I SEÑORA TÍA la Marquesa de Tor me hace seña de que la siga, y me conduce a su cámara, donde llorosa y sola espera María Antonieta: Al verme entrar se ha puesto en pie clavándome los ojos enrojecidos y brillantes: Respira ansiosa, y con la voz violenta y ronca me habla:
—Xavier, es preciso que nos digamos adiós. ¡Tú no sabes cuánto he sufrido desde aquella noche en que nos separamos!
Yo interrumpo con una desvaída sonrisa sentimental:
—¿Recuerdas que fue con la promesa de querernos siempre?
Ella a su vez me interrumpe:
—¡Tú vienes a exigirme que abandone a un pobre ser enfermo, y eso jamás, jamás, jamás! Sería en mí una infamia.
—Son las infamias que impone el amor, pero desgraciadamente ya soy viejo para que ninguna mujer las cometa por mí.
—Xavier, es preciso que me sacrifique.
—Hay sacrificios tardíos, María Antonieta.
—¡Eres cruel!
—¡Cruel!
—Tú quieres decirme que el sacrificio debió ser para no faltar a mis deberes.
—Acaso hubiera sido mejor, pero al culparte a ti me culpo a mí también. Ninguno de los dos supo sacrificarse, porque esa ciencia sólo se aprende con los años, cuando se hiela el corazón.
—¡Xavier, es la última vez que nos vemos, y qué recuerdo tan amargo me dejarán tus palabras!
—¿Tú crees que es la última vez? Yo creo que no. Si accediese a tu ruego volverías a llamarme, mi pobre María Antonieta.
—¡Por qué me lo dices! Y si yo fuese tan cobarde que volviera a llamarte, tú no vendrías. Este amor nuestro es imposible ya.
—Yo vendría siempre.
María Antonieta levanta al cielo sus ojos, que las lágrimas hacen más bellos, y murmura como si rezase:
—¡Dios mío, y acaso llegará un día en que mi voluntad desfallezca, en que mi cruz me canse!
Yo me acerco hasta beber su aliento, y le cojo las manos:
—Ya llegó.
—¡Nunca! ¡Nunca!…
Intenta libertar sus manos pero no lo consigue. Yo murmuré casi a su oído:
—¿Qué dudas? Ya llegó.
—¡Vete, Xavier! ¡Déjame!
—¡Cuánto me haces sufrir con tus escrúpulos, mi pobre María Antonieta!
—¡Vete! ¡Vete!… No me digas nada… No quiero oírte.
Yo le beso las manos:
—¡Divinos escrúpulos de santa!
—¡Calla!
Con los ojos espantados se aleja de mí. Hay un largo silencio. María Antonieta se pasa las manos por la frente y respira con ansia. Poco a poco se tranquiliza: En sus ojos hay una resolución desesperada cuando me dice:
—Xavier, voy a causarte una gran pena. Yo ambicioné que tú me quisieras como a esas novias de los quince años. ¡Pobre loca! Y te oculté mi vida.
—Sigue ocultándomela.
—¡He tenido amantes!
—¡La vida es así!
—¡No me desprecias!
—No puedo.
—¡Pero te sonríes!…
Yo le respondo cuerdamente:
—¡Mi pobre María Antonieta, me sonrío porque no hallo motivo para ser severo! Hay quien prefiere ser el primer amor: Yo he preferido siempre ser el último. ¿Pero acaso lo seré?
—¡Qué crueles son tus palabras!
—¡Qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos!
—¡Cuánto me desprecias!… Es mi penitencia.
—Despreciarte, no. Tú fuiste como todas las mujeres, ni mejor ni peor. Ahora acabas en santa. ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!
María Antonieta solloza, y desgarra con los dientes el pañolito de encajes: Se ha dejado caer en el sofá: Yo, en pie, permanezco ante ella. Hay un silencio lleno de suspiros. María Antonieta se enjuga los ojos, me mira y sonríe tristemente:
—Xavier, si todas las mujeres son como tú me juzgas, yo tal vez no haya sido como ellas ¡Compadéceme, no me guardes rencor!
—No es rencor lo que siento, es la melancolía del desengaño: Una melancolía como si la nieve del invierno cayese sobre mi alma, y mi alma, semejante a un campo yermo, se amortajase con ella.
—Tú tendrás el amor de otras mujeres.
—Temo que reparen demasiado en mis cabellos blancos y en mi brazo cercenado.
—¡Qué importa tu brazo de menos! ¡Qué importan tus cabellos blancos!… Yo los buscaría para quererlos más. ¡Xavier, adiós por toda la vida!…
—¿Quién sabe lo que guarda la vida? ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!
Estas palabras fueron las últimas. Después ella me alarga su mano en silencio, yo se la beso y nos separamos. Al trasponer la puerta sentí la tentación de volver la cabeza y la vencí. Si la guerra no me había dado ocasión para mostrarme heroico, me la daba el amor al despedirse de mí, acaso para siempre.