificarlas como allí. La caza del dinero ocupa el primer puesto. Algunos lo tienen y todos los demás lo desean. Simple. Un lugar común se convierte en tal por la dosis de verdad que contiene. Tal vez el dinero no dé la felicidad, pero permite pasar mejor el tiempo mientras esta llega.

Así pensaban todos.

Sonó el móvil en el bolsillo de su camisa. Respondió sin siquiera leer en la pantalla el nombre del que llamaba; sabía perfectamente de quién se trataba. La voz de Laurent Bedon, el director y autor de Voices, el programa que Jean-Loup emitía cada noche por Radio Montecarlo, le llegó mezclada con el chasquido del aire en el micrófono del teléfono.

—¿Crees que esta noche te dignarás honrarnos con tu presencia, o debemos prescindir de nuestra estrella?

—Hola, Laurent. Ya llego, estoy en camino.

—Estupendo. Ya sabes que a Robert se le altera el marcapasos cuando un locutor no está en la radio por lo menos una hora antes del comienzo de la emisión. Ya está echando humo por los cojones.

—¿También por los cojones? ¿No le bastaba con el de los cigarrillos?

—Según parece, no.

Mientras tanto, el bulevar d’Italie se había convertido en el bulevar des Moulins. Los escaparates iluminados, a ambos lados de la calle, se abrían a un sinfín de promesas, como las miradas provocadoras de las prostitutas de lujo. Y, del mismo modo, bastaba un poco de dinero para convertirlas en realidad…

El ligero silbido electrónico del móvil, que se acoplaba con las ondas de la radio del coche, interrumpió la conversación. Jean-Loup se lo pasó a la otra oreja y el ruido cesó. Como si hubiera sido una señal convenida, Laurent cambió de tono.

—Bromas aparte, a ver si te das prisa, hombre. He tenido un par…

—Espera un momento. Los polis —le interrumpió Jean-Loup.

Bajó de golpe la mano y puso su mejor cara de póquer. Había llegado a un semáforo, en el cruce con la avenida de la Madone, y se había detenido a la izquierda. En la esquina, un policía de uniforme controlaba que los automovilistas siguieran al pie de la letra las instrucciones de su colega luminoso. Jean-Loup esperaba haber ocultado su teléfono con la rapidez suficiente para que no lo hubiera visto. En Montecarlo eran muy rigurosos con respecto al uso del móvil mientras se conducía. En aquel momento él no tenía ganas de perder tiempo en discusiones con un inflexible policía del principado.

Cuando la luz cambió a verde, Jean-Loup giró a la izquierda ante la mirada desconfiada del agente. Le vio volver la cabeza y seguir con los ojos el SLK mientras desaparecía por la corta bajada que pasaba ante el hotel Metropole. En cuanto se aseguró de hallarse fuera de su alcance, Jean-Loup volvió a acercar el móvil a la oreja.

—Ya ha pasado el peligro. Disculpa, Laurent. ¿Me decías?

—Te decía que he tenido un par de ideas razonables y quiero comentarlas contigo antes de salir al aire. Anda, apresúrate.

—¿Plausibles, cómo? ¿Como el treinta y dos o el veintisiete?

—Vete al carajo, capullo —replicó Laurent, irónico pero un poco enfadado.

—Como decía no sé quién, no me deis consejos, sino orientación.

—Deja de decir estupideces y más bien apresúrate.

—Recibido. Ya estoy entrando en el túnel —mintió Jean-Loup. El otro cortó la comunicación. Jean-Loup sonrió. Laurent siempre definía sus nuevas ideas de aquel modo: razonables. Para hacerle justicia, debía admitir que en general lo eran. Lamentablemente para él, definía de la misma manera los números que intuía que saldrían en la ruleta, cosa que no sucedía casi nunca.

En el cruce giró a la izquierda para bajar por la avenida des Spelugues. A la derecha entrevió el reflejo de las luces de la plaza, con el hotel de París y el café de París uno frente al otro, como centinelas a ambos lados del casino, compartiendo las luces. Las barreras y las tribunas móviles que se erigían en aquel punto con motivo del Gran Premio se habían desmontado en un tiempo récord. Nada debía perturbar durante demasiado tiempo la sacralidad pagana de aquel lugar, por entero dedicado al culto al juego, el dinero y la apariencia.

Dejó atrás la plaza del Casino y emprendió a velocidad moderada la bajada que pocos días antes los Ferrari, los Williams y los McLaren habían recorrido a una velocidad absurda. Después de la curva del Portier sintió en la cara la brisa que venía del mar y vio las luces amarillas del túnel. Mientras lo atravesaba notó que el aire se volvía más fresco, inmerso en aquella luminosidad antinatural que mezclaba los colores y los volvía todos iguales. A la salida se encontró con el espectáculo del puerto iluminado, donde en aquel momento flotaban, con toda probabilidad, un centenar de millones de euros en barcos. En lo alto, a la izquierda, la Roca, con el palacio envuelto en luces difusas, parecía controlar con elegancia que nada perturbara el sueño del príncipe y su familia.

Pese a la costumbre, era un espectáculo que no podía dejar a nadie indiferente. Jean-Loup comprendía que un habitante de Osaka, de Austin o de Johanesburgo, ante una imagen como aquélla, se quedara sin aliento y acabara, con codo de tenista de tanto hacer fotografías.

Ya casi había llegado. Bordeó el puerto, donde las tareas de desmontar las barreras procedían con mucha más calma, pasó ante las Piscinas y, después de la Rascasse, cogió la rampa del aparcamiento subterráneo, que descendía tres plantas bajo el gran edificio de la emisora.

Aparcó el coche en el primer lugar vacío que encontró y subió por la escalera. El eco de la música del Stars’n Bars le llegó por las puertas abiertas del local. Era un lugar de encuentro obligado para los noctámbulos de Mónaco, un video-pub donde beber una cerveza o saborear algún plato de cocina tex-mex mientras se esperaba que la noche estuviera lo bastante avanzada para acudir a las discotecas y los locales de la costa.

Bajo la arcada de la gran construcción que albergaba a Radio Montecarlo, sobre el Quai Antoine Premier, había una gran cantidad de actividades heterogéneas: restaurantes, concesionarias de astilleros, galerías de arte, los estudios de Tele Montecarlo.

Jean-Loup llegó ante la puerta de cristal y accionó la campanilla del videoteléfono. Se puso frente a la telecámara de modo que abarcara solo un primerísimo plano de su ojo derecho.

La voz de Raquel, la secretaria, salió del aparato tan amenazadora como se proponía.

—¿Quién es?

—Buenas noches, soy el señor Ojo por Ojo. ¿Puede abrirme, por favor?

Retrocedió para que la muchacha le reconociera. Por el videoteléfono sonó primero una risita ahogada, luego una voz condescendiente.

—Suba, señor Ojo por Ojo…

—Gracias. Venía a venderle una enciclopedia, pero a estas alturas me bastaría con un poco de colirio…

Poco después oyó el chasquido seco de la cerradura. Cuando llegó a la cuarta planta, la puerta automática del ascensor se deslizó hacia un lado y se encontró ante la cara mofletuda de Pierrot, de pie en el rellano con una pila de CD en las manos.

Pierrot era una especie de mascota de la radio. Tenía veintidós años pero el cerebro de un niño. Era un poco más bajo de lo común, tenía la cara redonda y los cabellos lacios. A Jean-Loup le daba la cómica impresión de que el muchacho sonreía constantemente a través de una piña.

Pierrot era el ser vivo más incorruptible que existía sobre la faz de la tierra. Tenía el don, que solo poseen ciertas personas simples, de inspirar simpatía a primera vista y de demostrarla solo a aquéllos a quienes juzgaba que la merecían. Y su instinto fallaba muy rara vez.

Adoraba la música, y cuando hablaba de ella su mente —que solía perderse en los razonamientos más elementales— de pronto se volvía analítica y clara. Tenía una memoria de elefante en todo lo concerniente al inmenso archivo de la radio y a la música en general. Bastaba indicarle el título o tararear la melodía de una canción para verle salir como un cohete y volver poco después con el disco o el CD en las manos. Por su semejanza con el personaje de la película, en la radio le habían apodado «Rain Boy».

—Hola, Jean-Loup.

—Pierrot, ¿qué haces aquí todavía a esta hora?

—Esta noche mi mamá trabaja hasta tarde. Los señores tienen una cena. Pasará a buscarme «un poco más después».

Jean-Loup sonrió para sí. Ciertas expresiones de Pierrot pertenecían a un idioma enteramente propio, un lenguaje aparte, de cuyos cándidos errores y absoluta inocencia con que los pronunciaba a veces surgían graciosas ocurrencias. La madre, que llegaría a buscarlo «un poco más después», trabajaba de empleada doméstica de una familia italiana residente en Montecarlo.

Jean-Loup había conocido a Pierrot y su madre hacía un par de años, ante la entrada de la radio. Casi no había reparado en ellos, hasta que la mujer se acercó y lo abordó con timidez, con la expresión de alguien que se disculpa por existir. Se dio cuenta de que le esperaban a él.

—Discúlpeme, ¿usted es Jean-Loup Verdier?

—Sí, señora. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Disculpe la molestia, pero ¿podría firmarle un autógrafo a mi hijo, por favor? Pierrot escucha siempre la radio y usted es su locutor preferido.

Jean-Loup se fijó en el vestido humilde y en el pelo, que parecía haber encanecido antes de tiempo. La mujer debía de ser más joven de lo que aparentaba. Sonrió.

—Pues claro, señora. Me parece lo mínimo que puedo hacer por un oyente tan asiduo como él.

Mientras cogía la hoja de papel y el bolígrafo que la madre le alcanzaba, Pierrot se había acercado.

—Eres igual.

Jean-Loup se quedó perplejo.

—¿Igual a qué?

—Igual como en la radio.

Jean-Loup se volvió hacia la mujer. Ella bajó la mirada y la voz.

—Verá, mi hijo es… cómo decirlo…

Calló, como si no encontrara una palabra que, sin embargo, sabía desde hacía mucho tiempo. Jean-Loup miró con atención a Pierrot, vio en su cara los rasgos de la diferencia y sintió pena por él y por la mujer.

«Igual como en la radio…».

De algún modo Jean-Loup había entendido que en su lenguaje Pierrot quería decir que era exactamente como se lo había imaginado al escuchar su voz por la radio. En ese momento el muchacho sonrió y fue como si la calle se iluminara. Y nació entonces la inmediata, instintiva simpatía que Pierrot tenía el extraño don de despertar.

—Mira, chaval, ahora que sé que me escuchas, puedo decir que éste es un buen día. Así que lo mínimo que puedo hacer por ti es darte un autógrafo gigante. ¿Me sostienes esto, por favor?

Para tener libres las manos, dio al muchacho los papeles que llevaba bajo el brazo. Mientras Jean-Loup firmaba el autógrafo, Pierrot echó un vistazo a la primera hoja; luego levantó la cabeza y lo miró con cara de satisfacción.

—Three Dog Night —dijo con su voz tranquila.

—¿Cómo?

—Three Dog Night. La respuesta a la primera pregunta es Three Dog Night. Y la segunda es Alan Allsworth y Ollie Alsall —repitió Pierrot con una pronunciación inglesa muy personal.

Jean-Loup recordó que la primera hoja contenía un cuestionario musical que había elaborado hacía pocas horas para el concurso del programa de la tarde.

La primera pregunta era: «¿Qué grupo de la década de los setenta cantaba la canción “Celébrate”?». Y la segunda: «¿Quiénes fueron los guitarristas de Tempest?».

Pierrot las había leído y respondido correctamente al instante.

Jean-Loup miró maravillado a la madre. La mujer se encogió de hombros, como si debiera disculparla también por aquello.

—Pierrot siente pasión por la música. Si fuera por él no compraríamos pan para poder comprar discos. Él es… bueno, es como es, pero cuando se trata de música recuerda todo lo que lee y escucha por la radio.

Jean-Loup señaló la hoja con las preguntas, que el muchacho todavía tenía en la mano.

—¿Quieres tratar de responder las otras preguntas, Pierrot?

Una por una, sin vacilación, Pierrot le dio quince respuestas exactas casi al instante de leer las preguntas. Y ninguna era fácil. Jean-Loup estaba pasmado.

—Señora, esto es mucho más que buena memoria. ¡Su hijo es una enciclopedia!

Cogió las hojas de las manos del joven y respondió a la sonrisa de Pierrot. Luego le señaló la entrada de Radio Montecarlo.

—Pierrot, ¿te gustaría dar una vuelta por la radio y ver desde dónde se emite la música?

Le guió por los estudios, le mostró el lugar del que provenían las voces y la música que escuchaba en casa, y le ofreció una Coca-Cola. Pierrot lo miraba todo con expresión encantada, con los mismos ojos chispeantes con que la madre observaba la alegría en el rostro del hijo. Pero cuando entraron en el archivo, en el subterráneo, ante aquella cantidad de CD y discos de vinilo la cara de Pierrot se iluminó como una alma beata al entrar en el Paraíso.

Luego, cuando en la radio todos conocieron su historia (el padre se había marchado de la noche a la mañana en cuanto supo la minusvalidez del hijo, dejándolos solos y sin un céntimo) y, sobre todo, cuando comprobaron sus conocimientos musicales, encontraron la manera de que formara parte del equipo de Radio Montecarlo. La madre no podía creerlo. Pierrot no solo tenía un lugar donde quedarse mientras ella trabajaba, sino que además cobraría un pequeño salario.

Pero, sobre todo, era feliz.

Promesas y apuestas, pensó Jean-Loup. A veces alguna se cumplía, a veces alguna se ganaba. La suerte de Pierrot había cambiado. Tal vez no fuera mucho, pero era algo.

Pierrot subió al ascensor, sujetando los CD con una sola mano para poder pulsar el botón.

—Bajo al salón a dejar esto; después vengo a buscarte para ver tu emisión.

El salón era su forma personal de definir el archivo, pero ver la emisión no era, esta vez, una de sus acostumbradas alquimias lingüísticas; significaba que ese día podría colocarse detrás de la gran pared de cristal para escuchar y mirar con ojos arrobados a Jean-Loup, su mejor amigo, su ídolo absoluto. A la hora en que Jean-Loup salía al aire, por lo general Pierrot ya estaba en su casa y seguía la emisión por radio.

—Vale, te guardaré un lugar en primera fila.

La puerta se cerró sobre la sonrisa de Pierrot, mucho más luminosa que las asépticas luces del ascensor.

Jean-Loup atravesó el rellano y marcó en la cerradura alfanumérica la clave para abrir la puerta. En la entrada estaba el gran escritorio de madera donde Raquel desempeñaba al mismo tiempo las funciones de recepcionista y secretaria. La muchacha, una chica morena, grácil, de rostro delgado pero agradable, y que por lo general se mostraba muy a la altura de las circunstancias, lo recibió apuntándole con un dedo.

—Te expones a grandes riesgos, Jean-Loup. Un día de éstos te dejaré fuera.

Jean-Loup se acercó y desvió el dedo como si fuera una pistola.

—¿Nunca te han dicho que no apuntes así con el dedo? ¿Y si estuviera cargado y se disparara? Además, ¿por qué todavía estás aquí? También acabo de ver a Pierrot. ¿Acaso hay una fiesta de la que no estoy enterado?

—Ninguna fiesta; solo trabajo extra. Todo por culpa tuya; estás haciendo subir tanto la audiencia que nos condenas a los horrores del estajanovismo.

Indicó con la cabeza algún lugar detrás de ella.

—Ve a ver al jefe; hay novedades.

—¿Buenas? ¿Malas? ¿A medias? ¿Al fin se ha decidido a pedirme en matrimonio?

—Prefiere decírtelo él. Está en el despacho del presidente —respondió Raquel, sonriente pero evasiva.

Jean-Loup dio unos pasos atenuados por la moqueta azul salpicada de pequeñas coronas estilizadas color crema, hasta la última puerta de la derecha. Llamó y abrió sin esperar que le respondieran. El jefe estaba sentado a su escritorio y, como siempre, hablaba por teléfono. A esa hora el aire del despacho evocaba un lugar místico donde el humo del cigarrillo que tenía entre los dedos se encontraba con el alma de los muchos que había fumado desde la mañana.

El director de Radio Montecarlo era la única persona que conocía Jean-Loup que fumara esos pestilentes cigarrillos rusos, con una larga boquilla de cartón que había que doblar antes de usar, según un ritual que tenía algo de vudú.

Con una seña, Robert le indicó que se sentara.

Jean-Loup se acomodó en un gran sillón de piel negra frente al escritorio. Mientras Robert concluía la conversación y cerraba la tapa del Motorola, el locutor agitó las manos como si quisiera disipar el humo.

—¿Quieres convertir este despacho en un lugar de encuentro para los nostálgicos de la niebla? ¿Londres o muerte? ¿O mejor: Londres y muerte? ¿Ya sabe el presidente que en su ausencia infestas su despacho? Porque, si lo ignora, tengo con qué chantajearte hasta el final de tus días.

Radio Montecarlo, emisora en lengua italiana del principado, había sido absorbida por una sociedad que administraba un grupo de emisoras privadas con sede en Milán, Italia. La dirección, en Mónaco, se hallaba por entero en manos de Bikjalo, y el presidente solo asistía a las reuniones importantes.

—Eres un canalla, Jean-Loup. Un puerco canalla sin cojones.

—No sé cómo puedes fumar esa asquerosidad. Estás a punto de superar el límite impalpable entre el humo y el gas neurotóxico. O tal vez ya lo hayas superado hace años y, sin saberlo, estemos hablando con tu fantasma.

Robert permaneció impasible, tan invulnerable al humor de Jean-Loup como al humo de sus cigarrillos.

—Mi silencio expresa una evidente superioridad frente a estos comentarios casi femeninos. No es para oír tus lamentables críticas a mis cigarrillos por lo que he estado esperando a que tu precioso trasero se posara en mi sillón. Y ojo, digo «precioso» porque es bien sabido por todos que ésa es la parte de tu cuerpo con la que razonas…

El intercambio de bromas de este tipo formaba parte de un pequeño ritual que ambos practicaban desde hacía años; sin embargo, Jean-Loup pensaba que se hallaban muy lejos de poder considerarse amigos. En realidad, ese humor destructivo solo escondía la dificultad para llegar hasta el fondo de Robert Bikjalo. Tal vez fuera una persona inteligente, y sin duda era astuto. Un hombre inteligente a veces da al mundo más de lo que recibe; uno astuto intenta coger lo máximo y dar a cambio lo menos posible. Jean-Loup conocía bien las reglas del juego en el mundo de los medios de comunicación privados. Él era el locutor de Voices, el programa de mayor éxito de Radio Montecarlo, y la gente como Bikjalo te escuchaba solo en función de la audiencia que atrajeras.

—Solo quería decirte lo que pienso de ti y de tu programa, antes de arrojarte inexorablemente a la calle…

Se apoyó en el respaldo y al fin apagó el cigarrillo en un cenicero lleno de cadáveres. Dejó caer entre ambos un silencio de póquer, y luego prosiguió con el tono de quien se dispone a cantar un full de ases:

—Hoy he recibido una llamada sobre Voices. Era una persona muy cercana a palacio. No me preguntes quién; se dice el pecado, no el pecador…

El tono del director cambió de golpe. Una sonrisa de cuarenta dientes floreció en su cara al mostrar una escalera de color.

—¡El príncipe en persona ha expresado su satisfacción por el éxito de la emisión!

Jean-Loup se levantó del sillón con una sonrisa parecida, estrechó la mano que le tendía Bikjalo y volvió a sentarse. El jefe continuó su vuelo en las alas del entusiasmo.

—Montecarlo siempre ha tenido una imagen de lugar rico, de centro internacional de evasión fiscal. Últimamente, con todos los escándalos financieros en Estados Unidos y la crisis económica que cunde en casi todas partes, estamos pasando momentos difíciles…

Dijo «estamos» como una amable concesión al mundo, pero su expresión no reflejaba una honda preocupación por los problemas ajenos. Cogió de la cajetilla un nuevo cigarrillo, dobló la boquilla, se lo introdujo entre los labios y lo encendió con el mechero del escritorio.

—Hace algunos años, en esta época del año, se veían dos mil personas en la plaza del Casino. Ahora, hay noches en que ese mismo lugar tiene un aire de day after que da miedo. El ímpetu que has logrado imprimir a Voices al orientar el programa hacia lo social le ha dado un nuevo cariz. Ahora el público puede ver Montecarlo como un lugar donde la solidaridad existe, donde se puede hacer una llamada telefónica para pedir ayuda. También para la radio, no te lo niego, ha sido muy revigorizador. Hay muchísimos patrocinadores nuevos en el horizonte, y esto te da la mejor medida del éxito del programa.

Jean-Loup arqueó una ceja y sonrió. Robert era ante todo un administrador, y para él el éxito significaba, en última instancia, un suspiro de alivio y una sensación de satisfacción a la hora de hacer el balance. Los tiempos heroicos de Radio Montecarlo, los de Jocelyn y Awanagana y Herbert Pagani, habían pasado. Ahora se vivían los tiempos de la economía.

—La verdad es que hemos sido hábiles, los dos. Sobre todo tú. Aparte del acertado formato del programa y de la forma en que lo has desarrollado después, el éxito se ha debido, ante todo, a tu capacidad de emitir tanto en francés como en italiano. Yo solo he cumplido con mi trabajo…

Bikjalo hizo un gesto vago de pretendida modestia. En todo caso, se refería a una muy buena intuición desde el punto de vista empresarial. La calidad del programa y la capacidad bilingüe del locutor le habían inducido a intentar una maniobra que había sabido realizar con la habilidad de un diplomático consumado. Había creado, sobre la base de la audiencia y los resultados, una especie de joint-venture con Europe 2, una emisora francesa que emitía desde París y tenía una línea editorial muy cercana a la de Radio Montecarlo.

Como resultado, ahora Voices llegaba a gran parte de los territorios italiano y francés.

Robert Bikjalo apoyó los pies sobre el escritorio y echó el humo del cigarrillo hacia lo alto. Jean-Loup pensó que era una pose muy institucional y alegórica. Probablemente el presidente no lo habría considerado del mismo modo.

El director prosiguió, triunfal:

—A finales del mes próximo se entregan los Music Awards. Me han llegado rumores de que han pensado en ti para presentarlos. Y después viene el Festival de Cine y Televisión. Estás llegando a la cumbre, Jean-Loup. Muchos personajes de la radio han tenido problemas a la hora de dar el salto hacia la imagen. Pero tú tienes buena apariencia, así que, si juegas bien tus cartas, es probable que provoques una encarnizada competencia entre la radio y la televisión.

Jean-Loup sonrió y miró el reloj. Se levantó de la silla.

—De momento, la única encarnizada competencia que hay es la de Laurent con sus nervios. Todavía no le he visto, y tenemos que revisar todo el material de esta noche.

—Dile de mi parte a esa especie de director y autor que le espera lo mismo que a ti.

Jean-Loup se dirigió hacía la puerta. Cuando estaba a punto de salir, Robert le llamó.

—¿Jean-Loup?

Se volvió. Bikjalo seguía sentado en el sillón y se mecía con la expresión de un Silvestre que al fin se ha comido al canario.

—Dime.

—De más está decir que si todo esto de la televisión llega a buen puerto yo seré tu agente.

Mientras observaba su expresión falsamente bonachona y auténticamente predadora, Jean-Loup pensó que iba a vender caro su pellejo.

—He tenido que soportar durante mucho tiempo el humo de tus cigarrillos. Para obtener un porcentaje de mis ganancias deberás soportar por lo menos otro tanto.

Cuando cerró la puerta, Robert Bikjalo miraba el techo con aire soñador. Jean-Loup tuvo la impresión de que ya estaba contando el dinero que todavía no había ganado.